domingo, 28 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 46




Paula seguía despierta mucho después de que Mariano se hubiera dormido, a juzgar por su respiración profunda y regular. Había querido hacer el amor y ella se había negado pretextando un fuerte dolor de cabeza. El pretexto no era enteramente falso. Si esa noche hubieran hecho el amor, habría enfermado físicamente. Aun así, no podía sacudirse la sensación de que se estaba deslizando irremediablemente por un túnel negro, sin fondo.


Si pudiera telefonear a Pedro, contarle lo que había descubierto y pedirle su opinión... Pero no se atrevía a hacer la llamada, no con Mariano en la casa. Esperaría hasta la mañana, cuando saliera para su trabajo.


Era extraño que Pedro fuera la única persona a la que anhelara llamar cuando todo su mundo se estaba derrumbando. Era el primer hombre al que había amado. El hombre que la había arrastrado hasta las más altas cumbres del placer, una oscura y lluviosa noche, para abandonarla horas después, a la luz del día.


Pese a todo, no podía negar los sentimientos que la habían embargado mientras hacían el amor. Había sido una experiencia gloriosa, cargada de pasión, emocionante, salvaje y a la vez increíblemente tierna. Demasiado hermosa para que se olvidara fácilmente. Demasiado devastadora para que no continuara infiltrándose en sus sueños.


Precisamente en aquel instante, los recuerdos volvieron en toda su intensidad, acariciando su vientre con dedos de fuego, desatando ardientes temblores en los secretos lugares que Pedro había despertado a la vida aquella noche. 


Estremecida, casi jadeando, bajó lentamente los pies de la cama y se levantó con sigilo. 


Abandonó de puntillas la habitación, teniendo buen cuidado de no despertar a Mariano.


Las imágenes seguían asaltando su cerebro mientras bajaba las escaleras, tan vívidas que casi podía sentir la lluvia empapándole la ropa mientras subían hasta el apartamento situado encima del garaje. Aquella habitación había sido tan distinta entonces... cálida, acogedora, juvenil. Y tan erótico el momento en que vio entrar a Pedro con su cazadora de cuero negro...


Se acurrucó en el sofá del salón, reviviendo aquellos instantes. Pedro acercándola hacia sí, desgarrándole la ropa en su apresuramiento. 


Luchando con los botones de su blusa con una mano, mientras deslizaba la otra bajo su falda...


—Dime que me detenga, Paula. Dímelo...


Pero no lo había hecho. No había podido. Lo había deseado desde el primer momento en que lo vio. Y allí estaba, tocándola por todas partes, besándola como jamás nadie antes la había besado. Rodando por el suelo, abrazados, fundidos sus cuerpos. Era hermoso: alto, esbelto, fuerte. Acarició su miembro excitado con los dedos, con los labios. Para entonces estaba enloquecido de deseo, y susurraba su nombre una y otra vez, sin cesar.


—Me alegro de hacerlo contigo, Pedro —había murmurado Paula—. Es mi primera vez y...


Se había apartado rápidamente. Paula había interpretado que no la deseaba porque era virgen, y el dolor de su rechazo había sido abrumador. Pero luego, cuando se atrevió a mirarlo a los ojos, volvió a leer el deseo en ellos.


—¿De verdad que es tu primera vez? —le había preguntado al tiempo que la abrazaba con exquisita delicadeza, como temiendo que fuera a romperse.


—Sí.


—Ya. Y aquí estoy yo, perdido todo control y estropeándolo todo...


—No... es perfecto, sencillamente perfecto. Por favor, hazme el amor, Pedro...


—Oh, cariño, cariño, cariño...


Se acurrucó en el sofá, cada vez más excitada. 


Aquella noche habían hecho el amor dos veces.


La segunda había sido aún más maravillosa. 


Una noche perfecta. Hacía ya tanto tiempo de aquello... Se frotó los ojos, enjugándose las lágrimas. No sabía por qué estaba llorando, ni por qué se había permitido revivir algo que ya nunca volvería a suceder.


Quizá fuera una forma de supervivencia, un medio de hacer frente a la dolorosa realidad de aquel día. Pero los sueños y las fantasías no podían devolverle el juvenil milagro del primer amor. Ni cambiar la estremecedora posibilidad de que se hubiera casado con un psicópata asesino.


Si Mariano era el asesino, tal vez fuera ella la única persona que pudiera detenerlo. Al menos, tenía que intentarlo.



***

Paula se despertó con un sobresalto al oír el timbre del teléfono. Dejó de sonar antes de que pudiera descolgarlo. Al parecer lo había hecho Mariano, desde la extensión del dormitorio. A buen seguro se preguntaría dónde estaba y por qué se había levantado de la cama, y por el momento no quería hacerlo enfadar. Tenía que fingir que su relación seguía siendo normal. De lo contrario le resultaría aún más difícil descubrir los secretos que escondía. Se levantó del sofá y fue a la cocina a por un vaso de agua. Se lo subiría al dormitorio y le explicaría simplemente que le había entrado sed.


Cuando llegó a la habitación, Mariano ya se había levantado y se estaba poniendo los pantalones.


—¿Era del hospital? —le preguntó, dejando el vaso sobre la mesilla.


—Era Sara Castle.


—La esposa de Javier.


—Sí. Javier está hospitalizado.


—¿Qué ha sucedido?


—La despertó un fuerte ruido. Javier no estaba en la cama. Lo encontró tirado en el suelo de la cocina y enseguida llamó a una ambulancia.


—¿Un ataque cardíaco?


—Aparentemente, una sobredosis de calmantes. Sara no ha podido decirme nada más. Está histérica.


—No me extraña... ¿se pondrá bien?


—Todavía no le han dicho nada. Quiere que vaya para allá cuando antes, a ver si a mí me lo dicen.


—Pobre Sara... ¿quieres que te acompañe?


—No. Esta noche no. Tienes que dormir. Te llamaré para informarte tan pronto como sepa algo.


—La verdad, no puedo imaginarme que Javier haya intentado suicidarse. Tiene que haber sido un accidente.


—Probablemente la culpa sea de ese maldito policía amigo tuyo. Lo estuvo interrogando acerca de la muerte de Karen, y a Javier lo preocupaba mucho que intentaran acusarlo a él.


—¿Lo habrían hecho?


—¿Quién sabe lo que se les puede pasar por la cabeza a esos policías? Son una panda de tarados.


—Eso no es cierto.


Sin molestarse en responder, Mariano continuó vistiéndose tranquilamente. Paula no podía dejar de pensar en Javier, apenada.


Contempló a su marido mientras se afeitaba. Ya no lo veía como tal, sino como a un extraño frío, calculador, lleno de secretos. Se preguntó cuál sería su reacción si le espetara la pregunta que tanto la acosaba. Si le preguntara si había asesinado a Karen y a las otras mujeres... 


¿Montaría en cólera y la asesinaría a ella de la misma manera? ¿O simplemente se la quedaría mirando como si hubiera perdido el juicio, y se marcharía tranquilamente de casa?


—Duerme un poco, Paula. No tienes buen aspecto.


Se inclinó para besarla, tomándola de la nuca y acariciándole suavemente el cuello. Ella intentó apartarse, pero él se lo impidió.


—¿Qué te pasa, Paula? Estás temblando. Si no te conociera mejor, diría que tienes miedo de mí.


—No, claro que no —susurró con un ronco murmullo.


Mariano deslizó entonces un dedo entre sus senos, tensando la fina tela de su camisón.


—Tú eres mucho más hermosa que las mujeres de esas fotos, Paula. Muchísimo más.


Y volvió a besarla mientras una fría y espantosa sensación de terror la ahogaba por dentro. 


Podía imaginárselo perfectamente haciéndole lo mismo a Karen. Tocándola, consolándola… y luego matándola. Y sin que su expresión se alterara lo más mínimo.


Estremecida, se apoyó contra la puerta cerrada mientras escuchaba los pasos de Mariano alejándose por el pasillo. Por el momento se marchaba. Pero volvería.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 45




Pedro abandonó la comisaría y se dirigió hacia su coche. Era casi medianoche. Estaba físicamente exhausto, pero sabía que su cerebro le negaría el sueño. Desde que dejó a Paula había estado encerrado en su despacho. Había repasado mil veces cada foto de cada crimen, cada detalle, cada palabra del informe de la especialista del FBI, cada ínfimo rastro de evidencia. La respuesta estaba en alguna parte. 


Solo tenía que encontrarla.


Un coche se detuvo a su espalda, enfocándolo con los faros. Instintivamente se llevó la mano a la pistola.


—¿No duermes, socio?


—¿Qué diablos estás haciendo aquí? Creía que pensabas cenar tranquilamente con tu madre y luego dormir a pierna suelta hasta el amanecer.


—Intenté dormir, pero no pude. Así que me harté de permanecer despierto. Como no contestaste cuando te llamé al apartamento, supuse que te encontraría aquí.


—Ya. Sigo pensando que se nos ha escapado algo. Una pista.


—Más tarde o más temprano, Freddie cometerá un error. Y entonces lo atraparemos.


—¿Pero cuántas mujeres morirán primero?


—¿Te apetece que tomemos una taza de café y hablemos de ello?


—No. Si tomara café, ya no podría dormir en toda la noche —Pedro abrió la puerta y subió al coche—. Mejor demos un paseo.


—Al escenario del último crimen no, espero. Está muy lejos. Además, seguro que hay alimañas acechando en ese sucio pantano...


—Un hombretón como tú no puede tener miedo de unas inofensivas criaturas de la noche...


—No siempre y cuando anden a dos patas.


—Estaba pensando más bien en el domicilio de los Chaves.


—Es demasiado tarde para hacerles una visita.


—Lo sé. Simplemente me gustaría echar un vistazo, ver si hay luces encendidas o si el médico sufre también de insomnio.


—No tienes ninguna prueba a tu favor, Pedro, y el jefe ya te ha avisado. Cuidado con ir detrás de esos médicos. Pero aquí hay algo más. Ese hombre está casado con una mujer a la que conocías de hace años, ¿verdad? Y supongo que no seguirás chiflado por ella...


Lo estaba, pero Corky no tenía por qué saber nada.


—Solo estoy haciendo lo que tengo que hacer, socio. Que no es otra cosa que mi trabajo.


Cuando minutos después aparcaron frente a la casa de los Chaves, las luces estaban apagadas. Y el edificio tan silencioso como lo había estado el móvil de Pedro durante toda la noche. Había esperado que llamara Paula. No lo había hecho. Y en aquel momento debía de estar en la cama, acostada con su marido...


Aquel hombre podía extender una mano y tocarla, podía estrecharla contra sí y abrazarla con fuerza. Aspirar el aroma de su cabello, probar la dulzura de sus labios, acariciar su cuerpo como él lo había hecho una vez antes, años atrás. Mariano era su marido. Él no.


Pedro no tenía ningún derecho sobre ella, excepto protegerla con su propia vida, si era necesario. Y padecer de insomnio por su culpa.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 44




Mariano intentó disimular su júbilo mientras saboreaba su copa, a la espera de que Paula terminara de preparar la cena. Esa era la vida con la que siempre había soñado, una vida que no tenía nada que ver con el ambiente de miseria en el que se había criado.


La gente lo respetaba. Era invitado obligado en los grandes actos sociales de la ciudad. El doctor Mariano Chaves y su esposa, la hermosa hija del difunto senador Gerardo Dalton.


Aquella misma noche, solo por instante, había llegado a pensar que lo había estropeado todo. 


Pero la sensación apenas duró un segundo. Era demasiado inteligente para caer en las redes en las que hombres más débiles que él se dejaban atrapar. Hombres como Javier Castle, que tenía los mismos pervertidos apetitos, pero que carecía de la astucia y la habilidad para controlarlos y encauzarlos debidamente.


Le caía bien Javier. Pero no lo bastante como para arriesgarse a protegerlo por culpa de sus estúpidos errores. De hecho, la estupidez podía ser el mayor obstáculo con el que podía enfrentarse un hombre. La estupidez y la culpa. 


Por suerte, Mariano estaba vacunado contra ambas. Por eso había conseguido triunfar




sábado, 27 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 43




Paula permaneció frente a la puerta abierta, escuchando el sonido de la camioneta de Augusto mientras se alejaba. Tenía en la boca el acre gusto del miedo.


Se había quedado en casa mientras el cerrajero abría la puerta, deseosa de estar sola cuando entrara en el apartamento situado encima del garaje. Su mente racional le decía que no esperaba encontrar nada fuera de lo normal, pero las sospechas de Pedro habían obrado su efecto. Finalmente reunió el coraje necesario para moverse. Empujó la puerta y entró. La habitación olía a Mariano, a la colonia cara que siempre llevaba. E incluso en medio de aquella penumbra, fue consciente del orden impecable que reinaba en aquel espacio. Palpó la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Cuando se encendió la potente lámpara del techo, su temor se mitigó un tanto. Por lo menos hasta que descubrió las fotos que cubrían la pared entera de detrás del escritorio.


Eran imágenes a color, como si hubieran sido arrancadas de revistas pornográficas. Solo que no estaban arrancadas, sino cortadas cuidadosamente. Durante un buen rato contempló estupefacta aquel continuo surtido de hombres y mujeres escenificando extraños actos sexuales de sadomasoquismo. Cuando se recuperó del aturdimiento inicial, se dedicó a examinarlas una a una. Resultaba evidente que en todas ellas dominaban los hombres. Todas las mujeres eran jóvenes y atractivas. Estaban completamente desnudas, o ataviadas con una ropa interior que dejaba al descubierto sus zonas genitales. Sus rostros estaban desencajados de dolor.


Daba náuseas pensar que aquellas mujeres habían posado para el fotógrafo en semejantes condiciones de sufrimiento. Y que su marido había sido ese repugnante y abominable fotógrafo. Tanto se le revolvió el estómago que tuvo que correr al cuarto de baño para vomitar. 


Después de refrescarse la cara con agua fría, volvió para continuar examinando las fotos, decidida esa vez a pensar con claridad, con coherencia. De alguna forma, aquellas imágenes daban mucha mayor credibilidad a las sospechas de Pedro. Aunque, por muy morbosas que fuesen, eso no significaba que su marido fuera un asesino. Si había gente que publicaba revistas de ese tipo, tenía que existir un mercado para ellas. Mariano no podía ser el único hombre del país que disfrutara con aquel escabroso producto de una mente trastornada.


Atravesó la habitación para entrar en el espacio que había convertido en cuarto de revelado. 


Todo estaba perfectamente colocado, pero al menos no había fotografías de escenas de sadismo. Cerró la puerta y se acercó a su escritorio, sentándose en el cómodo sillón de cuero. El cajón superior de la izquierda estaba cerrado con llave; en vano intentó forzarlo con un abridor de cartas. Luego, se dedicó a revisar los demás cajones, llenos de los típicos objetos de papelería, dispuestos en bandejas: pegamento, tijeras, bolígrafos, clips.


El último cajón de la derecha contenía un fajo de revistas todavía guardadas en sus sobres de papel estraza, remitidas a nombres diferentes pero al mismo apartado postal. Tenía sentido. 


Mariano nunca se habría expuesto a que todo ese material le fuera enviado a su domicilio y a su nombre. De puertas para afuera, seguía siendo un hombre respetable, un reputado cirujano.


Un verdadero abismo separaba la imagen exterior que proyectaba Mariano de las ansias que debían de corroer su alma y a las que daba rienda suelta allí, protegido de toda intromisión. 


Abrió el último cajón. Al lado de una carpeta de plástico azul, había recortes de prensa sobre los crímenes del asesino múltiple. Era extraño. 


Mariano no había demostrado el menor interés por ellos cuando Paula se lo mencionó el otro día, durante el desayuno. Y aun así había recortado las noticias y las había guardado.


Después de examinarlas, sacó la carpeta azul. 


Contenía un fajo de pequeñas fotografías en blanco y negro. En todas ellas aparecían mujeres jóvenes, morenas y atractivas, de entre veinte y treinta años. Estaban medio desnudas, la mayor parte posando en provocativas poses. 


Nuevas preguntas bombardearon la mente de Paula.


¿Habría tomado las fotografías el propio Mariano? Y si había sido así... ¿cuándo? ¿Antes de que ella lo conociera? ¿Durante su noviazgo o después de su boda, en alguna de las noches en que abandonaba la casa presuntamente obligado por alguna emergencia? ¿Y quiénes serían esas mujeres?


Enterró la cabeza en las manos, confundida, dolida, asqueada consigo misma. Se sentía contaminada, sucia, como si de alguna manera formara parte de todo aquello y fuera asimismo responsable de la muerte de Karen. Volvió a guardar las fotografías, colocándolas exactamente en el mismo lugar en el que las había encontrado, y descolgó el teléfono para llamar a Pedro. Él era la única persona con quien podía, y quería, hablar de todo aquello. 


Acababa de marcar el prefijo de su móvil cuando sintió una corriente de aire frío entrando en la habitación. Al alzar la mirada, vio a Mariano en el umbral de la puerta abierta.


Se ponía enferma de solo mirarlo. Se sentía sucia, violada, absolutamente vacía. Volvió a colgar el teléfono.


—Bienvenido a casa, Mariano.


—Así que finalmente has visitado mi pequeño estudio-taller.


—No recuerdo que me hubieras invitado antes. Y tampoco sabía que habías cambiado la cerradura.


—Estoy seguro de que te lo dije. La otra estaba oxidada.


—No. Si me lo hubieras dicho, lo habría recordado.


—Entonces supongo que habrás encontrado la llave que dejé en el cuarto de lavado.


No lo contradijo. Si realmente había una llave allí, seguro que acababa de dejarla nada más llegar… sabiendo, por la luz encendida, que ella había entrado en el apartamento.


Mariano se quitó la cazadora y la dejó sobre el respaldo de una silla sin molestarse en colgarla bien. Un claro indicio de su nerviosismo.


—Mal momento has elegido para tu primera visita. Debes de haberte quedado muy sorprendida por las fotografías que están colgadas en esa pared.


—Sorprendida… y asqueada.


—No me extraña. A mí me pasó lo mismo la primera vez que las vi.


—Pero ya te has acostumbrado a ellas, ¿no?


—Son para un artículo que está escribiendo Javier Castle. Lo va a titular «Las Sodoma y Gomorra del siglo XXI».


—Un título muy adecuado.


—Su objetivo es advertir en contra de tales perversidades, no recomendarlas —repuso con una sonrisa, como divertido por su propio comentario.


Paula no pudo menos que maravillarse de su descaro.


—¿Por qué tienes tú las fotos sí es Javier quien está haciendo esa investigación?


—Quiere que se las escanee para hacer transparencias con ellas. Presentará el artículo el mes que viene en un congreso de Chicago, durante una sesión sobre comportamientos sexuales desviados.


—Ya. Así que tú las has colgado allí para disfrutar de ellas… mientras hacías tu buena obra con Javier.


—Paula, me conoces demasiado bien para decir eso. Quiere que le haga un breve análisis de cada foto. Aunque, francamente, a mí me parecen todas igual de asquerosas.


Atravesó la habitación y se colocó detrás de ella, apoyando las manos sobre sus hombros. Con los pulgares, comenzó a acariciarle lentamente el cuello.


Paula tragó saliva, luchando con la náusea que amenazaba con enviarla de vuelta al cuarto de baño. No podía soportar su contacto, ni escuchar sus absurdas explicaciones.


—¿Tienes hambre? —le preguntó, levantándose bruscamente y apartándose de él.


—Sigues enfadada, ¿verdad? —empezó a despegar las fotos de la pared—. Nunca las habría dejado aquí de haber sabido que ibas a venir.


Paula pensó que esa era seguramente la frase más sincera que había pronunciado en mucho tiempo.


—No te preocupes por las fotos, Mariano. Este es tu territorio. Me mantendré alejada de aquí hasta que hayas terminado con el proyecto de Javier.


—Absurdo —se volvió para mirarla—. Quiero que te sientas cómoda en este espacio cuando quieras, en todo momento. Compartir cada aspecto de nuestras vidas es lo que hace de nuestra relación algo tan maravilloso. ¿Hay algo más que te interesa… o te preocupa de aquí?


—No. Ahora mismo acababa de entrar —mintió—. Las fotos bastaron para llamar mi atención.


Mariano se inclinó para recoger del suelo una brizna de césped, que debía de habérsele caído de los zapatos, y la tiró a la papelera.


—Tengo un poco de hambre. Comí un sándwich en la cafetería del hospital, pero hace horas. Antes, cuando entré en la cocina, me pareció que olía a esos espaguetis con pollo que sabes hacer tan bien...


La tomó del brazo para sacarla del apartamento. Cerró la puerta a su espalda con gesto decidido, tajante: como empeñado en evitar a toda costa que volviera a trasponerla. Pero Paula, por su parte, estaba decidida a descubrir toda la verdad acerca de Mariano.


Cuatro mujeres habían muerto. Si su marido había sido el responsable, haría todo cuanto estuviese en su poder para asegurarse de que no se produjera ninguna muerte más. Y eso significa que no podía huir, tal y como le había aconsejado Pedro.


Dormir con su enemigo tendría que formar parte de su vida. O de su muerte




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 42




Paula estaba luchando contra un terrible dolor de cabeza cuando Mariano la telefoneó para decirle que esa noche no cenaría en casa. 


Aquella llamada fue como un respiro. Así dispondría de más tiempo para recuperar la compostura antes de verse obligada a verlo. Y de fingir que las sospechas que Pedro había sembrado en su cerebro habían dejado de acosarla.


Se tomó una aspirina. Todavía le temblaban las piernas. Una vez en el dormitorio que compartía con Mariano, puso un disco compacto de música de piano. Tumbada en la cama, intentó relajarse. Pero tan pronto como cerró los ojos, empezó a ver de nuevo aquellas horribles imágenes de las mujeres asesinadas...


Asesinatos, mentiras, puertas cerradas. Esas eran las palabras que habían acabado por definir su vida con Mariano. Pero aquel era su hogar. Lo había sido antes de que se casara con él. Por lo tanto, tenía perfecto derecho a saber lo que escondía allí, en el apartamento situado encima del garaje. Con el corazón acelerado, se incorporó y marcó el número del cerrajero más cercano, cuyos servicios había contratado más de una vez.


Tenía que descubrir lo que ocultaba Mariano en aquellas habitaciones. ¿Se trataría tal vez de material de investigación para el nuevo artículo que estaba preparando? ¿O sería acaso la prueba definitiva de una mente trastornada? ¿Guardaría allí simplemente su equipo de fotografía, a la que era tan aficionado... o quizá también los horribles recuerdos de sus víctimas, en forma de grotescas y aterradoras instantáneas? Sabía que era una locura que estuviera pensando esas cosas. Pero tenía que desterrar aquella incertidumbre de su mente.


—¿Diga? Augusto al habla.


—Hola, Augusto, soy Paula Chaves. He perdido la llave del apartamento que tengo encima del garaje y no puedo entrar. Me preguntaba si podrías acercarte un momento para abrirme la puerta.


—Podría estar allí en diez minutos. ¿Le parece bien?


—Sería estupendo.


Colgó el teléfono y bajó al salón para esperar allí al cerrajero. Tenía que averiguar lo que Mariano escondía detrás de aquella puerta cerrada. A cualquier precio.


Y, sucediera lo que sucediera, siempre podría contar con Pedro. Era esa seguridad lo que le dio fuerzas cuando, quince minutos después, esperaba a que Augusto terminara de abrir la puerta... para acceder al universo privado de Mariano Chaves.




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 41




El bar estaba oscuro, lleno de humo. Penny Washington estaba sentada ante la barra, en un lugar desde donde podía vigilar perfectamente la puerta. Ya había estado antes allí. La había llevado su amiga Karen, cuando le confesó que el hijo que llevaba en sus entrañas era de su amante, el médico del hospital, y que no estaba dispuesta a desaparecer del mapa con tal de facilitarle las cosas. Ya entonces a Penny no le había gustado aquel local. Ahora menos todavía. 


Pero entonces solo había estado algo inquieta, y ahora sentía verdadero miedo. Sabía demasiado. Sabía que el médico había amenazado con matar a Karen si le decía algo a su mujer. Sabía de la existencia del club. Sabía de las fotografías y del lugar donde la lascivia campeaba a sus anchas. Lo sabía porque ella misma también había formado parte de eso.


Media hora después de la hora de la cita, Penny recogió su bolso y sacó la cartera para pagar la consumición. Media hora era un tiempo de espera más que suficiente. Aunque su marcha no cambiaría nada. Finalmente, el trato sería un hecho. Se había comprometido a cumplirlo. Si no, moriría.


«Juega según las reglas y todo saldrá bien»: ese había sido el consejo de Mariano. Pero también había hecho de consejero de Karen. Se disponía a pagar a la camarera cuando se abrió la puerta y entró el doctor Javier Castle. Barrió lentamente el local con la mirada, hasta que la descubrió. 


No sonrió ni demostró el menor gesto de reconocimiento. Simplemente se dirigió hacia ella.


La camarera dejó lo que estaba haciendo y se volvió para mirarlo. Penny se preguntó si aquella pobre chica sabría que el tipo impecablemente vestido que acababa de entrar era un reputado psiquiatra... perfectamente capaz de cometer un asesinato.





INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 40




Paula se hallaba sentada en el suelo de la biblioteca, rodeada de una colección de álbumes de fotos que había encontrado en un viejo baúl del ático. La multitud de decisiones que tendría que tomar respecto a su matrimonio la habían puesto de un humor nostálgico. Y le habían hecho desear volver al tiempo en que había sido feliz, cuando su mundo no corría el peligro de romperse en mil pedazos.


Afuera, el sol de la tarde envolvía la superficie azul de la piscina en una blancura cegadora. 


Aquello le recordó el vestido que había lucido durante su primera actuación de baile. Debía de haber tenido unos seis años, casi siete. Por aquel entonces su madre estaba embarazada de Rodrigo. Todavía podía verla sentada en la mecedora del salón con su vestidito de tul sobre las piernas, cosiéndole lo que ella había creído que eran piedras preciosas y no eran más que cristales de colores.


Ahora sabía que su madre ya había estado batallando contra el cáncer por aquellas fechas, pero para Paula aquel había sido un tiempo mágico de amor y de cariño. Apenas un año después estaría al pie de su tumba, agarrada a la mano de su padre mientras lanzaba unas flores sobre su lápida.


Se enjugó las lágrimas. Aquel día no había llorado, ni al otro tampoco. Había transcurrido cerca de un mes cuando una noche se despertó con un fuerte dolor de estómago. Había llamado a gritos a su madre. Solo entonces llegó a asimilar que jamás volvería a verla.


El álbum de fotos resbaló entre sus dedos y cerró los ojos, volviendo a aquel mágico mundo de amor. Pero cuando volvió a abrirlos, la calidez desapareció y retornó el escalofrío. El escalofrío de la realidad.


Había pasado una semana desde la última vez que vio a Pedro. Una semana desde que la noticia de la muerte de Karen Tucker había estremecido su inestable mundo hasta los cimientos. Una semana de especulaciones, de remordimientos, para acabar finalmente aceptando el hecho innegable de que se había casado con un desconocido mentiroso y manipulador.


Su cita con su abogado la había deprimido todavía más. Si Mariano y ella hubieran firmado un acuerdo prematrimonial, el divorcio habría sido mucho más fácil. Imprudentemente, sin embargo, esa opción jamás se le había pasado por la cabeza.


Dudaba que su matrimonio pudiera salvarse después de tanta mentira y de tanto engaño, pero quería estar segura antes de pedirle el divorcio a Mariano. Para ello, había pedido una cita con un consejero matrimonial. Si salía bien, le pediría a Mariano que la acompañara en su segunda visita. Pero tampoco se engañaba. A esas alturas sería necesario un milagro para que pudiera recuperar su confianza en él.


Por si eso fuera poco, Pedro se había deslizado hasta en los más recónditos rincones de su mente. Por las noches, cuando no podía dormir y se sentía sola y confundida, retornaba con toda su fuerza aquel antiguo anhelo. Y lo que sentía por Pedro la asustaba tanto como su matrimonio a punto de desmoronarse. Pedro no era la respuesta a sus problemas, y no podía formar parte de su futuro. Era el pasado. Algo superado, sin posibilidad de vuelta atrás.


Y, lo más importante, se negaba a que Pedro influyera en sus decisiones sobre su matrimonio. No sería justo para nadie. Los recuerdos de la pasión que habían compartido cobrarían aun mayor relevancia enfrentados al fracaso de su matrimonio y a la merma de su propia autoestima. Pero sería una sensación engañosa, y podría tener unos efectos tremendamente destructivos sobre su persona.


Tomó el siguiente álbum, soplando el polvo de la cubierta. En las fotografías de la primera página aparecía con Rodrigo y con su padre, jugando. 


Recordaba bien aquel fin de semana. Por aquel entonces debía de tener diecisiete años, y su hermano diez. Era el primer viaje de Rodrigo a Nueva Orleáns. Al principio había temido que tanta excitación le sentara mal, pero su padre insistió en que podía soportarlo, y al final tuvo razón.


Acarició la fotografía con las yemas de los dedos. Gerardo Dalton. Para sus electores, había sido como un caballero de blanca armadura en combate constante contra el dragón. Para sus enemigos, un adversario tan temible como inteligente. Pero para Paula y para Rodrigo, había sido simplemente papá. «Basta de recuerdos. Es hora de actuar», decidió de pronto. Su padre había logrado recuperarse después de la muerte de la mujer a la que tanto había adorado. Y Paula también podría sobrevivir a aquella tesitura.


Llevó los álbumes a la cocina y los dejó sobre la mesa, para subirlos después al ático. En ese instante sonó el timbre. Nadie excepto Janice solía presentarse sin avisar.


Pero no era Janice. Era Pedro. Con el corazón acelerado, abrió la puerta.


—Hola. Te diría que me alegro de verte, pero me temo que no se trata de una visita de cortesía, ¿verdad?


—No exactamente —su voz era tensa, contenida. Y no hizo el menor intento por sonreír.


—¿Qué pasa? —le preguntó, preocupada.


—Tenemos que hablar. ¿Es un buen momento?


—No si el tema es el asesinato de Karen. Nunca será un buen momento para eso.


—Lo siento, Paula. De verdad que lo lamento —miró detrás de ella—. ¿Está Mariano en casa?


—No. No lo espero hasta dentro de un par de horas.


—Bien. Es de ti de quien quiero hablar. Y me resultaría más fácil si me invitaras a pasar.


Fácil para él, pero difícil para ella. Ya se sentía demasiado vulnerable. Demasiado expuesta.


—Ya te he contado todo lo que sé, Pedro. Si quieres saber algo más sobre Mariano y sobre su relación con Karen Tucker, tendrás que hablar con él. Probablemente tendrás más posibilidades de llegar a algo en claro con él que conmigo —no pudo evitar un tono de amargura.


—No he venido a preguntarte nada, Paula. Tengo información. Y necesito urgentemente compartirla contigo.


Se hizo a un lado para dejarlo pasar y lo guió a la biblioteca, donde había estado mirando los álbumes. La habitación era la misma, pero con Pedro dentro parecía distinta. Como siempre, una inevitable tensión sexual reverberaba entre ellos, una cercanía que trascendía la simple atracción. Paula tomó asiento en un sillón cerca de la ventana, y él se sentó frente a ella.


Al ver su expresión sombría, se temió lo peor. 


Empezaron a sudarle las palmas de las manos mientras su mente saltaba de una posibilidad a otra, todas igualmente inquietantes.


—Tienes alguna nueva evidencia sobre el asesinato de Karen, ¿verdad?


—En realidad, no.


Pero algo había cambiado. Algo que a Pedro le costaba expresar. No se necesitaba ser un genio para adivinarlo.


—Crees que Mariano mató a Karen.


—Creo que pudo haberlo hecho.


Aquella declaración le revolvió el estómago a Paula, provocándole una náusea.


—¿Qué te ha hecho cambiar de idea? El bebé que Karen llevaba en sus entrañas no era suyo. La prueba de ADN lo ha demostrado.


—No se trata del ADN. Sé que lo que voy a decirte te sorprenderá, pero tienes que escucharme con atención. No creo que el bebé, o la aventura que tuvo Karen, tengan que ver con su asesinato. Pero considero posible que Mariano la matara.


—¿Por qué me estás contando todo esto? No sé gran cosa acerca de los procedimientos de la policía, pero para conseguir una orden de detención contra un hombre no creo que sea necesario avisar antes a su esposa.


—Mariano no va a ser detenido. Al menos por el momento.


—Lo que significa que no tienes pruebas de su culpabilidad. ¿Se puede saber a qué has venido entonces, Pedro? ¿Qué es lo que quieres de mí?


—Quiero que te alejes de Mariano.


Lo cual era precisamente lo que quería, pensó Paula. Pero no de esa manera.


—Mi matrimonio no es asunto tuyo, Pedro.


—Creo que puedes estar en peligro —le confesó, soltando un profundo suspiro—. No puedo explicarte más. Ni siquiera debería estar diciéndote esto, pero no puedo quedarme al margen, sin abrir la boca.


—No me hagas esto, Pedro —le espetó de pronto, desgarrada por una punzada de desesperación—. No tienes ningún derecho a venir aquí para hacerme esas insinuaciones. Sí sabes algo que yo debería saber, suéltalo ya.


—Te estoy diciendo lo único que puedo decirte. Creo que deberías alejarte de aquí hasta que todo esto haya terminado. Irte de vacaciones a México, o a Europa. Te lo podrías permitir perfectamente.


—Y qué le diría a Mariano?


—Dile que necesitas un descanso. Que la investigación sobre el asesinato te está afectando. Diablos, no me importa lo que le digas. Cuéntale lo que quieras, lo que a ti le guste escuchar.


—Ese no es mi estilo. Como tampoco lo es rehuir los problemas.


Aunque, a esas alturas, mucho se temía que su matrimonio con Mariano había sido precisamente eso: una huida. Una huida de la muerte de su padre, de la estremecedora convicción de que Rodrigo era el único familiar inmediato que le quedaba.


—Me dijiste que las cosas no iban bien entre vosotros —insistió Pedro—. En el mejor de los casos, se trataría de una separación provisional.


—¿Y en el peor?


—No nos pongamos ahora mismo en lo peor.


Solo que Pedro sí que lo estaba haciendo. 


Paula podía verlo en la sombra que oscurecía su mirada, en su ceño, en sus labios apretados.


—Si quieres que me vaya, tendrás que contarme toda la historia, Pedro. Estoy cansada de mentiras y de medias verdades.


—De acuerdo, Paula. Supongo que mereces conocer las posibilidades que hay. Pero te lo advierto: esto es lo más parecido a un mal sueño que pueda existir en la realidad.


—Aun así, quiero saberlo.


Permaneció perfectamente inmóvil mientras Pedro la ponía al tanto de los escabrosos hechos, esforzándose a duras penas por dominarse al escuchar las gráficas descripciones de los asesinatos que los medios de difusión habían silenciado. Tres mujeres, todas asesinadas de la misma manera, torturadas sin piedad, degolladas, con sus cadáveres dispuestos como si estuvieran posando ante un amante. Y Karen Tucker había muerto de una forma muy similar, haciendo sospechar a la policía que se trataba de la última víctima del asesino en serie.


—No puedes creer en serio que Mariano sea ese desquiciado que ha estado aterrorizando la ciudad.


—Convénceme de lo contrario, Paula. Háblame de tu marido.


—Es médico. Trabaja mucho. Es...


—¿Es manipulador?


—Puede llegar a serlo, pero...


—¿Es un maniático del autocontrol?


—Sí, ya te dije que lo era, pero...


—¿Es desordenado?


—No, todo lo contrario —suspiró—. Siempre quiere que todo esté limpio y ordenado. Nunca se acuesta sin antes asegurarse de que su bata está bien colgada, y sus zapatillas en el lugar exacto en que las suele dejar debajo de la cama.


—Escúchame con atención, Paula. Hoy hemos recibido un informe de una especialista en perfiles criminales del FBI: una profesional de toda confianza. Todo lo que me has dicho acerca de Mariano encaja en su perfil. Los ataques de rabia incontrolada y su obsesión por el orden y la meticulosidad en todos y cada uno de los aspectos de su vida.


Paula sintió un escalofrío. Quería taparse los oídos, ignorar aquellas ridículas acusaciones. 


Pero, en lugar de ello, miraba a Pedro directamente a los ojos.


—¿Qué más dijo esa especialista?


Continuó escuchándolo, odiándolo al mismo tiempo por decirle todas esas cosas, y a Mariano por encajar tan bien en aquel perfil. Pero, por encima de todo, odiándose a sí misma por haberse dejado enredar en aquel horrible escenario de pesadilla.


Sin embargo, podía entender la preocupación de Pedro. Mariano se ajustaba a aquella descripción como la pieza restante de un puzzle. 


Aunque eso no significaba que fuera el asesino múltiple. Probablemente había cientos, miles de personas que respondían al mismo perfil.


—No puede ser Mariano, Pedro. Yo no me he casado con un demente —le temblaba la voz—. ¿Tienes alguna prueba sólida de que realmente hizo todas aquellas cosas tan horribles?


—No.


—Entonces solamente se trata de una simple suposición, o de una corazonada.


—En efecto.


—Él no es culpable, Pedro. Llevo diez meses casada con él. Si hubiera sido capaz de eso, yo lo habría sabido. ¿Sabe Mariano que figura como sospechoso en la investigación sobre el caso del asesino en serie?


—No, y es importante que no lo sepa. Por el bien de la propia investigación.


—Aun así, has venido esta noche a mi casa y me lo has contado, sabiendo que yo podría decírselo.


—Tenía que correr ese riesgo.


—¿Por qué?


Pedro le acarició tiernamente una mejilla con el dorso de la mano. Apenas la tocó, pero la sintió estremecerse.


—Nunca se me ha dado bien expresar los sentimientos. Lo único que sé es que me estaba volviendo loco de imaginarte en esta casa, conviviendo con el monstruo que ha asesinado a todas esas mujeres.


—Te agradezco tu preocupación por mí, Pedro, pero necesito tiempo para pensar en todo esto.


—¿Qué es lo que hay que pensar? Puedes hacer la maleta y marcharte conmigo de aquí ahora mismo.


—No es tan fácil.


—Claro que lo es. Podrías quedarte en mi casa hasta que tomaras una decisión sobre tu paso siguiente.


Marcharse a casa de Pedro. Hubo un tiempo en que aquella invitación la habría llenado de euforia. Incluso en aquel momento deseaba irse con él. Simplemente echar a correr y escapar, tal y como le había dicho. Pero eso significaría meterse de cabeza en otra complicación. Una complicación tan grande que podría destruirla por completo.


—Eres tan testaruda como tu padre —le espetó de pronto Pedro.


—Gracias.


—No pretendía ser un cumplido.


—Ya lo sé.


—Te agradecería que no compartieras lo que te he dicho con nadie, si siquiera con Janice. Cualquier filtración podría echar a perder la investigación en curso.


—No diré una sola palabra.


Pedro se dirigió hacia la puerta con paso cansino, como si durante los últimos segundos hubiera envejecido años. Se volvió para mirarla.


—¿Me llamarás si cambias de idea?


—Te lo prometo —se detuvo frente a él, ansiando poder abrazarlo. Pero si lo hacía, corría el riesgo de no dejarlo marchar aquella noche... sin ella.


—Ten cuidado, Paula —le puso un dedo sobre los labios—. Ten mucho cuidado.


Se quedó en el umbral, viéndolo alejarse por el sendero de entrada. La asustaba la perspectiva de quedarse sola en casa, con las horribles imágenes de los asesinatos de aquellas jóvenes, que parecían haberse quedado grabadas a fuego en su cerebro, como única compañía. 


Pero el asesino no podía ser su marido. Era inconcebible.


Aun así un escalofrío le recorrió la espalda cuando cerró la puerta, dispuesta a volver a ejercer su papel de señora de Mariano Chaves.