viernes, 8 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 8




Tomó el autobús y se bajó en la parada de Ingalls Park, cerca de Amber Court. Ella vivía en el número veinte de esa calle. En un edificio de principios de siglo. Antiguamente era una mansión, pero hacia los años setenta la convirtieron en cuatro plantas de apartamentos. 


A Paula le encantaban las casas antiguas y nada más ver aquel edificio se enamoró de él. 


Además, Rosa Carson, la dueña, que vivía en la primera planta, le había dado tan buen recibimiento que desde el primer día que se mudó allí se sintió como en casa.


Cuando llegó al portal, abrió el buzón y sacó una revista y varias cartas. Una era de su madre. Al verla, Paula se sintió confusa. La dirección del remite era de Malibu Beach, en California, donde su madre se había mudado después de divorciarse muchos años atrás. Paula se imaginaba que su madre le escribía para invitarla a pasar el día de Acción de Gracias con ella. El sobre era tan grueso que incluso podía contener un billete de avión. Pero Paula no quería ir a la costa oeste durante las vacaciones. Tendría que buscarse alguna excusa, por supuesto. No era el momento de pensar en ello, así que guardó la carta, junto a las demás, dentro de la revista.


Su apartamento estaba en la tercera planta, y aunque el edificio tenía ascensor, Paula solía subir por las escaleras.


Mientras abría la puerta de su casa, oyó que Lucy estaba husmeando y gimiendo desde el otro lado. Cada vez que Paula llegaba a casa, la perra le daba una buena bienvenida. Corrió hacia ella con una pelota de tenis en la boca y la dejó junto a sus pies.


—Hola, Lucy. ¡Hola, bonita! —Paula se agachó para acariciarla—. Gracias por traerme la pelota. Mira, hoy todo el mundo me hace regalos.


Lucy se acercó a ella un poco más y le lamió la mejilla. Paula se rio y le acarició las orejas.


—Eres un encanto. No sé qué haría sin ti —se puso en pie—. Ve por tu correa —le dijo—, vamos a dar un paseo.


La perra saltó y dio media vuelta. Al segundo volvió con una correa azul entre los dientes. 


Paula la acarició y le puso la correa. Después salió con ella para dirigirse al parque.


Hacía un tiempo tan bueno que Paula dio un largo paseo. Regresó a casa cansada pero llena de energía. Antes de que llegaran sus amigas, le dio tiempo a ducharse y cambiarse de ropa. 


Silvia, Lila y Yanina llegaron con la comida china y con un montón de ropa de noche.


—Aquí estamos —dijo Lila.


—Justo a tiempo —dijo Silvia.


Paula apretó los dientes y sonrió.


—¿Podrá la condenada comer su última comida en paz?


—Lo siento, tendrás que comer mientras te peinamos y te maquillamos —dijo Yanina, y miró el reloj—. Tengo que estar en casa a las nueve porque llega Erik.


—Estás recién casada —dijo Silvia—. No te preocupes, que no voy a preguntar por qué.


—No seas tonta. Necesita que lo ayude con el ordenador —contestó Yanina.


—Ya —dijo Silvia.


Paula vio que Yanina se sonrojaba, pero no hizo ningún comentario. Si ella hubiese estado casada con Erik, también querría irse pronto a casa. Yanina lo había pasado muy mal en la vida, y era estupendo que hubiera encontrado la felicidad. Se había quedado huérfana a los dieciocho años y había tenido que cuidar de sus hermanos gemelos, que eran cuatro años más jóvenes. Yanina había trabajado mucho para poder pagarles la universidad. Los echaba de menos, pero también apreciaba poder estar a solas con su marido.


—¿Estás lista? —preguntó Lila, mostrando una brocha de maquillaje.


—Eso —dijo Silvia—, ¿estás lista? —le preguntó a Paula.


—Más que nunca. Empecemos el juego… —dijo Paula.


Paula se puso en manos de sus amigas. Mientras la maquillaban y la vestían de los pies a la cabeza, se acordó de los buenos momentos de los años que pasó en la universidad.


Durante el instituto, había sacado muy buenas notas y se había convertido en un ratón de biblioteca. Tenía pocos amigos y todos eran de su mismo estilo.


Su padre, un abogado importante, casi nunca estaba en casa y cuando estaba, apenas tenía tiempo para ella. Siempre los entregaba su cariño y aprobación en pequeñas dosis.


Su madre, una antigua actriz, siempre intentaba mejorar el aspecto de Paula.


—Tienes mucho atractivo, cariño —le decía—. Solo tienes que mostrarlo más —Paula no encontraba el atractivo por ningún sitio y pensaba que su madre lo decía para que se sintiera bien. Creía que por mucho que cambiara su corte de pelo o se comprara ropa nueva, no conseguiría ser atractiva. Aun así, Paula trataba de complacer a su madre y seguía sus consejos, pero se sentía estúpida. Con el tiempo, abandonó y recuperó su estilo propio; su madre le dijo que había hecho muchos esfuerzos para nada y que todo había sido una pérdida de dinero. Un día, incluso dijo que su hija era una causa perdida. Paula se encerró más en sí misma y ocultó sus lágrimas detrás de una de sus novelas favoritas.


Cuando se marchó a la universidad, Paula hizo amigos que compartían sus mismos intereses y que la hacían sentirse bien porque la apreciaban. Por primera vez en la vida, empezó a pensar que realmente tenía un atractivo y que debía sacarlo a la luz.


Pasó unos años estupendos en la universidad, y consiguió que aumentara su autoestima. Incluso sus padres notaban la diferencia cuando ella regresaba a casa para las vacaciones.


—Una flor tardía —le dijo su madre. 


Por supuesto, cuando se enamoró de Fernando obtuvo un brillo especial. No había ninguna crema o maquillaje que mejorara el rostro de una mujer tanto como el efecto del amor.


Pero todo terminó cuando se graduó. Fue entonces cuando Fernando regresó a Nueva York, dejándole una fría nota, a pesar de que muchas veces le había prometido llevarla con él y presentarle a sus amigos. ¿Por qué la había tratado tan mal? Paula sabía que nunca llegaría a comprenderlo. También sabía que tras perder a Fernando, perdió su brillo especial. Regresó a Chicago triste y deprimida, y empezó a vestirse sin gracia otra vez, como para evitar llamar la atención de los hombres.


Una hora más tarde, aunque a Paula le parecía que había pasado un año, sus amigas la dieron por terminada. No habían permitido que Paula se mirara en el espejo durante todo el proceso. Ella se imaginaba algunas cosas de su aspecto por los comentarios que nacían sus amigas.


—Me encanta el pelo así —dijo Lila.


—Debería peinarse así todos los días —insistió Yanina.


—Ha sido una buena idea —contestó Silvia, felicitando a Yanina por el peinado—. Yo no había pensado en recogérselo, por los rizos. Pero le queda muy bien.


—Pero tú las has maquillado. Tienes unos ojos azules preciosos. Nunca me había fijado —dijo Yanina—. Debía de ser por las cejas.


—Eso dolía muchísimo —intervino Paula.


—Vamos, Paula. Solo te he quitado dos o tres pelitos —dijo Lila—. Lo de los ojos ha sido fácil. Me gustan mucho los labios. Le pones un poco de lápiz de labios a esta mujer y parece la actriz de «Titanic». ¿Cómo se llamaba?


—¿Kate Winslet? —dijo Silvia—. Creo que se parece más a Julia Roberts. Kate Winslet tiene la cara redondeada. Paula tiene mucho pómulo. Y no digamos ese cuerpo…


Paula ya había oído bastante. A pesar de que eran sus dos mejores amigas las que no paraban de decirle piropos, se estaba sonrojando.


—Gracias por los cumplidos, pero no me parezco a Julia Roberts… ni a Kate… como se llame.


—Eres guapísima, Paula. Vete acostumbrando —dijo Yanina.


—Estás estupenda, amiga. Creo que será mejor que te demos una sombrilla o algo así para que puedas alejar a los hombres —añadió Silvia—. El viernes por la noche, van a ofrecer un precio muy alto por ti. Apuesto a que serás tú la que bata el récord.


El viernes por la noche. Un alto precio. La subasta…




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