lunes, 22 de julio de 2019
INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 26
La casa estaba silenciosa. Vacía. Increíblemente solitaria. «Llámame si necesitas algo». Las palabras de Pedro asaltaron una vez más su mente, tentadoras. Sacó su tarjeta de un bolsillo, encontró el número y empezó a marcarlo. Pero a la segunda llamada cortó la comunicación, estremecida de pensar en lo cerca que había estado de ponerse en ridículo.
Pedro era un policía. Lo único que le interesaba eran los hechos puros y duros, como las llamadas de Karen Tucker a Mariano. Y no que el matrimonio de Paula se estuviera derrumbando, y se sintiera tan frustrada que no pudiera pensar con un mínimo de coherencia. E incluso si él hubiera estado dispuesto a escucharla, ella no lo necesitaba en absoluto de vuelta en su vida. Porque en aquel momento se sentía demasiado vulnerable.
De modo que tendría que enfrentarse sola con Mariano. Solo que no habría tal enfrentamiento.
Le preguntaría por el cambio de cerradura, y él le ofrecería un motivo perfectamente razonable, como siempre solía hacer. Al igual que había hecho con las llamadas de Karen. Y sin embargo, todo en Mariano era una contradicción. Su comportamiento durante el noviazgo y al principio de su matrimonio había sido exquisitamente atento y romántico. La había hecho sentirse especial, querida, casi adorada. Ahora, en cambio, apenas diez meses después, era como si estuvieran viviendo en planetas o en galaxias diferentes. Aquellas contradicciones la estaban devorando por dentro, robándole el alma, convirtiéndola en un ser extraño y desconfiado en el que ni siquiera se reconocía. Quizá, después de todo, los problemas fueran suyos, y ella fuera simplemente un fracaso...
Nuevamente volvía a las andadas, a sentirse incómoda e inadecuada, y esa vez ni siquiera estaba Mariano allí para que pudiera echarle la culpa. Pero lo importante no era de quién fuera la culpa. Lo importante era que su matrimonio existía solamente en el papel. Y que, en realidad, estaba y se sentía completamente sola.
El repentino timbre del teléfono le hizo dar un respingo. Estaba temblando por dentro, y no muy segura de poder mantener un tono de voz lo suficientemente firme. Aspirando profundamente, contó hasta diez antes de responder.
—¿Diga?
—Hola, Paula. Soy tu hermano Ronnie.
—Hola, Rodrigo —lo saludó, enternecida—. ¿Qué tal estás?
—¿Qué tal estás? Rodrigo está bien.
Estaba repitiendo sus palabras. No siempre lo hacía; solo cuando estaba alterado, o inquieto.
Y, a veces, sin ninguna razón aparente.
—Me alegro de que me hayas llamado.
—Me alegro de que me hayas llamado. Rodrigo te echa de menos.
—Y yo a ti. ¿Has visto la tele esta noche?
—Ver la tele esta noche. Sí. Samantha, la bruja, mueve muy bien la nariz. Es muy graciosa.
—Sí que lo es.
—Es muy graciosa. Quiero volver a casa.
Paula sintió una punzada de culpa, añadida a la carga de confusión y frustración que venía torturándola. Había sido precisamente por Rodrigo por lo que había vuelto a Shreveport, después de la muerte de su padre. Había querido que su hermano pudiera seguir pasando los fines de semana en casa, como había hecho siempre. Incluso durante sus ausencias, su padre siempre había dejado a una niñera en casa, de viernes a domingo, para que le hiciera compañía y cuidara de él.
Y ahora ella lo estaba desatendiendo. Pero no quería tenerlo allí aquel fin de semana. Si acaso llegaba a percibir su estrés, su reacción sería imprevisible.
—Iré a verte mañana, Rodrigo. Haremos algo divertido.
—Vendrás a ver a Rodrigo mañana.
—Sí. Mañana. Después de desayunar. ¿Qué te parece?
—Sí. Me gustaría.
Hablaron durante unos cuantos minutos más, y las repeticiones se hicieron menos frecuentes.
Con la promesa su visita, Rodrigo se había quedo mucho más relajado. Era tan fácil de contentar... Sucediera lo que sucediera entre Mariano y ella, tendría que asegurarse de que Rodrigo pasara en casa todos los fines de semana, tal y como siempre había hecho.
Su propio nivel de ansiedad se había mitigado un tanto para cuando colgó el teléfono. Pensó en tomar una cena ligera, acompañada de una copa de vino, y leer durante un rato hasta que se quedara dormida. Con un poco de suerte, Mariano tardaría en volver.
Pero no fue en Mariano en quien pensó mientras, minutos después, sacaba un pedazo de queso de la nevera y una caja de galletas saladas del armario. Al menos directamente.
Fue Karen Tucker quien asaltó sus pensamientos. La mujer que había llevado encima, el día de su asesinato, un papel con su nombre y su número de teléfono.
¿De qué habría hablado con Mariano durante las últimas semanas, en aquellas catorce llamadas que le había hecho? ¿Y qué habría pensado decirle a Paula? De haber sabido las respuestas a esas dos preguntas, habría podido tomar una decisión con mucha mayor facilidad.
Pero, por desgracia, los muertos no hablaban.
INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 25
Pedro se hallaba repantigado en su silla, con un pedazo de pizza en la mano mientras examinaba las notas que tenía diseminadas por su viejo escritorio de la comisaría. Aquellos informes no solían abrir el apetito. No importaba.
Cuando trabajaba en un caso que lo absorbía apenas probaba la comida.
El asesino era un canalla. Era lo mejor que podía decir de él cuando pensaba en el monstruo que había matado a Karen Tucker y a tres mujeres más durante los ocho últimos meses. Todas desangradas de un solo corte en la carótida izquierda. Todos los cuerpos encontrados a unos cinco kilómetros uno del otro. Todas morenas. Todas jóvenes. En los tres primeros asesinatos, se habían encontrado restos de peróxido de hidrógeno en piel y cabello, probablemente utilizado para limpiar la sangre de los cadáveres. Al parecer los cortes, heridas y desgarros en los genitales eran anteriores a la muerte, como si el asesino hubiera sometido a las jóvenes a una cruel tortura. Aquel hombre debía de odiar a las mujeres. Como si pensara que todas debían ser castigadas y hubiera decidido asumir el papel de verdugo.
Los informes del forense también indicaban que las víctimas habían sido drogadas con barbitúricos antes de morir, probablemente para evitar que se resistieran. No había señal alguna de violación. Para complicar todavía más el panorama, se habían encontrado restos diversos de saliva, orina y pelo en mínimas, casi imperceptibles cantidades, en los mismos cuerpos. Una mezcolanza de ADN. Y, en cada víctima, un surtido diferente.
Pero Karen Tucker no había sido torturada. Su cuerpo no había sido desnudado, ni el asesino había lavado la sangre. Aparentemente no lo había movido del mismo lugar donde la había asesinado, al contrario que había hecho con los demás. Pedro se pasó una mano por el cuello.
Tenía los músculos tensos y doloridos.
—¿Que estás haciendo aun aquí? Creía que esta noche ibas a salir con aquella periodista de la tele.
Se volvió para descubrir a Corky en la puerta de su minúsculo despacho.
—Cancelé la cita. Pensé que acabaría en un desastre seguro, con este maldito caso atormentándome.
—Te entiendo —Corky aparto la caja de pizza y se sentó en una esquina del escritorio. Sin esperar su permiso, se sirvió un pedazo.
—No consigo entender a este tipo —le confesó Pedro.
—El maldito Freddy. ¿Que tal te fue en tu segunda cita del día con la señora Chaves?
—Sigue afirmando que no sabe nada sobre las llamadas.
—¿Te pareció convincente? —inquino Corky, mordiendo su porción de pizza.
—Mucho. El número de teléfono es del estudio taller de su marido, encima del garaje.
—Así que el médico y la enfermera mantenían charlas íntimas por la noche.
—Eso parece.
Corky se llevó otro pedazo de pizza a la boca y se limpió con la servilleta.
—Y la esposa en casa, sin saber nada. Hasta que de repente la enfermera toma la decisión de llamar a la esposa. Por eso llevaba su nombre y su teléfono en el bolsillo. Bingo. La pobrecita enfermera muere. ¿No se parece terriblemente al caso de este último año... entre el alto ejecutivo y la secretaria?
—Sí, las semejanzas son asombrosas. Aparte de que durante nuestra última conversación, Paula admitió haber recibido una llamada anónima el jueves por la mañana, informándola de que su marido era un mentiroso y un impostor.
—Justo lo que a una esposa le encanta escuchar. ¿Y bien? ¿Cuándo vamos a hablar con ese mentiroso y ese impostor?
—¿Qué te parece el lunes por la mañana?
—Yo había pensado en hacerlo mañana mismo —le confesó Corky—. El domingo es un día tan bueno como cualquier otro.
—Sí, pero si esperamos un poco, conseguiremos poner algo más nervioso a nuestro médico. Sobre todo después de que Paula le diga que nosotros sabemos que estuvo hablando con la víctima varias veces durante las últimas semanas. Además, antes me gustaría informarme mejor sobre su persona.
—¿Realmente no crees que el doctor Chaves sea el asesino en serie, verdad?
—Es bastante improbable. ¿Y tú?
—También lo dudo. Supongo que se trata de una aventurilla sin importancia. Además, si tuviéramos que encerrar a todos los doctores, la gente tendría que empezar a automedicarse.
Pedro recogió el fajo de fotografías de la escena del crimen. Pese a que antes las había estado estudiando concienzudamente, seguían resultándole igual de estremecedoras. El doctor Chaves no le caía bien, principalmente porque dormía con Paula todas las noches. Pero no podía imaginársela casada con un asesino en serie como Freddie.
—Ese tipo es un demente, un tipo absolutamente trastornado —comentó Corky, inclinándose sobre el escritorio para ver mejor las fotos—.Y los médicos no suelen estarlo. No puedo esperar a ver en acción a nuestra sensual especialista en perfiles criminales. A ver qué nos dice.
—Lo sabremos muy pronto.
—No sé lo que nos dirá ella, pero yo creo que ese tipo se ha escapado de algún manicomio.
—Es tan peligroso como inteligente. Eso es lo único que sé.
Corky se apartó de la mesa y empezó a pasear por la minúscula habitación.
—Y no deja pistas, así que... ¿por dónde vamos a empezar a buscarlo?
—No tenemos más remedio que empezar por las víctimas. Quiero saberlo todo sobre Karen Tucker. Los amigos que tenía, adónde solía ir por las noches… el mismo tipo de información que hemos reunido sobre las otras víctimas. Tiene que existir algún vínculo entre todas ellas.
—Una maestra de colegio, una stripper, una jockey y una enfermera. Va a ser difícil encontrarles un nexo común.
—Ese tipo tuvo que conocerlas en alguna parte, frecuentar sus respectivos ambientes... al menos lo suficiente como para atraer su atención.
—Y tal esta misma noche se disponga a escoger a su próxima víctima. Me pregunto dónde estará ahora mismo el doctor Chaves...
—Sin duda alguna en su casa, cenando con su mujercita —repuso Pedro con un tono de excesiva amargura, no justificado por la situación. Se dio cuenta de ello por la cara que puso su compañero.
—Sigues colgado de esa mujer. Vamos, admítelo, colega. Esta noche te encantaría estar allí, haciéndoselo...
—Si quisiera hacérselo a alguien, como tú dices, no estaría aquí ahora mismo, escuchándote.
—Y pensando en la mujer del médico.
—Déjalo ya, ¿quieres?
—De acuerdo. Tú conoces a esa mujer, ¿no? Si nos ponemos en la remotísima posibilidad de que el doctor Chaves sea Freddy, ¿crees que ella sospecharía algo?
Pedro pensó en la conversación que había mantenido aquella tarde con Paula. Sabía que era una mujer inteligente, pero también demasiado confiada, dispuesta a pensar siempre lo mejor de su marido.
—Supongo que las buenas esposas son todas iguales. Ven solo lo que quieren ver y se creen solo lo que se quieren creer... hasta que la verdad les estalla en la cara.
Pedro sentía crecer la inquietud en su interior, como pequeños pinchazos de dolor infiltrándose en su cerebro. Estaba prácticamente convencido de que Mariano no era el asesino múltiple, pero no podía descartar una mínima, casi inexistente, posibilidad de que lo fuera. La tentación de llamar a Paula resultaba casi irresistible, pero... ¿qué podía decirle que no le hubiera dicho ya? ¿Que se apartara de aquel tipo porque existía una posibilidad entre un millón de que fuera un asesino?
Recogió las fotos y volvió a guardarlas. Paula sabía dónde localizarlo y tenía su teléfono móvil. No podía hacer más. En aquel preciso instante sonó el teléfono. Lo descolgó, medio esperando que fuera Paula. Era el forense.
—Menos mal. Esperaba poder localizarte en la comisaría.
—¿Qué pasa? —inquirió Pedro, sorprendido de recibir el informe de la autopsia a una hora tan tardía.
—Acabo de terminar con Karen Tucker y he descubierto algo importante. Tanto que pensé que querrías enterarte lo antes posible.
—Suéltalo ya.
—Estaba embarazada de cuatro meses.
INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 24
El padre de Paula había hecho levantar el apartamento del garaje como regalo de cumpleaños, cuando cumplió doce. Lo había construido con una entrada separada, a la que se accedía por una escalera exterior, de hierro forjado, en forma de caracol. Constaba de una gran habitación con una pequeña cocina al fondo, un dormitorio y un cuarto de baño.
Desde el principio le había encantado. Allí había hecho galletas de chocolate con sus amigas y se había divertido con ellas, riendo y poniendo la música todo lo alta que habían querido. Había sido el lugar ideal para las vacaciones de verano. El refugio idóneo de las confidencias de los primeros besos y de los primeros amoríos de colegio.
Más tarde se convirtió en un buen lugar para pasar las noches de los viernes con sus compañeras de instituto, atreviéndose por primera vez con el alcohol. Esto último no había sido fácil, debido a la constante vigilancia de su padre o de sus tíos Gloria y Juan. Pero, como todos los adolescentes, Paula y sus amigas habían desplegado la creatividad necesaria para eludirla.
Una vez que comenzó sus estudios universitarios, el apartamento se había quedado vacío… hasta la noche en que Pedro la acompañó hasta allí y… Su mano se tensó sobre la barandilla de la escalera exterior.
Maldijo en silencio a Pedro. Maldijo los recuerdos que nunca habían llegado a desaparecer del todo. Ni siquiera cuando, al casarse con Mariano, se esforzó por concentrarse en el presente. Y en el futuro que tenían por delante.
Ahora, en cambio, tenía la sensación de que casarse con Mariano había sido el peor error de todos. Habían intercambiado votos y hecho solemnes promesas de fidelidad y de confianza. Confianza. Aquella palabra parecía burlarse de ella mientras terminaba de subir la escalera de caracol que llevaba al apartamento. Allí estaba, moviéndose sigilosamente, como un ladrón en la oscuridad, temerosa de lo que pudiera descubrir...
Le temblaban los dedos cuando giró la llave en la cerradura. La puerta no se abrió. Sacó la llave y la miró, asegurándose de que no se había equivocado. Era esa. No había la menor duda.
Lo intentó de nuevo, en vano. Mariano había cambiado la cerradura sin decirle una sola palabra.
Volvió a casa. Probablemente después se pondría furiosa, pero en aquel momento lo único que experimentaba era un abrumador sentimiento de traición. Durante todo aquel tiempo se había estado esforzando por hacer que su matrimonio funcionara, por comprender las necesidades de su marido y por recuperar algo de la pasión que en un principio había ardido entre ellos. Y, mientras tanto, Mariano se había aislado literalmente de ella.
Se había aislado, encerrado. Se había rodeado de mentiras y engaños. Su matrimonio, o lo poco que quedaba del mismo, se le estaba escapando de las manos.
domingo, 21 de julio de 2019
INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 23
Paula se hallaba frente a la ventana de la cocina, contemplando el crepúsculo, cuando oyó abrirse la puerta del garaje. No se había movido de allí desde que regresó de la cafetería, dando vueltas y más vueltas a la posibilidad de que Mariano le hubiera mentido acerca de Karen Tucker.
No era justo juzgarlo antes de haber oído su versión de la historia, pero no podía evitar el mal presentimiento que le revolvía el estómago, las dudas que asaltaban su mente. Si le había mentido acerca de aquello, ¿sobre qué otras cosas más lo había hecho? ¿Sobre otras mujeres? ¿Sobre lo que hacía por las noches cuando se ausentaba de casa? ¿Sobre los sentimientos que albergaba hacia ella? ¿Acaso aquella llamada anónima había dicho la verdad y su matrimonio era realmente una farsa, una continua mentira? Esa noche Mariano tendría que darle una explicación, mal que le pesara.
Esperó hasta que oyó abrirse la puerta de la cocina.
—¿Qué haces ahí, en lo oscuro? —le preguntó, a su espalda. Y, sin esperar su respuesta, encendió la luz.
Se volvió para mirarlo. Era el hombre con quien dormía, con quien hacía el amor, con quien había jurado compartir su vida. Y, aun así, era como si lo estuviera viendo por primera vez.
—Pensando.
—Te he echado de menos —se le acercó por detrás. Deslizando las manos por su cintura, la atrajo hacia su pecho.
—Me viste al mediodía.
—Desde entonces han pasado horas.
—¿Recuerdas lo que estuvimos hablando, Mariano?
Apoyando la barbilla en su hombro, le dijo al oído.
—Por supuesto, corazón. Hablamos del centro, de Janice, de Javier Castle y de tu engorroso encuentro con ese policía. ¿Como se llamaba?
—Pedro Alfonso.
—Sí, un viejo amigo tuyo, según dijiste. Aunque no estoy muy seguro de que se esté comportando como tal.
—Me llamó esta tarde.
Mariano le soltó bruscamente la cintura.
—¿Qué quería esta vez? Espero que no te haya hecho más preguntas.
—Algunas. Quedé a tomar un café con él.
—¿Te pareció necesario?
—Sí. Me enseñó la relación de llamadas que había hecho Karen Tucker.
—Así que se trata de eso —se acercó a la barra y se sirvió una copa—. ¿Que es lo que te contó exactamente ese policía?
—Parece ser que Karen Tucker no solamente llevaba encima mi nombre y mi número de teléfono, sino que además telefoneó a casa catorce veces durante las tres últimas semanas. Siempre por las noches, o en fines de semana. No a nuestra casa exactamente, sino a tu estudio-taller.
—¿Eso es todo lo que te dijo?
—No. Me comento que Karen había trabajado de enfermera en el hospital Mercy; hasta hace cerca de un mes.
—Así que inmediatamente pensaste lo peor de mí. Yo habría esperado otra cosa, Paula. Habitualmente eres tan razonable.
—¿Razonable o ingenua?
—Ingenua no, desde luego. Eres demasiado inteligente.
«Al parecer no lo bastante», pensó ella.
—Conocías a Karen, ¿verdad?
—Creo que deberíamos sentarnos en el salón y hablar de todo esto como dos seres racionales.
—Ahora mismo no me siento precisamente muy racional, Mariano. Solo quiero saber por qué me mentiste al asegurarme que no la conocías.
—Dudo que sea tan importante. Simplemente quería ahorrarte una serie de molestos detalles.
—¿Ah, sí? Pues estoy segura de que a la policía tampoco le gustará que se los ahorres.
—Los policías son unos estúpidos. Estoy convencido de que les encantaría descubrir algo extraño en mi relación con Karen. Lamentaré decepcionarlos.
—¿Entonces qué tipo de relación mantenías con ella?
Apuró la bebida de un trago y dejó la copa sobre la mesa.
—Para decirlo sencillamente, Karen era una joven trastornada. Yo me limitaba a mostrarme amable con ella en el trabajo, como con todo el mundo. Después de marcharse del Mercy, empezó a llamarme a todas horas. Intenté hablar con ella, pero al parecer necesitaba más ayuda de la que yo podía proporcionarle. Le recomendé que acudiera a un especialista, a un psicólogo.
—¿Lo hizo?
—No que yo sepa.
—Debiste haberme contado todo eso esta mañana, cuando te pregunte si la conocías.
—Y lo habría hecho de haber sabido que llegaríamos a esta situación.
—¿Situación, dices? Esa mujer está muerta ¿Es que no te importa?
—Claro que me importa. Me duele cada vez que pierdo a un paciente, por ejemplo. Pero la muerte es algo a lo que, por fuerza he tenido que acostumbrarme.
—Karen Tucker no murió simplemente. Alguien la asesinó.
—Y es una gran desgracia, pero no tiene nada que ver con nosotros, Paula. No hagas un problema donde no lo hay.
—Creo que deberías llamar a Pedro y decirle exactamente lo que me has contado a mí.
Mariano se tensó visiblemente.
—Yo no le debo explicación alguna a la policía. Se trata de mi vida privada, y no es asunto suyo.
—Ellos no lo verán de esa manera.
—Pues entonces que vayan a mi oficina y me interroguen allá. Pero creo que emplearán mejor el tiempo buscando al asesino, en vez de molestar a un hombre que no ha hecho más que intentar ayudar a una desgraciada joven —tranquilizándose un tanto, extendió una mano y la tomó nuevamente de la cintura—. Te propongo que cambiemos de tema. Cenemos tranquilamente a la luz de las velas. Con un poco de suerte, si no me llaman para alguna emergencia, podrás ponerte ese conjunto de lencería negro para mí y yo procuraré hacerte olvidar todo lo relacionado con Pedro Alfonso y sus incomodas insinuaciones.
Paula se estremeció de solo pensarlo. Tal vez Mariano hubiera tenido buenas razones para mentirle, pero ella seguía sintiéndose traicionada. Quizás ahora más que antes, cuando sabía que había estado hablando con aquella mujer noche tras noche mientras ella lo esperaba sola, en su cama, atormentándose con los problemas de su relación. Y ni una sola vez le había mencionado su nombre. La confianza era un asunto muy delicado. Sin confianza todo se derrumbaba. Para Mariano el acto de hacer el amor sería una liberación, un desahogo.
Esperaría que Paula respondiera con pasión pero ella sería incapaz de fingir.
Mariano sirvió dos copas de vino y le propuso un brindis.
—Por nosotros.
A Paula le tembló la mano cuando chocó su copa. Antes de que tuvieran tiempo de dar el primer sorbo Mariano recibió una llamada de emergencia. Nada más mimar el número, sacudió la cabeza con gesto frustrado.
—¿Otra emergencia? —inquirió casi esperanzada, para que así tuviera que regresar al hospital.
—Muy probablemente.
Paula esperó en la cocina mientras él atendía la llamada desde el gabinete. Instantes después volvió a reunirse con ella.
—Es uno de los pacientes que tengo hospitalizados. Y es urgente.
Paula asintió con la cabeza.
—Puede que vuelva tarde.
—Ya estoy acostumbrada.
—Es la maldición de la esposa de un médico. Detesto tener que dejarte sola después de todas las molestias que te ha causado ese policía.
—Pedro no... —se interrumpió, prefiriendo cambiar de tema. Mariano ya tenía las llaves en la mano—. No te preocupes. Estaré perfectamente.
Lo observó marcharse. Acto seguido se encaminó a su habitación, deteniéndose para recoger el bolso y las llaves, que había dejado en la mesa del pasillo. Con las llaves en la mano, cambió de idea y pensó en abrir la puerta que comunicaba con el apartamento situado encima del garaje.
Habían pasado semanas desde la última vez que había estado allí, cuando Mariano estuvo equipando su cuarto de revelado. El apartamento estaba solo a unos pasos de donde se encontraba en aquel instante, al otro lado de la puerta trasera, arriba de la escalera exterior de caracol adosada al edificio. Aquel era la zona privada de Mariano, y ella, ante todo, respetaba su intimidad. Pero eso había sido antes de sus mentiras.
Con las llaves en el bolsillo volvió a la cocina, hacia la puerta trasera. Había demasiados secretos entre ellos. Ella era su esposa. Y aquella era la casa de su familia. Tenía todo el derecho del mundo a entrar allí. Además, solamente se trataba de un espacio en el que Mariano se relajaba, practicando su afición favorita: la fotografía. Desde luego, no se iba a encontrar allí al fantasma de Karen...
Y, sin embargo, tenía una extraña premonición.
Un mal presagio.
INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 22
Mariano aparcó en el taller de lavado y bajó de su deportivo. Se estaba poniendo el sol. Los empleados del taller acababan de lavárselo, pero él prefería darle personalmente la última mano de limpieza. Echó unas monedas en la aspiradora automática y se dedicó a limpiar concienzudamente el maletero. Cuando terminó, las esterillas de goma del fondo parecían tan limpias como el primer día. Satisfecho, abrió la puerta del conductor.
Oyó un vehículo detenerse a su lado. Prefirió no mirar. De ese modo, no daría pie a conversación alguna, por insustancial que fuera. Jamás podía entender por qué un par de completos desconocidos podían trabar conversación solo porque coincidieran en un mismo lugar, o en una misma tarea, como la de limpiar su coche.
—¿Doctor Chaves?
La llamada lo sobresaltó, haciéndole dar un respingo. Se tragó la maldición que a punto estuvo de brotar de sus labios y se volvió para descubrir a uno de los jóvenes camilleros del hospital. Era un chico alto y fornido. Mariano lo había visto unas cuantas veces, pero no recordaba su nombre.
—Hola. Supongo que también usted estará preparando el coche para el fin de semana —le comentó, viéndose obligado a dirigirle la palabra.
—Sí, claro. Pero me sorprende verlo aquí. No sabía que los doctores utilizaran la máquina autoservicio...
—Solo si quieren asegurarse de que su coche esté bien limpio.
—Sé a lo que se refiere. Si quiere, puedo ayudarlo. Estoy acostumbrado a ensuciarme las manos.
—No, prácticamente ya he terminado.
—Tengo un par de cervezas frías en el maletero. ¿Le apetece una?
Una cerveza fría. No era su bebida preferida, pero había tenido un día muy duro. Estaba tenso. Sus planes se habían visto trastornados primero por su precipitada cita con Javier Castle y luego con la conversación con Paula, acerca de Pedro Alfonso.
—Gracias, sí. Me vendría muy bien.
El joven camillero le tendió la cerveza. Mariano sacó un pañuelo de papel de la guantera y limpió bien la boca de la botella antes de llevársela a los labios. Estaba tan fría como le había asegurado.
—¿Se ha enterado de lo de Karen Tucker? —le preguntó el camillero en el instante en que Mariano estaba dando el segundo trago.
A punto estuvo de ahogarse. Tosió varias veces y se manchó de cerveza la pechera de la camisa. Maldijo en silencio.
—Lo entiendo, no hace falta que me diga nada —apuntó el joven—. Yo no la conocía muy bien, pero me quedé de piedra cuando me dijeron que la habían asesinado.
—Sí, fue un verdadero shock para todos.
—Era una mujer muy guapa. Muy simpática. Siempre estaba sonriendo. Y cuando te sonreía, casi te hacía sentir que eras alguien. Te ponía contento. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Sí, creo que sí.
—Espero que encuentren al tipo que le hizo eso y lo cuelguen de las pelotas.
—Estoy seguro de que no utilizarán esa forma de castigo.
—Vaya, pues lo siento. ¿Cree que pudo tratarse de alguien a quien ella conocía? Suele pasar. En la televisión dicen que la mayoría de los asesinatos de ese tipo suelen cometerlos amantes o parientes de la víctima.
—No estoy al tanto de esos detalles —Mariano dio otro trago a su botella—. Bueno, tengo que seguir limpiando. Muchas gracias por la cerveza.
—Ha sido un placer.
Mariano volvió a echar unas monedas en la máquina y se dedicó a limpiar con la aspiradora las esterillas de goma del suelo del coche. No necesitaba estúpidas conversaciones. Lo que necesitaba era un martini seco, un descanso del trabajo y pasar algún tiempo a solas con su esposa. Placeres sencillos, pero difíciles de conseguir.
Y, más tarde, ascendería por la escalera metálica de caracol y se refugiaría en su santuario privado… para disfrutar de placeres bastante más complejos.
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