viernes, 5 de julio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 52




Como si no fuera suficientemente malo que su relación con Paula hubiera terminado, Pedro llegó a su casa el jueves por la noche y se la encontró destrozada. Jeremias había hecho su fiesta, era evidente. Y aún no había terminado, ya que el chico y dos de sus amigos estaban tumbados junto a la piscina.


Pedro contempló indignado las manchas en sus alfombras, el agujero en la pared del salón y una lámpara rota y vociferó:
—Jeremias Garrity, ¿qué demonios has hecho con mi casa?


Los tres jóvenes se levantaron de un brinco de las tumbonas y entraron corriendo en la casa. Jeremias palideció al ver la furia en el rostro de Pedro.


—Has vuelto antes de tiempo.


—No me digas, Sherlock —dijo él y fulminó a los otros dos chicos con la mirada—. Poneos a limpiar o marchaos de aquí, ¡ya!


Los dos salieron corriendo tan rápidamente, que Pedro casi no registró sus rostros.


—Lo siento, Pedro, supongo que se me fue un poco de las manos. He limpiado casi todo, pero me quedaban algunas cosas por hacer —dijo Jeremias débilmente.


¿Que había limpiado casi todo? Pedro sacudió la cabeza sin dar crédito y miró al joven. Pero no lograba estar realmente enfadado con él, era como si su ira se hubiera desvanecido. ¿Qué importancia tenían un par de manchas en una alfombra en comparación con el desastre que era su vida en aquel momento?


Había perdido a Paula para siempre. Y no sólo porque él no era el hombre que ella buscaba, sino porque le había mentido.


«Eres un imbécil», se dijo.


Pero aunque una parte de sí se flagelaba a sí mismo, otra parte no dejaba de pensar en la confesión de Paula. Ella lo había considerado bueno para una aventura desenfrenada, pero para nada más.


Eso le dolía profundamente. Así que quizás era mejor que ella no le hubiera perdonado por mentirle y lo hubiera echado de su vida. Porque, en ese punto, él no estaba seguro de si lo quería a él, a Pedro Alfonso, o una imagen del hombre responsable y maduro que ella se había propuesto encontrar.


—Un amigo tiene un hermano que puede repararte el agujero de la pared —dijo Jeremias, recogiendo basura y su ropa, que estaba desperdigada por varias partes—. Vendrá mañana a arreglarlo.


—Olvídalo —respondió Pedro, restregándose los ojos con agotamiento.


Jeremias se irguió y lo miró fijamente a los ojos.


—No, era mi responsabilidad. Pagaré la reparación.


Pedro observó su expresión seria y supo que lo decía de verdad. Asintió con la cabeza.


—Tu moto sigue aparcada donde la dejaste. Paula tiene las llaves.


El chico sonrió.


—Bueno, ¿y qué, ha funcionado? ¿Estáis juntos?


Pedro no pudo contener una amarga carcajada mientras subía a su dormitorio.


Después de limpiar todo lo que pudo, Jeremias recogió sus cosas y se marchó. Pedro no se dio cuenta, se había encerrado en la habitación de invitados, donde guardaba su equipo de música.


La música siempre lo tranquilizaba, lo ayudaba a recuperar el equilibrio. Cuanto más dura fuera la melodía, más lo calmaba. Así que, aunque era jueves de madrugada, tocó a todo volumen. No le importaba que sus vecinos llamaran a la policía.


El viernes decidió no pensar en Paula y comprobó su correo, pagó las facturas pendientes y habló con una empresa que quería contratarlo para un proyecto. Por la noche, volvió a meterse en el estudio y tocó la guitarra, el bajo y el teclado, intentando resolver sus emociones de la manera que siempre lo había hecho.


El sábado comenzó a sentirse más tranquilo, a recuperar el control de sí mismo, o cierta cordura, al menos. Había pensado mucho acerca de los engaños y los malentendidos. 


Acerca de las palabras de ella y de las suyas propias.


Una cosa estaba clara: no podían dejar que las cosas entre ellos terminaran así.


Él amaba a Paula. No estaba dispuesto a dejarla marchar sin intentar que ella lo creyera. Y también creía sinceramente que ella lo amaba. 


O al menos amaba al Alfonso con el que había pasado las dos últimas semanas.


Así que, si él tenía que convertirse en ese hombre para recuperarla, lo haría.




CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 51





Paula sentía que la verdad le daba vueltas en la cabeza, enrevesada y sencilla a la vez. Si lo pensaba bien, resultaba hasta divertido, aunque en una manera un tanto retorcida.


En un principio, ella había decidido apartarse de Alfonso porque había creído que era un músico irresponsable y sin un céntimo.


Luego se había embarcado en una aventura con él precisamente porque era un músico irresponsable y sin un céntimo.


Y en aquel momento, al descubrir que no lo era, no sabía qué hacer.


—¿Sabes? La noche que te presentaste en La Tentación me había prometido a mí misma que no iba a tener más aventuras con «chicos malos». Y tú eras el ejemplo viviente del tipo de hombre del que quería mantenerme alejada.


—Pero cambiaste de opinión.


—Sí. Cuando Banks soltó la historia de que tú eras el vividor de espíritu libre que yo creía que eras, decidí tener una última aventura desenfrenada contigo para despedirme de ese tipo de vida. Después me convertiría en alguien maduro y responsable y encontraría alguien serio con quien poder construir un futuro.


Él apretó la mandíbula.


—¿Una aventura desenfrenada, era eso lo que querías?


Ella asintió.


—Ese domingo, cuando te ofreciste a quedarte, tomé la decisión de seducirte.


—Porque creías que era un buen candidato para una aventura. Sin ataduras, sin futuro... alguien de quien no podrías enamorarte.


No era así como ella se lo había planteado, o al menos, eso creía. Porque sonaba tremendamente duro dicho así.


—Y ahora que sabes que no lo soy, ¿sigues queriendo echarme de tu vida y buscar a alguien maduro, serio y responsable? —dijo él y se puso en pie, frustrado—. Esto es demasiado complicado. Primero me querías para una cosa, luego para otra completamente diferente... ¿Cómo demonios voy a saber lo que quieres? ¿Lo sabes tú acaso?


Ella también se puso en pie.


—¿Y cómo se supone que sé quién eres tú en realidad, cuando no has sido sincero conmigo?


La tensión podía sentirse en el ambiente. Paula tomó aire profundamente e intentó tranquilizarse, porque lo que realmente deseaba era abofetearlo por no ser quien ella creía que era. Y por ser exactamente lo que al principio creía que quería.


Le dolía la cabeza.


—¿Quieres saber quién soy? —dijo él al fin—. Pues voy a decírtelo.


Se acercó a ella y la sujetó de los hombros.


—Soy Pedro Alfonso, el empollón adolescente al que salvaste de una muerte segura en la cafetería del colegio hace más de nueve años; el chico que se enamoró completamente de ti en aquel preciso momento y en aquel preciso lugar; el que se volvió loco contigo una noche cuando contemplabas una hoguera en la playa.


Paula se quedó inmóvil, le resultaba muy difícil admitir sus palabras. ¿Estaba escuchando lo que creía que estaba escuchando? ¿Lo conocía de antes, había sido compañero suyo en el instituto?


—¿Estás diciendo que fuimos juntos al colegio? —preguntó, atónita.


—Durante un año. Yo iba a graduarme y tú estabas en el curso anterior a mí. Ni siquiera sabías que yo existía, era alguien demasiado aburrido, demasiado anodino, demasiado normal —dijo él y la sujetó con más fuerza—. Pero tú sí que existías para mí.


Paula estaba tan abrumada, que no podía hablar. 


No sabía qué decir. No lo había reconocido. Ni siquiera en ese momento lo reconocía.


—No te preocupes, sé que no me recuerdas. Y no hay razón para que lo hicieras. Casi nunca coincidimos, nunca nos conocimos oficialmente —dijo él con una risa forzada—. Y he cambiado mucho más de lo que has cambiado tú.


Como si se diera cuenta de que estaba agarrándola demasiado fuerte, Pedro la soltó y dio un paso atrás. Negó con la cabeza, murmuró algo para sí y se dio media vuelta para marcharse.


—Espera, Alfonso... No lo entiendo.


Él se detuvo, pero no se giró hacia ella.


—¿Quieres saber la auténtica razón, la razón principal por la que no te dije quién era en realidad?


—Sí.


Él se irguió y se cuadró de hombros, pero siguió sin volverse. Paula contuvo el aliento mientras esperaba la respuesta, alguna explicación que diera sentido a todo aquello.


Él habló en voz baja y ronca que ella casi no reconoció.


—No quería ver tu expresión de aburrimiento cuando te dieras cuenta de que yo no era el tipo de hombre que podía interesarte —dijo él y se detuvo unos instantes—. No quería volver a ser invisible para ti.


Paula sintió que se le aceleraba el pulso. ¿Ese hombre creía que podía ser invisible para ella?


—Alfonso...


—Es Pedro —le espetó él—. Rodrigo y Banks son los únicos que me llaman Alfonso.


Caminó hasta la puerta y agarró el pomo. Y entonces la miró. Su expresión era sombría, tenía los ojos entrecerrados.


—Siento haberte mentido, Paula. De veras que lo siento.


Abrió la puerta y, estaba a punto de salir, cuando dijo algo que dejó a Paula clavada en el suelo.


—¿Sabes? Eras tú. La chica del fuego en la mirada eras tú. Siempre has sido tú.


Y se marchó.




CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 50




Él no era un músico sin hogar. No era un artista muerto de hambre. No conducía una Harley ni vestía vaqueros rotos y camisetas de grupos de rock. No llevaba una vida despreocupada y no iba por el mundo sin atarse a nada y sin rendir cuentas a nadie.


Si acabara de conocerlo, Alfonso sería el hombre soñado de la nueva Paula Chaves, la versión madura y responsable. Pero no acababa de conocerlo. Y ella todavía era la Paula de siempre.


—¡Eres un maldito mentiroso!


Alfonso se la quedó mirando, pero no trató de defenderse.


—¿Estás diciéndome que tienes un coche aparcado a una manzanas de aquí? ¿Y que tienes una casa de lujo en Tremont?


—Sí.


—¿Y además eres ingeniero informático?


Él guardó las manos en los bolsillos, pero Paula pudo ver que estaba apretando los puños.


—Sí —afirmó él de nuevo.


Ella sacudió la cabeza, seguía sin poder creérselo. Se sentó en el sofá y se sujetó las piernas contra el pecho. Luego miró a Alfonso intentando comprender todo aquello.


Él había fingido ser un músico muerto de hambre mientras vivía allí y trabajaba como un perro durante semanas. Mientras tanto, tenía una casa en uno de las mejores barrios de la zona.


—¿Has estado jugando conmigo?


—No ha sido un juego. Tú necesitabas ayuda y yo quería ayudarte.


—Eso es ridículo. Me hiciste creer que no tenías empleo y buscabas uno.


—No me importa hacer trabajo físico, Paula.


Él sacó las manos de los bolsillos y se sentó en una silla frente a ella. Apoyó los codos sobre las rodillas y se inclinó hacia delante.


—Tú necesitabas ayuda. Y yo sabía que no aceptarías la mía si no creías que realmente necesitaba el trabajo, ¿me equivoco?


Ella elevó la barbilla y no contestó.


—Aquella noche de domingo... la noche en que bailamos sobre la barra...


—No se te ocurra recordarla —le espetó ella.


Él la ignoró.


—Esa noche, Banks se inventó esa condenada historia de que yo necesitaba un lugar donde alojarme y que no tenía nada en la vida.


—Sí, lo hizo. Supongo que le resultó muy divertido.


—A su manera, aunque fuera retorcida, estaba intentando ayudarme. Intentaba que yo tuviera una oportunidad contigo. Supongo que los dos nos imaginamos que, una vez que los conciertos del grupo terminaran, yo no tendría ninguna excusa para verte.


Ella sí hubiera tenido razones para seguir viéndolo, pero no dijo nada.


—Pero después de que él se inventara todas esas mentiras, tú las mantuviste.


—Iba a decirte la verdad cuando comenzaste a decir que realmente necesitabas ayuda. Pensé que, si conocías la verdad, me agradecerías educadamente la oferta, me echarías de tu lado e intentarías hacerlo todo tú sola.


Sí, seguramente eso habría hecho, pensó Paula. 


Se restregó los ojos con gesto cansado.


—Quizás tengas razón.


—Yo no quería mentirte. Pero tampoco quería marcharme. Y supe que, si tú creías que necesitaba de ti tanto como tú de mí, tendría una oportunidad para ver si podía suceder algo entre nosotros.



jueves, 4 de julio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 49





Hacía mucho tiempo que Pedro no tocaba él solo delante de público. Pero el jueves por la noche le resultó sencillo. Quizás fue porque, a pesar de la multitud que se había congregado para despedir a La Tentación, él no se fijó más que en Paula.


Ella estaba preciosa. Había decidido hacer honor al nombre del bar y se había vestido de rojo intenso. Todos los hombres babeaban por ella, pero su lenguaje corporal indicaba que ya tenía pareja. Y su pareja era él.


Pedro esperaba que ella siguiera sintiendo lo mismo al día siguiente, cuando le contara la verdad. Quería aclararlo todo antes de acompañarla a la boda de su hermana. Si no, no se sentiría capaz de conocer a su familia sabiendo que llevaba mintiéndole varias semanas. Así que iba a llevarla a su casa y a contarle todo. Y luego le pediría que viviera con él. Como su esposa.


Esa noche, conforme desgranaba su repertorio de canciones apasionadas, Pedro cantó con más sinceridad que nunca, porque en realidad le estaba cantando a Paula. Estaba dándole lo que ella le había pedido, entretener a los clientes, pero cada palabra apasionada de cada canción iba dirigida a ella. Y especialmente las que había creado para ella.


En los últimos días, había escrito una canción titulada En el jardín y la había tocado sólo para sí. No tenía intención de tocarla en público, y menos cuando aún estaba tan reciente. Pero si el mundo se acababa al día siguiente y ella decidía que el que le gustaba era Alfonso y no Pedro, el informático, quería asegurarse de que ella conocía sus sentimientos.


En cuanto comentó a cantar, Pedro supo que había captado su atención. Paula levantó la cabeza de su tarea y lo miró desde el otro extremo de la sala, inmóvil, escuchando atentamente sus palabras.


Pedro esperaba que las recordara al día siguiente.


Cuando terminó la canción, ella esbozó una sonrisa cargada de intimidad que decía que había comprendido, y apreciado, cada palabra.


Después de un rato más, Pedro decidió hacer un descanso. Casi era la hora de cerrar y, tal y como Paula había previsto, se habían quedado sin bebida hacía horas. Pero la gente no se había marchado, querían disfrutar de la amistad y la camaradería un poco más.


Pedro atravesó el local aceptando el agradecimiento de la gente y despidiéndose de los clientes habituales a los que había llegado a conocer en pocas semanas. Pero nunca apartó sus ojos de su objetivo, que lo observaba atentamente mientras se acercaba.


—Ha sido increíble —le dijo Paula cuando él llegó a la barra—. Y esa canción del jardín... es fabulosa.


Pedro no sabía si era por la luz de las lámparas o el reflejo de su vestido, pero Paula tenía las mejillas encendidas.


—¿La has escrito hace poco? —añadió ella.


Pedro aceptó la botella de agua que ella le ofrecía y asintió con una sonrisa de complicidad.


—Sí, hace muy poco.


Ella se ruborizó aún más. Pedro no pudo contener una risita.


Él se quedó allí durante media hora, hasta que la gente comenzó a marcharse. Después de todo, al día siguiente había que madrugar para ir al trabajo. Paula recibió multitud de abrazos y la hucha de las propinas se llenó a rebosar.


Pronto se quedaron sólo unos pocos clientes, además de Vicki, Dina, Rafael y Zeke, que se sentaron en la barra con unas cervezas que Zeke había reservado para ellos.


—Ha sido genial, Paula. Caray, voy a echar de menos este lugar —oyó Paula a su espalda.


Se dio la vuelta y vio a un joven al que no conocía y que le sonreía amigablemente.


—Ha sido una suerte que me llamaras hoy para examinar esa moto, o no me hubiera enterado de esta fiesta de despedida del local —añadió el joven.


Paula deseó que la tragara la tierra.


—Me alegro de que hayas podido venir —murmuró.


Pedro se puso en tensión, tenía un mal presentimiento.


—Pero no he podido hacer nada —continuó el extraño, hablando en voz muy alta para que se le oyera por encima de los clientes que aún quedaban en el local.


Se acercó a Pedro y añadió:
—No he podido hacer nada con esa Harley. Es una preciosidad, está en perfecto estado y ronronea como una gata. No sé por qué creíste que tenía algún problema —añadió y dejó un juego de llaves demasiado familiar para Pedro sobre la barra del bar.


Eran unas llaves que no había vuelto a ver desde que Banks se las había dado junto con la bolsa de ropa andrajosa.


Maldición, aquel joven estaba hablando de la moto de Jeremias, sin duda.


—Paula... —comenzó Pedro.


—¿Qué quieres decir con que está en perfecto estado? —preguntó ella secamente, mirando alternativamente al chico y a Pedro—. Tú me dijiste que estaba estropeada.


—¿Has llamado a un mecánico? —fue todo lo que Pedro logró articular, poniéndose a la defensiva.


—Tú no querías que te pagara.


—Porque no acepto dinero de las mujeres con las que me acuesto —le espetó él.


El chico silbó.


—Bueno, yo me voy de aquí.


El resto de los presentes no fueron tan considerados. De pronto el bar se quedó en silencio.


Paula se dio cuenta de que estaban llamando la atención de todo el mundo. Hizo una seña a su tío para que la sustituyera detrás de la barra y, mirando fijamente a Pedro, le dijo:
—Ven conmigo.


Pedro la siguió al apartamento mientras intentaba pensar en cómo explicarse. Las cosas estaban llegando a su fin antes de lo previsto, y desde luego, no como él lo había previsto. Paula estaba tensa y ofendida. Pedro deseó no empeorar aún más las cosas.


—Me mentiste con lo de que la moto estaba estropeada —le reprochó ella en cuanto entraron en el apartamento.


Él cerró la puerta detrás de él y asintió.


—Es cierto.


Ella se cruzó de brazos.


—¿Por qué?


Él se dio cuenta de que sólo podía contestarle la verdad, la pura y maldita verdad.


Y eso fue lo que hizo.




CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 48




Paula estaba sentada en una silla junto a la ventana. Aún no podía creérselo. Se había preparado para clausurar el local después del fin de semana y había logrado convencerse de que todo iría bien.


Pero con las últimas noticias, el final había llegado antes de lo previsto y la había pillado desprevenida. Si no terminaban toda la bebida esa noche, lo harían la siguiente. Así que, irremediablemente, La Tentación terminaría su andadura en menos de veinticuatro horas.


No lloró. No tenía lágrimas. Sólo se sentó junto a la ventana y contempló el jardín que su abuela había creado veinte años antes. Miró la pared en la que ella escalaba de pequeña, mientras sus padres atendían el bar y su hermana estaba dentro estudiando, siendo la niña buena.


Paula había pasado casi toda su niñez en aquel lugar con una familia que dedicaba las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, a su negocio. Se le había caído su primer diente al resbalarse de uno de los taburetes junto a la barra; había regresado allí todos los días después del colegio, había hecho las tareas del colegio en la cocina mientras su madre preparaba el asado irlandés por el que el Chaves’s Pub era famoso...


Su primera cita la había recogido al pie de aquellas escaleras, bajo la mirada atenta de sus padres y su tío Rafael. Y allí era donde había tenido su primer empleo... su único empleo. Y donde habían celebrado el velatorio de su padre, a la manera irlandesa, al que habían acudido unas trescientas personas, y que había durado toda la noche.


Eran muchos recuerdos, muchos fantasmas.


Seguía sin poder llorar, pero se dio cuenta de una cosa: no era el bar, ni el edificio, lo que iba a echar de menos. Ni tampoco a los clientes, ni el olor, ni los sonidos. Ni la libertad, la música o la diversión.


Era el pasado. Se había anclado tanto a ese lugar porque la unía a su pasado y a la gente que había significado tanto para ella y que la había abandonado. Era como si, quedándose en el lugar donde habían estado juntos por última vez, pudiera mantenerlos cerca de ella.


—Trabajar en el bar no es algo que te guste —se dijo en voz baja y supo que era cierto.


Lo que sucedía era que no había conocido ninguna otra forma de vida. Y había creído que, quedándose allí, mantenía viva a su familia. 


Pero una vez que sabía que iba a marcharse de allí, comenzaba a aceptar que todos esos recuerdos y esas vivencias que tenía tanto miedo de perder la acompañarían siempre, allá donde ella estuviera.


—¿Paula? —la llamó alguien a su espalda.


Era Alfonso. Había llegado tan silenciosamente, que ella no se había dado cuenta de que la había seguido hasta su apartamento.


—Hola.


—¿Estás bien? —preguntó él.


Ella asintió.


—Sí —dijo y soltó una risa forzada—. Al menos ahora no tengo que preocuparme de quién va a sustituirme la noche del sábado. No creo ni que tengamos bebida suficiente para toda esta noche.


Él se acuclilló al lado de ella y lo miró lleno de preocupación. La calidez de sus ojos y la ternura de su mirada la conmovieron profundamente.


No quería que aquel hombre se marchara de su lado. Lo amaba, aunque hubiera intentado convencerse de lo contrario. Y no estaba dispuesta a dejarlo salir de su vida.


—Me alegro mucho de que estés aquí —dijo ella al fin—. Has hecho que toda esta historia fuera más soportable para mí, ¿lo sabías?


—¿Puedo hacer algo más por ti?


Ella le acarició el cabello y le sonrió tímidamente.


—¿Qué te parece si me ayudas a hacer señales de «bebed hasta que se agoten las existencias»?


Él rió suavemente. Movió la cabeza hasta que la mano de ella estuvo sobre su mejilla y la besó en la palma.


—¿Harías algo más por mí, Alfonso?


—Cualquier cosa.


Paula quería que La Tentación se despidiera con elegancia.


—¿Tocarías esta noche? Sólo tú con tu guitarra, como si el bar fuera el Titanic y tú la orquesta...


Él no lo dudó un segundo.


—Por supuesto.


Ella sonrió y se lo agradeció con un movimiento de cabeza.


—¿Harías tú algo por mí? —le preguntó él—. Mañana, cuando todo haya terminado, ¿me acompañarás a un lugar? Quiero enseñarte una cosa... algo de lo que quiero hablarte. Creo que deberíamos aclarar algunas cosas.


Paula sintió curiosidad, pero estaba demasiado preocupada por salir adelante esa noche. Tenía que hacer muchas llamadas de teléfono e imprimir carteles. El rumor se extendería rápidamente, sólo necesitaba comenzarlo.



Ciertamente, tenía muchas cosas que hacer, pero una gran parte de ella quería quedarse junto a él un poco más.


—¿Qué dices, Paula? ¿Podremos hablar mañana?


Ella asintió.


—Claro que sí. Pero de momento...


—¿Sí?


Ella se arrodilló en el suelo frente a él y le rodeó el cuello con los brazos.


—De momento, quiero que me hagas el amor —dijo.


Se acercó a él y lo besó, intentando que el beso transmitiera todo lo que ella sentía pero que no sabía poner en palabras.


Sin decir nada, Alfonso se levantó, la subió en brazos y la llevó al dormitorio. Allí, la dejó suavemente sobre la cama y se tumbó junto a ella. Se sentía débil y hambriento, vacío y lleno al mismo tiempo.


Como siempre, Alfonso parecía saber justo lo que ella necesitaba y cómo lo necesitaba. Desde que se conocían, habían hecho el amor de muchas formas diferentes, y con muchos estados de ánimo distintos. Pero siempre desenfrenada y apasionadamente.


Esa vez fue increíblemente dulce.


Él la besó profundamente y fue quitándole la ropa poco a poco, acariciando cada centímetro de piel que quedaba al desnudo. Se concentró plenamente en darle todo el placer posible. Sus caricias eran perfectas, sus besos embriagadores. Paula sintió que todo su cuerpo se encendía de pasión, hasta que apenas pudo respirar por la intensidad de las emociones que él le provocaba.


—Todo va a salir bien, Paula, estarás bien —le susurró él, y se quitó su ropa.


—Lo sé —contestó ella.


Él la sujetó por la barbilla y la miró a los ojos mientras la penetraba lentamente. Paula se arqueó para acogerlo mejor y siguió sus movimientos, lentos y plenamente conscientes. 


Y se dio cuenta de que no había sabido lo que era hacer el amor hasta que lo había conocido a él.


Mientras salía y entraba de ella con dulce ansiedad, Pedro le besó la frente, las sienes, los párpados. Había tal belleza en sus acciones, que Paula se sintió abrumada. Por primera vez en muchos meses, Paula se entregó a las emociones que le llegaban de todas direcciones, sabiendo que estaba en los brazos de un hombre que la adoraba y la protegería.


Y por fin, se dejó ir. Dejó que todo fluyera. Incluidas las lágrimas que no había derramado en tanto tiempo.