sábado, 23 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 17





Paula se apoyó en la encimera del centro de la cocina, observando detenidamente cada movimiento de Pedro. Al principio parecía algo desorientado, abriendo y cerrando puertas, como si no supiera dónde estaban las cosas; solo se relajó un tanto cuando por fin puso a hervir la pasta y empezó a preparar la salsa de tomate con ajo y cebolla. Aún parecía un poco tenso, pero no más que cualquier otro hombre poco acostumbrado a cocinar. A pesar de todo, Paula aún sentía una punzada de culpabilidad por haber irrumpido en su vida tan bruscamente.


—No sé por qué no ha aceptado mi invitación para salir a cenar —le dijo.


—¿Acaso le gustan las hamburguesas y los chicken tenders?


—¿Es que no hay buenos restaurantes por aquí? —preguntó Paula


Pedro se volvió hacia ella, con un cucharón que goteaba salsa de tomate y gruesos goterones de sudor cayéndole por la frente. La joven no pudo reprimir una sonrisa al pensar en lo maravilloso que resultaba que alguien cocinara para ella.


—Dígame una cosa, cuando era pequeña, ¿le gustaba ir a restaurantes elegantes con sus padres, a comer cosas que no le gustaban, y encima sin poder menearse casi de la silla?


—No, lo que pasa es que me siento fatal por darle tanto trabajo. Me gustaría hacer algo para compensarle.


Paula enarcó una ceja con expresión irónica.


—¿Qué tal si usted y Flasher hacen la maleta y se largan?


—Directamente a Chicago, ¿no?


—Bueno, por lo menos tenía que intentarlo —gruñó, mientras removía la pasta para comprobar si estaba lista.


—¿Quién le enseñó a cocinar? —preguntó Paula intrigada.


—Mi hermana, la pobre todavía teme que un día muera de inanición. Por eso prácticamente me obliga a que cene en su casa una vez por semana.


—Ya, desde que murió su esposa, supongo.
Paula se dio cuenta de que inmediatamente se puso mortalmente pálido. «Pobrecillo», pensó conmovida, «¡cómo sufre!, y eso que ya han pasado tres años».


—Escuche —empezó Pedro tras un ligero carraspeo, esbozando su espléndida sonrisa una vez más—, lo tengo todo bajo control, de verdad. ¿Por qué no se sirve una cerveza y se la toma tranquilamente en la sala de estar? Puede poner la televisión si quiere.


—En otras palabras, lo que me está pidiendo es que me largue de la cocina, ¿no?


—Se lo digo solo por su bien. Soy un cocinero desastroso ¿no querrá que se le manche la ropa de salsa, no? —para que viera a lo que se refería, agitó el cucharón descuidadamente en el aire, de forma que cayeron unas gotas de tomate que por poco le salpicaron el traje.


—Ya me voy, ya me voy —dijo Paula—, pero mañana cocinaré yo, ese es el trato.


La joven salió de cocina, cruzó el recibidor y entró en el salón, donde se puso a curiosear.


No se veía ni rastro de las típicas fotos de familia. Le dolía pensar que su pena era tan fuerte que incluso había retirado hasta el último retrato de su esposa. Tal vez conservara alguno en su dormitorio.


Le llamó la atención un sonido que le resultaba familiar: atravesó el comedor para ver de dónde procedía.


—¡Toma esto! ¡Y esto otro! —oyó que exclamaba una voz infantil detrás justo del aparador—. ¡Muere, bestia repugnante!


Paula se encontró frente a lo que parecía una moderna y completísima instalación multimedia, con ordenador, equipo de música y televisor de pantalla gigante. Simon estaba sentado en una butaca, con la vídeo consola en la mano y sin apartar la vista de la pantalla.


—¿Es la Bestia Guerrera? —preguntó.


Simon se volvió hacia ella, asintiendo con un gesto y dirigiéndole una mirada suspicaz.


—Ojo con ese troll gigante de la derecha —le advirtió Paula


Simon volvió a concentrarse en el juego, manejando con pericia los mandos.


—¿En qué nivel estás? —le preguntó Paula.


—En el cuatro, me está costando pasar al quinto, no sé cómo atravesar el pozo de fuego.


—¿Lo has intentado con la espada? No, ojo, no debes usarla como si fuera un arma, ese es el truco. Si la tiras al pozo, las llamas se apagarán.


—¡Qué guay! —Simon la obedeció de inmediato, consiguiendo con ello pasar de nivel—. ¿Quieres jugar? —le propuso—. Tengo otro mando.


—Claro que sí —Paula se sentó a su lado sin hacerse de rogar.


El niño le dirigió una sonrisa, tímida al principio, pero franca y cálida enseguida. Un tibio calor le inundó el corazón: aquellos niños cada vez le gustaban más, pensó. Paula le devolvió la sonrisa y un segundo después los dos se pusieron a matar monstruos.




EN APUROS: CAPITULO 16




—¡Una semana! —casi gritó su sobrina.


—Solo serán seis días: lo conseguiremos.


Los cuatro estaban sentados en la salita: Pedro en el sofá con Kevin en su regazo, Belen a su lado y Simon en el suelo, con las piernas cruzadas. Todos tenían un aire bastante mustio.


—No entiendo por qué no se puede quedar en un hotel o algo así. ¿De verdad se cree que podemos actuar con naturalidad con una cámara permanentemente delante de nuestras narices? —preguntó Sean.


—Ya os he explicado porqué tienen que quedarse en la casa. Y en cuanto a las fotos, Flasher prometió que no os sacaría a ninguno de frente.


Pedro había insistido en aquel punto: quería evitar la posibilidad de que los reconociera algún vecino o amigo y que escribiera a la revista. 


Para estar más seguro, estaba dispuesto hasta a hacer desaparecer unos cuantos carretes.


—¡Y que graben cada palabra es casi peor! —se quejó su sobrino.


—No creo que P.E. nos grabe las veinticuatro horas del día. Supongo que sacará la grabadora solo cuando quiera hacerme alguna entrevista. No os preocupéis: lo único que tenéis que hacer es actuar con naturalidad y, sobre todo, no olvidaros de llamarme… —se detuvo expectante, con la mano en la oreja, esperando que hubieran aprendido la lección. Sin embargo, se quedó con las ganas—. ¡Vamos, chicos! No es tan difícil, seguro que podéis nacerlo.


—¡Ya! Pero es que una semana entera —protestó Simon—. Es demasiado, seguro que alguno mete la pata —añadió con pesimismo mirando a su hermano pequeño.


—¿Y qué pasa con mamá?


—No os preocupéis. He llamado al balneario para ampliar su estancia. Ella está encantada. Aunque solo sea por ella, para que no se preocupe, tenemos que salir de este embrollo —dijo Pedro persuasivo—. De momento, así podrá disfrutar de unas merecidas vacaciones. Venga, chicos, ¿qué decís? ¿seréis capaces? Pedro los miró esperanzado. Los tres asintieron con un gesto.


—Pero yo quiero que me traigas más golosinas —le pidió Kevin.


—Chantajista —iba a tener que replantearse seriamente su política de sobornos.



EN APUROS: CAPITULO 15




Paula aspiró tomó aire para intentar controlar las náuseas provocadas por el nerviosismo. Decidió que la mejor forma de enfrentarse a la situación, si no se quería venir abajo lamentablemente, era concentrarse única y exclusivamente en los detalles prácticos. Las emociones quedarían arrinconadas por el plan de acción, y eso contribuiría, además, a que todo el mundo se diera cuenta de lo fácilmente que se podía solventar aquel imprevisto.


—Ha dicho que les pedirá a nuestros respectivos compañeros de piso que nos envíen ropa y la bolsa de aseo por mensajero —le dijo a Flasher.


—Bueno, eso soluciona el problema de las mudas y el cepillo de dientes. Pero, ¿qué hacemos con las citas y demás compromisos?


—¿Y qué pasa con el respeto a mi vida privada?


—Lo siento, señor Garcia, pero no le queda más remedio que aceptar.


—¿Cree de verdad que su jefe pude obligarme a hacer algo que no quiero hacer? Le diré lo que tiene que decirle: llámele otra vez y dígale que NO. Es muy fácil: No —repitió, articulando casi cada letra—. Si no se atreve a hacerlo, le llamaré yo, ande páseme el teléfono.


—No servirá de nada —dijo Paula tristemente—. Mi jefe no ve más que la posibilidad de convertir el reportaje en una serie que aparezca al menos en tres números. Lo único que le importa es aumentar la difusión.


—Insisto en llamarle: puede que ese hombre pueda manipular su vida, pero me niego a que haga lo mismo con la mía.


—Ha amenazado con retirar su columna si no accede: ¿no le parece eso capacidad de manipulación suficiente? Nos tiene en sus manos.


—No puede hacer semejante cosa —se asombró Pedro—. ¿Cómo se llama ese tipo?


—El segador —contestaron Flasher y P.E. a dúo.


—Créame: el nombre le sienta como anillo al dedo. Lo único que le pido es una semana —rogó P.E.—. Después le prometo que no volveremos a molestarle.


—Pero usted me dijo que bastaría con un día, o, mejor dicho, con seis horas. No se puede imaginar lo que me ha costado, quiero decir —se corrigió de inmediato—, lo difícil que ha resultado reorganizar mi agenda, los horarios de los chicos ¡No puedo creer esto!


Paula sintió lástima por él, pero también era plenamente consciente de que no era el único que estaba entre la espada y la pared. Su propio futuro también estaba en juego y, además, la perspectiva de pasar seis días más en estrecha convivencia la ponía extremadamente nerviosa.


—Pues la culpa la tiene a fin de cuentas la popularidad que han alcanzado sus artículos —le espetó, sintiéndose inmediatamente como una tonta por haber dicho semejante cosa.


Pedro la miró enfurecido, abrió la boca para replicar, pero, en el último momento se lo pensó mejor.


—De acuerdo, de acuerdo —admitió al fin—. Lo intentaremos, pero déjeme pensar un momento. Veamos: hay un hotel bastante bueno a un par de kilómetros de aquí, pequeño, pero bastante confortable, y con mucho encanto. Seguro que tienen habitaciones libres. Si no, podemos llamar a un motel que hay un poco más lejos: tendréis que ir y venir en coche, pero si no hay otra cosa habrá que conformarse, no podemos hacer más con tan poco tiempo.


Tenía tal expresión de alivio que Paula no pudo menos que sentirse culpable. Estaba a punto de hacer trizas sus esperanzas.


—Señor Garcia —empezó, tras un ligero carraspeo—, me temo que no lo ha entendido usted bien. Mi jefe me ha pedido que haga un reportaje lo más ajustado posible sobre su familia y su vida cotidiana, y para hacerlo, debo estar lo más cerca posible de su ambiente. No me queda más remedio que alojarme aquí, en su casa.


—¿Aquí?


Pedro se quedó blanco como el papel.


—No se preocupe, nos esforzaremos por molestarle lo menos posible. No le causaremos el menor problema —declaró P.E. enfáticamente, y se hubiera autoconvencido si Flasher no le hubiera susurrado al oído:
—Eres un as.




EN APUROS: CAPITULO 14





Paula estaba sentada frente a Flasher en la acogedora salita que había al lado de la cocina. 


Se incorporó un poco para ver mejor cómo Pedro y los niños fregaban los platos.


Simon los quitaba de la mesa, Pedro se encargaba de tirar las sobras, y Belen, al final de la cadena, los metía en el fregadero. Hasta el pequeño Kevin, milagrosamente curado gracias a una generosa ración de mimos paternales y psicología aplicada, tenía su misión: era el encargado de comprobar que su hermana dejaba cada pieza impecable, labor que desarrollaba de la forma más meticulosa.


Los cuatro trabajaban como un equipo bien entrenado. Su compenetración era tan perfecta que no podía ser fruto de la improvisación. Y mientras realizaban su tarea, no dejaron de charlar y reír ni un momento.


Parecían tan felices como los enanos de Blancanieves, pensó Paula Le hubiera gustado poder recordar algún momento similar de su propia infancia, pero le fue imposible: sus padres, o mejor dijo, su padre tendía a olvidar que ella era una persona. Basta, se dijo: no era el momento ni el lugar.


—¿Qué opinas? —le preguntó a Flasher haciendo un gesto hacia la cocina.


—Pues que es muy atractivo, encantador, y está disponible.


—No te estoy preguntando eso.


—Claro que no: todo eso ya lo sabes.


—Estoy hablando en serio, Flasher.


—De acuerdo, en ese caso, te diré que creo que lo has conseguido. Eres un as.


—Sí, todo cuadra —reflexionó Paula— la casa es auténtica, la familia también. Los niños son suyos, su relación con ellos es perfecta, y no hay ni rastro de ninguna mujer misteriosa en su vida.


—No, ni siquiera una foto de su esposa —observó Flasher—. ¿No te parece raro?


—Un poco, pero tampoco es relevante —dijo Paula Su madre murió cuando ella tenía diez años, su padre había retirado todas sus fotos de la casa.


—¿Y qué te parece eso de los sobornos? —continuó Flasher—. ¿Crees que decía la verdad?


—Es difícil de creer, lo reconozco, pero creo que esa es una faceta de Pedro Garcia que los lectores no tienen por qué conocer. ¿No te parece?


—Esconder la verdad, alimentar el mito. ¡Menuda estás hecha! Lo que digo, un as.


—Ya hemos terminado —anunció Pedro desde la puerta.


—Y creo que nosotros también —replicó—. Flasher y yo tenemos material más que de sobra para el artículo. Nos iremos en cuanto llame a la oficina.


Paula esbozó una de sus luminosas sonrisas, a pesar del nudo que se le había hecho en la garganta. ¿Qué demonios le pasaba? Apenas unas horas antes, estaba deseando poner fin a la entrevista y volver a Chicago. Y ahora que por fin había llegado ese momento, sentía que le inundaban emociones contradictorias.


Las palabras de Flasher resonaron en su cabeza: un as.


No, nada de eso. ¡Si hasta le costaba reunir la presencia de ánimo suficiente para salir de la habitación! Lo primero que tenía que hacer, sin embargo, era llamar al «Segador» para darle las buenas noticias.


Cinco minutos más tarde seguía con el teléfono inalámbrico en la mano.


—¡No puedo hacer eso! —casi gritaba—. Ya tenemos material para el artículo —insistió. Después se quedó callada escuchando lo que le decía su jefe.


—¿Qué pasa? —susurró Flasher.


Paula se volvió hacia su amigo simulando un grito.


—¿Eso significa que no hemos ganado la lotería? —preguntó burlón acercándose a ella, para ver si conseguía pescar algo.


—Bueno… claro —estaba diciendo—. A los lectores les encantaría, en eso tienes razón, pero… Sí, cómo no, pero… —se levantó de un salto y se puso a pasear inquieta por la estancia. 


Eso siempre le ayudaba: pasear y morderse las uñas. Empezó a mordisquear la del dedo meñique.


Flasher le apartó la mano de la boca.


—¿Qué pasa? —susurró.


—Quiere que nos quedemos más tiempo —susurró Paula tapando el auricular con la mano.


—¿Cuánto? ¿Una hora, dos horas?


—Una semana —dijo.


—¿Cómo? —rugió una voz al otro extremo de la estancia.


Paula se dio la vuelta para enfrentarse a Pedro, cuya expresión de sorpresa había dado lugar a otra de puro pánico.


—Sí, entiendo lo importante que es esto —continuó, tras lanzarle a Pedro una mirada preñada de preocupación—. Claro, claro. Sí, no te preocupes.


Cuando por fin acabó de hablar, colocó el teléfono sobre la mesa, y lo miró como si fuera la cosa más repugnante que había visto en su vida. Tras unos segundos, alzó la cabeza hacia Pedro y Flasher. Los dos hombres la miraban con la boca firmemente cerrada y los ojos abiertos como platos. Si ella misma no se hubiera sentido tan desolada, no habría podido resistir la tentación de echarse a reír a carcajadas.



EN APUROS: CAPITULO 13




Café.


Esa sí que era una buena idea, pensó Pedro mientras rebuscaba en la despensa. Cualquier cosa que distrajera a aquellos dos de su vida privada, sobre todo teniendo en cuenta que desde hacía un buen rato no podía dejar de pensar en cosas bastante personales sobre su editora. Si se obligaba a concentrarse en el café, dejaría de hacerlo en la voz de P.E., o en sus increíbles ojos azules, o en sus seductores labios.


Abrió el armario que había encima del horno: sal, pimienta, especias, y ni rastro de café.


—Cuénteme algo acerca de sus métodos para mantener la disciplina —le pidió P.E.


—¿A qué se refiere? —preguntó Pedro abriendo el siguiente armario, donde tampoco encontró lo que estaba buscando. Ana siempre molía el café antes de tomarlo. Ni siquiera estaba seguro de que tuviera un frasco de instantáneo—. Supongo que ha leído mis artículos, ¿no? Ahí explico que aplico la estrategia del trabajo en equipo.


—Sí, lo de actuar como un entrenador más que como un padre —comentó Flasher.


—Exactamente. Es una cuestión de responsabilidad compartida. No se crea, también he leído un montón de libros sobre psicología infantil, pero todos se olvidan de lo que yo considero más importante —Pedro echó un vistazo frenético hasta el último rincón de la cocina.


Vio la sofisticada cafetera que Ana había comprado en Europa, y, al lado, la máquina para preparar capuchino. No se sentía capaz de enfrentarse a todo el proceso de moler los granos y manejar las válvulas. Todo lo que necesitaba era un bote de café instantáneo, tazas, cucharas, el microondas, un poco de agua y leche. Pero, ¿dónde demonios guardaba su hermana el ingrediente principal?


Además, saber que tenía a P.E. a la espalda, observando todos sus movimientos, le ponía francamente nervioso. Notaba un enorme nudo en el estómago.


—¿Y qué es eso tan importante? —quiso saber la joven.


Pedro abrió el último armario. Eureka.


—Respeto —dijo.


Café por fin: los estantes estaban llenos de tarros con las más exóticas variedades, pero, por desgracia, tras revolver todo el armario comprobó que no había ni resto de café soluble.


—Los niños también son personas —continuó, con la cabeza dentro del armario—. Como los adultos, tienen sus sentimientos, esperanzas y frustraciones.


Y su frustración en aquel momento era no encontrar lo que estaba buscando. Ganas le daban de ponerse a gritar. Ana debía guardar al menos un paquete de café soluble en alguna parte, se repitió por milésima vez, sería antiamericano que no fuera así. Y cuanto más tardara en encontrarlo, más en evidencia se pondría.


—A veces los adultos olvidamos algo tan sencillo como eso —continuó—. Tendemos a tratar a los niños como si fueran objetos, cosas de nuestra propiedad, y no personas. No me parece que sea un crimen pedir su opinión a los niños y, desde luego, no veo nada malo en llegar a acuerdos y compromisos con ellos. Sin embargo, cuando toda la teoría falla, el único recurso que queda es…


Pedro abrió el último bote, uno muy pequeño que estaba al fondo del armario. «Por favor, Dios», rogó, «que sea café. Si lo es, prometo que de ahora en adelante me comeré todas las verduras que Ana me ponga en el plato». 


Cuando vio que había café soluble, descafeinado, pero soluble, a punto estuvo de ponerse a dar saltos de alegría. Apretó el bote contra su pecho con fervor.


—El soborno. Nunca subestimes el poder del soborno —dijo solemnemente, antes de echarse a reír ante la atónita expresión de sus huéspedes—. El café estará en un minuto —anunció, llenando las tazas con agua del grifo.


—Ya —Paula fue incapaz de disimular un punto de decepción al ver lo que estaba haciendo.


—¿Está estropeada la máquina de capuchino? —preguntó Flasher—. Si funciona bien, me gustaría haceros un par de fotos preparando uno, ya sabéis, café humeante, rica nata…


—¡Qué buena idea! —exclamó Paula con entusiasmo.


A Pedro el corazón le dio un brinco al contemplar su carita ilusionada. Sí, una idea genial, si supiera cómo poner en marcha aquel maldito chisme. Esa máquina era el orgullo y la alegría de Ana, quien jamás le había dejado ponerle las manos encima por miedo a que la rompiera con su proverbial torpeza.


Por desgracia, no tenía la caradura suficiente como para decirles que sí, que efectivamente estaba estropeada.


—Bueno, la cosa es que… —empezó vacilante.


—¡Papá! —Belen irrumpió en la cocina como una tromba—. Ven corriendo, creo que Kevin está malo.


—Ahora mismo —dijo, y posando de inmediato las tazas en la encimera, salió a toda prisa, sin reparar siquiera en Paula y Flasher.




viernes, 22 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 12




Belen estaba sentada con las piernas cruzadas encima de su cama, enfrente de sus hermanos.


—¡Jope! —exclamó Simon con fastidio—. Esa mujer lleva aquí horas.


—No está tan mal, por lo menos se viste con bastante mejor gusto que las mujeres de su edad —opinó Belen—. Además, no sé por qué te quejas tanto: el tío Pedro te ha prometido dos discos.


—Ya, pero no me di cuenta de lo larga que era una entrevista de seis horas, y le prometimos portarnos bien todo el tiempo, es un rollo.


—Eso, un rollo —apostilló Kevin.


—Incluso vosotros dos podéis fingir ser medio humanos durante seis horas, no seáis quejicas —se burló Belen.


—Ya sé porqué estás tan simpática, te gusta ese Flasher. ¡Flasher! ¡Flasher!


—Eres patético —replicó Belen tirándole una almohada a la cara—. Pues te advierto que ya no puedes echarte atrás.


—¡Eso! Yo quiero mi caramelo —intervino Kevin.


—Olvidaros de los regalos: el tío Pedro confía en nosotros, ¿no? Si le fallamos, perderá su empleo.


—Entonces dejaría de escribir esos artículos y nos libraríamos de que nos sacara en esa estúpida revista.


En su fuero interno, Belen estaba de acuerdo con su hermano en que su tío se había pasado al dar tantos detalles de sus vidas, pero intuía que el que perdiera su trabajo no iba a solucionar nada.


—Ya discutiremos eso después —dijo tajante—. Cuando se vaya su editora, convocaremos una reunión familiar. Ahora tenemos otras cosas más urgentes de las que preocuparnos.


—¿Cuáles? —quiso saber Kevin de inmediato.


—Vigilar al tío. Tenemos que asegurarnos de que no meta la pata.


—Pero si pasa más tiempo en esta casa que en la suya, ¿cómo va a meter la pata?


—De mil formas —afirmó Belen—. Para empezar, lleva horas hablando con esa mujer, cuanto más tiempo pase con ellas, más probabilidades hay que le pillen en un renuncio, ¿no os parece? —sus hermanos asintieron muy serios—. Tenemos que conseguir que acaben cuanto antes, así que habrá que pensar una maniobra de distracción.


—¿Qué es una maniobra de «estración»? —preguntó Kevin intrigado.


—Es parecido a lo que pasa en mi videojuego de la Bestia Guerrera —le explicó Simon—. El monstruo azul va dando saltos arriba y abajo, escupiendo fuego y persiguiendo al héroe, mientras los monstruos del fango van reptando por abajo, dispuestos a aniquilarlo.


—¡Ah, ya! Y entonces es cuando salen los monstruos naranjas del techo.


—No hay monstruos naranjas en ese juego.


—¡Sí que los hay! —insistió Kevin.


—¡Dejad ya de hablar de ese estúpido juego! —exclamó Belen—. Necesitamos pensar una buena maniobra de distracción ya mismo, y creo que se me ha ocurrido una.


—¿Cuál? —preguntaron los dos chiquillos a la vez.


—No hay nada mejor para atraer la atención de un adulto que un niño enfermo —dijo Belen, mirando fijamente a su hermano pequeño con una sonrisa maliciosa—. Kevin, me da la sensación de que estás empezando a sentirte mal.


—¿Yo? —el pequeño abrió los ojos como platos.


—Sí —insistió Simon, que había entendido enseguida el plan de su hermana—. Creo que tienes fiebre, deberías irte a la cama.


—No tengo sueño. Tengo hambre, es la hora de comer.


—No para ti, enano —replicó Simon implacable—. Me parece que te estás poniendo un poco verde.


—¡No señor! Las ranas son verdes.


—Y también los niños enfermos. Simon tiene razón: métete derechito en la cama que yo bajaré a avisar a Pedro, digo, a papi.


—Yo pondré mi cartel de cuarentena en la puerta —se ofreció Simon solícito.


—¿Y también la bandera pirata? —pidió Kevin esperanzado.


—Vale.


—¡Guay! —exclamó Kevin, que salió pitando para su cuarto sin añadir la menor protesta.


Belen se dijo que, con suerte, toda aquella animación contribuiría a ponerle nervioso y acalorado, de todas formas, decidió poner el termómetro un buen rato debajo del chorro de agua caliente, por si las moscas.