sábado, 24 de agosto de 2019
AMARGA VERDAD: CAPITULO 37
Paula lo miró, todavía sonrojada, pero con los ojos repentinamente vacíos. A pesar de todo lo que había ido mal entre ellos, había una cosa cierta: cada vez que habían hecho el amor, había sido perfecto. Podría haber intentado volver a compartir aquella magia, pero Pedro sabía que ya no era suficiente.
—Nada tan dramático y, desde luego, nada que no estés dispuesto a ofrecer por propia voluntad.
— ¡Paula, no me lo estás poniendo fácil!
—Engañar a alguien que confía en ti no es fácil, Pedro, así que si no te gusta a lo que te ha llevado el hacerlo, vete a llorar sobre el hombro de otra persona. Tu tiempo ha terminado.
Desconcertado, apartó la mirada.
— ¡Sé lo que quieres que te diga, pero sé razonable, por Dios! No me pidas que me lance a ciegas cuando es algo de lo que acabo de darme cuenta.
— ¿Por qué no? No te lo pensaste tanto para meterte a ciegas en mi cama mientras te asegurabas de que me merecía que me acogierais con los brazos abiertos en tu encantadora familia.
—¿No es suficiente que te diga que te he echado de menos cada segundo que has estado lejos de mí? ¿No te vale que te diga que, cuando te he visto hoy, lo único que quería era estrecharte entre mis brazos?
—No —le contestó abriéndole la puerta—. Tengo muchos amigos que estarían dispuestos a estrecharme entre sus brazos si lo que necesitara fuera un abrazo. Siento mucho que hayas venido hasta aquí para esto.
A pesar de la corpulencia de Pedro, lo echó de su casa con asombrosa rapidez.
— ¡Eh, que no he terminado! —exclamó él con el orgullo masculino herido de muerte.
— Sí, sí has terminado —contestó ella desde el otro lado de la puerta.
Pedro pensó en liarse a puñetazos con la puerta o en tirarla abajo a patadas, pero ya había cometido demasiados errores y tampoco era cuestión de que llamara a la policía y tuviera que pasar la noche en el calabozo. Había hecho lo que se había propuesto desde un principio.
En cuanto a lo que no había conseguido, el sentimiento que lo envolvía siempre que estaba lo suficientemente cerca de ella como para besarla, nunca había formado parte del plan original y un hombre de su experiencia no debía cambiar de estrategia a mitad de camino. No había llegado el día en el que Pedro Alfonso haría el idiota por amor.
AMARGA VERDAD: CAPITULO 36
No se había dado cuenta de que lo llevaba detrás. Cuando dejó las cosas en el suelo para abrir la puerta, Pedro le dio en el hombro. Él creía estar preparado para su posible reacción, desde que le cerrara la puerta en las narices hasta que lo tirara por las escaleras, pero el susto que le dio y la forma en la que la compra voló por los aires y se estrelló contra el suelo lo pillaron desprevenido.
—Eh, que soy yo —le dijo acariciándole el brazo.
—¿Tú? —dijo recogiendo el pan con los ojos llenos de miedo—. Peor. ¿Qué haces aquí espiando entre los arbustos como un pervertido?
—Te estaba esperando para hablar contigo. ¿Me vas a invitar a pasar o nos sentamos en las escaleras?
—Ni lo uno ni lo otro —contestó ella—, y deja de tocarme como si estuvieras calmando a un perro peligroso.
—Nervioso, quizá, pero no peligroso —contestó él con tristeza, incapaz de dejar de mirarla. La agitación le había sonrosado las mejillas y le había acelerado la respiración, lo que se traducía en un subir y bajar de su pecho bajo el vestido veraniego. Pedro tragó saliva y se agachó a recoger la bolsa, que contenía helado de melocotón, una bolsa de patatas congeladas, salsa de tomate y una caja de cacahuetes recubiertos de chocolate.
—Veo que sigues siendo la reina de la comida basura —le dijo dándole la bolsa.
—No creo que sea asunto tuyo, pero, sí. Parece que algunos somos lo que parecemos ser a primera vista.
No parecía que las cosas fueran a ir bien.
—Mira, Paula, no me debes nada...
— ¡Vaya, que magnánimo por tu parte!
— Si no quieres, no continuaré hablando, pero he recorrido un largo camino, y hablo solo de kilómetros, desde la última vez que hablamos. Así que, por favor, déjame explicarme —le pidió acercándose —. Por favor.
—No te atrevas a tocarme —le advirtió apartándole con la barra de pan como si fuera una espada—. ¡No quiero que me vuelvas a tocar nunca!
—Es una pena porque yo moriría por tocarte, pero no he venido solo por eso.
—¿Para qué has venido? Pedro miró a su alrededor.
— ¿De verdad tenemos que hablar de ello aquí? ¿No podríamos hablar en un sitio más privado, en un café o algo así?
—Tengo que meter la compra en la nevera —le dijo escrutándolo —. Vamos a subir y te voy a dar diez minutos para que te expliques. Luego, te vas.
Su casa era grande y tan elegante como ella.
—Qué bonita vista tienes —advirtió Pedro saliendo al balcón y mirando hacia el mar.
— Diez minutos, Pedro —le recordó, dejando las bolsas en la cocina—. Vete al grano.
— Bien —dijo girándose hacia ella—. He sido un imbécil. Sé que te he tratado mal, tendría que haber confiado en ti, tendría que haberlo hecho. Sé que estás furiosa conmigo y no te culpo. Quiero que sepas que lo siento.
—¿De verdad? ¿Y a qué se debe ese cambio? —le preguntó fríamente—. ¿Será porque ha salido mi verdadero pasado y te has dado cuenta de que no soy la reencarnación de Lizzie Borden?
—Bueno...
— No te molestes en negarlo, Pedro. Tú no eres el único que tiene contactos. Lo primero que hice al llegar a Vancouver fue llamar a mi abogada y contarle lo que habías hecho. Ella se puso al habla con tu contacto y le contó todo lo que él luego te contó a tí... a saber, que no soy peligrosa y que no tengo malas intenciones hacia ninguna de las personas por las que tú estás tan preocupado.
—Es verdad y te pido disculpas por haber dudado de ti.
—¿Y has venido para esto?
Pedro creía que iba a ser capaz de decirle que no había podido quitársela de la cabeza, decirle que... que... que lo que sentía por ella era...
Amor.
Una sencilla palabra de cuatro letras que le resultaba terriblemente difícil de pronunciar. Se le atragantó en la garganta y no podía decirla. Solo fue capaz de repetirse, de dar rodeos y de no decir lo que ella quería oír.
— Sí. No me siento orgulloso de haberte juzgado como lo hice.
— Bueno, espero que Dios te perdone porque yo no puedo. No me interesa que me pidas perdón. No confiaste en mí cuando tenías que haberlo hecho, Pedro, y no necesito tu ayuda ahora.
— ¡Vaya! —exclamó frustrado—. Tú también tuviste algo de culpa en todo aquello. Apareces como la pobre huerfanita de luto y, de repente, resulta que vistes estupendamente y que tienes buenas joyas.
— Si eso te planteaba un problema, habérmelo dicho y te hubiera enseñado el testamento de mis padres para que vieras que estoy bastante bien servida económicamente. Aunque no hubiera heredado nada, nunca habría ido por el dinero de tu padre aprovechándome de su sentimiento de culpabilidad, como tú creías. ¡Pedro, métete el orgullo y la disculpa por donde te quepan! Mi nombre está limpio... y pretendo retomar mi vida y seguir adelante y para ello no necesito tu bendición, muchas gracias.
—Podrías habernos ahorrado todo este sufrimiento si hubieras ido con la verdad por delante desde el principio. ¿Por qué no me lo contaste? —le dijo dolido por su desprecio.
— ¡Porque no había hecho nada! Y no creo que te tenga que decir, precisamente a ti, que en este país una persona es inocente hasta que se demuestra lo contrario.
—No —dijo él apesadumbrado—. Supongo que lo que importa es eso y mis disculpas difícilmente conseguirán algo.
—Exactamente.
—¿Qué quieres, entonces, mi cabeza en una bandeja?
AMARGA VERDAD: CAPITULO 35
SABÍA la respuesta, pero, por si acaso no era capaz de llegar a ella por sí solo, el informe que le llegó cinco días más tarde ponía de manifiesto lo poco acertado de su juicio sobre Paula.
Estaba claro: iba a tener que tragarse su orgullo.
En cuanto Natalia se hubo ido y él hubo atendido los casos más urgentes, les contó a su madre y a Hugo lo que iba a hacer.
—Me voy a BC la semana que viene. Podría llamar por teléfono, pero creo que le debo a Paula una disculpa en persona. Estaré en el Hotel Vancouver, si queréis algo.
— ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? —preguntó Cynthia.
—El que haga falta —contestó mirando a Hugo—. No tengo muchas esperanzas de que me perdone, pero espero que tú, con el tiempo, puedas hacerlo.
— Te he considerado mi hijo durante mucho tiempo y no pienso dejar de hacerlo por un error.
Aquello debería de haberlo consolado, pero al irse y dejarlos en la terraza, solo sentía vergüenza y preocupación. De repente, los vio mayores y solos.
No solía ser supersticioso, pero la aprensión lo acompañó durante todo el vuelo del día siguiente. Tenía la esperanza de que Paula quedara con él esa noche y que pudiera convencerla para que volviera con él a Stentonbridge y pasara lo que quedaba del verano con la familia.
No la había llamado para decirle que iba, había preferido presentarse allí por sorpresa. Cuando llegó estaba oscureciendo y en el horizonte se veía una delgada franja naranja.
Aparcó el coche y esperó hasta que alguien abriera la verja principal para poder entrar. Lo que no podía ni imaginarse era que iba a ser la propia Paula. Llegó a los cinco minutos con una bolsa del supermercado y una barra de pan.
AMARGA VERDAD: CAPITULO 34
Hugo apareció en la empresa a la tarde siguiente. Hacía meses que no iba por allí.
Al entrar en el despacho de Pedro, cerró la puerta con precisión, dejando de manifiesto que estaba enfadado.
—Paula se ha ido esta mañana —lo informó sin preámbulos — , y no hace falta ser un genio para saber por qué. Se lo has dicho, ¿verdad? A pesar de que te había dicho que no lo hicieras, le has contado la verdad sobre su madre.
Pedro le tenía demasiado respeto y afecto como para mentirle.
— Sí, pero eso fue hace tiempo. No se ha ido por eso, pero sí, ha sido por mi culpa —contestó mirándolo a los ojos—. Encargué una investigación sobre ella, en contra de tus deseos, y Paula se enteró
Hugo se desmadejó en la butaca sintiendo, de repente, el peso de sus setenta años.
—¿Por qué, Pedro? ¿Qué te da derecho a invadir su intimidad así?
Se había hecho aquella misma pregunta mil veces desde que Paula se había ido de su apartamento la noche anterior,
— No lo sé —contestó —. Al principio, lo hice para protegerte. No quería que te hiciera daño. Tú estabas dispuesto a aceptarla sin reservas y quería asegurarme de que no fuera una caradura que se aprovechara de ti. Solo quería comprobar que era quien decía ser, pero se me fue de las manos... —suspiró—. Lo que descubrí no fue nada bueno y creí que tenía que seguir adelante. Si te sirve de consuelo, Hugo, tenía la esperanza de que mi investigador me dijera algo positivo.
— ¡Maldita sea, Pedro! —exclamó Hugo furibundo. Era un hombre de buen carácter y nunca se solía enfadar, pero, cuando lo hacía, el suelo temblaba bajo sus pies. Las ocasiones en las que Pedro lo había visto así se contaban con los dedos de una mano—. He sido abogado durante mucho tiempo y creo que soy bastante bueno juzgando a la gente. No necesito que nadie me dé pruebas de que Paula es una buena persona. En cuanto a ti, estoy muy defraudado.
Pedro se levantó y se paseó por el despacho.
— Yo, también. La última vez que hablé con ella, le dije que no confiaba en ella, pero, en realidad, no confío en mí mismo cuando la tengo cerca. Se me nubla la razón, Hugo. Hace que se me rompan los esquemas. Me jacto de ser un hombre responsable de sus actos, pero, con ella rompo todas las normas que normalmente rigen mi conducta.
— ¿Me estás diciendo que te has enamorado de Paula? —preguntó Hugo girando la butaca y mirándolo de forma penetrante.
¡Si solo hubiera sido eso! Pero no, tenía que empeorar las cosas y acostarse con ella.
¡Se había acostado con la hija de su padrastro!
¿Cómo podía ser tan imbécil que, incluso en aquellos momentos, recordarla desnuda bajo su cuerpo le hacía perder la cabeza y recordar su olor y su aliento con asombrosa claridad?
—Creo que toda posibilidad de algo así se esfumó anoche —contestó eligiendo bien sus palabras porque, por primera vez, no podía contarle la verdad a aquel hombre que lo había guiado siempre.
—Muy bien —dijo Hugo levantándose —. Y yo que quería que este verano perfecto durara para siempre, me encuentro con que mis dos hijas se van antes de tiempo.
—¿Cómo?
— Sí, Natalia se va a La India la semana que viene.
—No puedo creer que la hayas dejado ir, Hugo.
No me parece una buena idea.
—Perdona, Pedro, pero no comparto tu opinión. Ya has interferido en mi relación con Paula y no pienso dejar que hagas lo mismo con Natalia. Tanto tu madre como yo creemos que es una buena oportunidad que no se le volverá a presentar y que debe aprovecharla.
El silencio que se hizo a continuación estaba cargado de reproche. «La he fastidiado, pero bien, además», pensó Pedro.
La cuestión era qué podía hacer para redimirse a sí mismo, no solo a los ojos de Hugo, sino a los suyos propios.
AMARGA VERDAD: CAPITULO 33
Se dirigió a las escaleras, con tantas ganas de marcharse como había tenido de ir allí antes.
Cualquier rastro de dulzura que la noche prometiera se había desvanecido. Ella creía que, por fin, Pedro la había aceptado en la familia, pero comprendió que la seguía viendo como a una intrusa.
— Al menos, lo he dicho abiertamente, no he ido por detrás, no te he engañado.
—Por esta vez.
—¿Qué has querido decir? —le preguntó furibunda.
— ¡Venga, Paula, deja de hacerte la inocente! Resulta ridículo, teniendo en cuenta que has estado engañándonos desde que llegaste. Me extraña, a juzgar por el lío que tienes montado en Vancouver, que sepas aconsejar bien a la gente.
—¿Qué sabes sobre mi vida en Vancouver? —le preguntó sintiendo que la invadía el frío.
— Más de lo que me interesa —le espetó—. Sé desde hace días que te han cerrado la tienda de flores y que eres sospechosa de fraude y me acabo de enterar de que tu socio tiene relaciones con el crimen organizado, ¡Qué bonitas compañías te buscas, Paula! ¡Seguro que a Hugo y a mi madre les encantaría invitarlos a su casa y presentárselos a sus amigos! ¿Cuándo pensabas compartir semejante secreto con el resto de la familia que, según tú, te importa tanto?
Paula se quedó sin palabras y se apoyó en el respaldo del sofá.
— ¡Si hubiera podido, nunca! No estoy precisamente orgullosa de haber sido tan estúpida y crédula.
— ¡Pero no lo suficientemente avergonzada como para no acercarte a nosotros!
—No he dicho que esté avergonzada. ¡No lo estoy! No sé de dónde has sacado esos datos, pero...
— Soy abogado, por si te has olvidado. Sé cómo sacar los trapos sucios de la gente. Solo me hizo falta hacer una llamada.
—¿Contrataste a un detective privado para que me espiara? —murmuró sintiendo que el convencimiento de que había encontrado a su alma gemela se enfriaba y moría.
—Eso es demasiado de película, pero es más o menos así, sí. Hice que te investigaran.
— ¿Cuándo?
— A los pocos días de que llegaras — contestó agarrando un documento de la mesa—. Esta misma tarde me ha llegado el último informe. Léelo.
— ¡No me interesa! —exclamó ella apartándolo de un manotazo, furiosa y herida.
¡Había confiado en aquel hombre con todo su corazón! ¡Cómo dolía saber que, todo aquel tiempo, había estado pensando en otra cosa...!
Se sintió como si le hubieran dado un bofetón.
Sintió como si estuviera magullada y hecha jirones por dentro.
—¿Sabes para qué he venido esta noche? —le preguntó con la voz quebrada—. Para decirte que te quería. Porque creía que tú me ibas a decir lo mismo.
—Confieso que se me pasó por la cabeza. Supongo que eso demuestra lo bobo que se puede llegar a ser.
— ¡Confiaba en ti!
—Me gustaría poder decir lo mismo.
— Si me hubieras preguntado en lugar de...
— Todos los días esperaba que me lo contaras, que tuvieras la decencia de decirme que tenías problemas. Tenía la esperanza de que el siguiente informe que me mandaran te dejara libre de toda sospecha. Pero tú no dijiste nada y la investigación siguió adelante y cada vez salían más trapos sucios. Lo siento, Paula, pero lo que he averiguado no es como para confiar en ti.
—No me voy a molestar en intentar justificar mis acciones —contestó ella levantando la barbilla muy digna—. Ya me has juzgado y sentenciado culpable. Seguramente, mis alegatos de inocencia te harían reír.
—Las pruebas que hay contra tí son concluyentes. Tienes que entender que esté enfadado.
— ¡No hay pruebas contra mí! Si las hay son circunstanciales, algo que tú parece que has olvidado. Sin embargo, hay muchas contra ti.
—¿De verdad? —se burló completamente seguro de su superioridad, de su intachable moralidad. Era obvio que nunca se le hubiera pasado por la cabeza que alguien no lo considerara, sencillamente, perfecto—. ¿Cómo cuál?
—No eres el hombre que yo creía, Pedro Alfonso, y me alegro de que me hayas revelado cómo eres de verdad. Así no seguiré haciendo el idiota más de lo que ya lo he hecho. Has querido desacreditarme desde el momento en el que me conociste. En cuanto a tu indignación porque no te hubiera dicho nada, ¡tú eres mucho mejor en eso del engaño!
— Eh —dijo Pedro levantando las manos como si él fuera la persona más razonable del planeta y ella solo una mujer con el síndrome premenstrual—, si me he perdido algo, cuéntamelo. Defiéndete. Estoy dispuesto a escucharte. Siempre lo he estado.
— ¿Para qué me voy a molestar? Ya tienes suficiente información como para condenarme. Me puedo quedar aquí todo el tiempo que quiera porque no tengo que volver a trabajar a Vancouver ya que la policía me ha cerrado el negocio. ¿Por qué? Porque era una tapadera de la mafia y, por supuesto, yo soy una mañosa. ¿Y para que he venido? Porque papá es rico y guapo y, como se siente de lo más culpable por haberme abandonado de pequeña, me será muy fácil sacarle dinero para salir del lío en el que estoy metida porque, al fin y al cabo, soy una ladrona con experiencia —dijo tomando aire — . Dios mío, Pedro, ¿qué más pruebas necesitas?
—Espera un momento —dijo él acercándose—. Hay que no...
— ¡No! Ya he tenido suficiente. ¡Más que suficiente! ¿Quieres que salga de tu vida? ¡Muy bien, pues lo has conseguido! No vas a volver a tener que respirar el mismo aire que yo. En lo que a mí respecta, Pedro Alfonso, eres historia, ya te he olvidado. Pero no pienso romper la relación ni con Hugo ni con Natalia. Son lo único que me queda y no pienso darme por vencida. Antes muerta que dejar que me los quites también a ellos.
Al ver que Pedro iba a contestar, Paula se levantó y bajó por las estrechas y empinadas escaleras a toda velocidad. No le importaba romperse el cuello, pero tenía muy claro que no le iba a dar el gusto de decir la última palabra.
—Mañana —se prometió a sí misma mientras corría por la pradera hacia la casa principal—, tomaré el primer vuelo que haya aunque tenga que alquilar un avión privado. ¡Voy a reunir todas las pruebas necesarias para demostrarle que se ha equivocado! ¡Lo voy a dejar en ridículo, voy a acabar con él!
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