domingo, 8 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 8
Paula había descubierto una gran verdad. No había cosa más engorrosa que tratar de comer fetuccine con salsa marinera, llevando un vestido de Chanel.
¿Cómo se le habría ocurrido pedir aquello?
Comerse la ensalada de tomates ya había sido una prueba difícil de superar. No debería haber pedido otro plato. Pero Pedro pidió un segundo y no quería quedarse allí mirando cómo comía.
Aquel plato ovalado tenía tanta pasta que no podía apartar una poca y comérsela poco a poco. Si lo hacía, seguro que todo aquel amasijo se saldría de golpe del plato y aterrizaría en el blanquísimo mantel de la mesa. Miró a las otras mesas y nadie estaba comiendo. Todo el mundo estaba charlando y riéndose a carcajadas.
Tendría que haber pedido lasaña, que se podía cortar con cuchillo y tenedor, en pequeños cuadraditos. Una lasaña de verduras hubiera sido perfecta. Pero quería aparentar ser una mujer muy sofisticada y para ella los fetuccine sonaban más elegantes que una lasaña.
Pedro había pedido lasaña.
Paula suspiró y empezó a dar vueltas a una tira de fetuccine en el tenedor. Tres centímetros quedaron colgando. ¿Por qué harían los fetuccine tan largos? ¿Es que los que los hacían no se los comían? De hacerlo, seguro que tendrían las corbatas manchadas de la salsa de la pasta.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Pedro, sosteniendo un tenedor cargado de lasaña.
—No, nada —le respondió, por no decirle que no quería manchar aquel vestido que costaba cerca de novecientos dólares—. Lo que pasa es que me han puesto mucho —en el momento que se lo dijo se arrepintió. Seguro que iba a pensar que no le gustaba el restaurante donde la había llevado.
Él le sonrió.
—No te preocupes, que si te dejas algo, no se lo voy a decir a tu madre.
Lo cual no estaba nada mal, porque seguro que se hubiera escandalizado al ver toda aquella comida desperdiciada. Seguro que tampoco podría entender qué extrañas fuerzas la habían impulsado a ponerse el vestido más caro de la tienda, teñirse el pelo e intentar caer bien al hombre que estaba sentado frente a ella, en aquel restaurante italiano. Ni Paula misma estaba segura de entenderlo.
Pedro la estaba observando, enarcando una de sus cejas. Paula supo en aquel momento que tendría que empezar a comer cuanto antes los fetuccine.
Se concentró, levantó el tenedor y un segundo más tarde tenía la pasta en la boca. Sonrió a Pedro, que todavía la estaba mirando. Él le sonrió también, y continuó comiendo.
Tan sólo le quedaban tres millones de tiras de fetuccine.
Era el momento de decirle algo encantador e ingenioso. Ya habían agotado la boda, como tema de conversación. Y Paula sabía que no tenían amigos comunes.
Pero, ¿de qué hablaría la gente sofisticada?
—¿Crees que los Astros van a ganar el campeonato del mundo este año? —le preguntó Pedro.
La gente inteligente y sofisticada debía discutir de baseball, dedujo Paula. Ella sabía muy poco de aquel deporte y tampoco conocía los equipos.
—Es difícil saberlo —empezó a decir, intentando recordar lo que había leído sobre el equipo de baseball de Houston—. Los Astros nunca terminan la temporada como piensas que van a terminar.
—Sí, creo que es verdad —dijo Pedro, suspirando.
Al parecer, su comentario no debió ser muy desacertado. Rose se sintió más confiada.
—¿Eres aficionado al baseball? ¿Te has comprado un abono para este año?
—En la oficina tenemos una televisión —dijo Pedro—. Cada vez que puedo veo un partido. Pero el problema es que está allí para los clientes. Lo que hago algunas veces es ir al estadio a verlo en directo, y así de paso me olvido un poco del trabajo.
—Yo nunca he ido a ver un partido al estadio de los Astros —dijo Paula, pero nada más decirlo se arrepintió. A lo mejor pensaba que le estaba pidiendo que la invitara a ir con él—. Pero la verdad es que no me gusta mucho el deporte.
—¿No? —preguntó él, sonrió y siguió comiendo.
¿Por qué le habría dicho eso? De entrada, ya había aniquilado un tema de conversación. La verdad es que tampoco podría aportar mucho más. Pero, al hacer aquel comentario, era posible que él se hubiera sentido criticado.
—Lo que quería decir —añadió, intentando salvar el tema de conversación—, era que los verdaderos aficionados siempre apoyan a sus equipos, tanto si ganan como si pierden. Y a mí sólo me gusta verlos cuando ganan.
Pedro hizo un chasquido con la boca.
—Y como los Astros casi nunca ganan... ¿no?
Eso no es cierto. Casi siempre están cerca de conseguirlo, lo que pasa es que pierden los partidos más importantes. Siempre consiguen una ventaja y luego, empiezan a tratar de no perder—contestó, apoyando los codos en la mesa y mirándola con intensidad—. Y hay que hacer lo contrario. Cuando llevas ventaja, es cuando hay que empezar a jugar con más agresividad, porque es justo en ese momento en el que el otro equipo va a intentar ganarte. En ese momento, ellos son los que pueden ganar el partido y tú perderlo.
Aquello le pareció a Paula algo muy profundo.
—¿Estás diciendo eso por experiencia propia? —le preguntó Paula.
Pedro se encogió de hombros y siguió con la comida.
—Le he pegado a la pelota una o dos veces, cuando iba al colegio.
Lo cual era posible que quisiera decir que había sido un jugador famoso, que ella no había oído nombrar. Paula dio vueltas con el tenedor a sus fetuccine, sin importarle si se manchaba con la salsa o no se manchaba.
—El entrenador siempre nos decía que los que quieren ganar nunca abandonan y los que abandonan nunca ganan. Yo siempre he intentado tener en cuenta esa frase —levantó la cabeza, para mirarla—. ¿Y tú, qué frase tienes en cuenta?
“Que algún día llegará el príncipe azul”, estuvo a punto de contestarle, Pero pensó que no era lo más apropiado en aquel momento.
—Haz todos los días una buena acción.
Pedro empezó a reírse a carcajadas.
—Eso parece sacado de los boyscouts.
—Es posible. Yo era una girlscout.
—Entonces, la buena acción que has hecho hoy ha sido devolverme mi agenda. Te estoy muy agradecido.
—De nada —a Paula no se le ocurría nada más que decir.
Era muy difícil decir cosas inteligentes y con gracia. Ella no era capaz de hacerlo. No podía contar nada de su vida que pudiera interesar a Pedro Alfonso. Ni siquiera a ella le parecía interesante. A lo mejor debería volver a su plan original, que era el de pedirle algunos consejos para hacer publicidad de la tienda.
El silencio que se produjo empezaba a ser un poco incómodo. Paula se metió el tenedor en la boca, dándose cuenta de que no estaba aportando nada a aquella conversación. Tenía que pensar en algún tema interesante.
Pero tuvo que ser Pedro el que lo sacara.
—Bueno, ¿y tú cómo pasas tu tiempo, Paula?
Era una pregunta a la que no se podía responder con un sí o con un no. Levantó el vaso de agua.
—Tengo una boutique en la zona de Village —boutique sonaba mejor que una tienda de ropa de segunda mano o una tienda de alquiler de ropa.
—Conozco esa zona —le dijo él, con un cierto interés en su mirada—. Rice Village, ¿no?
Paula asintió.
—Estoy dando un curso de técnicas comerciales en la universidad de Rice, los jueves por la noche.
Lo cual explicaba que en su agenda no tuviera citas apuntadas los jueves por la tarde. Paula decidió en aquel mismo instante matricularse en la universidad de Paula.
—Debes de ser un hombre muy ocupado —le dijo ella, como si no lo supiera.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno... tu agencia de publicidad tiene mucho éxito. En las paredes de tu oficina había carteles de campañas publicitarias muy conocidas.
—Yo digo que es que hemos tenido suerte, pero la verdad es que Roberto y yo hemos trabajado mucho para conseguir llegar donde hemos llegado —le dijo, sonriéndole, al tiempo que asentía, cuando el camarero le ofreció más té helado.
A Paula le impresionaron bastante las palabras de Pedro. Ella también había trabajado mucho, para levantar su tienda. Y muchas veces había atribuido su éxito a la suerte.
—¿Creasteis tu socio y tú la empresa?
—Sí. Empezamos desde cero. Tuvimos que pedir dinero prestado a la familia y a nuestros amigos.
CENICIENTA: CAPITULO 7
Mientras se dirigía a la oficina de Pedro en su coche, Paula estuvo practicando varias formas de abordarle. Podría tener un aspecto muy sofisticado por fuera, pero por dentro seguía siendo la Paula de siempre.
¿Y si la recepcionista la reconocía? ¿Y si Pedro no estaba?
Paula se agarró al volante. Tenía que estar, segura que estaba. El destino se encargaría de ello. Estaban predestinados a verse. Y ninguna recepcionista se iba a interponer entre Paula Chaves y el destino.
Paula subió en el ascensor y entró en la recepción de Alfonso and Bernard, sonriendo y con una actitud muy decidida.
La misma recepcionista que habló con ella la primera vez, la atendió.
—¿En qué puedo ayudarla? —le preguntó, incluso antes de que Paula llegara a su mesa.
—Quisiera ver al señor Pedro Alfonso, aunque no tengo cita con él.
La recepcionista levantó el teléfono.
—¿Y quién le digo que la quiere ver?
—Paula Chaves. Pero no creo que le suene mi nombre.
La recepcionista dudó unos instantes.
—Sin embargo, Stephanie Donahue y su madre son clientas mías —añadió Paula, confiando en que no le preguntara qué clase de clientas—. La semana pasada Pedro asistió a una boda.
—¿Y el asunto por el que quiere ver al señor Alfonso es...?
—Personal —Paula se lo dijo, mirándola directamente a los ojos, decidida a no ser ella la que apartara primero la mirada.
—Un momento, por favor.
En vez de utilizar el teléfono, la recepcionista se levantó y se dirigió a la oficina de Pedro. Seguro que quería contarle en privado que le quería ver una mujer bastante misteriosa y sofisticada.
Paula respiró hondo. Ya había conseguido superar el primer obstáculo. Llegada a ese punto, a lo mejor tendría que sentarse. El problema era que le temblaban demasiado las piernas y no estaba segura de poder levantarse con cierta elegancia, cuando llegara Pedro.
Cerró los ojos, intentando calmarse un poco.
¿Dónde debería recibirle? ¿Qué tendría que estar haciendo? Necesitaba apoyos, como un teléfono móvil, o una agenda.
¡La agenda! Paula se la colocó detrás del cuerpo, porque no quería que Pedro la viera, hasta no calibrar su reacción al verla. Por el momento, la recepcionista no se había dado cuenta que ella era la misma mujer torpe y desarreglada que había ido el día anterior. Pero Pedro sí se había fijado en ella. Porque la miró a los ojos. Y entre los dos se produjo una corriente de sentimientos. Paula sintió emociones muy fuertes. Estaba convencida que Pedro debió sentir lo mismo.
Pero, ¿y si no había tenido aquellos mismos sentimientos? No sabía qué iba a decirle si la miraba y le decía: “¿Tú, otra vez?"
Tonterías. Ni siquiera su propia madre podría reconocerla.
—¿Señorita Alfonso?
Paula lo miró, con los ojos muy abiertos.
Pedro Alfonso se acercó a ella, seguido de la recepcionista. Llevaba la chaqueta puesta. La tela oscura contrastaba con su camisa blanca.
Al verlo, los sonidos de la oficina se convirtieron en música celestial. Tan sólo tenía ojos para él.
Todo lo que había a su alrededor dejó de existir, excepto Pedro. El tiempo se detuvo y, una vez más, Paula se quedó prendida de su magia.
Era el hombre que estaba buscando. El único y el verdadero. Y él también debía sentir lo mismo.
Los dos estaban unidos por unas fuerzas que ninguno podía controlar.
Y allí estaba él, de pie, tan cerca de ella que casi veía la sombra de sus pestañas.
—Yo soy Pedro Alfonso —le dijo, como si ella no lo supiera.
Sonrió, sólo para ella, le ofreció la mano y se la estrechó.
Paula pudo sentir toda su energía y no quiso soltarla.
—Y yo soy Paula Chaves —murmuró, soltándole la mano al ver que él había relajado la suya. Cuando dejó de tener contacto físico, Paula pudo pensar de nuevo—. Siento mucho no haber tenido oportunidad de verlo en la boda de los Donahue —le dijo, según había estado practicando con anterioridad.
—Y yo también lo siento —su voz le llegó en oleadas a sus oídos, lo mismo que el mar a una playa.
Pedro acompañó aquella cortesía con una sonrisa tan encantadora que Paula casi se queda sin habla.
—Encontré esto junto al vestido de la novia —le dijo Paula, mostrándole la agenda.
—¡Mi agenda! —exclamó él, con alegría—. ¡Es usted un ángel!
La había llamado ángel. Paula intentó recordar cómo había que respirar.
—He sido incapaz de funcionar sin ella —le dijo—. Toda mi vida está aquí —continuó diciendo, al tiempo que daba un suspiro—. Lois, deja lo que estás haciendo y haz una fotocopia de la agenda, por favor. No quiero que me ocurra esto otra vez.
Lois, la recepcionista, miró a Pedro y a Paula, antes de recoger la agenda. Paula sonrió. Lois no le devolvió la sonrisa.
Pedro le puso la mano en el brazo.
—Señorita Chaves... Te llamas Paula, ¿no?
Paula asintió. Le encantó la forma en que él pronunció su nombre.
—Yo creo que te he visto antes. ¿Estás segura de que no nos vimos en la boda?
—Segurísima —le respondió Paula.
—Da igual. No te puedes imaginar lo contento que estoy por haber recuperado esa agenda. ¿Cómo la encontraste?
—No fui yo. Fue la señora Donahue la que la encontró, mientras estaba ordenando todos los adornos que llevó en la boda la novia. Me dijo que tenía muchas cosas que hacer, así que yo me ofrecí a traerla —Paula estaba dispuesta a ceñirse todo lo posible a la verdad.
—¿Eres amiga de Stephanie? —le preguntó Pedro.
—Su madre y yo hemos trabajado juntas —Paula intentó decidir cuántos detalles estaba dispuesta a ofrecerle, antes de que Pedro llegara a una conclusión aceptable.
—Esa mujer siempre está ocupada en campañas de caridad —dijo Pedro, moviendo la cabeza—. Es imposible que no me diera cuenta de tu presencia en la boda —continuó, mientras se fijaba en ella—. Aunque tu cara me resulta familiar.
—Es que estabas demasiado ocupado —le dijo Paula, intentando desviar la conversación, para que él no recordara cuándo la había visto—. Fue una boda maravillosa, ¿no crees? ¿Sabías que la novia llevaba un vestido antiguo?
—¿De verdad? —dijo, encogiéndose de hombros—. Para mí todos los vestidos de novia son iguales.
Paula le perdonó por haber dicho aquello. No se había fijado en el vestido porque no era ella la que lo llevaba puesto. Cuando ella se lo pusiera, seguro que se fijaba en él.
—Escucha... —le dijo, mirándose el reloj y metiéndose las manos en los bolsillos—, ¿quieres que comamos juntos? Me has salvado el pellejo y tengo que agradecértelo de alguna manera.
—Bueno, si tú quieres —le dijo Paula, casi sin creerse lo que le estaba pasando. Lo había planeado todo, pero jamás pensó que iba a salir de aquella forma—. Además, todavía me tienes que contar cómo estaba tu agenda entre las cosas que llevaba puestas la novia —continuó diciendo.
—Mucho me temo que la razón es bastante inocente. Hice una llamada desde el teléfono que había junto al cuarto que usaron para cambiarse y debí dejarme la agenda allí —le dijo, al tiempo que se dirigía hacia la mesa de la recepcionista y escribía algo en un papel—. ¿Dónde quieres ir a comer?
—A un restaurante italiano —respondió ella, dispuesta a sugerirle uno de sus restaurantes favoritos, si él no lo hacía.
—¿Te gusta la comida italiana? —le preguntó Pedro, sonriendo, mientras terminaba de escribir la nota—. Conozco uno buenísimo.
Lo había conseguido. Sus planes se estaban haciendo realidad. Había logrado que la invitara a comer. Iba a poder hablar con él. Estalla dispuesta a dejarle fascinado.
CENICIENTA: CAPITULO 6
—¡Oh, Paula! —Connie exclamó, apretándose las manos—. Estás guapísima.
—Me ha teñido el pelo de rubio —dijo Paula, mirándose en el espejo de su tienda, todavía sin creerse cómo había dejado a Marcos que el día anterior hiciera aquello con su pelo. Incluso había ido ese mismo día por la mañana a la tienda a darle un último toque.
—¿Te gusta, o no te gusta? —le preguntó Marcos, colocándose detrás de ella.
—Me lo has teñido de rubio.
—Eso fue lo que tú dijiste.
—Pero sólo lo dije una vez. Además, te dije varias veces que lo quería marrón clarito.
—Pero, fíjate —le dijo Marcos, quitándole la capa—. Con este traje te queda mejor el rubio.
Paula casi se echa a llorar.
—No parezco yo —murmuró. Pero pensó que a lo mejor era porque llevaba las gafas puestas.
Las gafas no le sentaban bien.
—¡Yo pensé que querías un aspecto totalmente diferente! —exclamó Connie, gesticulando con las manos.
En el espejo, Paula pudo ver la mirada que dirigía su ayudante a Marcos, que la estaba mirando con una actitud muy tranquila. Ella fue la que se empeñó en que la tiñera de rubio. Giró la cabeza y se fijó en el reflejo de los rayos del sol en sus mechas doradas. Su pelo natural nunca había brillado de aquella manera.
—A lo mejor es que no me he acostumbrado todavía al color—dijo, sonriendo a Marcos, intentando tranquilizarlos.
Marcos se relajó y le aplicó un poco más de spray.
—Además... no se mueve —dijo, moviendo la cabeza, para demostrárselo.
—No tiene por qué moverse —dijo Marcos—. Es un corte estructural, en consonancia con las líneas del traje —le dijo, mientras recorría la curva que hacía su pelo—. Es un peinado muy sofisticado, igual que el traje.
Connie le ofreció los pendientes y Paula se los puso. Se levantó y se miró de nuevo en el espejo.
—¡Wow! —exclamó Connie.
Con aquel peinado y con el maquillaje que Connie se había empeñado que se pusiera,
Paula tenía un aspecto muy elegante. Parecía una de las chicas de Pedro Alfonso. Levantó el mentón, dispuesta a presentar batalla a cualquier recepcionista del mundo.
—Mira cómo te he dejado —le dijo Marcos, sonriendo.
—Cómo la hemos dejado —le corrigió Connie—. ¡Vamos Paula, ve y devóralos!
—¡Espera! —dijo Marcos, mientras se metía la mano en sus bolsillos—. Te voy a dar una tarjeta de visita. Por si acaso alguien te pregunta en qué peluquería has estado.
sábado, 7 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 5
TODAVÍA estaba aturdida cuando volvió a la tienda. Colocándose la agenda sobre el pecho, entró por la puerta de atrás y se dirigió directamente a la pequeña oficina, situada debajo de las escaleras.
—Paula, ¿eres tú? —llamó Connie.
—Sí, he vuelto —respondió Paula, sorprendida de que su voz sonara normal, cuando su vida había dado un giro tan repentino—. Tengo papeleo que resolver —añadió, sabiendo lo mucho que Connie odiaba el papeleo.
—Está bien —respondió, y permaneció en silencio.
Paula colocó las hojas del inventario a un lado y puso la agenda en el centro de la mesa. Puso los codos encima, apoyó la barbilla en las manos y se puso a mirar el libro que guardaba los secretos de la vida de Pedro Alfonso.
Una vida bastante activa y ajetreada. Eso ya lo sabía. Se había sabido rodear de gente de confianza y muy atractiva.
Miró la voluminosa agenda, recordando la cantidad de papeles que había dentro. Pedro era la típica persona que provocaba las cosas que le ocurrían. Paula era la típica persona que permanecía a la espera de los acontecimientos.
Pero nunca le había ocurrido nada, excepto aquella mañana, en la que encontró la agenda que le mostraba la vida de Pedro Alfonso.
Había sido una señal. Ante ella se abría una oportunidad. Podía dejarla pasar y dejar la agenda a la recepcionista y olvidarse de Pedro Alfonso, o llamar a la puerta de la vida de Pedro y ver si le permitía entrar.
Y eso era lo que deseaba hacer. Aunque no sabía nada de él, estaba segura de que había vivido de la forma que a ella le hubiera gustado, pero que no había sabido cómo conseguir.
Levantó la agenda, se la acercó a la mejilla, suspiró y olió su aroma. Olía a cuero, por supuesto, pero a más cosas. Olía a ajo. Sonrió, imaginándose las comidas de negocios en los restaurantes italianos. También olía a loción de después del afeitado, o a perfume de mujer. A menta. También a humo de tabaco y a algo que no pudo distinguir y que Paula pensó que era el olor característico de Pedro.
El destino le había enviado aquella agenda, decidió Paula. Si lo ignoraba, era como ir contra ese destino. Pero leer los detalles personales de la vida de Pedro sería una intromisión en su vida privada. Estaba mal, pero era algo que tenía que hacer, si quería saber algo sobre él. Utilizaría aquella agenda como una guía en un mundo desconocido. El mundo de Pedro.
Miró por la puerta, para ver lo que estaba haciendo Connie y abrió la agenda personal de Pedro Alfonso. Esperó a que apareciera algún sentimiento de culpabilidad. Pero, sorprendentemente, no apareció. Como ella misma había sospechado, era el destino.
Había un chicle de menta entre unas tarjetas, lo cual explicaba el olor. Paula decidió que fotocopiar todo aquello sería lo mejor, pero no era igual.
Al principio, se limitó a leer el diario semanal de Pedro. Allí estaban apuntadas todas las citas, tanto profesionales como personales, desde el mes de enero. Pedro tenía la costumbre de utilizar las iniciales, en vez de anotar el nombre completo de las personas. Paula las copió todas.
Al cabo de las dos horas, durante las que algunos clientes interrumpieron su trabajo, Paula ya tenía un cuadro bastante preciso de la vida de Pedro.
Era un hombre organizado al que le gustaba la rutina. Pedro prefería la comida italiana y frecuentaba, en concreto, dos restaurantes. Iba a un gimnasio y jugaba al tenis. Se enteró de dónde iba de compras, quién era su mecánico, su dentista, su médico, el nombre de la floristería y dónde vivían sus padres. Incluso supo dónde vivía él.
El único detalle que no pudo averiguar de Pedro fue su estado financiero. Y fue porque no quiso mirar al apartado bajo el título de finanzas. No necesitaba saber el estado financiero de Pedro para llegar a formar parte de su vida. Invadir su privacidad había sido necesario, fisgonear no.
Estiró los brazos y se los colocó en el cuello, acariciándoselo. Echó la silla para atrás y se levantó. Tenía que ir a buscar algo que ponerse, algo adecuado para ir a ver a Pedro.
Entró en la tienda y se dirigió a una estantería con vestidos, mientras el reloj de pared daba una campanada, indicando las tres y media.
Tenía que darse prisa si quería encontrar a Pedro antes de que se fuera de la oficina.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Connie, levantando la cabeza de una pila de libros de consulta.
—Algo para ponerme, para una cita —respondió Paula, dudando si pedirle consejo o no.
—¿Qué clase de cita?
—Una muy importante
—Un traje —apuntó Connie.
Recordando la sofisticada mujer que había ido a la cita con Pedro, Paula se dio cuenta de que Connie tenía razón. Se fijó en el traje de tonos grises y azules que había junto a la ropa de invierno.
—¿Vas a comer?
Aquella pregunta la dejó paralizada. Era muy posible que, cuando llegara a la oficina de Pedro, él ya se hubiera ido. Y si iba al día siguiente, seguro que la invitaría a comer en el restaurante italiano que a él le gustaba.
—Es posible —la idea de comer con Pedro era emocionante y terrible al mismo tiempo.
—¿Con un hombre o con una mujer?
—¿Qué? —Paula había elegido un vestido color azul marino, que había pertenecido a una abogada.
—Que si vas a comer con un hombre o con una mujer.
Paula estuvo a punto de responderle que con un hombre, pero no quiso dar más explicaciones, viniéndole a la mente otra vez la imagen de la recepcionista.
—Con un hombre y con una mujer.
Connie entonces le indicó el perchero donde estaban colocados los vestidos enviados por las mujeres de la alta sociedad de Houston.
—Entonces, será mejor que te pongas uno de estos.
—Pero esos no son para alquilar —le dijo Paula—. Son para vender.
—Pero ya están usados. Porque uses uno una vez más, no se va a notar —Connie se bajó de la banqueta donde estaba sentada, detrás del mostrador, y se acercó al perchero—. ¿Y qué tipo de cita es?
Estuvo a punto de contestarle que una cita con el destino.
—He estado pensando que tendríamos que hacer publicidad...
—¿En serio?
—Y la señora Donahue me facilitó el nombre de un amigo de su yerno. Uno de los padrinos de la boda. Tiene una empresa de publicidad.
—Entonces, tendrás que llevar un traje elegante —Connie sacó un vestido rojo de crepé del perchero. Paula intentó imaginarse con él puesto. No era el más indicado para ella.
—No —le dijo, dándoselo otra vez—. Es demasiado ostentoso.
—Dices que va a ir también una mujer, ¿no? —Connie le preguntó, mientras buscaba otro—. Entonces, esto es lo que necesitas —le dijo, mientras abría una bolsa de plástico que cubría uno.
—¡Yo no puedo ponerme eso! Es demasiado corto. Y además muy caro.
—Por supuesto que es caro. Es un Chanel —le dijo Connie, entregándoselo.
—Pero...
—Pruébatelo —Connie le tiró la chaqueta.
—Este vestido es de la señora Larchwood —le respondió, moviendo la cabeza.
—Lleva aquí más de un año y medio. No va a dejarnos que lo vendamos por debajo de ese precio y nadie va a pagar novecientos dólares por él, por mucho que lo intentemos —le dijo Connie, sujetándole la chaqueta, para que se la pusiera.
—No debería —a pesar de su protesta, Paula metió los brazos.
—Nunca entendí por qué la señora Larchwood se quiso librar de este traje —comentó Connie.
Paula, mientras tanto, se abrochó los botones de la chaqueta. Le quedaba muy ajustada y no se podría poner una blusa debajo.
—Porque este traje estuvo en las portadas de todas las revistas de moda esa primavera.
Cuando la señora Larchwood decidió ponérselo, todo el mundo lo había visto y ya estaba pasado de moda. Además, Carolina Markham tiene el mismo traje en amarillo. Y las dos se presentaron en una ocasión llevando el mismo traje.
—¡Vaya! Pruébate la falda, anda —insistió Connie.
Paula se fue detrás de uno de los biombos que se utilizaban de probador y se puso la falda. Se miró en el espejo. Era increíblemente corta.
Connie asomó la cabeza por encima del biombo, para mirarla.
—¡Fabulosa!
—¿No crees que me queda muy ajustada?
—Para nada. Estás guapísima.
—No sé —Paula se miraba y pensó que no tenía el mismo aspecto que las dos chicas que vio en la recepción, por mucho vestido de diseño que fuera aquel.
—Te queda muy bien.
—No me encuentro cómoda.
—Porque no llevas zapatos —Connie se dirigió hacia el mostrador con los accesorios—. Estarás mucho mejor cuando encontremos unos zapatos y un bolso. Y también unos pendientes —le dijo, mientras buscaba por el cajón con los pendientes. Sacó unos de oro.
Al cabo del rato de probarse una cosa y otra, Connie no tuvo más remedio que aceptar la opinión de Paula. Había algo que no encajaba.
—Es el pelo —le dijo Connie.
—¿Qué le pasa a mi pelo? —le preguntó, echándoselo para atrás—. ¿Crees que debería recogérmelo?
—No sé, creo que tendrías que llevar un peinado más atractivo. Llamaré a Marcos —dijo Connie, yendo hacia el teléfono.
—¡No! —exclamó Paula, bajando inmediatamente su tono, cuando vio que Connie se sintió herida—. No te preocupes. Me pondré otra cosa —el novio de Connie, Marcos Mulot, era un peluquero muy vanguardista, que tenía una peluquería cerca de allí. Por eso a Connie le gustaba trabajar en la tienda de Paula. Pero Marcos era demasiado atrevido en sus conceptos y le costaba bastante trabajo hacerse con una clientela.
—Oh, Paula, por favor, a Marcos no le va a importar para nada arreglarte hoy.
—No te molestes, de verdad... —razonó, mientras se desabrochaba la chaqueta.
Pero Connie ya había marcado el número en el antiguo modelo de teléfono que había en la tienda y estaba hablando, muy emocionada, con su novio.
Paula colgó el traje en la percha, decidiendo no sacrificar su pelo con los cortes de pelo tan poco ortodoxos de Marcos, aunque con ello hiriera los sentimientos de Connie.
Paula se sentó en la silla de vinilo, con una capa alrededor de sus hombros.
—Yo creo que será suficiente si lo recortas un poco...
—Va a llevar puesto este traje —dijo Connie, enseñándoselo a su novio—. Mira.
—Un vestido así merece algo más que un recorte —dijo Marcos, mientras peinaba el pelo de Paula.
—Hazle un peinado un poco atrevido —añadió Connie, intentando ser útil.
Paula se sintió horrorizada, al pensar en lo que Marcos podría considerar atrevido.
—Yo creo que con unas mechas teñidas de rubio...
Marcos la miró y de pronto pareció que se le había encendido la luz.
—A lo mejor un color oro —rectificó Paula—. En un tono tirando a marrón. Pero sólo unas mechas, yo creo...
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