sábado, 9 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 11




Cuando Paula y Rosa llegaron al hotel, el recibidor estaba lleno de gente que acudía a la subasta. Entraron en el salón de baile y fueron a buscar a Silvia a los camerinos.


Después de que Silvia la peinara y la maquillara, Paula se dedicó a pasear por la sala durante el cóctel. Tal y como le habían dicho sus amigas, de pronto sintió que era como un imán para los hombres. Algunos la miraban boquiabiertos. 


Otros, a los que no había visto nunca, intentaban conversar con ella, pero Paula consiguió deshacerse de ellos. Incluso un compañero del departamento de ventas, Roberto Reilly, que siempre alardeaba de ser una máquina con las mujeres, se acercó a ella. 


A Paula, aquello le pareció asombroso, ya que Roberto nunca había mostrado el más mínimo interés por ella. Al cabo de unos momentos, Paula se percató de que su compañero no la había reconocido y tras hablar un rato con él, decidió decirle quién era. Él se quedó impresionado, y Paula encontró su reacción un poco dolorosa. «¿Soy tan horrorosa en la vida real?», se preguntó.


Pero enseguida se olvidó de todo y comenzó a disfrutar de su papel de mujer fatal. En parte, se sentía halagada, en parte divertida y en parte asombrada por cómo reaccionaban los hombres. 


¿Eran tan superficiales que solo necesitaban un poco de maquillaje y un sujetador que realzara los pechos para volverse locos? ¿No había ningún hombre que se sintiera atraído por el tamaño del cerebro de una mujer… y no por el de su busto?


Paula regresó al camerino, convencida de que no iba a conocer a su príncipe azul entre esos solteros. Y menos si todos eran como los que había en el cóctel.


Paula tenía que salir la segunda a la subasta. Se quedó detrás de la cortina, medio mareada, viendo cómo subían las apuestas mientras la primera mujer se movía por el escenario. Solo había tomado una copa de champán, pero como no había comido nada se le había subido a la cabeza.


—… y nuestra próxima jovencita es una empleada de Colette, Inc. Una diseñadora de joyas que se llama Paula Chaves—oyó que decía el presentador. Sabía que era entonces cuando debía salir al escenario, pero no era capaz de moverse.


—Paula, ¿estás bien? —Paula se dio la vuelta y vio que Silvia la miraba preocupada.


No dijo nada, y Silvia la agarró del brazo y le dijo:
—Vamos, Paula, puedes hacerlo.


—Pero, yo… —no le dio tiempo a terminar su respuesta. Silvia le dio un empujoncito y Paula se encontró en medio del escenario.


El presentador la agarró del brazo y la llevó hasta donde estaba el micrófono.


—¿A que es preciosa? —preguntó al público. La gente comenzó a silbar y a jalear, y Paula sintió que se ponía colorada.


—Mira al público, no a tus pies, cariño —le susurró el presentador tapando el micrófono—. Ya sabes, exhíbete un poco.


Paula pensó que el hombre debería estar agradecido porque ella no saliera corriendo. Miró al público y descubrió que gracias a los focos no podía reconocer a nadie. Respiró hondo y sintió que el cierre provisional que se había cosido en el escote estaba a punto de estallar. «Eso haría que comenzara la apuesta», pensó con una sonrisa.


Pero las apuestas ya habían comenzado. 


Paula estaba sorprendida por cómo los dólares aumentaban a cada minuto. Todo por unas horas en su compañía. La cifra ya era muy alta y parecía que todo estaba decidido. De pronto, un nuevo jugador pujó tanto dinero que el público se quedó callado y Paula sintió que se le secaba la boca.


—A la una, a las dos… —dijo el presentador. Nadie pujó más. ¿Quién diablos iba a pagar esa cifra astronómica por ella?—. ¡Vendida! —gritó el presentador—. Muy bien, señor. Tiene un gusto excelente. Puede recoger su premio en los camerinos. Y le deseo que pase una noche estupenda —añadió, lo que provocó que la gente se riera.


Paula salió del escenario muerta de vergüenza y tratando de no tropezar con los centros de flores que decoraban el escenario.


Cuando llegó a los camerinos, alguien le puso una botella de champán en las manos. Era otro premio para su comprador, pero ella apenas se enteró. Se sentía un poco mareada.


Esperó a que llegara el hombre que la había comprado para una noche. Su voz le había resultado familiar, pero no había sido capaz de asociarla con un rostro. ¿Y si era alguien que trabajaba con ella?


De pronto, alguien la agarró por el hombro.


—¿Paula?


Se volvió y se encontró frente a Pedro Alfonso. Iba vestido con un esmoquin negro, una camisa blanca y una corbata color burdeos, y parecía un auténtico millonario.


¿No le había prometido Silvia que él no iba a asistir al evento? Al menos, el hombre que la había comprado aparecería en cualquier momento.


Pedro… —dijo ella—. ¿Qué… qué estás haciendo aquí dentro?


Él sonrió y la miró a los ojos. Paula sintió que se le ponía la piel de gallina.


—Me dijeron que pasara a recoger mi premio. ¿No lo recuerdas? —contestó sin más.


Paula no lo podía creer.


No, no podía ser.


Tenía que haber algún error. Pedro Alfonso no era el hombre que la había comprado.


Pero al mirarlo, se confirmaron todas sus dudas.


—No, tú no… —Paula suspiró y se puso la mano sobre la frente—. Cualquiera menos tú —soltó.


—Paula, eres tan sincera —se rio Pedro—. Me temo que voy a tener que acostumbrarme.


Paula se dio cuenta de lo que había dicho.


—Oh, lo siento. No quería ofenderte —lo miró a los ojos y le tembló la voz. En el escenario estaban subastando a otra mujer. El público comenzó a aplaudir y a silbar de nuevo. 


Paula no podía soportarlo más.


—Vamos. Salgamos de aquí —le susurró Pedro al oído—. Creo que te sentará bien un poco de aire fresco.


La rodeó por la cintura y se abrieron paso entre la multitud. Cuando llegaron al pasillo del hotel, fuera del salón de baile, Paula se detuvo y tomó aire.


—Gracias —le dijo con timidez—. Creo que no estoy hecha para el espectáculo.


Él sonrió y la soltó. «Es todo un caballero», pensó ella, «no se aprovecha de las circunstancias». Aunque tenía que reconocer que le había gustado que la agarrara.


—No sé. Yo creo que lo has hecho muy bien. Estupendamente, diría yo —añadió con tono serio. La miró de arriba abajo y, en su mirada, Paula notó que se sentía atraído por ella.


Por algún motivo, su comentario y su reacción hicieron que Paula se pusiera nerviosa. En lugar de sentirse halagada, estaba enojada. Había pensado que él era distinto a los demás. Pero un poco de lápiz de labios y algo de escote lo habían descubierto.


—Seguro que no me habías reconocido —contestó ella, y se cubrió los hombros con el chal.


—Casi me engañas —admitió él—. Pero supongo que te reconocí justo a tiempo, ¿no?


Paula trató de evitar su mirada.


—Bueno, espero que no te hayas decepcionado, pero solo es un vestido de fiesta. Es más, me lo han prestado. Y un poco de maquillaje. Debajo, está la de siempre —le advirtió.


—Eso espero —dijo él. Se apoyó en la pared, se cruzó de brazos y la observó.


Al final, Paula levantó la vista y lo miró.


—¿Por qué apostaste por mí? —preguntó.


Se sorprendió por lo directa que era su pregunta. Quizá Rosa tenía razón, y gracias a la subasta, había recuperado la confianza en sí misma.


Él arqueó las cejas y consideró la pregunta.


—Es una buena pregunta —contestó. Después no dijo nada durante un buen rato—. Supongo que para que nadie más lo hiciera —admitió—. Parecía que estabas muy incómoda ahí arriba. Que hacías tu papel con valentía, por una buena causa, y todo eso. Pero…


—¿Quieres decir… que decidiste rescatarme?


—No lo había pensado así —contestó él—. Pero supongo que sí.


¿De verdad parecía tan forzada que Pedro se había sentido obligado a rescatarla? Paula se lo agradecía, pero estaba avergonzada.


—En realidad no me gustan estas subastas de personas —dijo él, y Paula sintió que lo decía con sinceridad—. Sé que son por una buena causa, pero ni siquiera tenía pensado asistir.


Ella sabía que eso era verdad.


—Pero lo hiciste.


—Sí, lo hice. Y el resto es historia —sonrió.


Paula respiró hondo. Si él continuaba mirándola de esa manera, estaba perdida.


—¿Y ahora qué hay que hacer? —preguntó ella.


—¿Por qué no me lo dices tú a mí? ¿Te apetece ir a cenar, o a tomar algo a algún sitio?


Ambas alternativas eran igual de aterradoras. Paula no sabía qué decir. Y además no quería parecer desconcertada. Él tenía derecho a pasar la noche con ella. Sobre todo después de la cantidad de dinero que había pagado. Pero no quería ser ella quien decidiera.


—Es tu noche —contestó ella—. Yo solo soy el trofeo que llevas a casa.


No quería que pareciera una insinuación, pero al ver que Pedro se ponía serio se dio cuenta de que sus palabras habían sido un poco provocativas.


—Entonces, te llevaré a casa —dijo él, y le ofreció el brazo—. Mi coche está en la puerta. Tenemos que bajar por el hall principal.


Paula tragó saliva y se agarró a su brazo. ¿Se refería a su casa, o a la de ella? No tenía aspecto de ser un depredador… pero, ¿tampoco iba a pagar tanto dinero por un par de horas de conversación?


—Paula, tienes las manos heladas —comentó él—. ¿Quieres ponerte mi chaqueta?


—No, estoy bien. De veras —le aseguró. 


Estaban de pie en el hall, y Pedro le había dado la ficha de su coche a un botones.


Cuando le llevaron el coche, Pedro la acompañó hasta la puerta del copiloto. Paula nunca había montado en un deportivo. Era una noche de novedades. El coche era tan bajo que solo tenía sitio para el conductor y el copiloto. Paula dejó la botella de champán en el suelo y se sentó en el asiento de cuero.


Pedro arrancó el coche y se dirigió calle abajo. 


Paula trató de disimular su nerviosismo… aunque aún no tenía ni idea de adónde la llevaba





PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 10





El resto de la semana pasó deprisa. El personal del departamento de Ventas y de Marketing estaba muy emocionado con la Colección Para 


Siempre, y el jefe de Paula le había pedido que hiciera las muestras de los anillos para la siguiente semana. Tendría que trabajar mucho todas las noches si quería cumplir el plazo, pero no le importaba. Tallar las piezas de joyería era su parte favorita del proceso y le encantaba ver cómo sus ideas iban tomando forma.


Además, el hecho de tener mucho trabajo era la excusa perfecta para pasarle el encargo de Pedro Alfonso a otro diseñador. Terminó el alfiler de corbata y se lo envió a Pedro con un mensajero, junto con el jersey y una nota cortés pero distante. Esperaba que ahí terminara todo.


No estaba segura de a quién le encargaría Franco el proyecto de Pedro. Estaba Pablo, un diseñador nuevo que tenía talento pero le faltaba experiencia. Anita Barnes era la mejor opción. 


Era bastante atractiva, soltera y, como todo el mundo sabía, buscaba un marido rico.


Además, sabría cómo tratar a un hombre como Pedro. «No le devolverá los regalos caros tan rápido», pensó Paula.


Paula no comprendía por qué la idea de que Anita trabajara con Pedro la molestaba tanto. 


Pero así era. Igual que los papelitos que recogió durante toda la semana en Recepción, donde la avisaban de que Pedro la había llamado varias veces. Ella se los llevaba al despacho, los observaba durante unos instantes, y los tiraba a la papelera.


Cada vez que sentía ganas de llamarlo, recordaba lo que había aprendido en el pasado, apretaba los dientes y se ponía a trabajar. 


Aunque no pudiera quitarse a Pedro de la cabeza, se alivió al enterarse de que no pensaba asistir a la subasta. Silvia había averiguado que lo habían invitado, pero que él había presentado sus excusas junto con un generoso donativo para la asociación benéfica.


El viernes, Paula se marchó pronto del trabajo para que le diera tiempo a prepararse para la noche. Cuando entró en su apartamento, sintió un gran nudo en el estómago. ¿Cómo diablos se había metido en ese lío? Intentó no pensar en ello y se metió en la ducha. Después se vistió y se alegró de que Silvia se hubiera ofrecido a peinarla y a maquillarla. Las manos le temblaban tanto que estaba segura de que no habría podido hacerlo.


Paula se puso los zapatos de tacón y se sentó en la cama mirando al infinito. Se había quedado helada de miedo.


No podía evitarlo. No podría hacerlo.


Prepararía una bolsa de viaje, metería a Lucy en el coche y se marcharía de la ciudad durante el fin de semana. Silvia se decepcionaría. Pero cuando pasara todo, la comprendería.


Un golpe en la puerta interrumpió sus planes.


—Ya voy —gritó Paula. Pensó que sería Silvia, pero se alegró al ver que era Rosa Carson.
La abrazó y la invitó a pasar.


—Iba a llamarte, pero pensé que era mejor venir —dijo Rosa—. Oh, cielos, estás preciosa —exclamó, mirándola de arriba abajo.


—Tú también —contestó Paula.


Paula nunca había visto a su amiga tan elegante y se quedó sorprendida. Rosa llevaba un vestido plateado con un drapeado en el escote rematado con raso plateado. Iba más maquillada y mejor peinada de lo habitual.


Era una mujer encantadora y Paula se preguntaba por qué nunca se había vuelto a casar. Pero nunca se lo había preguntado.


—Gracias, cariño. Me gusta ponerme elegante de vez en cuando es divertido, ¿no crees?


—Quizá… si lo único que tuviera que hacer fuera beber champán durante toda la noche. Pero subirme a un escenario y participar en esa subasta… —Paula suspiró y retiró un mechón de pelo que le caía sobre los hombros—. No puedo hacerlo, Rosa. No puedo.


Rosa la miró durante un momento, sin decir nada. Después le agarró la mano y dijo:
—Sé que sientes pánico escénico, Paula. Es normal —Rosa la miró a los ojos—. Sé que todo esto de la subasta es una idiotez. Estoy de acuerdo contigo. Pero es por una buena causa y creo que será una buena experiencia para ti, cariño. No pienses en ello como si fuera algo serio. Hazlo solo para divertirte.


—Para divertirme, creo que preferiría que me hicieran una endodoncia —Paula la miró y no pudo evitar sonreír.


—Vamos, Merri —dijo Rosa—. No pienses en Silvia. Ni en la asociación benéfica. Hazlo por ti. Es tu oportunidad para despegar el vuelo. Actúa un poco. Piensa que eres una actriz que representa un papel. Nunca has pensado que te gustaría ser otra persona, ¿una rompecorazones? —bromeó Rosa—. Bueno, aquí tienes tu oportunidad.


—Sí, esa soy yo. La gran rompecorazones —murmuró Paula.


—Vamos. ¿Para qué tienes los ojos? ¿No has visto lo guapa que estás? Estoy segura de que vas a ser el éxito de la noche. Y quién sabe, a lo mejor conoces al hombre de tus sueños.


—Pues alguien debería advertirle que a medianoche me convierto en calabaza —contestó Paula.


Además, ya lo había conocido. Pero lo había alejado de ella…


—Algunos hombres prefieren la tarta de manzana… y otros la de calabaza. Eso es lo que hace girar al mundo —contestó Rosa, y se encogió de hombros—. Entonces, ¿eso quiere decir que vas a hacerlo?


—Me has convencido, Rosa —dijo Paula, y se puso el chal de terciopelo sobre los hombros—. Además, Silvia nos asesinará a las dos si no aparezco, y no me gustaría que te sucediera nada.


—No te preocupes por mí, cariño. Puedo cuidar de mí misma —le guiñó un ojo. A veces, Paula tenía la sensación de que su amiga era misteriosa. Rosa guardaba algún secreto, eso seguro.


—Oh, casi se me olvida. El broche que me prestaste —dijo Paula. Buscó un joyero en la mesita de noche y lo abrió—. Quiero llevarlo esta noche, ¿me ayudas a ponérmelo?


—Será una placer —ayudó a Paula a ponerse el broche en el vestido—. El toque perfecto —dijo Rosa, y dio un paso atrás para verla mejor.


Paula se miró en el espejo del pasillo. Parecía que el broche estaba hecho a propósito para ese vestido. Se quedó como hipnotizada mirando el brillo de diferentes colores que producía el reflejo de la luz en las piedras. Experimentó una sensación extraña. Como si alguien le acariciara la espalda con las manos heladas y se le pusiera la carne de gallina.


«Son los nervios», pensó. Pero aun así…


—El vestido… no crees… ¿no crees que es demasiado escotado? —preguntó.


—Para nada —le aseguró Rosa.


—El broche es precioso. Gracias otra vez por dejármelo —Paula le dio un beso a Rose en la mejilla—. ¿De dónde lo sacaste? ¿Te lo regalaron?


—Oh, es una larga historia, cariño. Algún día te la contaré. Pero te diré que siempre me ha dado suerte… Mira —Rosa le mostró el reloj a Paula—, se está haciendo tarde. Le prometí a Silvia que te llevaría a las siete y media. Será mejor que nos vayamos.


—Sí, será mejor —abrió el pequeño bolso de seda y comprobó que tenía todo lo que necesitaba. Se alegraba de que Rose estuviera con ella. Sus palabras le habían calmado los nervios, y el broche le había dado la fuerza necesaria.


Mientras se dirigían hacia el ascensor, Paula acarició de nuevo el broche como si fuera su talismán secreto. Miró a Rosa y vio que estaba sonriente. Quizá, después de todo, consiguiera sobrevivir aquella noche…





viernes, 8 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 9





Con todo ese lío, Paula casi se había olvidado. Sintió que se le secaba la boca y no fue capaz de contestar a sus amigas. Respiró hondo y notó que se le ponía la carne de gallina. ¿Podría hacerlo? Lo único que la salvaba era que con ese aspecto, nadie la reconocería. ¿Quizá podría aparecer con otro nombre?


—Vale, ya estás. Ya puedes mirarte —la voz de Lila interrumpió sus pensamientos.


Se puso en pie y se dirigió a su dormitorio para mirarse en el espejo de cuerpo entero que tenía detrás de la puerta. Silvia, Lila, Yanina, y la perra Lucy, la siguieron. Los zapatos de tacón hacían que se tambaleara a cada paso.


—No te preocupes. Te acostumbrarás —le prometió Yanina. Paula lo dudaba, pero no dijo nada.


Cuando se puso delante del espejo, no pudo creer lo que veían sus ojos y no fue capaz de pronunciar palabra. No podía creer que la imagen que veía reflejada era la suya. La habían transformado por completo. La habían peinado como a una actriz de cine francés, y el maquillaje hacía que resaltara el azul de sus ojos y el rojo de sus labios. Había aceptado ponerse las lentillas para el evento, y Yanina le había llevado un líquido que hacía que le resultaran más cómodas. Casi no las había notado en toda la noche.


El vestido era de raso azul y resaltaba la figura de Paula. No tenía tirantes y se acomodaba en su generoso busto.


—¿No creéis que tiene demasiado escote? —preguntó a sus amigas.


—Para nada —contestaron al unísono.


—¿No es demasiado ceñido por detrás? —preguntó.


—Así es como tiene que quedar —le aseguró Silvia.


—Además, no tienes nada que esconder, Paula—añadió Lila.


—Y no podría esconder nada, con este modelito —murmuró Paula.


—Estás guapísima, Paula, de verdad —dijo Yanina—. Sé que vas un poco más sexy de lo normal, pero todas van a ir vestidas así. No te encontrarás fuera de lugar.


—Y recuerda, todo es por una buena causa —le dijo Silvia—. Ah, casi se me olvida. Tienes que llevar algunas joyas. ¿Qué te parecen estos pendientes?


Silvia le dio unos pendientes largos de perlas. Paula se los puso y se miró en el espejo.


Tenía que admitir que estaba muy bien. Mejor que bien. Estaba preciosa… No pensaba vestir así el resto de su vida, pero para divertirse una vez…


—Es como Cenicienta —dijo Silvia. Después, al ver la expresión de Paula añadió—: No te ofendas, Paula. No lo decía en el mal sentido.


—Lo sé —dijo Paula con una sonrisa—. Es como Cenicienta… si su hada madrina comprara en Victoria's Secret.


—Perfecto. Ahora solo nos queda conseguir al príncipe.


De pronto, Paula pensó en Pedro Alfonso. Después se enfadó consigo misma. Pero pensó que le gustaría que la viera vestida así. 


Entonces, se aterrorizó al darse cuenta de que quizá él acudiera al evento. Tenía que enterarse de si iba a asistir. Silvia era la organizadora del evento y seguro que tenía acceso a la lista de invitados.


Decidió no preguntárselo en ese momento. Sus amigas se pondrían curiosas y le harían miles de preguntas.


—Bueno, ¿ya hemos terminado? ¿Puedo ponerme el chándal otra vez? —preguntó Paula.


—Ojalá, Rosa pudiera verte. ¿Puedo llamarla? —dijo Lila.


Con el paso del tiempo, todas se habían hecho amigas de Rosa Carson. Ella era como una madre y todas la querían. Rosa era la única persona a quien Paula permitiría que la viera así.


—Oh, sí. Vamos a llamarla —Paula se volvió y descolgó el teléfono.


—Espera, creo que no estará —dijo Yanina—. Los lunes trabaja en el albergue.


—Es cierto. Me había olvidado —contestó Paula y colgó el teléfono. Rosa era una mujer muy activa y trabajaba dos noches a la semana en la cocina de un albergue para indigentes. Casi nunca llegaba a casa antes de las diez, y solo eran las nueve.


—Va a ir a la subasta —dijo Silvia—. Es más, creo que voy a encargarle que te acompañe para que no salgas huyendo en el último momento.


—¿Quién yo? ¿Salir huyendo? —preguntó Paula—. No seas tonta.


Intentó desabrocharse el vestido y Silvia la ayudó.


—Sin comentarios —dijo—. Lo único que tienes que hacer es ponerte el vestido y los pendientes. Yo te peinaré y te maquillaré en los camerinos.


Al poco rato, sus amigas recogieron todo y se marcharon. Lila se marchó por el pasillo, Silvia subió a la cuarta planta, donde estaba su casa, y Yanina se dirigió a la casa nueva que compartía con Erik y que solo estaba a unas manzanas de allí. Paula salió para dar un rápido paseo con Lucia y después se preparó para irse a la cama. 


Necesitó casi un bote de crema y una caja de pañuelos de papel para quitarse todo el maquillaje.


Cuando se metió en la cama y se disponía a apagar la luz, vio el vestido azul colgado en la puerta del armario. Con los zapatos a juego justo debajo, el vestido parecía el fantasma de su nuevo ser. «Mi gemela malvada», bromeó.


¿Sería capaz de participar en la subasta? Se lo había prometido a Silvia y todas contaban con ella. No podía decepcionarlas.


Pero, ¿y si Pedro Alfonso estaba allí? Entre toda la multitud no le resultaría difícil evitarlo. Ni siquiera tendría que saludarlo. Pero aun así, preferiría morir antes de permitir que él la viera haciendo ese espectáculo. No le quedaba más remedio que ir, independientemente de si él estuviera entre el público o no.


Paula no sabía qué iba a hacer cuando llegara la hora de la verdad. Y solo le quedaban cuatro días para averiguarlo.

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 8




Tomó el autobús y se bajó en la parada de Ingalls Park, cerca de Amber Court. Ella vivía en el número veinte de esa calle. En un edificio de principios de siglo. Antiguamente era una mansión, pero hacia los años setenta la convirtieron en cuatro plantas de apartamentos. 


A Paula le encantaban las casas antiguas y nada más ver aquel edificio se enamoró de él. 


Además, Rosa Carson, la dueña, que vivía en la primera planta, le había dado tan buen recibimiento que desde el primer día que se mudó allí se sintió como en casa.


Cuando llegó al portal, abrió el buzón y sacó una revista y varias cartas. Una era de su madre. Al verla, Paula se sintió confusa. La dirección del remite era de Malibu Beach, en California, donde su madre se había mudado después de divorciarse muchos años atrás. Paula se imaginaba que su madre le escribía para invitarla a pasar el día de Acción de Gracias con ella. El sobre era tan grueso que incluso podía contener un billete de avión. Pero Paula no quería ir a la costa oeste durante las vacaciones. Tendría que buscarse alguna excusa, por supuesto. No era el momento de pensar en ello, así que guardó la carta, junto a las demás, dentro de la revista.


Su apartamento estaba en la tercera planta, y aunque el edificio tenía ascensor, Paula solía subir por las escaleras.


Mientras abría la puerta de su casa, oyó que Lucy estaba husmeando y gimiendo desde el otro lado. Cada vez que Paula llegaba a casa, la perra le daba una buena bienvenida. Corrió hacia ella con una pelota de tenis en la boca y la dejó junto a sus pies.


—Hola, Lucy. ¡Hola, bonita! —Paula se agachó para acariciarla—. Gracias por traerme la pelota. Mira, hoy todo el mundo me hace regalos.


Lucy se acercó a ella un poco más y le lamió la mejilla. Paula se rio y le acarició las orejas.


—Eres un encanto. No sé qué haría sin ti —se puso en pie—. Ve por tu correa —le dijo—, vamos a dar un paseo.


La perra saltó y dio media vuelta. Al segundo volvió con una correa azul entre los dientes. 


Paula la acarició y le puso la correa. Después salió con ella para dirigirse al parque.


Hacía un tiempo tan bueno que Paula dio un largo paseo. Regresó a casa cansada pero llena de energía. Antes de que llegaran sus amigas, le dio tiempo a ducharse y cambiarse de ropa. 


Silvia, Lila y Yanina llegaron con la comida china y con un montón de ropa de noche.


—Aquí estamos —dijo Lila.


—Justo a tiempo —dijo Silvia.


Paula apretó los dientes y sonrió.


—¿Podrá la condenada comer su última comida en paz?


—Lo siento, tendrás que comer mientras te peinamos y te maquillamos —dijo Yanina, y miró el reloj—. Tengo que estar en casa a las nueve porque llega Erik.


—Estás recién casada —dijo Silvia—. No te preocupes, que no voy a preguntar por qué.


—No seas tonta. Necesita que lo ayude con el ordenador —contestó Yanina.


—Ya —dijo Silvia.


Paula vio que Yanina se sonrojaba, pero no hizo ningún comentario. Si ella hubiese estado casada con Erik, también querría irse pronto a casa. Yanina lo había pasado muy mal en la vida, y era estupendo que hubiera encontrado la felicidad. Se había quedado huérfana a los dieciocho años y había tenido que cuidar de sus hermanos gemelos, que eran cuatro años más jóvenes. Yanina había trabajado mucho para poder pagarles la universidad. Los echaba de menos, pero también apreciaba poder estar a solas con su marido.


—¿Estás lista? —preguntó Lila, mostrando una brocha de maquillaje.


—Eso —dijo Silvia—, ¿estás lista? —le preguntó a Paula.


—Más que nunca. Empecemos el juego… —dijo Paula.


Paula se puso en manos de sus amigas. Mientras la maquillaban y la vestían de los pies a la cabeza, se acordó de los buenos momentos de los años que pasó en la universidad.


Durante el instituto, había sacado muy buenas notas y se había convertido en un ratón de biblioteca. Tenía pocos amigos y todos eran de su mismo estilo.


Su padre, un abogado importante, casi nunca estaba en casa y cuando estaba, apenas tenía tiempo para ella. Siempre los entregaba su cariño y aprobación en pequeñas dosis.


Su madre, una antigua actriz, siempre intentaba mejorar el aspecto de Paula.


—Tienes mucho atractivo, cariño —le decía—. Solo tienes que mostrarlo más —Paula no encontraba el atractivo por ningún sitio y pensaba que su madre lo decía para que se sintiera bien. Creía que por mucho que cambiara su corte de pelo o se comprara ropa nueva, no conseguiría ser atractiva. Aun así, Paula trataba de complacer a su madre y seguía sus consejos, pero se sentía estúpida. Con el tiempo, abandonó y recuperó su estilo propio; su madre le dijo que había hecho muchos esfuerzos para nada y que todo había sido una pérdida de dinero. Un día, incluso dijo que su hija era una causa perdida. Paula se encerró más en sí misma y ocultó sus lágrimas detrás de una de sus novelas favoritas.


Cuando se marchó a la universidad, Paula hizo amigos que compartían sus mismos intereses y que la hacían sentirse bien porque la apreciaban. Por primera vez en la vida, empezó a pensar que realmente tenía un atractivo y que debía sacarlo a la luz.


Pasó unos años estupendos en la universidad, y consiguió que aumentara su autoestima. Incluso sus padres notaban la diferencia cuando ella regresaba a casa para las vacaciones.


—Una flor tardía —le dijo su madre. 


Por supuesto, cuando se enamoró de Fernando obtuvo un brillo especial. No había ninguna crema o maquillaje que mejorara el rostro de una mujer tanto como el efecto del amor.


Pero todo terminó cuando se graduó. Fue entonces cuando Fernando regresó a Nueva York, dejándole una fría nota, a pesar de que muchas veces le había prometido llevarla con él y presentarle a sus amigos. ¿Por qué la había tratado tan mal? Paula sabía que nunca llegaría a comprenderlo. También sabía que tras perder a Fernando, perdió su brillo especial. Regresó a Chicago triste y deprimida, y empezó a vestirse sin gracia otra vez, como para evitar llamar la atención de los hombres.


Una hora más tarde, aunque a Paula le parecía que había pasado un año, sus amigas la dieron por terminada. No habían permitido que Paula se mirara en el espejo durante todo el proceso. Ella se imaginaba algunas cosas de su aspecto por los comentarios que nacían sus amigas.


—Me encanta el pelo así —dijo Lila.


—Debería peinarse así todos los días —insistió Yanina.


—Ha sido una buena idea —contestó Silvia, felicitando a Yanina por el peinado—. Yo no había pensado en recogérselo, por los rizos. Pero le queda muy bien.


—Pero tú las has maquillado. Tienes unos ojos azules preciosos. Nunca me había fijado —dijo Yanina—. Debía de ser por las cejas.


—Eso dolía muchísimo —intervino Paula.


—Vamos, Paula. Solo te he quitado dos o tres pelitos —dijo Lila—. Lo de los ojos ha sido fácil. Me gustan mucho los labios. Le pones un poco de lápiz de labios a esta mujer y parece la actriz de «Titanic». ¿Cómo se llamaba?


—¿Kate Winslet? —dijo Silvia—. Creo que se parece más a Julia Roberts. Kate Winslet tiene la cara redondeada. Paula tiene mucho pómulo. Y no digamos ese cuerpo…


Paula ya había oído bastante. A pesar de que eran sus dos mejores amigas las que no paraban de decirle piropos, se estaba sonrojando.


—Gracias por los cumplidos, pero no me parezco a Julia Roberts… ni a Kate… como se llame.


—Eres guapísima, Paula. Vete acostumbrando —dijo Yanina.


—Estás estupenda, amiga. Creo que será mejor que te demos una sombrilla o algo así para que puedas alejar a los hombres —añadió Silvia—. El viernes por la noche, van a ofrecer un precio muy alto por ti. Apuesto a que serás tú la que bata el récord.


El viernes por la noche. Un alto precio. La subasta…