miércoles, 2 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 8




Estaba claro que el pensaba que era una auténtica imbécil.


Le había pedido que doblara una lona. Como si fuera urgente, como si el barco pudiera hundirse si ella no la doblaba enseguida. Terminó de guardarla y miró al capitán.


—Gracias por el consejo. Lo tendré en cuenta.


—No hay de qué.


Oyó una voz desde el otro extremo de la cubierta.


—¡Hola! ¡Hola!


Dos mujeres de edad avanzada y con pelo canoso subieron al velero. Las dos parecían entusiasmadas. Detrás de ellas, un chófer con uniforme y gorra de plato empujaba un carro con maletas. Una de las mujeres los saludó con la mano. Llevaba las uñas pintadas de un vibrante color coral.


—¿Capitán Alfonso?


Él se quedó estudiando a las dos mujeres con suspicacia.


—¿Puedo ayudarlas en algo?


—Eso espero. ¿Es este el Gaby?


Él asintió.


—Así es —les dijo de mala gana.


—¡Que bien! Lily, parece que estamos en el sitio adecuado —dijo una de las señoras a la otra.


—Somos las hermanas Granger —anunciaron hablando a la vez.


Paula miró a Pedro Alfonso de reojo. Estaba serio. Parecía que la lista de pasajeros le estaba dando muchas sorpresas desagradables ese día.


Ella, en cambio, estaba empezando a disfrutar con todo aquello.


—Yo soy Lyle —dijo la más habladora de las hermanas—. Y ella es Lily.


El capitán carraspeó antes de hablar.


—Pensé que eran… Bueno, cuando recibí su e-mail… Había pensado que eran un matrimonio.
Fue el turno entonces de la más callada de las dos.


—Siempre nos pasa lo mismo. ¿Verdad, Lyle?


—Lily no podía decir Lila cuando era pequeña, pronunciaba mi nombre como Lyle y, aunque es un nombre masculino, me quedé con él. Espero que esto no suponga un problema de alojamiento. Ya contábamos con que tendríamos que compartir camarote. Estamos listas para la vida dura de un barco, capitán.


Paula observó toda la escena con satisfacción. Le encantó ver la desesperación en los ojos de Pedro Alfonso mientras observaba el gran número de maletas que transportaba el chófer.


—Señoras, me temo que sí que tenemos un problema, si es que tienen la intención de llevar consigo todas esas maletas…


—Ya. Supongo que es demasiado, ¿no? —comentó Lily con gesto pensativo—. Pero es que nunca puedo decidir qué llevarme cuando me voy de vacaciones y Lyle pensó que habría sitio suficiente para todo esto.


—Me temo que Lyle se equivocaba —repuso el capitán con seriedad.


Lily se entristeció al instante.


—Bueno, entonces…


—Espera, querida. Tranquila —le dijo Lyle a su hermana mientras le frotaba con cariño la espalda—. Tendrás que deshacerte de unas cuantas cosas. Eso es todo. No es para tanto.
Lily pareció animarse un poco.


—Claro. Así lo haré.


Empezó a darle instrucciones al chófer para que descargara maletas y baúles y los fuera abriendo uno por uno.


Entre los contenidos del equipaje, Paula pudo distinguir un vestido de noche dorado, un traje negro, zapatos de tacón y otros lujosos atuendos. Parecía claro que las hermanas también se habían hecho una idea equivocada sobre lo que iban a encontrarse en ese crucero por el Caribe.


El capitán Alfonso aprovechó el momento para irse de allí y les dijo a las hermanas Granger que volvería en cuanto encontrara una aspirina.


Mientras Lily y Lyle seguían clasificando su equipaje y deshaciéndose de algunas cosas, llegó otro pasajero. Era un hombre de unos cincuenta y tantos. Su pelo canoso estaba engominado hacia atrás, parecía salir de una película antigua. Llevaba gafas de cristal grueso, una chaqueta de cuadros y una camisa blanca. 


Una mujer joven, que era como una versión femenina del primero, lo seguía a poca distancia. Ella llevaba también una chaqueta de cuadros encima de una blusa de algodón. Sus ojos también quedaban ocultos tras gruesas gafas y llevaba el pelo retirado de la cara con una diadema.


—Perdonen, ¿es éste el Gaby? —dijo el hombre a modo de saludo.


Como no estaba el capitán, fue Paula la que tomó la palabra.


—Sí, así es.


—Soy el profesor Lorenzo Sheldon. Y esta es mi hija, Margo.


—Yo soy Paula Chaves —repuso ella ocultando una sonrisa.


Aquello estaba volviéndose cada vez más estrambótico.


—¿Está aquí el capitán Alfonso? —preguntó el profesor.


—Sí, ha ido a por una aspirina —contestó ella.


Le costó no echarse a reír.


—Creo que se ha levantado con dolor de cabeza —añadió.




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