domingo, 25 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 40





La última vez que habían recorrido aquel camino, las carreteras estaban llenas de barro y las flores destrozadas por las lluvias. En aquella ocasión, el tiempo era maravilloso y las hojas, rojas y doradas, contrastaban con el azul del cielo. Había crisantemos y pensamientos en los caminos y macetas llenas de geranios rojos.


Paula había dormido muy poco desde que se había enterado de lo sucedido. La mayor parte del tiempo, lo único que había sentido había sido preocupación. Los pocos instantes en los que había conseguido apartarla de su mente, se había preguntado cuál sería su reacción al ver a Pedro de nuevo. Habían hablado poco.


Casi toda su relación se había limitado a hacer el amor y a discutir. Al verlo esperándola en el aeropuerto, se había puesto a llorar, había ido hacia él y se habían fundido en un abrazo.


—¿Qué tal está? —le preguntó por fin cuando ya habían recorrido varios kilómetros — . ¿Algún cambio?


—No.


—¿No hay cura? ¿No hay tratamiento?


—Los médicos lo están intentando todo —contestó suspirando y aclarándose la garganta.


—¿Cómo han llegado las cosas hasta este punto? ¿Qué pasó, de repente?


—Se contagió de una infección de estreptococos en Bombay. La trataron allí con antibióticos y parecía que se había curado, pero al llegar aquí surgieron complicaciones y ahora tiene los ríñones afectados.


Pedro cerró los ojos un instante y Paula se dio cuenta de que nunca lo había visto tan abatido. Alargó el brazo y le acarició la mano que llevaba en la palanca de cambios. Él entrelazó sus dedos entre los de Paula y no la soltó.


—Me alegro de que estés aquí —le dijo de repente—. Hugo te necesita y yo, también—«¿Por qué ha tenido que ocurrir una tragedia como esta para unirnos? ¿Por qué no hemos sido capaces de confiar el uno en el otro antes?», pensó Paula con amargura—. Es una enfermedad muy rara —continuó Pedro—, Solo la tiene una persona de cada diez mil y, normalmente, el tratamiento funciona. Sin embargo, de vez en cuando, se producen complicaciones, como deficiencias cardíacas, hipertensión o, como en el caso de Naty, problemas de riñon. Lo que le ocurre es que los capilares del riñon se le han inflamado y no filtran como deberían.


— Pero se puede vivir aunque los ríñones no te funcionen al cíen por cien — apuntó sintiendo un escalofrío por la columna vertebral —. Se puede...


Pedro comprendió por dónde iba Paula.


— Sí, en último caso, se puede hacer un transplante, pero hay que encontrar a un donante compatible...


Se le quebró la voz, dejando al descubierto la tristeza y el miedo que intentaba controlar. Paula intentó no llorar.


—Oh, Pedro, me imagino el horror que tenéis que estar pasando. Ojalá pudiera hacer algo.


—No puedes hacer nada. Mi familia es lo más importante que tengo y la idea de que podría perder a mi hermana... —dijo intentado controlar sus sentimientos apretando la mano de Paula—. Estoy seguro de que tu presencia le va a hacer mucho bien a Hugo.


«Pero me gustaría que también te hiciera bien a ti. Me gustaría que confiaras en mí en lugar de alejarme de ti», pensó ella.


Un poco antes de las ocho, llegaron a Stentonbridge. Una bruma rosada subía del río, de las chimeneas de las casas salía humo y el ambiente olía a otoño.


—Te dejo en casa para que deshagas el equipaje—le dijo Pedro cruzando las elegantes verjas de hierro de la finca Presión—, Me temo que solo saldrán a darte la bienvenida Katie y el ama de llaves. Supongo que mi madre y Hugo estarán en el hospital y supongo que se volverán a quedar a dormir allí.


—¿Y tú?


—Yo me vuelvo ahora.


—No sin mí. He venido por Natalia. 


Pedro suspiró, algo que siempre hacía cuando estaba irritado.


—Mira, llevo toda la tarde por ahí y no voy a esperar a que deshagas las maletas. Quiero volver junto a mi hermana.


—Igual que yo —dijo ella—, así que, en vez de perder el tiempo discutiendo, pongámonos de acuerdo por una vez y vamonos.


—Espero que estés preparada para lo que te vas a encontrar. Natalia no es la misma persona que antes—la informó acelerando.



AMARGA VERDAD: CAPITULO 39




Durante las siguientes semanas recibió llamadas de Hugo y de Cynthia. Eso, junto con las postales de Natalia, la ayudaron a tranquilizarse. Por si Pedro aparecía en sus pensamientos sin previo aviso, se ocupó de entretenerse en la retahila de bodas que tuvo al final del verano y, además, tenía que concentrarse en el Día de Acción de Gracias, a principios de octubre. 


Natalia le había prometido que para entonces ya
estaría en Canadá y que iría a Vancouver a pasarlo con ella.


El primer viernes de octubre recibió una llamada. 


Al salir de trabajar, había ido a comprar un juego de sábanas nuevo para que todo estuviera listo cuando llegara su hermana el siguiente jueves, así que llegó a casa tarde. Al abrir la puerta, vio la luz del contestador parpadeando.


La voz de Hugo sonaba tan bajita y turbada que tuvo que oír el mensaje varias veces. «Paula, soy tu... soy Hugo. Me temo que tengo malas noticias. Llámame en cuanto puedas».


«¡Pedro! ¡Le ha pasado algo!». Fue lo primero que pensó.


Dio rápidamente a la tecla de rellamada y el propio Pedro le contestó el teléfono.


Paula se había preguntado varias veces qué le diría la próxima vez que hablaran.


Incluso, ridicula de ella, había ensayado las palabras, para hacerle ver lo poco que le importaba. Sin embargo, en aquel momento dijo lo que le dictaba su corazón.


— ¡Dios mío, Pedro, menos mal que estás bien! Soy yo, Paula. Acabo de oír el mensaje de Hugo. ¿Qué ha pasado? ¿Ha habido algún accidente?


—No —contestó él con una mezcla de derrota y desesperación. Paula nunca hubiera creído que lo iba a oír hablar así y aquello la aterrorizó — . Es Natalia, Paula. Está... muy enferma.


— ¿Cómo? —gritó —. Pero si hablé con ella el otro día y estaba bien. Tiene que ser un error.


—El error fue que se montara en aquel avión a La India —dijo con acidez —. ¡Si me hubiera hecho caso...!


—¿Qué tiene que ver La India en todo esto? Pero si volvió hace dos semanas y ya había empezado la universidad. Estaba feliz y sana. Iba a venir a verme dentro de unos días.


Paula no se había dado cuenta de que estaba siendo presa del pánico, pero Pedro no dudó en llamarla al orden.


— ¡Paula, tranquilízate! Ya tenemos bastante como para aguantarte. Natalia tiene una infección producida por algo que le picó en Bombay y no responde al tratamiento. Los médicos están muy preocupados. Es muy grave. Si las cosas no toman otro rumbo, su vida corre peligro.


Paula sintió que le fallaban las piernas y tuvo que sentarse. ¡Lo que le estaba diciendo era que aquella chiquilla tan vital, tan irreverente y encantadora, que tenía toda la vida por delante, podía morir!


— ¡No digas eso! ¡No te atrevas ni a pensarlo!


— Lo siento, Paula. Sé que es muy duro. Nosotros no podemos ni reaccionar. Estamos esperando un milagro.


— Voy para allá —dijo intentando asimilar semejante tragedia.


—¿Para qué? No puedes hacer nada.


— ¡Porque es mi hermana y quiero estar con ella! ¡No vas a conseguir convencerme de lo contrario, así que ni lo intentes!


— Llámame para decirme cuándo llegas e iré a buscarte —contestó él mucho más amable, haciendo que a ella se le saltaran las lágrimas.




AMARGA VERDAD: CAPITULO 38




Paula permaneció apoyada en la puerta un buen rato con el corazón latiéndole tan rápido que no sabía si iba a ser capaz de llegar a la silla más cercana sin sufrir un paro cardíaco.


Llevaba soñando con él día y noche desde que se había ido de su apartamento.


Cientos de veces había creído verlo en alguna calle atestada de gente de Vancouver, en la playa al atardecer, en un restaurante a la hora de comer. ¿Cuántas veces había creído reconocerlo al ver una espalda ancha, un perfil moreno o un hombre de zancada grande?


Los recuerdos habían comenzado a engañarla, también. El motel en el que habían pasado la primera noche se le antojaba un lugar mágico donde se había gestado su amor. Su olor, el tono aceituna de su piel que se volvía más oscuro después de que lo hubiera dado el sol, sentir sus muslos en la noche, su aliento en el pelo... ¡si hubiera sabido cómo iba a terminar todo aquello!


Era curioso porque, de vuelta del supermercado, lo último en lo que iba pensando había sido en él.El enterarse de que su antiguo socio había firmado una declaración en la que la exculpaba de cualquier culpa y que, por tanto, no iba a tener que testificar contra él, la había hecho sentirse casi feliz.


Entonces, se había encontrado con Pedro, de carne y hueso, y se le había disparado la esperanza. Pero había vuelto a equivocarse. El solo quería calmar su conciencia pidiéndole disculpas y, si había suerte, tal vez podría llevarse algo de sexo de regalo.


«¡Tu corazón!», le habían entrado ganas de gritar cuando le preguntó qué quería.


«¡Tu amor... de manera tan incondicional como yo te di el mío!».


La verdad era que nunca había habido nada de incondicional en lo que él había sentido por ella y era inútil hacerse falsas esperanzas. Incluso cuando había temblado en sus brazos, cuando había vertido su semilla en su interior y la había besado como si en ello le fuera la vida le había ocultado algo.


Le parecía deseable, pero no irresistible, mientras que ella lo había deseado todo de él. 


¡Para siempre!


¿Por qué tenía que ser tan guapo, tan persuasivo, tan sensual? ¿Y por qué estaba llorando por un hombre que no merecía sus lágrimas?


— Lo único que podía hacer era decirle que se fuera —se dijo mientras iba a la cocina a meter las patatas en el horno. Necesitaba buscar consuelo en la comida—. Date con un canto en los dientes, boba. Has tenido más suerte que cualquiera que haya perdido a sus padres. Has encontrado una nueva familia... un padre, una hermana y una madrastra maravillosa. No puedes pretender tenerlo todo.




sábado, 24 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 37




Paula lo miró, todavía sonrojada, pero con los ojos repentinamente vacíos. A pesar de todo lo que había ido mal entre ellos, había una cosa cierta: cada vez que habían hecho el amor, había sido perfecto. Podría haber intentado volver a compartir aquella magia, pero Pedro sabía que ya no era suficiente.


—Nada tan dramático y, desde luego, nada que no estés dispuesto a ofrecer por propia voluntad.


— ¡Paula, no me lo estás poniendo fácil!


—Engañar a alguien que confía en ti no es fácil, Pedro, así que si no te gusta a lo que te ha llevado el hacerlo, vete a llorar sobre el hombro de otra persona. Tu tiempo ha terminado.


Desconcertado, apartó la mirada.


— ¡Sé lo que quieres que te diga, pero sé razonable, por Dios! No me pidas que me lance a ciegas cuando es algo de lo que acabo de darme cuenta.


— ¿Por qué no? No te lo pensaste tanto para meterte a ciegas en mi cama mientras te asegurabas de que me merecía que me acogierais con los brazos abiertos en tu encantadora familia.


—¿No es suficiente que te diga que te he echado de menos cada segundo que has estado lejos de mí? ¿No te vale que te diga que, cuando te he visto hoy, lo único que quería era estrecharte entre mis brazos?


—No —le contestó abriéndole la puerta—. Tengo muchos amigos que estarían dispuestos a estrecharme entre sus brazos si lo que necesitara fuera un abrazo. Siento mucho que hayas venido hasta aquí para esto.


A pesar de la corpulencia de Pedro, lo echó de su casa con asombrosa rapidez.


— ¡Eh, que no he terminado! —exclamó él con el orgullo masculino herido de muerte.


— Sí, sí has terminado —contestó ella desde el otro lado de la puerta.


Pedro pensó en liarse a puñetazos con la puerta o en tirarla abajo a patadas, pero ya había cometido demasiados errores y tampoco era cuestión de que llamara a la policía y tuviera que pasar la noche en el calabozo. Había hecho lo que se había propuesto desde un principio.


En cuanto a lo que no había conseguido, el sentimiento que lo envolvía siempre que estaba lo suficientemente cerca de ella como para besarla, nunca había formado parte del plan original y un hombre de su experiencia no debía cambiar de estrategia a mitad de camino. No había llegado el día en el que Pedro Alfonso haría el idiota por amor.



AMARGA VERDAD: CAPITULO 36




No se había dado cuenta de que lo llevaba detrás. Cuando dejó las cosas en el suelo para abrir la puerta, Pedro le dio en el hombro. Él creía estar preparado para su posible reacción, desde que le cerrara la puerta en las narices hasta que lo tirara por las escaleras, pero el susto que le dio y la forma en la que la compra voló por los aires y se estrelló contra el suelo lo pillaron desprevenido.


—Eh, que soy yo —le dijo acariciándole el brazo.


—¿Tú? —dijo recogiendo el pan con los ojos llenos de miedo—. Peor. ¿Qué haces aquí espiando entre los arbustos como un pervertido?


—Te estaba esperando para hablar contigo. ¿Me vas a invitar a pasar o nos sentamos en las escaleras?


—Ni lo uno ni lo otro —contestó ella—, y deja de tocarme como si estuvieras calmando a un perro peligroso.


—Nervioso, quizá, pero no peligroso —contestó él con tristeza, incapaz de dejar de mirarla. La agitación le había sonrosado las mejillas y le había acelerado la respiración, lo que se traducía en un subir y bajar de su pecho bajo el vestido veraniego. Pedro tragó saliva y se agachó a recoger la bolsa, que contenía helado de melocotón, una bolsa de patatas congeladas, salsa de tomate y una caja de cacahuetes recubiertos de chocolate.


—Veo que sigues siendo la reina de la comida basura —le dijo dándole la bolsa.


—No creo que sea asunto tuyo, pero, sí. Parece que algunos somos lo que parecemos ser a primera vista.


No parecía que las cosas fueran a ir bien.


—Mira, Paula, no me debes nada...


— ¡Vaya, que magnánimo por tu parte!


— Si no quieres, no continuaré hablando, pero he recorrido un largo camino, y hablo solo de kilómetros, desde la última vez que hablamos. Así que, por favor, déjame explicarme —le pidió acercándose —. Por favor.


—No te atrevas a tocarme —le advirtió apartándole con la barra de pan como si fuera una espada—. ¡No quiero que me vuelvas a tocar nunca!


—Es una pena porque yo moriría por tocarte, pero no he venido solo por eso.


—¿Para qué has venido? Pedro miró a su alrededor.


— ¿De verdad tenemos que hablar de ello aquí? ¿No podríamos hablar en un sitio más privado, en un café o algo así?


—Tengo que meter la compra en la nevera —le dijo escrutándolo —. Vamos a subir y te voy a dar diez minutos para que te expliques. Luego, te vas.


Su casa era grande y tan elegante como ella.


—Qué bonita vista tienes —advirtió Pedro saliendo al balcón y mirando hacia el mar.


— Diez minutos, Pedro —le recordó, dejando las bolsas en la cocina—. Vete al grano.


— Bien —dijo girándose hacia ella—. He sido un imbécil. Sé que te he tratado mal, tendría que haber confiado en ti, tendría que haberlo hecho. Sé que estás furiosa conmigo y no te culpo. Quiero que sepas que lo siento.


—¿De verdad? ¿Y a qué se debe ese cambio? —le preguntó fríamente—. ¿Será porque ha salido mi verdadero pasado y te has dado cuenta de que no soy la reencarnación de Lizzie Borden?


—Bueno...


— No te molestes en negarlo, Pedro. Tú no eres el único que tiene contactos. Lo primero que hice al llegar a Vancouver fue llamar a mi abogada y contarle lo que habías hecho. Ella se puso al habla con tu contacto y le contó todo lo que él luego te contó a tí... a saber, que no soy peligrosa y que no tengo malas intenciones hacia ninguna de las personas por las que tú estás tan preocupado.


—Es verdad y te pido disculpas por haber dudado de ti.


—¿Y has venido para esto?


Pedro creía que iba a ser capaz de decirle que no había podido quitársela de la cabeza, decirle que... que... que lo que sentía por ella era...


Amor. 


Una sencilla palabra de cuatro letras que le resultaba terriblemente difícil de pronunciar. Se le atragantó en la garganta y no podía decirla. Solo fue capaz de repetirse, de dar rodeos y de no decir lo que ella quería oír.


— Sí. No me siento orgulloso de haberte juzgado como lo hice.


— Bueno, espero que Dios te perdone porque yo no puedo. No me interesa que me pidas perdón. No confiaste en mí cuando tenías que haberlo hecho, Pedro, y no necesito tu ayuda ahora.


— ¡Vaya! —exclamó frustrado—. Tú también tuviste algo de culpa en todo aquello. Apareces como la pobre huerfanita de luto y, de repente, resulta que vistes estupendamente y que tienes buenas joyas.


— Si eso te planteaba un problema, habérmelo dicho y te hubiera enseñado el testamento de mis padres para que vieras que estoy bastante bien servida económicamente. Aunque no hubiera heredado nada, nunca habría ido por el dinero de tu padre aprovechándome de su sentimiento de culpabilidad, como tú creías. ¡Pedro, métete el orgullo y la disculpa por donde te quepan! Mi nombre está limpio... y pretendo retomar mi vida y seguir adelante y para ello no necesito tu bendición, muchas gracias.


—Podrías habernos ahorrado todo este sufrimiento si hubieras ido con la verdad por delante desde el principio. ¿Por qué no me lo contaste? —le dijo dolido por su desprecio.


— ¡Porque no había hecho nada! Y no creo que te tenga que decir, precisamente a ti, que en este país una persona es inocente hasta que se demuestra lo contrario.


—No —dijo él apesadumbrado—. Supongo que lo que importa es eso y mis disculpas difícilmente conseguirán algo.


—Exactamente.


—¿Qué quieres, entonces, mi cabeza en una bandeja?




AMARGA VERDAD: CAPITULO 35




SABÍA la respuesta, pero, por si acaso no era capaz de llegar a ella por sí solo, el informe que le llegó cinco días más tarde ponía de manifiesto lo poco acertado de su juicio sobre Paula. 


Estaba claro: iba a tener que tragarse su orgullo.


En cuanto Natalia se hubo ido y él hubo atendido los casos más urgentes, les contó a su madre y a Hugo lo que iba a hacer.


—Me voy a BC la semana que viene. Podría llamar por teléfono, pero creo que le debo a Paula una disculpa en persona. Estaré en el Hotel Vancouver, si queréis algo.


— ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? —preguntó Cynthia.


—El que haga falta —contestó mirando a Hugo—. No tengo muchas esperanzas de que me perdone, pero espero que tú, con el tiempo, puedas hacerlo.


— Te he considerado mi hijo durante mucho tiempo y no pienso dejar de hacerlo por un error.


Aquello debería de haberlo consolado, pero al irse y dejarlos en la terraza, solo sentía vergüenza y preocupación. De repente, los vio mayores y solos.


No solía ser supersticioso, pero la aprensión lo acompañó durante todo el vuelo del día siguiente. Tenía la esperanza de que Paula quedara con él esa noche y que pudiera convencerla para que volviera con él a Stentonbridge y pasara lo que quedaba del verano con la familia.


No la había llamado para decirle que iba, había preferido presentarse allí por sorpresa. Cuando llegó estaba oscureciendo y en el horizonte se veía una delgada franja naranja.


Aparcó el coche y esperó hasta que alguien abriera la verja principal para poder entrar. Lo que no podía ni imaginarse era que iba a ser la propia Paula. Llegó a los cinco minutos con una bolsa del supermercado y una barra de pan.