domingo, 21 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 22



Mariano aparcó en el taller de lavado y bajó de su deportivo. Se estaba poniendo el sol. Los empleados del taller acababan de lavárselo, pero él prefería darle personalmente la última mano de limpieza. Echó unas monedas en la aspiradora automática y se dedicó a limpiar concienzudamente el maletero. Cuando terminó, las esterillas de goma del fondo parecían tan limpias como el primer día. Satisfecho, abrió la puerta del conductor.


Oyó un vehículo detenerse a su lado. Prefirió no mirar. De ese modo, no daría pie a conversación alguna, por insustancial que fuera. Jamás podía entender por qué un par de completos desconocidos podían trabar conversación solo porque coincidieran en un mismo lugar, o en una misma tarea, como la de limpiar su coche.


—¿Doctor Chaves?


La llamada lo sobresaltó, haciéndole dar un respingo. Se tragó la maldición que a punto estuvo de brotar de sus labios y se volvió para descubrir a uno de los jóvenes camilleros del hospital. Era un chico alto y fornido. Mariano lo había visto unas cuantas veces, pero no recordaba su nombre.


—Hola. Supongo que también usted estará preparando el coche para el fin de semana —le comentó, viéndose obligado a dirigirle la palabra.


—Sí, claro. Pero me sorprende verlo aquí. No sabía que los doctores utilizaran la máquina autoservicio...


—Solo si quieren asegurarse de que su coche esté bien limpio.


—Sé a lo que se refiere. Si quiere, puedo ayudarlo. Estoy acostumbrado a ensuciarme las manos.


—No, prácticamente ya he terminado.


—Tengo un par de cervezas frías en el maletero. ¿Le apetece una?


Una cerveza fría. No era su bebida preferida, pero había tenido un día muy duro. Estaba tenso. Sus planes se habían visto trastornados primero por su precipitada cita con Javier Castle y luego con la conversación con Paula, acerca de Pedro Alfonso.


—Gracias, sí. Me vendría muy bien.


El joven camillero le tendió la cerveza. Mariano sacó un pañuelo de papel de la guantera y limpió bien la boca de la botella antes de llevársela a los labios. Estaba tan fría como le había asegurado.


—¿Se ha enterado de lo de Karen Tucker? —le preguntó el camillero en el instante en que Mariano estaba dando el segundo trago.


A punto estuvo de ahogarse. Tosió varias veces y se manchó de cerveza la pechera de la camisa. Maldijo en silencio.


—Lo entiendo, no hace falta que me diga nada —apuntó el joven—. Yo no la conocía muy bien, pero me quedé de piedra cuando me dijeron que la habían asesinado.


—Sí, fue un verdadero shock para todos.


—Era una mujer muy guapa. Muy simpática. Siempre estaba sonriendo. Y cuando te sonreía, casi te hacía sentir que eras alguien. Te ponía contento. ¿Sabe lo que quiero decir?


—Sí, creo que sí.


—Espero que encuentren al tipo que le hizo eso y lo cuelguen de las pelotas.


—Estoy seguro de que no utilizarán esa forma de castigo.


—Vaya, pues lo siento. ¿Cree que pudo tratarse de alguien a quien ella conocía? Suele pasar. En la televisión dicen que la mayoría de los asesinatos de ese tipo suelen cometerlos amantes o parientes de la víctima.


—No estoy al tanto de esos detalles —Mariano dio otro trago a su botella—. Bueno, tengo que seguir limpiando. Muchas gracias por la cerveza.


—Ha sido un placer.


Mariano volvió a echar unas monedas en la máquina y se dedicó a limpiar con la aspiradora las esterillas de goma del suelo del coche. No necesitaba estúpidas conversaciones. Lo que necesitaba era un martini seco, un descanso del trabajo y pasar algún tiempo a solas con su esposa. Placeres sencillos, pero difíciles de conseguir.


Y, más tarde, ascendería por la escalera metálica de caracol y se refugiaría en su santuario privado… para disfrutar de placeres bastante más complejos.




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