sábado, 24 de agosto de 2019
AMARGA VERDAD: CAPITULO 36
No se había dado cuenta de que lo llevaba detrás. Cuando dejó las cosas en el suelo para abrir la puerta, Pedro le dio en el hombro. Él creía estar preparado para su posible reacción, desde que le cerrara la puerta en las narices hasta que lo tirara por las escaleras, pero el susto que le dio y la forma en la que la compra voló por los aires y se estrelló contra el suelo lo pillaron desprevenido.
—Eh, que soy yo —le dijo acariciándole el brazo.
—¿Tú? —dijo recogiendo el pan con los ojos llenos de miedo—. Peor. ¿Qué haces aquí espiando entre los arbustos como un pervertido?
—Te estaba esperando para hablar contigo. ¿Me vas a invitar a pasar o nos sentamos en las escaleras?
—Ni lo uno ni lo otro —contestó ella—, y deja de tocarme como si estuvieras calmando a un perro peligroso.
—Nervioso, quizá, pero no peligroso —contestó él con tristeza, incapaz de dejar de mirarla. La agitación le había sonrosado las mejillas y le había acelerado la respiración, lo que se traducía en un subir y bajar de su pecho bajo el vestido veraniego. Pedro tragó saliva y se agachó a recoger la bolsa, que contenía helado de melocotón, una bolsa de patatas congeladas, salsa de tomate y una caja de cacahuetes recubiertos de chocolate.
—Veo que sigues siendo la reina de la comida basura —le dijo dándole la bolsa.
—No creo que sea asunto tuyo, pero, sí. Parece que algunos somos lo que parecemos ser a primera vista.
No parecía que las cosas fueran a ir bien.
—Mira, Paula, no me debes nada...
— ¡Vaya, que magnánimo por tu parte!
— Si no quieres, no continuaré hablando, pero he recorrido un largo camino, y hablo solo de kilómetros, desde la última vez que hablamos. Así que, por favor, déjame explicarme —le pidió acercándose —. Por favor.
—No te atrevas a tocarme —le advirtió apartándole con la barra de pan como si fuera una espada—. ¡No quiero que me vuelvas a tocar nunca!
—Es una pena porque yo moriría por tocarte, pero no he venido solo por eso.
—¿Para qué has venido? Pedro miró a su alrededor.
— ¿De verdad tenemos que hablar de ello aquí? ¿No podríamos hablar en un sitio más privado, en un café o algo así?
—Tengo que meter la compra en la nevera —le dijo escrutándolo —. Vamos a subir y te voy a dar diez minutos para que te expliques. Luego, te vas.
Su casa era grande y tan elegante como ella.
—Qué bonita vista tienes —advirtió Pedro saliendo al balcón y mirando hacia el mar.
— Diez minutos, Pedro —le recordó, dejando las bolsas en la cocina—. Vete al grano.
— Bien —dijo girándose hacia ella—. He sido un imbécil. Sé que te he tratado mal, tendría que haber confiado en ti, tendría que haberlo hecho. Sé que estás furiosa conmigo y no te culpo. Quiero que sepas que lo siento.
—¿De verdad? ¿Y a qué se debe ese cambio? —le preguntó fríamente—. ¿Será porque ha salido mi verdadero pasado y te has dado cuenta de que no soy la reencarnación de Lizzie Borden?
—Bueno...
— No te molestes en negarlo, Pedro. Tú no eres el único que tiene contactos. Lo primero que hice al llegar a Vancouver fue llamar a mi abogada y contarle lo que habías hecho. Ella se puso al habla con tu contacto y le contó todo lo que él luego te contó a tí... a saber, que no soy peligrosa y que no tengo malas intenciones hacia ninguna de las personas por las que tú estás tan preocupado.
—Es verdad y te pido disculpas por haber dudado de ti.
—¿Y has venido para esto?
Pedro creía que iba a ser capaz de decirle que no había podido quitársela de la cabeza, decirle que... que... que lo que sentía por ella era...
Amor.
Una sencilla palabra de cuatro letras que le resultaba terriblemente difícil de pronunciar. Se le atragantó en la garganta y no podía decirla. Solo fue capaz de repetirse, de dar rodeos y de no decir lo que ella quería oír.
— Sí. No me siento orgulloso de haberte juzgado como lo hice.
— Bueno, espero que Dios te perdone porque yo no puedo. No me interesa que me pidas perdón. No confiaste en mí cuando tenías que haberlo hecho, Pedro, y no necesito tu ayuda ahora.
— ¡Vaya! —exclamó frustrado—. Tú también tuviste algo de culpa en todo aquello. Apareces como la pobre huerfanita de luto y, de repente, resulta que vistes estupendamente y que tienes buenas joyas.
— Si eso te planteaba un problema, habérmelo dicho y te hubiera enseñado el testamento de mis padres para que vieras que estoy bastante bien servida económicamente. Aunque no hubiera heredado nada, nunca habría ido por el dinero de tu padre aprovechándome de su sentimiento de culpabilidad, como tú creías. ¡Pedro, métete el orgullo y la disculpa por donde te quepan! Mi nombre está limpio... y pretendo retomar mi vida y seguir adelante y para ello no necesito tu bendición, muchas gracias.
—Podrías habernos ahorrado todo este sufrimiento si hubieras ido con la verdad por delante desde el principio. ¿Por qué no me lo contaste? —le dijo dolido por su desprecio.
— ¡Porque no había hecho nada! Y no creo que te tenga que decir, precisamente a ti, que en este país una persona es inocente hasta que se demuestra lo contrario.
—No —dijo él apesadumbrado—. Supongo que lo que importa es eso y mis disculpas difícilmente conseguirán algo.
—Exactamente.
—¿Qué quieres, entonces, mi cabeza en una bandeja?
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario