sábado, 23 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 13




Café.


Esa sí que era una buena idea, pensó Pedro mientras rebuscaba en la despensa. Cualquier cosa que distrajera a aquellos dos de su vida privada, sobre todo teniendo en cuenta que desde hacía un buen rato no podía dejar de pensar en cosas bastante personales sobre su editora. Si se obligaba a concentrarse en el café, dejaría de hacerlo en la voz de P.E., o en sus increíbles ojos azules, o en sus seductores labios.


Abrió el armario que había encima del horno: sal, pimienta, especias, y ni rastro de café.


—Cuénteme algo acerca de sus métodos para mantener la disciplina —le pidió P.E.


—¿A qué se refiere? —preguntó Pedro abriendo el siguiente armario, donde tampoco encontró lo que estaba buscando. Ana siempre molía el café antes de tomarlo. Ni siquiera estaba seguro de que tuviera un frasco de instantáneo—. Supongo que ha leído mis artículos, ¿no? Ahí explico que aplico la estrategia del trabajo en equipo.


—Sí, lo de actuar como un entrenador más que como un padre —comentó Flasher.


—Exactamente. Es una cuestión de responsabilidad compartida. No se crea, también he leído un montón de libros sobre psicología infantil, pero todos se olvidan de lo que yo considero más importante —Pedro echó un vistazo frenético hasta el último rincón de la cocina.


Vio la sofisticada cafetera que Ana había comprado en Europa, y, al lado, la máquina para preparar capuchino. No se sentía capaz de enfrentarse a todo el proceso de moler los granos y manejar las válvulas. Todo lo que necesitaba era un bote de café instantáneo, tazas, cucharas, el microondas, un poco de agua y leche. Pero, ¿dónde demonios guardaba su hermana el ingrediente principal?


Además, saber que tenía a P.E. a la espalda, observando todos sus movimientos, le ponía francamente nervioso. Notaba un enorme nudo en el estómago.


—¿Y qué es eso tan importante? —quiso saber la joven.


Pedro abrió el último armario. Eureka.


—Respeto —dijo.


Café por fin: los estantes estaban llenos de tarros con las más exóticas variedades, pero, por desgracia, tras revolver todo el armario comprobó que no había ni resto de café soluble.


—Los niños también son personas —continuó, con la cabeza dentro del armario—. Como los adultos, tienen sus sentimientos, esperanzas y frustraciones.


Y su frustración en aquel momento era no encontrar lo que estaba buscando. Ganas le daban de ponerse a gritar. Ana debía guardar al menos un paquete de café soluble en alguna parte, se repitió por milésima vez, sería antiamericano que no fuera así. Y cuanto más tardara en encontrarlo, más en evidencia se pondría.


—A veces los adultos olvidamos algo tan sencillo como eso —continuó—. Tendemos a tratar a los niños como si fueran objetos, cosas de nuestra propiedad, y no personas. No me parece que sea un crimen pedir su opinión a los niños y, desde luego, no veo nada malo en llegar a acuerdos y compromisos con ellos. Sin embargo, cuando toda la teoría falla, el único recurso que queda es…


Pedro abrió el último bote, uno muy pequeño que estaba al fondo del armario. «Por favor, Dios», rogó, «que sea café. Si lo es, prometo que de ahora en adelante me comeré todas las verduras que Ana me ponga en el plato». 


Cuando vio que había café soluble, descafeinado, pero soluble, a punto estuvo de ponerse a dar saltos de alegría. Apretó el bote contra su pecho con fervor.


—El soborno. Nunca subestimes el poder del soborno —dijo solemnemente, antes de echarse a reír ante la atónita expresión de sus huéspedes—. El café estará en un minuto —anunció, llenando las tazas con agua del grifo.


—Ya —Paula fue incapaz de disimular un punto de decepción al ver lo que estaba haciendo.


—¿Está estropeada la máquina de capuchino? —preguntó Flasher—. Si funciona bien, me gustaría haceros un par de fotos preparando uno, ya sabéis, café humeante, rica nata…


—¡Qué buena idea! —exclamó Paula con entusiasmo.


A Pedro el corazón le dio un brinco al contemplar su carita ilusionada. Sí, una idea genial, si supiera cómo poner en marcha aquel maldito chisme. Esa máquina era el orgullo y la alegría de Ana, quien jamás le había dejado ponerle las manos encima por miedo a que la rompiera con su proverbial torpeza.


Por desgracia, no tenía la caradura suficiente como para decirles que sí, que efectivamente estaba estropeada.


—Bueno, la cosa es que… —empezó vacilante.


—¡Papá! —Belen irrumpió en la cocina como una tromba—. Ven corriendo, creo que Kevin está malo.


—Ahora mismo —dijo, y posando de inmediato las tazas en la encimera, salió a toda prisa, sin reparar siquiera en Paula y Flasher.




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