sábado, 9 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 11




Cuando Paula y Rosa llegaron al hotel, el recibidor estaba lleno de gente que acudía a la subasta. Entraron en el salón de baile y fueron a buscar a Silvia a los camerinos.


Después de que Silvia la peinara y la maquillara, Paula se dedicó a pasear por la sala durante el cóctel. Tal y como le habían dicho sus amigas, de pronto sintió que era como un imán para los hombres. Algunos la miraban boquiabiertos. 


Otros, a los que no había visto nunca, intentaban conversar con ella, pero Paula consiguió deshacerse de ellos. Incluso un compañero del departamento de ventas, Roberto Reilly, que siempre alardeaba de ser una máquina con las mujeres, se acercó a ella. 


A Paula, aquello le pareció asombroso, ya que Roberto nunca había mostrado el más mínimo interés por ella. Al cabo de unos momentos, Paula se percató de que su compañero no la había reconocido y tras hablar un rato con él, decidió decirle quién era. Él se quedó impresionado, y Paula encontró su reacción un poco dolorosa. «¿Soy tan horrorosa en la vida real?», se preguntó.


Pero enseguida se olvidó de todo y comenzó a disfrutar de su papel de mujer fatal. En parte, se sentía halagada, en parte divertida y en parte asombrada por cómo reaccionaban los hombres. 


¿Eran tan superficiales que solo necesitaban un poco de maquillaje y un sujetador que realzara los pechos para volverse locos? ¿No había ningún hombre que se sintiera atraído por el tamaño del cerebro de una mujer… y no por el de su busto?


Paula regresó al camerino, convencida de que no iba a conocer a su príncipe azul entre esos solteros. Y menos si todos eran como los que había en el cóctel.


Paula tenía que salir la segunda a la subasta. Se quedó detrás de la cortina, medio mareada, viendo cómo subían las apuestas mientras la primera mujer se movía por el escenario. Solo había tomado una copa de champán, pero como no había comido nada se le había subido a la cabeza.


—… y nuestra próxima jovencita es una empleada de Colette, Inc. Una diseñadora de joyas que se llama Paula Chaves—oyó que decía el presentador. Sabía que era entonces cuando debía salir al escenario, pero no era capaz de moverse.


—Paula, ¿estás bien? —Paula se dio la vuelta y vio que Silvia la miraba preocupada.


No dijo nada, y Silvia la agarró del brazo y le dijo:
—Vamos, Paula, puedes hacerlo.


—Pero, yo… —no le dio tiempo a terminar su respuesta. Silvia le dio un empujoncito y Paula se encontró en medio del escenario.


El presentador la agarró del brazo y la llevó hasta donde estaba el micrófono.


—¿A que es preciosa? —preguntó al público. La gente comenzó a silbar y a jalear, y Paula sintió que se ponía colorada.


—Mira al público, no a tus pies, cariño —le susurró el presentador tapando el micrófono—. Ya sabes, exhíbete un poco.


Paula pensó que el hombre debería estar agradecido porque ella no saliera corriendo. Miró al público y descubrió que gracias a los focos no podía reconocer a nadie. Respiró hondo y sintió que el cierre provisional que se había cosido en el escote estaba a punto de estallar. «Eso haría que comenzara la apuesta», pensó con una sonrisa.


Pero las apuestas ya habían comenzado. 


Paula estaba sorprendida por cómo los dólares aumentaban a cada minuto. Todo por unas horas en su compañía. La cifra ya era muy alta y parecía que todo estaba decidido. De pronto, un nuevo jugador pujó tanto dinero que el público se quedó callado y Paula sintió que se le secaba la boca.


—A la una, a las dos… —dijo el presentador. Nadie pujó más. ¿Quién diablos iba a pagar esa cifra astronómica por ella?—. ¡Vendida! —gritó el presentador—. Muy bien, señor. Tiene un gusto excelente. Puede recoger su premio en los camerinos. Y le deseo que pase una noche estupenda —añadió, lo que provocó que la gente se riera.


Paula salió del escenario muerta de vergüenza y tratando de no tropezar con los centros de flores que decoraban el escenario.


Cuando llegó a los camerinos, alguien le puso una botella de champán en las manos. Era otro premio para su comprador, pero ella apenas se enteró. Se sentía un poco mareada.


Esperó a que llegara el hombre que la había comprado para una noche. Su voz le había resultado familiar, pero no había sido capaz de asociarla con un rostro. ¿Y si era alguien que trabajaba con ella?


De pronto, alguien la agarró por el hombro.


—¿Paula?


Se volvió y se encontró frente a Pedro Alfonso. Iba vestido con un esmoquin negro, una camisa blanca y una corbata color burdeos, y parecía un auténtico millonario.


¿No le había prometido Silvia que él no iba a asistir al evento? Al menos, el hombre que la había comprado aparecería en cualquier momento.


Pedro… —dijo ella—. ¿Qué… qué estás haciendo aquí dentro?


Él sonrió y la miró a los ojos. Paula sintió que se le ponía la piel de gallina.


—Me dijeron que pasara a recoger mi premio. ¿No lo recuerdas? —contestó sin más.


Paula no lo podía creer.


No, no podía ser.


Tenía que haber algún error. Pedro Alfonso no era el hombre que la había comprado.


Pero al mirarlo, se confirmaron todas sus dudas.


—No, tú no… —Paula suspiró y se puso la mano sobre la frente—. Cualquiera menos tú —soltó.


—Paula, eres tan sincera —se rio Pedro—. Me temo que voy a tener que acostumbrarme.


Paula se dio cuenta de lo que había dicho.


—Oh, lo siento. No quería ofenderte —lo miró a los ojos y le tembló la voz. En el escenario estaban subastando a otra mujer. El público comenzó a aplaudir y a silbar de nuevo. 


Paula no podía soportarlo más.


—Vamos. Salgamos de aquí —le susurró Pedro al oído—. Creo que te sentará bien un poco de aire fresco.


La rodeó por la cintura y se abrieron paso entre la multitud. Cuando llegaron al pasillo del hotel, fuera del salón de baile, Paula se detuvo y tomó aire.


—Gracias —le dijo con timidez—. Creo que no estoy hecha para el espectáculo.


Él sonrió y la soltó. «Es todo un caballero», pensó ella, «no se aprovecha de las circunstancias». Aunque tenía que reconocer que le había gustado que la agarrara.


—No sé. Yo creo que lo has hecho muy bien. Estupendamente, diría yo —añadió con tono serio. La miró de arriba abajo y, en su mirada, Paula notó que se sentía atraído por ella.


Por algún motivo, su comentario y su reacción hicieron que Paula se pusiera nerviosa. En lugar de sentirse halagada, estaba enojada. Había pensado que él era distinto a los demás. Pero un poco de lápiz de labios y algo de escote lo habían descubierto.


—Seguro que no me habías reconocido —contestó ella, y se cubrió los hombros con el chal.


—Casi me engañas —admitió él—. Pero supongo que te reconocí justo a tiempo, ¿no?


Paula trató de evitar su mirada.


—Bueno, espero que no te hayas decepcionado, pero solo es un vestido de fiesta. Es más, me lo han prestado. Y un poco de maquillaje. Debajo, está la de siempre —le advirtió.


—Eso espero —dijo él. Se apoyó en la pared, se cruzó de brazos y la observó.


Al final, Paula levantó la vista y lo miró.


—¿Por qué apostaste por mí? —preguntó.


Se sorprendió por lo directa que era su pregunta. Quizá Rosa tenía razón, y gracias a la subasta, había recuperado la confianza en sí misma.


Él arqueó las cejas y consideró la pregunta.


—Es una buena pregunta —contestó. Después no dijo nada durante un buen rato—. Supongo que para que nadie más lo hiciera —admitió—. Parecía que estabas muy incómoda ahí arriba. Que hacías tu papel con valentía, por una buena causa, y todo eso. Pero…


—¿Quieres decir… que decidiste rescatarme?


—No lo había pensado así —contestó él—. Pero supongo que sí.


¿De verdad parecía tan forzada que Pedro se había sentido obligado a rescatarla? Paula se lo agradecía, pero estaba avergonzada.


—En realidad no me gustan estas subastas de personas —dijo él, y Paula sintió que lo decía con sinceridad—. Sé que son por una buena causa, pero ni siquiera tenía pensado asistir.


Ella sabía que eso era verdad.


—Pero lo hiciste.


—Sí, lo hice. Y el resto es historia —sonrió.


Paula respiró hondo. Si él continuaba mirándola de esa manera, estaba perdida.


—¿Y ahora qué hay que hacer? —preguntó ella.


—¿Por qué no me lo dices tú a mí? ¿Te apetece ir a cenar, o a tomar algo a algún sitio?


Ambas alternativas eran igual de aterradoras. Paula no sabía qué decir. Y además no quería parecer desconcertada. Él tenía derecho a pasar la noche con ella. Sobre todo después de la cantidad de dinero que había pagado. Pero no quería ser ella quien decidiera.


—Es tu noche —contestó ella—. Yo solo soy el trofeo que llevas a casa.


No quería que pareciera una insinuación, pero al ver que Pedro se ponía serio se dio cuenta de que sus palabras habían sido un poco provocativas.


—Entonces, te llevaré a casa —dijo él, y le ofreció el brazo—. Mi coche está en la puerta. Tenemos que bajar por el hall principal.


Paula tragó saliva y se agarró a su brazo. ¿Se refería a su casa, o a la de ella? No tenía aspecto de ser un depredador… pero, ¿tampoco iba a pagar tanto dinero por un par de horas de conversación?


—Paula, tienes las manos heladas —comentó él—. ¿Quieres ponerte mi chaqueta?


—No, estoy bien. De veras —le aseguró. 


Estaban de pie en el hall, y Pedro le había dado la ficha de su coche a un botones.


Cuando le llevaron el coche, Pedro la acompañó hasta la puerta del copiloto. Paula nunca había montado en un deportivo. Era una noche de novedades. El coche era tan bajo que solo tenía sitio para el conductor y el copiloto. Paula dejó la botella de champán en el suelo y se sentó en el asiento de cuero.


Pedro arrancó el coche y se dirigió calle abajo. 


Paula trató de disimular su nerviosismo… aunque aún no tenía ni idea de adónde la llevaba





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