jueves, 3 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 12




El atardecer teñía de rosa el horizonte mientras dejaban el puerto de Miami a sus espaldas.


Hernan había aparecido a bordo del Gaby llevando la camisa hawaiana más estridente que había visto en su vida. Se hizo enseguida con los pasajeros, sobre todo con las hermanas Granger. A las señoras les encantó que Hernan halagara sus idénticos y coloridos vestidos.


Pedro tenía algo muy claro. Con Hernan en el barco, nadie iba a tener tiempo para aburrirse.


Llevaban media hora navegando cuando le cedió el timón a su amigo. Se dirigió hacia la cocina con pescado que acababa de sacar del arcón frigorífico que había en cubierta. Al pie de las escaleras, tuvo que echarse a un lado para no chocarse con Paula Chaves, que salía de su camarote.


La mujer dio un respingo al ver los peces que llevaba en su mano y se aplastó contra la pared más cercana.


—Lo siento, no pretendía asustarla —le dijo él sin apartar el pescado de la cara de la mujer.


—No lo ha hecho —contestó ella.


—A Hernan no le vendría nada mal tener un ayudante en la cocina. Sabe cocinar, ¿no?


—Claro —repuso ella sin vacilar un instante.


—Me alegro. Puede empezar mañana por la mañana. Hernan le dirá dónde está todo.


Ella no dejó que sus palabras la amedrentaran.


—Puedo empezar ahora con el pescado, si quiere. Lo cierto es que el lenguado es una de mis especialidades. Y esos son lenguados, ¿verdad?


—Sí, así es —repuso él sin poder ocultar su sorpresa.


Pero no acababa de convencerlo. Esa mujer tenía las uñas perfectas, como si acabara de salir de un salón de manicura.


—Pasa mucho tiempo en la cocina, ¿no? —le preguntó él.


Ella se guardó las manos en los bolsillos.


—Los guantes me han salvado la vida…


—Intentaré recordarlo —repuso él yendo hacia la cocina.


—¿Está seguro de que no quiere que fría los lenguados? —preguntó ella con seguridad en su voz.


—Esta noche no hace falta. Pero ya le diré a Hernan que cuente con usted para mañana.


—Muy bien —repuso ella.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 11




El teléfono móvil de Paula no recibía cobertura desde la cubierta del Gaby. Decidió acercarse a una cabina de teléfonos que había visto antes en el muelle.


Se acercó hasta allí y marcó el número de su servicio de mensajes. Cargó la llamada en su tarjeta de crédito. Le preocupaba un poco que Agustin pudiera hacer que alguien investigara su paradero y que esa persona pudiera localizarla por el rastro que estaba dejando su tarjeta de crédito, pero decidió no agobiarse por eso. En un par de horas saldría de allí y Agustin no podría encontrarla en medio del mar.


Escuchó el primer mensaje.


—Paula, ¿dónde estás?


Era de Agustin. Parecía muy enfadado. Debía de haber vuelto a casa antes de lo previsto. No pudo evitar sonreír al imaginar su frustración al ver que no estaba la bolsa de piel en su vestidor.


—¿Cómo te has podido atrever a entrar así en mi casa? Me encontré un papelito con los códigos de seguridad que estuviste probando. Quiero que me devuelvas esa bolsa y que no falte ni un billete. ¡Y la quiero ahora!


Escuchó el fuerte sonido que su ex hizo al colgar el teléfono.


El segundo mensaje también era de Agustin. Esa vez le hablaba con menos hostilidad. 


Estaba intentando parecer más conciliador para intentar convencerla.


—Venga, Paula. Todo esto es ridículo. Necesito esa bolsa. De otra forma, va a pasar algo horrible. ¿Por qué no quedamos para hablar?


Iba a cansarse de esperarla si pensaba que iba a llamarlo para verlo y charlar.


Había otros tres mensajes de su ex marido. En los dos primeros aún estaba bastante tranquilo. 


En el último estaba ya fuera de sí. Nunca lo había oído tan enfadado. O quizá fuera desesperación lo que había en su voz.


Estaba satisfecha con el resultado. Le encantaba ver que estaba sufriendo.


El último mensaje era de Juan. Parecía bastante preocupado.


—Paula, Agustin me ha llamado cuatro veces durante la última hora. Quería saber dónde estás. Ha amenazado con llamar a la policía. Creo que deberías hablar con él.


Colgó el auricular. No le preocupaba que Agustin llamara a la policía. Le hubiera encantado ver cómo explicaba a las autoridades de dónde había salido todo el dinero en efectivo que tenía escondido en su vestidor.


Salió de la cabina y volvió hasta el barco. Estaba deseando salir de allí cuanto antes. No era lo que esperaba de un crucero, pero tenía todos los ingredientes básicos de unas vacaciones. 


Estaría en el mar, disfrutando del sol y del cielo azul.


No creía que pudiera ser muy duro.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 10




—No necesito flores ni nada parecido, pero no me importaría que me lo pidieras con educación —le dijo Hernan.



Estaba sentado cómodamente en la cubierta de su propio barco y parecía estar disfrutando mucho con la situación.


—¿Quieres venir con nosotros o no? —le preguntó Pedro.


—¡Eh! Cuidado con esas exigencias —repuso Hernan—. No tiene nada de extraño que a uno le guste ver que alguien lo necesita…


—Hernan, no estoy para bromas.


—Ya estás enfurruñándote de nuevo. Deberías mirarte la cara y dejar de hacer eso. Puede que te de un aire y te quedes así para siempre.


—¿Sabes qué? No…


—Te tomas todo demasiado en serio, Pedro —lo interrumpió Hernan.


—Tengo un barco lleno de gente esperando a que los lleve de crucero durante diez días. No puedo hacerlo sin tu ayuda. A mí me parece que el tema es bastante serio, así que no sé por qué te extraña que esté algo irritado.


Hernan inclinó la cabeza y asintió. Parecía entender por fin su postura.


—De acuerdo. Muy bien —repuso levantando la mano—. Iré, iré. ¿Qué plan tienes?


—Saldremos sobre las cinco de la tarde. ¿Podrás estar allí a esa hora?


—Creo que sí.


—Genial. Gracias, hombre. Te lo agradezco de verdad.


Hernan sonrió.


—La verdad es que me gusta la idea de que me debas un favor.


—Sólo espero que no me pidas mucho a cambio.


—No, no te preocupes. Sólo lo típico. Unas cuantas botellas de champán francés, un par de rubias…


—Eres totalmente predecible, Hernan —le dijo Pedro mientras se alejaba por el muelle.


—¿Puedo invitar a una chica al viaje? —le preguntó Hernan desde su barco.


—¡No!


—¿Ni siquiera una hinchable?


—Si no molesta al resto de pasajeros…


—Bueno, es bastante calladita.


—Ya me imagino.


—Y te la prestaría alguna noche, si quieres —añadió Hernan mientras reía sus propias gracias.


Le sorprendía que Pedro le hubiera pedido que sustituyera a Ramiro durante esos días.


Se daba cuenta de que, en cualquier otra situación, alguien como Pedro y él nunca podrían llegar a ser amigos. Eran los dos extremos opuestos de una misma filosofía de vida. Hernan creía que tenía que aprovechar todos los placeres de la vida. Encontrar la felicidad allá donde pudiera.


Pedro estaba demasiado ocupado dejando que fuera la vida la que se aprovechara de él para poder pararse a cambiarla.


Desde su punto de vista, Pedro necesitaba despertar de su letargo y darse cuenta de todo lo que estaba a su alrededor y que se estaba perdiendo. Había tenido mala suerte con su ex mujer, pero creía que la amargura que sentía ahora el capitán estaba convirtiéndolo en un hombre que ni siquiera se reconocía cuando se miraba al espejo.


Él lo sabía por experiencia. Había estado a punto de pasar por lo mismo. Su novia lo había dejado plantado en el altar, después de reconocerle que sólo había decidido casarse con él porque estaba interesada en su dinero. Había sido un golpe tan grande que, de haber tenido otra actitud más negativa, se habría quedado hundido por completo.


Una bella rubia con unas piernas larguísimas lo saludó desde el muelle.


—¡Hernan!


—Stella —contestó él al ver quién era.


La había conocido dos noches atrás en un bar de copas. Esa chica era su tipo. Guapa, joven y llena de energía positiva.


—Sube al barco —le dijo.


—Estaba buscándote —comentó ella mientras subía al barco con andares de modelo—. Ese chico con el que me he cruzado… ¿Era tu amigo Pedro?


—Así es. ¿Por qué? ¿Acaso ha intentado ligar contigo?


—Creo que ni siquiera me ha visto —repuso ella mientras lo abrazaba.


—Pobrecillo. ¿Te he dicho ya que tiene algunos problemas personales?


—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no es un mujeriego como tú? —repuso ella bromeando.


—¿Es eso lo que piensas de mí?


—Esa es tu reputación.


—De acuerdo. Lo admito.


Stella sacudió la cabeza.


—Bueno. Sabía lo que me iba a encontrar, pero he venido de todas formas.


—Has venido…


Ella le sonrió.


—Me ofreciste darme una vuelta en tu barco, ¿no lo recuerdas?


Él intentó recordar ese momento. Esa noche había bebido mucho y todos sus recuerdos estaban bastante borrosos.


—Claro que me acuerdo.


Ella miró a su alrededor. Parecía bastante impresionada.


—¡Vaya! Es un yate o algo así, ¿no?


—Algo así.


—¿Vives en él?


Hernan se encogió de hombros.


—Ya… Es increíble, ¿verdad? Intento no sentirme demasiado culpable por llevar esta vida de niño rico.


—Sería una perdida de tiempo lamentable.


—Estamos de acuerdo.


—Bueno, entonces… ¿Nos vamos? —le preguntó ella mientras le sonreía con picardía.


Esa sonrisa le decía que quizá no pudiera estar en el barco de Pedro a las cinco, tal y como le había prometido.


—He crecido en un estado del sur del país —le dijo él—. Y allí nos educan para ser caballeros y no decepcionar nunca a una dama.


—¡Que suerte he tenido!


Hernan alargó la mano para darle una vuelta por cubierta y enseñarle el barco.


—¿Por dónde quieres empezar?


—Creo que voy a dejar que seas tú el que tome esa decisión —repuso ella.


—Bueno, veo que eres una mujer flexible.


—Lo intento.


Hernan sonrió. No podía resistirse a mujeres como aquella.



miércoles, 2 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 9




Con la llegada de Paula Chaves esa mañana, 
Pedro había tenido el presentimiento de que, para ese viaje, nada iba a salir como lo había planeado. De hecho, en cuanto les mostró al profesor Sheldon y a su hija sus dos camarotes, el hermano pequeño de su grumete, Ramiro, apareció en el muelle agitando frenéticamente los brazos.


El chico fue brincando hasta que llegó al Gaby.


—¡Señor Alfonso, señor Alfonso!


—¿Qué pasa, Javier?


—Ramiro no puede venir —le dijo el joven—. Tiene apendicitis.


—¿Está bien? —le preguntó él con preocupación.


Recordó entonces cómo Ramiro le había dicho el día anterior, al llegar al puerto de Miami, que no se encontraba demasiado bien.


—Tienen que operarlo. Me ha pedido que le diga que siente mucho dejarlo así.


Pedro agitó la cabeza.


—Dile que no se preocupe. Gracias por venir a avisarme, Javier.


—Claro —repuso el chico.


Se dio la vuelta y se fue corriendo de allí. Igual que había llegado.


Suspirando, Pedro pensó que quizá lo mejor fuera suspender el viaje. Todo parecía estar saliendo mal y ni siquiera habían dejado aún el muelle, creía que las cosas sólo podrían ponerse más difíciles durante los diez días que duraba el trayecto.


Pensaba que ese grupo iba a traerle problemas. 


Estaba abocado al fracaso.


Miró el Gaby. Los pasajeros charlaban animadamente en la cubierta. Desde allí podía oír sus risas. Se fijó en todos. Paula Chaves daba la impresión de que no había trabajado en toda su vida.


Lyle y Lily Granger llevaban puestos los pertinentes chalecos salvavidas, con los cinturones de seguridad bien apretados alrededor de sus gruesas cinturas. Aquel detalle le hizo pensar que ninguna de las dos señoras sabía nadar.


Por último, se fijó en el profesor Sheldon y en su hija Margo. Parecían muy inteligentes y cultos, pero se imaginó que ninguno de los dos tendría la habilidad ni la experiencia necesarias para ayudarlo a navegar y mantener el barco a flote.


Miró el reloj. Era ya tarde y no le quedaban muchas opciones. Podía quedarse en el muelle hasta el día siguiente y tener así tiempo para encontrar a otro ayudante o podía pedirle a Hernan que se sumara a ellos.


No le hacía gracia tenerlo a bordo, pero necesitaba a alguien de su confianza al que poder dejar al mando del barco si el detective Alejandro lo llamaba durante el viaje con noticias importantes. A pesar de su extravagante personalidad, Hernan tenía mucha experiencia navegando.


Vio que no le quedaba más remedio que pedirle que le echara una mano.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 8




Estaba claro que el pensaba que era una auténtica imbécil.


Le había pedido que doblara una lona. Como si fuera urgente, como si el barco pudiera hundirse si ella no la doblaba enseguida. Terminó de guardarla y miró al capitán.


—Gracias por el consejo. Lo tendré en cuenta.


—No hay de qué.


Oyó una voz desde el otro extremo de la cubierta.


—¡Hola! ¡Hola!


Dos mujeres de edad avanzada y con pelo canoso subieron al velero. Las dos parecían entusiasmadas. Detrás de ellas, un chófer con uniforme y gorra de plato empujaba un carro con maletas. Una de las mujeres los saludó con la mano. Llevaba las uñas pintadas de un vibrante color coral.


—¿Capitán Alfonso?


Él se quedó estudiando a las dos mujeres con suspicacia.


—¿Puedo ayudarlas en algo?


—Eso espero. ¿Es este el Gaby?


Él asintió.


—Así es —les dijo de mala gana.


—¡Que bien! Lily, parece que estamos en el sitio adecuado —dijo una de las señoras a la otra.


—Somos las hermanas Granger —anunciaron hablando a la vez.


Paula miró a Pedro Alfonso de reojo. Estaba serio. Parecía que la lista de pasajeros le estaba dando muchas sorpresas desagradables ese día.


Ella, en cambio, estaba empezando a disfrutar con todo aquello.


—Yo soy Lyle —dijo la más habladora de las hermanas—. Y ella es Lily.


El capitán carraspeó antes de hablar.


—Pensé que eran… Bueno, cuando recibí su e-mail… Había pensado que eran un matrimonio.
Fue el turno entonces de la más callada de las dos.


—Siempre nos pasa lo mismo. ¿Verdad, Lyle?


—Lily no podía decir Lila cuando era pequeña, pronunciaba mi nombre como Lyle y, aunque es un nombre masculino, me quedé con él. Espero que esto no suponga un problema de alojamiento. Ya contábamos con que tendríamos que compartir camarote. Estamos listas para la vida dura de un barco, capitán.


Paula observó toda la escena con satisfacción. Le encantó ver la desesperación en los ojos de Pedro Alfonso mientras observaba el gran número de maletas que transportaba el chófer.


—Señoras, me temo que sí que tenemos un problema, si es que tienen la intención de llevar consigo todas esas maletas…


—Ya. Supongo que es demasiado, ¿no? —comentó Lily con gesto pensativo—. Pero es que nunca puedo decidir qué llevarme cuando me voy de vacaciones y Lyle pensó que habría sitio suficiente para todo esto.


—Me temo que Lyle se equivocaba —repuso el capitán con seriedad.


Lily se entristeció al instante.


—Bueno, entonces…


—Espera, querida. Tranquila —le dijo Lyle a su hermana mientras le frotaba con cariño la espalda—. Tendrás que deshacerte de unas cuantas cosas. Eso es todo. No es para tanto.
Lily pareció animarse un poco.


—Claro. Así lo haré.


Empezó a darle instrucciones al chófer para que descargara maletas y baúles y los fuera abriendo uno por uno.


Entre los contenidos del equipaje, Paula pudo distinguir un vestido de noche dorado, un traje negro, zapatos de tacón y otros lujosos atuendos. Parecía claro que las hermanas también se habían hecho una idea equivocada sobre lo que iban a encontrarse en ese crucero por el Caribe.


El capitán Alfonso aprovechó el momento para irse de allí y les dijo a las hermanas Granger que volvería en cuanto encontrara una aspirina.


Mientras Lily y Lyle seguían clasificando su equipaje y deshaciéndose de algunas cosas, llegó otro pasajero. Era un hombre de unos cincuenta y tantos. Su pelo canoso estaba engominado hacia atrás, parecía salir de una película antigua. Llevaba gafas de cristal grueso, una chaqueta de cuadros y una camisa blanca. 


Una mujer joven, que era como una versión femenina del primero, lo seguía a poca distancia. Ella llevaba también una chaqueta de cuadros encima de una blusa de algodón. Sus ojos también quedaban ocultos tras gruesas gafas y llevaba el pelo retirado de la cara con una diadema.


—Perdonen, ¿es éste el Gaby? —dijo el hombre a modo de saludo.


Como no estaba el capitán, fue Paula la que tomó la palabra.


—Sí, así es.


—Soy el profesor Lorenzo Sheldon. Y esta es mi hija, Margo.


—Yo soy Paula Chaves —repuso ella ocultando una sonrisa.


Aquello estaba volviéndose cada vez más estrambótico.


—¿Está aquí el capitán Alfonso? —preguntó el profesor.


—Sí, ha ido a por una aspirina —contestó ella.


Le costó no echarse a reír.


—Creo que se ha levantado con dolor de cabeza —añadió.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 7





Desde un extremo de la cubierta, Pedro observaba a la encantadora señorita Chaves intentando doblar una de las lonas. Era la primera tarea que le encargaba.


Lo podía haber hecho él mismo. No tenía por que pedirle que subiera desde su camarote para hacerlo, pero tenía la esperanza de que cambiara de opinión y se fuera de allí antes de que llegara el resto de los pasajeros. Tenía un mal presentimiento con esa mujer y no sabía muy bien por qué.


Y, para colmo de males, Hernan estaba entusiasmado desde que la viera llegar al barco y parecía decidido a emparejarlos. Tenía la convicción de que Dios se había apiadado de él y de su célibe existencia y le había enviado a esa mujer. Según Hernan, una mujer a la que ningún hombre podría resistirse.


La brisa levantó parte de la lona y a la mujer se le escapó el extremo que sujetaba a duras penas. Su jersey azul marino empezaba a pegarse a sus brazos y hombros. Desde allí podía ver cómo sudaba, cómo le brillaba la frente con el esfuerzo. Algunos mechones de pelo se habían escapado del prendedor que sujetaba su pelo.


Cruzó la cubierta y agarró un extremo de la lona. 


Miró su jersey. Empezaba a pegarse peligrosamente a alguna de sus curvas.


—Por cierto, los colores oscuros no son buenos para este clima, absorben mejor el calor del sol—le aconsejó.