—Date prisa, Rodrigo. No tengo todo el día.
—No me gusta estar aquí. Quiero irme a casa. Rodrigo quiere irse a casa.
—Qué pena, Rodrigo, porque no te vas ir a casa. Dicen que la casa está donde el corazón de uno. Tu corazón se va a desangrar aquí mismo, así que esta será tu casa. Es como si ya estuvieras en ella.
Mariano empujó a Rodrigo por el sendero que llevaba a una antigua cabaña que había alquilado años atrás, para atender a un toxicómano que había tratado en el hospital, nada más llegar a Shreveport. Era pequeña pero estaba lejos de la carretera, escondida detrás de una densa muralla de pinos. No se veía ni desde el lago ni desde la carretera, de modo que servía perfectamente a sus propósitos. Era el lugar de encuentro de su club de fotografía. Y al club solamente se accedía por rigurosa invitación personal.
—Llama a Paula, Mariano. Llama a Paula.
—¿Y ahora para qué quieres llamar a esa fulana? Además, ella no tiene tiempo para ti. Ni para mí tampoco. Está muy ocupada abriéndose de piernas para su amante policía. Pero no te preocupes. La encontraré y te la traeré.
—Oh-oh, oh-oh, oh-oh. Un bicho. Bichos negros. Pequeños bichos negros —Rodrigo sacudió la cabeza, intentando esquivar los mosquitos que revoloteaban en torno a su rostro.
Mariano se estaba impacientando con Rodrigo. Afortunadamente, disponía de inyecciones de barbitúricos para sedarlo. Le inyectaría la cantidad exacta. No lo suficiente como para matarlo, pero sí para dejarlo inconsciente hasta que él volviera con Paula. Los mataría en familia.
Todo estaba saliendo mucho mejor de lo que había esperado. Le enseñaría a Paula a comportarse. Le clavaría sus punzantes instrumentos, lentamente al principio, como un amante, disfrutando mientras se retorcía de dolor... Su hermosa y perfecta esposa.
Cuando acabara con ellos, lo tendría todo. Su posición en el hospital. Su elegante condición social de doliente viudo de la hija del senador. Y en una casa levantada por el gran Gerardo Dalton.
Esa sería la venganza más dulce de todas. El mejor premio para el hombre que había seducido a Tamy y se la había arrebatado hacía ya tanto tiempo...
****
Paula se movía como una zombi, arrastrando los pies por la alfombra. Pedro le había prometido que encontrarían a Rodrigo, y ella no dudaba de sus buenas intenciones, pero su hermano no había llamado. Mala señal.
Había intentado localizar a Mariano en su despacho. Su secretaria le había dicho que se había tomado la tarde libre y que el doctor Bruning estaba recibiendo sus llamadas. Luego, lo había telefoneado al móvil, pero no contestaba. No contestaba porque estaba demasiado ocupado secuestrando a su hermano.
Rodrigo, tan inocente, tan indefenso... No comprendería lo que estaba sucediendo, no sabría que Mariano podría... ¿podría qué? No, no podía seguir aquel rumbo de pensamientos, no podía pensar en lo peor. Tenía que aferrarse a la esperanza de que hubiera al menos una pizca de decencia y de ética en el alma de Mariano, y de que, a pesar de todo, no se atreviera a hacerle daño a su hermano.
Miró el reloj de la repisa de la chimenea. El tiempo se estaba escapando, y el teléfono seguía sin sonar. No podía soportar la espera.
Tenía que ocuparse en algo, si no quería volverse loca. Obligándose a moverse, fue al cuarto de lavado y se dedicó a separar la ropa sucia, la de color de la blanca, para meterla en la lavadora. Era una tarea mecánica, para la que no tenía que pensar. Mejor era eso que quedarse en el salón, paseando nerviosa de un lado a otro.
Recogió unos pantalones grises de Mariano. Se los había puesto el último fin de semana, en una de sus escapadas. En un bolsillo encontró algunas monedas... y una llave. Una pequeña llave de cobre, como de una maleta o de un cajón de escritorio. O de un compartimiento secreto.
Un torrente de adrenalina comenzó a circular por sus venas, acelerándole el pulso. Corrió a la cocina y tomó la llave del apartamento del garaje, que se hallaba colgada de un gancho en la puerta trasera. Salió al exterior y subió la escalera de hierro a toda velocidad. Nada más entrar, se dirigió directamente al cuarto de revelado. Ya lo había revisado antes; estaba lleno de todo tipo de cosas, ya que Mariano lo utilizaba como almacén. Podía habérsele despistado algo. Durante una media hora estuvo abriendo armarios, cajas y cajones febrilmente, como una posesa. No encontró nada.
Y seguía sin recibir llamada alguna de Pedro, para informarla del progreso de las investigaciones. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se obligaba a contenerlas. No quería llorar. Aun así, la desesperación hacía mella en ella. Finalmente se dejó caer en el suelo, delante de un armario empotrado en la pared, golpeando la alfombra gris con los puños.
El suelo vibró. Al principio tuvo la sensación de que se movía la habitación entera, pero solo era la tabla que había golpeado. Como si estuviera suelta. ¿Un compartimiento secreto en el suelo?
No podía ser. Había visto demasiadas películas.
Pero sí que era posible. Después de todo, Mariano había supervisado las obras de reforma de aquellos cuartos. Retiró la alfombra.
Desencajar la tabla no fue tarea fácil. Luego, deslizó una mano en el oscuro agujero, palpando con los dedos hasta que encontró una caja metálica. La sacó y se dedicó a examinarla, sin levantarse del suelo. Era cuadrada y aplanada, como diseñada para guardar documentos o fotos. Tal vez fuera eso lo que contuviera. Fotos ampliadas. Más desnudos.
Probó a insertar la llave de cobre en la cerradura. Se abrió fácilmente. Había tenido razón. Asaltada por una sensación de asco, como si se estuviera manchando o contaminando con el sórdido mundo de Mariano, examinó la primera de las ampliaciones. La mujer de la foto estaba posando, con una mano detrás de la cabeza y la otra sobre su sexo. No.
¡No!
Aquello no podía ser real. Pero lo era.
Reconoció a la mujer de la foto como la misma que había visto en los recortes de prensa: una de las víctimas del asesino en serie. Y sin embargo, había una enorme diferencia. Cuando la foto del periódico había sido tomada, la mujer todavía estaba viva, y vestida. En aquella, en cambio, estaba desnuda... y muerta.
Reprimiendo una náusea, se obligó a examinar las otras fotos. Eran de varios tamaños. En todas ellas, las mujeres posaban provocativamente para la cámara. Muertas.
Pedro había tenido razón durante todo el tiempo. Mariano era el asesino… y aquellos eran sus fetiches de recuerdo.
De repente oyó un ruido procedente de la puerta exterior. Empezó a chirriar. Alguien la estaba abriendo lentamente. Mariano. Su marido acababa de llegar. Y sabría que ella lo había descubierto. El miedo la ahogaba, robándole el aliento, aturdiéndola. Así era como debían de haberse sentido sus víctimas. Atrapadas.
Condenadas. Destinadas a morir a sangre fría en las manos de un asesino.
Y ahora le había llegado el turno a ella.
Eran más de las dos de la tarde cuando Pedro dejó a Paula en la puerta de su casa para que recogiera unas cuantas cosas. Mientras tanto, iría a la comisaría para hablar con su supervisor y asegurarse de que Mariano fuera vigilado constantemente. Le prometió que estaría de vuelta a las cinco, una hora antes de que volviera su marido. Paula todavía tenía su coche en el garaje de Matilda, de modo que lo recogerían de camino al apartamento de Pedro.
No necesitaba gran cosa que llevarse. Unos vaqueros, camisas, mudas de ropa interior, pijamas. Ya había hecho una lista mental mientras se dirigía a su dormitorio. Acababa de abrir la maleta cuando sonó el teléfono. El corazón se le subió a la garganta. Mariano. De alguna forma se las había arreglado para saber lo que estaba haciendo.
Pero el localizador de llamadas indicaba que procedía del hogar de Rodrigo. Descolgó el teléfono. Estaba ansiosa por escuchar la voz de su hermano...
Pero no fue Rodrigo quien respondió a su saludo.
—¿Está la señora Chaves?
—Soy yo.
—Hola, Paula. Soy Tilda. Lo siento, pero tengo malas noticias.
—¿Rodrigo está enfermo?
—No. No te preocupes, estoy convencida de que se encuentra bien. Es solo que... bueno, ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —se dejó caer en el borde de la cama. Las piernas le temblaban demasiado para que pudieran sostenerla.
—Estaba jugando al baloncesto en la pista, después de comer. Cuando salí para intentar convencerlo de que terminara sus tareas, no estaba. Estoy segura de que se ha marchado solo, sin pensar. No irá muy lejos.
—Él nunca hace eso.
—Lo sé, pero esta vez lo ha hecho. Ya hemos llamado a la policía. Por favor, intenta no preocuparte. Te llamaremos tan pronto como sepamos algo.
Tan pronto como supieran algo. Solo que no sabrían nada. Mariano estaba detrás de aquello.
Su marido. Un mentiroso y un impostor. Un manipulador que había secuestrado a un joven autista para vengarse de ella. Le entraron ganas de gritar, de llorar, de agarrar sus cosas y tirarlas contra la pared... Pero, en lugar de eso, telefoneó a Pedro para avisarlo de que no hacía falta que fuera a buscarla. Tendría que quedarse en casa por si Rodrigo llamaba. Él sabía localizarla allí.
Mariano tenía el control de la situación. Siempre lo había tenido. Desde el primer día que la vio, había puesto su plan a funcionar. Quizá incluso desde antes de conocerla. Aun así, seguía sin saber por qué la había necesitado o deseado en su vida. De lo que estaba segura era de que había tenido sus razones. Y de que no habían tenido nada que ver con el amor.
El letrero indicaba la entrada a un parque forestal en la siguiente curva. Pedro decidió que aquel era un tema demasiado importante para discutirlo mientras conducía, de modo que tomó el desvío mientras se esforzaba por ordenar sus pensamientos.
Habría preferido enfrentarse a un peligroso asesino antes que hablar de relaciones con una mujer, sobre todo con Paula. Porque no solo no tenía ni la más remota idea de lo que le había pasado con ella cuando tenía veintiún años, sino que tampoco comprendía gran cosa de sus sentimientos actuales.
Lo único que sabía era que algo extraño le sucedía cuando Paula estaba cerca. Respirar, hablar… todo aquello que solía hacer sin pensar, de manera automática, empezaba a costarle esfuerzo siempre que ella aparecía. Impulsos sexuales que de ordinario estaban dormidos se despertaban en el preciso instante en que aspiraba su perfume.
—Lo único que tienes que hacer es contarme la verdad, Pedro.
La verdad. Aquella palabra tenía una resonancia enorme para él. Como si hubiera un hecho concreto, definitivo, estremecedor, que pudiera definir la vida de un hombre… y sus errores. Lo más cercano que conocía de la verdad añadiría un nuevo sufrimiento a los que venía padeciendo Paula. Y lo peor era que no estaba del todo seguro de que pudiera llegar a soportarlo...
Encontró un lugar donde aparcar a la sombra de unos altos pinos. Apagó el motor y reclinó el asiento para relajarse y poder estirar un poco las piernas. Mentalmente, sin embargo, no podía estar menos relajado.
—Nunca se me ha dado bien hablar de mis sentimientos, Paula. Ni siquiera tengo vocabulario para ello, así que, diga lo que diga, sonará mal.
—No hay ni mal ni bien. Simplemente me gustaría saber qué es lo que te pareció tan terrible de la única noche que pasamos juntos.
—¿Terrible? ¿De dónde has sacado una idea semejante?
—No hiciste esfuerzo alguno por volver a verme. No me devolviste las llamadas.
—Tenía veintiún años y estaba jugando el papel de rebelde sin causa. En aquel entonces no solía tomar decisiones muy acertadas.
—Tomaste la decisión de llevarme a casa aquella noche, de pasar al apartamento, de hacer el amor conmigo. Debiste de tener una muy buena razón para huir como alma que lleva el diablo cuando todo hubo terminado.
—Si no lo hubiera hecho, no te habría costado nada hacerme cambiar de idea. Tú lo tenías todo. Yo, en cambio, era un don nadie.
—No era así como te veía yo.
—¿Y cómo me veías?
—Sexy. Excitante. Salvaje… inteligente también. Me sorprendió lo mucho que entendías de política.
—Eso es porque en casa no oía hablar de otra cosa —explicó con un tono de amargura que a él mismo lo sorprendió. No se lo había esperado. No después de tanto tiempo—. Mi madre era la secretaria ejecutiva de tu padre; por eso conseguí ese empleo en su equipo electoral, aquel verano. Si me contrataron fue solamente por hacerle un favor a ella.
—Eso yo nunca lo supe. Creía que entraste a trabajar allí porque estabas interesado en hacer carrera en política.
—Había suspendido el curso en la universidad. Quería quitarme de encima a mi madre, siempre pendiente de mí. Pagar las letras de mi Harley. Y divertirme y tener sexo, no necesariamente por ese orden.
—Para un tipo interesado simplemente en tener sexo, te resististe bastante.
—Créeme, Paula, si no volví a llamarte no fue porque no quisiera hacerlo. Me volviste loco desde el primer día que te vi.
—¿Entonces? ¿Acaso yo no era lo que deseabas?
—Claro que sí. Yo creía que eso era obvio. Pero los rebeldes sin futuro no se comprometen con las brillantes universitarias de buena familia.
—Así que hiciste el amor conmigo y luego volviste a la vida que llevabas antes.
—Que por aquel entonces consistía en dar vueltas por ahí con la Harley y beber con mis amigos.
—Recuerdo a mi padre comentando un día lo mucho que se enfadó tu madre contigo por tus suspensos en la universidad. Sé que lo dos estabais muy unidos. Pasabais mucho tiempo juntos después de que ella rompiera con tu padre, en otoño. Supongo que se trató de un...
—Paula se interrumpió a mitad de la frase, mirándolo fijamente—. ¡Claro! Mi padre tuvo una aventura con tu madre aquel verano, ¿no es eso? Por eso estabas tan empeñado en destrozarte a ti mismo... Estabas furioso con ella y con mi padre.
Pedro se tensó de inmediato, asombrado de que los sentimientos asociados con aquel verano aún pudieran afectarlo tanto.
—Hace mucho tiempo de eso, Paula. Es algo que pertenece al pasado, es mejor no removerlo.
—Sabía que existía algún tipo de vínculo entre ellos, pero en aquel entonces jamás se me pasó por la cabeza que pudieran tener una aventura...
—Siento que hayas tenido que descubrirlo ahora. Sé lo mucho que querías a tu padre.
—Mi padre nunca se caracterizó por respetar todas las reglas. Yo sabía que cometía indiscreciones, errores... Eso no significaba que no fuera un gran padre. Lo que lamento de verdad es que su comportamiento te afectara tanto... ¿Cuándo te enteraste tú?
—Durante las vacaciones navideñas del año anterior. Los sorprendí en el despacho de tu padre cuando estaban compartiendo algo más que un simple beso de amigos.
—No me extraña que suspendieras aquel semestre en la universidad. Luego, entraste a trabajar conmigo y yo me puse a flirtear como una loca, Oh, Dios... —se pasó las dos manos por el pelo, con expresión desesperada—. Eh, espera un momento... No hiciste el amor conmigo solo para vengarte de mi padre, ¿verdad, Pedro? Dime que no fue así. Dime que aquella noche significó para ti mucho más que eso...
La angustia de su tono lo conmovió profundamente. Volviéndose hacia ella, le puso una mano en el hombro.
—No quería hacer el amor contigo. No quería que me gustaras, no quería necesitarte. Pero no podía evitarlo. Te necesitaba tan desesperadamente que habría explotado si no hubiésemos hecho el amor aquella noche.
—Oh, Pedro, ¿por qué no me contaste lo que te pasaba? ¿Por qué no me lo explicaste todo? Habría podido comprender perfectamente tu furia por la aventura de tu madre, en vez de torturarme pensando que simplemente no querías verme... Estuve llorando durante una semana. A la pobre Janice le tocó consolarme. Por eso te odia tanto.
—Después de aquello, me odié a mí mismo durante mucho tiempo. De hecho, fue necesario un accidente con la moto para que saliera de aquel camino de autodestrucción. Solo al borde de la muerte pude apreciar verdaderamente la vida.
—Mi padre nunca me lo dijo.
—¿Por qué habría de haberlo hecho? Nunca supo lo nuestro, y por aquel entonces mi madre ya no trabajaba para él. Nunca llegué a saber lo que pasó entre ellos, pero ahora está felizmente casada. Y mi padre también. Contemplando las cosas en retrospectiva, su aventura con el senador fue más bien un síntoma que una causa. El divorcio habría llegado de cualquier manera. A largo plazo, lo que más me dolió fue lo feliz que fuiste sin mí.
—Yo nunca fui feliz sin ti, Pedro. Simplemente seguí adelante con mi vida. Tenía que hacerlo. Pero nunca volví a sentir la pasión que compartimos aquella noche. Jamás volví a sentir el corazón tan ligero como si estuviera flotando en las nubes. O rezar para que una noche durara para siempre...
—¿Hasta qué conociste a Mariano?
—Ni siquiera entonces. Amaba a Mariano cuando me casé con él, o al menos amaba al hombre que creía que era. Y si la relación hubiera funcionado, me habría quedado con él hasta el final, tal y como le prometí el día de la boda. Pero jamás fue como contigo.
Se lanzó a sus brazos. A Pedro le dolían todos aquellos años perdidos, pero era un dolor dulce, no como la punzada de miedo que sentía cada vez que pensaba que podía perderla de nuevo... en esa ocasión a manos de un loco criminal.
—Quizá todo tenía que suceder así, Pedro. Quizá estábamos destinados a ello.
—¿Y que tú te casaras con un pervertido mentiroso que probablemente sea también un asesino múltiple? ¡Menudo destino!
—Solo intento ser positiva.
—Escucha, lo que más deseo en el mundo es que estés a salvo. Cuando vuelva a la ciudad, pediré que vigilen a Mariano las veinticuatro horas del día. Si hace un movimiento en falso, lo atraparemos. Puedo enfrentarme con él, pero no con el miedo de perderte, o de que te pase algo. Quiero que me prometas que saldrás de esa casa.
—Es mi casa, Pedro, la casa de mi familia. Es Mariano quien debería marcharse.
—¿Se marcharía si tú se lo pidieras? —la expresión que vio en sus ojos le dio la respuesta—. Me lo imaginaba. Pero si no se va él, tendrás que irte tú.
—Supongo que podría quedarme con Janice, pero ella nunca lo comprendería. Creerá que me he vuelto loca. Puede que incluso le contase a Mariano mis miedos, creyendo obrar bien...
—Puedes quedarte en mi casa, Paula. Quiero que te quedes conmigo. Es el único lugar donde puedo estar seguro de que estás perfectamente protegida.
—Solo iría a tu casa como amiga, Pedro. De otra manera no podría...
—Como quieras.
Paula le acarició una mejilla con el dorso de la mano, un gesto de ternura que no pudo conmoverlo más.
—Entonces me parece que acabas de conseguir una compañera de piso. No roncarás, ¿verdad?
Estaba bromeando, intentando aligerar la tensión de la situación. Pedro suspiró aliviado hasta que comenzó a tener conciencia de la enorme tentación que tendría que soportar.
Sería un infierno tenerla allí, en su casa, y no poder hacer el amor con ella. Pero era un hombre, no un animal. Podría aguantarlo.
Paula miraba abstraída por la ventanilla del coche, pensando en los Chaves.
—¿Te arrepientes de haberme acompañado? —le preguntó Pedro, rompiendo el silencio.
—Un poco. No entiendo cómo puedes tratar diariamente con el crimen, con la muerte... caso tras caso.
—No es tan malo. Me gusta mi trabajo. No las muertes, claro, sino resolver el rompecabezas y creer que puedo ayudar a la gente.
—Yo jamás me acostumbraría a esto. Es demasiado duro para mí. Si resulta que Mariano es un asesino múltiple, sus padres se derrumbarán.
—Me temo que nada podemos hacer para evitar eso.
—¿Crees que mató a Tamy Sullivan?
—Creo que es muy probable. Quizá a partir de entonces empezó a desarrollar su gusto por el asesinato.
—Pero no pudo haber seguido matando a mujeres durante todo este tiempo sin que nadie se enterara.
—A veces los impulsos de esa clase permanecen dormidos durante mucho tiempo, latentes. Hasta que una situación determinada dispara el mecanismo y los despierta de nuevo.
Pedro deslizó una mano por el respaldo de su asiento y empezó a acariciarle lentamente el cuello. Paula echó la cabeza hacia atrás, relajada, cerrando los ojos... y recordando lo que había sucedido la noche anterior entre ellos, bajo la lluvia. Lo que habían compartido en el pasado había sido algo típicamente juvenil, impetuoso: una seducción con grandes dosis de lascivia. Pero lo que compartían ahora era mucho más profundo, más intenso. Y más estremecedor.
—¿Qué pasó hace nueve años, Pedro?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué huiste? ¿Acaso hice algo malo? ¿No constituía un desafío lo suficientemente emocionante para ti? ¿O simplemente estabas pensando en una aventura de una sola noche?
Pedro retiró la mano, concentrándose en la carretera.
—Creo que esta no es la mejor ocasión para hablar de ello.
—Estoy de acuerdo. La mejor ocasión ya la dejaste pasar.
Se encogió de hombros, suspirando, y finalmente se volvió para mirarla.
—Puede que no te guste mi explicación.
—Probablemente no, pero aun así necesito escucharla —aunque le evocara de nuevo todo el dolor que experimentó en aquel entonces. Porque, al ver su dolida expresión, intuyó que eso era precisamente lo que estaba a punto de ocurrir.
Los Chaves no eran lo que Pedro había esperado. De hecho, les recordaban terriblemente a sus propios abuelos. Gente buena, que nunca había poseído nada que valiera lo suficiente como para temer perderlo. A quien sí lamentaban haber perdido era a su hijo, lo cual le hizo preguntarse si no sería tarea van a intentar sonsacarles algún tipo de información real. Porque era muy posible que hubieran fabulado su propio pasado, en el que Mariano aparecía pintado con tintes demasiado favorables.
Llevaban varios minutos cuando un viejo vehículo, con problemas en el tubo de escape, aparcó frente a la casa. Era un cliente. Jackson Chaves se disculpó para salir a atenderlo. Su esposa continuó con la conversación.
—No teníamos suficiente dinero para enviar a Mariano a la universidad, pero consiguió una beca. Se graduó el primero de su promoción. Así de listo era.
—Son pocos los que llegan tan alto... —comentó Pedro—. ¿Es su único hijo?
—Sí —por un instante miró a uno y a otra, con expresión vacilante—. Bueno, supongo que puedo decirlo. Probablemente Mariano ya te lo contó a ti, Paula. Yo no estaba casada cuando tuve a Mariano. Sé que la gente suele hacer eso ahora con más frecuencia, pero en aquel entonces no era algo muy común. Mis padres me echaron de casa, y Jackson me acogió y se casó conmigo. Es un buen hombre, Jackson, pero no es el padre verdadero de Mariano.
—¿Quién es su padre?
—Preferiría no decirlo. Estaba casado en aquel entonces. Guapo, inteligente, encantador.., como el propio Mariano. Cometí un error. Pero Jackson me ayudó a superarlo. Y nunca me arrepentí de haber tenido a Mariano. Jamás.
—¿Sabía Mariano que Jackson no era su padre biológico?
—Le conté la verdad cuando tenía diez años. Pensé que ya era lo suficiente mayor para saberlo, y que no tenía sentido seguir mintiéndole. Jackson siempre lo educó como si fuera carne de su carne y sangre de su sangre. Quería que tuviéramos más hijos, pero yo ya no podía quedarme embarazada.
—Su marido debió de ser un gran padre —comentó Paula.
—Sí que lo fue —de pronto, su sonrisa desapareció—. Pero Mariano no siempre fue bueno con Jackson. Recuerdo que cuando se enfadaba, le decía que no valía nada, que se alegraba de no llevar su sangre en las venas —se retorció las manos, nerviosa—. Aunque en realidad Mariano no lo decía en serio. Ya sabéis cómo son los chicos...
—A veces pueden llegar a ser muy crueles.
—Pero Mariano no quería serlo realmente. Es lo mismo que cuando se enfadaba conmigo y me decía que esta casa era asquerosa. Pero a veces luego salía al jardín y me traía un ramillete de flores, para consolarme. Así de dulce podía ser cuando quería.
—Supongo que debía de tener muchos amigos — pronunció Pedro.
—Pudo haber tenido todos los que hubiera querido, pero no salía mucho al pueblo. Decía que los chicos de la escuela eran estúpidos. Supongo que se lo parecerían, dado que él era tan listo. Uno de sus profesores decía que era un genio.
Inteligente y extraño. Y, probablemente, un psicópata criminal. Por lo que a Pedro se refería, las piezas del puzzle iban encajando perfectamente en su lugar. Lástima que no tuviera ninguna prueba sólida.
—Apuesto a que también tuvo sus novias —añadió Pedro, animándola a seguir hablando.
—Sí, tuvo una en particular, al final del instituto. Era una preciosidad. Muy bonita. Oh, tal vez no debería contarte todo esto, Paula...
—Oh, no, siga por favor. Me encanta saber cosas de Mariano, y su pasado no me da celos. Después de todo, ahora estoy casada con él...
Pedro no pudo menos que maravillarse de lo bien que estaba manejando Paula la situación.
—Mariano tiene mucha suerte de tenerte a su lado —la señora Chaves se inclinó hacia delante para darle una cariñosa palmadita en una rodilla—. De hecho, tú me recuerdas muchísimo a Tamy. Así se llamaba su novia de aquel tiempo, Tamy Sullivan. Su familia tenía dinero, pero ella no era nada engreída. Tenía el pelo del mismo color que el tuyo, y los ojos también. Mi hijo se volvió loco por ella —sacudió la cabeza, con expresión apenada.
—¿Qué sucedió? —inquirió Pedro.
—Una vez que se graduaron, Tamy se trasladó a Shreveport. Aquel mismo verano comenzó sus estudios en la universidad. Ni siquiera esperó hasta el otoño. Cuando vino a casa para ver a sus padres, alguien la asesinó. Se me ponen los pelos de punta cada vez que pienso en ello. Fue algo horrible. Encontraron su cuerpo en el arroyo que atraviesa la parte trasera de la propiedad de su padre. Despedazado.
—¿Detuvieron al cana... a la persona que hizo eso?
—El caso nunca fue resuelto. El padre de Tamy supuso que se trató de algún vagabundo de paso por su finca, pero no se encontró pista alguna. En cualquier caso, aquello estuvo a punto de matar a Mariano. Se pasaba los días encerrado en su habitación, en silencio. Aquel otoño fue a estudiar a la universidad de Little Rock, y desde entonces ya no lo vimos casi nada. Supongo que Monticello le recordaba demasiado a Tamy.
—Debió de ser muy duro —Pedro miró a Paula.
Estaba muy pálida, y no se necesitaba ser un genio para saber lo que estaba pensando.
No quería que soportara más tensión.
Continuaron charlando durante unos minutos más y salieron de la casa para despedirse del señor Chaves. El matrimonio abrazó a Paula, haciéndole prometer que volvería a visitarlos.
Una promesa que, probablemente, jamás llegaría a cumplir.