sábado, 23 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 14





Paula estaba sentada frente a Flasher en la acogedora salita que había al lado de la cocina. 


Se incorporó un poco para ver mejor cómo Pedro y los niños fregaban los platos.


Simon los quitaba de la mesa, Pedro se encargaba de tirar las sobras, y Belen, al final de la cadena, los metía en el fregadero. Hasta el pequeño Kevin, milagrosamente curado gracias a una generosa ración de mimos paternales y psicología aplicada, tenía su misión: era el encargado de comprobar que su hermana dejaba cada pieza impecable, labor que desarrollaba de la forma más meticulosa.


Los cuatro trabajaban como un equipo bien entrenado. Su compenetración era tan perfecta que no podía ser fruto de la improvisación. Y mientras realizaban su tarea, no dejaron de charlar y reír ni un momento.


Parecían tan felices como los enanos de Blancanieves, pensó Paula Le hubiera gustado poder recordar algún momento similar de su propia infancia, pero le fue imposible: sus padres, o mejor dijo, su padre tendía a olvidar que ella era una persona. Basta, se dijo: no era el momento ni el lugar.


—¿Qué opinas? —le preguntó a Flasher haciendo un gesto hacia la cocina.


—Pues que es muy atractivo, encantador, y está disponible.


—No te estoy preguntando eso.


—Claro que no: todo eso ya lo sabes.


—Estoy hablando en serio, Flasher.


—De acuerdo, en ese caso, te diré que creo que lo has conseguido. Eres un as.


—Sí, todo cuadra —reflexionó Paula— la casa es auténtica, la familia también. Los niños son suyos, su relación con ellos es perfecta, y no hay ni rastro de ninguna mujer misteriosa en su vida.


—No, ni siquiera una foto de su esposa —observó Flasher—. ¿No te parece raro?


—Un poco, pero tampoco es relevante —dijo Paula Su madre murió cuando ella tenía diez años, su padre había retirado todas sus fotos de la casa.


—¿Y qué te parece eso de los sobornos? —continuó Flasher—. ¿Crees que decía la verdad?


—Es difícil de creer, lo reconozco, pero creo que esa es una faceta de Pedro Garcia que los lectores no tienen por qué conocer. ¿No te parece?


—Esconder la verdad, alimentar el mito. ¡Menuda estás hecha! Lo que digo, un as.


—Ya hemos terminado —anunció Pedro desde la puerta.


—Y creo que nosotros también —replicó—. Flasher y yo tenemos material más que de sobra para el artículo. Nos iremos en cuanto llame a la oficina.


Paula esbozó una de sus luminosas sonrisas, a pesar del nudo que se le había hecho en la garganta. ¿Qué demonios le pasaba? Apenas unas horas antes, estaba deseando poner fin a la entrevista y volver a Chicago. Y ahora que por fin había llegado ese momento, sentía que le inundaban emociones contradictorias.


Las palabras de Flasher resonaron en su cabeza: un as.


No, nada de eso. ¡Si hasta le costaba reunir la presencia de ánimo suficiente para salir de la habitación! Lo primero que tenía que hacer, sin embargo, era llamar al «Segador» para darle las buenas noticias.


Cinco minutos más tarde seguía con el teléfono inalámbrico en la mano.


—¡No puedo hacer eso! —casi gritaba—. Ya tenemos material para el artículo —insistió. Después se quedó callada escuchando lo que le decía su jefe.


—¿Qué pasa? —susurró Flasher.


Paula se volvió hacia su amigo simulando un grito.


—¿Eso significa que no hemos ganado la lotería? —preguntó burlón acercándose a ella, para ver si conseguía pescar algo.


—Bueno… claro —estaba diciendo—. A los lectores les encantaría, en eso tienes razón, pero… Sí, cómo no, pero… —se levantó de un salto y se puso a pasear inquieta por la estancia. 


Eso siempre le ayudaba: pasear y morderse las uñas. Empezó a mordisquear la del dedo meñique.


Flasher le apartó la mano de la boca.


—¿Qué pasa? —susurró.


—Quiere que nos quedemos más tiempo —susurró Paula tapando el auricular con la mano.


—¿Cuánto? ¿Una hora, dos horas?


—Una semana —dijo.


—¿Cómo? —rugió una voz al otro extremo de la estancia.


Paula se dio la vuelta para enfrentarse a Pedro, cuya expresión de sorpresa había dado lugar a otra de puro pánico.


—Sí, entiendo lo importante que es esto —continuó, tras lanzarle a Pedro una mirada preñada de preocupación—. Claro, claro. Sí, no te preocupes.


Cuando por fin acabó de hablar, colocó el teléfono sobre la mesa, y lo miró como si fuera la cosa más repugnante que había visto en su vida. Tras unos segundos, alzó la cabeza hacia Pedro y Flasher. Los dos hombres la miraban con la boca firmemente cerrada y los ojos abiertos como platos. Si ella misma no se hubiera sentido tan desolada, no habría podido resistir la tentación de echarse a reír a carcajadas.



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