domingo, 8 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 8





Paula había descubierto una gran verdad. No había cosa más engorrosa que tratar de comer fetuccine con salsa marinera, llevando un vestido de Chanel.


¿Cómo se le habría ocurrido pedir aquello? 


Comerse la ensalada de tomates ya había sido una prueba difícil de superar. No debería haber pedido otro plato. Pero Pedro pidió un segundo y no quería quedarse allí mirando cómo comía.


Aquel plato ovalado tenía tanta pasta que no podía apartar una poca y comérsela poco a poco. Si lo hacía, seguro que todo aquel amasijo se saldría de golpe del plato y aterrizaría en el blanquísimo mantel de la mesa. Miró a las otras mesas y nadie estaba comiendo. Todo el mundo estaba charlando y riéndose a carcajadas.


Tendría que haber pedido lasaña, que se podía cortar con cuchillo y tenedor, en pequeños cuadraditos. Una lasaña de verduras hubiera sido perfecta. Pero quería aparentar ser una mujer muy sofisticada y para ella los fetuccine sonaban más elegantes que una lasaña.


Pedro había pedido lasaña.


Paula suspiró y empezó a dar vueltas a una tira de fetuccine en el tenedor. Tres centímetros quedaron colgando. ¿Por qué harían los fetuccine tan largos? ¿Es que los que los hacían no se los comían? De hacerlo, seguro que tendrían las corbatas manchadas de la salsa de la pasta.


—¿Te pasa algo? —le preguntó Pedro, sosteniendo un tenedor cargado de lasaña.


—No, nada —le respondió, por no decirle que no quería manchar aquel vestido que costaba cerca de novecientos dólares—. Lo que pasa es que me han puesto mucho —en el momento que se lo dijo se arrepintió. Seguro que iba a pensar que no le gustaba el restaurante donde la había llevado.


Él le sonrió.


—No te preocupes, que si te dejas algo, no se lo voy a decir a tu madre.


Lo cual no estaba nada mal, porque seguro que se hubiera escandalizado al ver toda aquella comida desperdiciada. Seguro que tampoco podría entender qué extrañas fuerzas la habían impulsado a ponerse el vestido más caro de la tienda, teñirse el pelo e intentar caer bien al hombre que estaba sentado frente a ella, en aquel restaurante italiano. Ni Paula misma estaba segura de entenderlo.


Pedro la estaba observando, enarcando una de sus cejas. Paula supo en aquel momento que tendría que empezar a comer cuanto antes los fetuccine.


Se concentró, levantó el tenedor y un segundo más tarde tenía la pasta en la boca. Sonrió a Pedro, que todavía la estaba mirando. Él le sonrió también, y continuó comiendo.


Tan sólo le quedaban tres millones de tiras de fetuccine.


Era el momento de decirle algo encantador e ingenioso. Ya habían agotado la boda, como tema de conversación. Y Paula sabía que no tenían amigos comunes.


Pero, ¿de qué hablaría la gente sofisticada?


—¿Crees que los Astros van a ganar el campeonato del mundo este año? —le preguntó Pedro.


La gente inteligente y sofisticada debía discutir de baseball, dedujo Paula. Ella sabía muy poco de aquel deporte y tampoco conocía los equipos.


—Es difícil saberlo —empezó a decir, intentando recordar lo que había leído sobre el equipo de baseball de Houston—. Los Astros nunca terminan la temporada como piensas que van a terminar.


—Sí, creo que es verdad —dijo Pedro, suspirando.


Al parecer, su comentario no debió ser muy desacertado. Rose se sintió más confiada.


—¿Eres aficionado al baseball? ¿Te has comprado un abono para este año?


—En la oficina tenemos una televisión —dijo Pedro—. Cada vez que puedo veo un partido. Pero el problema es que está allí para los clientes. Lo que hago algunas veces es ir al estadio a verlo en directo, y así de paso me olvido un poco del trabajo.


—Yo nunca he ido a ver un partido al estadio de los Astros —dijo Paula, pero nada más decirlo se arrepintió. A lo mejor pensaba que le estaba pidiendo que la invitara a ir con él—. Pero la verdad es que no me gusta mucho el deporte.


—¿No? —preguntó él, sonrió y siguió comiendo.


¿Por qué le habría dicho eso? De entrada, ya había aniquilado un tema de conversación. La verdad es que tampoco podría aportar mucho más. Pero, al hacer aquel comentario, era posible que él se hubiera sentido criticado.


—Lo que quería decir —añadió, intentando salvar el tema de conversación—, era que los verdaderos aficionados siempre apoyan a sus equipos, tanto si ganan como si pierden. Y a mí sólo me gusta verlos cuando ganan.


Pedro hizo un chasquido con la boca.


—Y como los Astros casi nunca ganan... ¿no? 
Eso no es cierto. Casi siempre están cerca de conseguirlo, lo que pasa es que pierden los partidos más importantes. Siempre consiguen una ventaja y luego, empiezan a tratar de no perder—contestó, apoyando los codos en la mesa y mirándola con intensidad—. Y hay que hacer lo contrario. Cuando llevas ventaja, es cuando hay que empezar a jugar con más agresividad, porque es justo en ese momento en el que el otro equipo va a intentar ganarte. En ese momento, ellos son los que pueden ganar el partido y tú perderlo.


Aquello le pareció a Paula algo muy profundo.


—¿Estás diciendo eso por experiencia propia? —le preguntó Paula.


Pedro se encogió de hombros y siguió con la comida.


—Le he pegado a la pelota una o dos veces, cuando iba al colegio.


Lo cual era posible que quisiera decir que había sido un jugador famoso, que ella no había oído nombrar. Paula dio vueltas con el tenedor a sus fetuccine, sin importarle si se manchaba con la salsa o no se manchaba.


—El entrenador siempre nos decía que los que quieren ganar nunca abandonan y los que abandonan nunca ganan. Yo siempre he intentado tener en cuenta esa frase —levantó la cabeza, para mirarla—. ¿Y tú, qué frase tienes en cuenta?


“Que algún día llegará el príncipe azul”, estuvo a punto de contestarle, Pero pensó que no era lo más apropiado en aquel momento.


—Haz todos los días una buena acción.


Pedro empezó a reírse a carcajadas.


—Eso parece sacado de los boyscouts.


—Es posible. Yo era una girlscout.


—Entonces, la buena acción que has hecho hoy ha sido devolverme mi agenda. Te estoy muy agradecido.


—De nada —a Paula no se le ocurría nada más que decir.


Era muy difícil decir cosas inteligentes y con gracia. Ella no era capaz de hacerlo. No podía contar nada de su vida que pudiera interesar a Pedro Alfonso. Ni siquiera a ella le parecía interesante. A lo mejor debería volver a su plan original, que era el de pedirle algunos consejos para hacer publicidad de la tienda.


El silencio que se produjo empezaba a ser un poco incómodo. Paula se metió el tenedor en la boca, dándose cuenta de que no estaba aportando nada a aquella conversación. Tenía que pensar en algún tema interesante.


Pero tuvo que ser Pedro el que lo sacara.


—Bueno, ¿y tú cómo pasas tu tiempo, Paula?


Era una pregunta a la que no se podía responder con un sí o con un no. Levantó el vaso de agua.


—Tengo una boutique en la zona de Village —boutique sonaba mejor que una tienda de ropa de segunda mano o una tienda de alquiler de ropa.


—Conozco esa zona —le dijo él, con un cierto interés en su mirada—. Rice Village, ¿no?


Paula asintió.


—Estoy dando un curso de técnicas comerciales en la universidad de Rice, los jueves por la noche.


Lo cual explicaba que en su agenda no tuviera citas apuntadas los jueves por la tarde. Paula decidió en aquel mismo instante matricularse en la universidad de Paula.


—Debes de ser un hombre muy ocupado —le dijo ella, como si no lo supiera.


—¿Qué quieres decir?


—Bueno... tu agencia de publicidad tiene mucho éxito. En las paredes de tu oficina había carteles de campañas publicitarias muy conocidas.


—Yo digo que es que hemos tenido suerte, pero la verdad es que Roberto y yo hemos trabajado mucho para conseguir llegar donde hemos llegado —le dijo, sonriéndole, al tiempo que asentía, cuando el camarero le ofreció más té helado.


A Paula le impresionaron bastante las palabras de Pedro. Ella también había trabajado mucho, para levantar su tienda. Y muchas veces había atribuido su éxito a la suerte.


—¿Creasteis tu socio y tú la empresa?


—Sí. Empezamos desde cero. Tuvimos que pedir dinero prestado a la familia y a nuestros amigos.


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