viernes, 4 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 6




Pedro Alfonso fue el primero en salir cuando la rueda de prensa terminó. Paula fue la última.


No tenía ningún motivo para salir corriendo. El Prentice Times no se publicaba los domingos.


Abandonó la sala por la salida de emergencias, la que estaba más cerca de su coche. Aquella zona del edificio estaba vacía, y por un instante, tuvo la sensación de que alguien la estaba observando. Se volvió y miró tras ella. No había nadie detrás.


Aun así, bajó los seguros del coche en cuanto estuvo dentro. Y fue consciente de que era la primera vez que lo hacía desde que había salido de Atlanta. En vez de poner el motor en marcha, sacó su libreta y comenzó a escribir sus pensamientos.


Una joven degollada y con el pecho embadurnado de sangre. ¿Qué puede llevar a una persona a hacer algo tan horrible? ¿La furia? ¿La pasión?


El teléfono móvil de Paula sonó en aquel momento, sobresaltándola de tal manera que se dio un golpe con el volante. Comprobó el número. Era Barbara. Tomó aire antes de contestar, intentando disipar el sombrío humor que se había apoderado de ella.


—De acuerdo, soy odiosa —dijo—, debería haberte llamado para decirte por qué me fui de la fiesta cuando las cosas se estaban empezando a poner divertidas.


—No hacía falta. Ya me imaginé que te fuiste para cubrir una noticia. ¿Tuviste que ocuparte del crimen de esa mujer que encontraron en el parque Freedom?


—Sí.


—Me lo temía. Debe de haber sido horrible.


—Bastante, sí.


—Podemos quedar para tomar una cerveza más tarde. Así podrás contármelo todo.


—Necesitarás más de una cerveza cuando te lo cuente.


—Pareces muy afectada.


—Un poco. Bueno, la verdad es que más que un poco —admitió Paula.


—A lo mejor deberías pedirle a tu jefe que te devuelva al puesto que ocupabas antes.


—¿Y portarme como una cobarde?


—Yo lo haría si tuviera que verme envuelta en un asesinato. En cualquier caso, sólo quería asegurarme de que estabas bien.


—¿Cómo terminó la fiesta?


—No pasó gran cosa después de que te fueras. Estuvimos bailando un rato. Y la fiesta terminó cerca de las doce.


—¿Y cómo se siente una tras haber llegado a los veintiséis años?


—No muy mal. Esta mañana me he estado buscando arrugas nuevas, pero no he encontrado ninguna. Por supuesto, es posible que el problema lo tenga en la vista.


—No. Yo ya tengo veintisiete años y todavía puedo leer las letras con las que imprimen mi nombre cuando se molestan en añadirlo a mis artículos —comentó Paula.


—Diles que si no las ponen más grandes dejarás el trabajo.


—¿Y quién me pagará el alquiler?


—Yo puedo prestarte dinero. Tengo mucho.


Y era cierto. Barbara pertenecía a una familia acomodada, y además, su abuela le había dejado millones en herencia. Pero no sólo era una joven rica, sino que también era inteligente, divertida, y guapa. Con unos enormes ojos azules y unos rizos rubios que bailaban constantemente alrededor de sus mejillas bronceadas.


—Creo que será mejor que siga trabajando. Es la mejor forma de evitarme problemas.


—No creo que vayas a evitarte muchos problemas si continúas poniéndote ese vestido rojo que llevaste a la fiesta. ¡Estabas de lo más sensual!


Paula metió la llave en el encendido mientras hablaban y advirtió entonces que le habían dejado una hoja amarilla en el parabrisas. No era un tique de aparcamiento, sino una especie de nota.


—Voy a tener que colgar, Barbara. Tengo un asunto del que ocuparme.


—De acuerdo, pero antes dime, ¿qué te pareció Jack?


—¿Conozco a alguien que se llame Jack?


—Estuvo la otra noche en mi cumpleaños. Es un hombre muy guapo, de pelo rubio. Te vi hablando con él.


—Sí, es bastante simpático, ¿por qué lo preguntas?


—Nada, sólo por curiosidad.


Y probablemente porque quería que saliera con él. Pero era obvio que aquel tipo no estaba interesado en ella. En caso contrario, no habría interrumpido tan pronto su conversación.


Se despidieron y Paula salió del coche para tomar la nota. Y tuvo que entrecerrar los ojos para poder leer aquella letra diminuta y cuidada con la que le decían:
«Te vi ayer por la noche en el parque. Estabas muy guapa con el vestido rojo. Ven a mi próxima fiesta. Estaré esperándote


Paula volvió a leer la nota. «Mi fiesta».


Seguramente, aquella nota no podía haberla escrito el mismo canalla que había asesinado a la mujer del parque. Pero aun así…


Permaneció sentada en el coche, temblando y con la nota en la mano, hasta que sintió que los dedos se le entumecían. Al final, giró la llave en el encendido y el motor cobró vida. Paula comenzó a mover el coche, pero se detuvo para dejar pasar a un coche negro.


El conductor no era otro que Pedro Alfonso. Ni siquiera desvió la mirada hacia el coche de la periodista. Paula lo siguió y decidió no alejarse de él. No estaba muy segura de que fuera un movimiento inteligente, pero pensaba que debería enseñarle aquella nota


AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 5




A las doce de la mañana, Paula permanecía junto a otra docena de periodistas en la sala de prensa de las oficinas del alcalde, Henry Glaxton. La sala estaba llena de periodistas, pero en cuanto apareció el alcalde tras el atril y se colocó el micrófono, se hizo un silencio total.


El alcalde saludó al grupo con su arrastrado acento sureño, expresó sus condolencias a la familia de la víctima, que había sido identificada como Sally Martin, y les advirtió a los ciudadanos de Prentice que fueran prudentes hasta que la persona que había cometido el crimen hubiera sido arrestada. Una tarea que aseguró, se había convertido en la máxima prioridad.


El jefe de policía tomó después el micrófono. Su explicación del crimen fue breve. Sally, que trabajaba de camarera en el Catfish Shack, había sido vista con vida por última vez a las diez y media de la noche, cuando había salido del trabajo. Habían encontrado su coche en el aparcamiento del complejo de apartamentos en el que vivía. Tras aquella explicación, cedió la palabra a Pedro Alfonso, el detective que estaba a cargo de la investigación.


—Eso quiere decir que no nos enteraremos de nada —le comentó a Paula, el periodista que estaba a su lado—. Alfonso considera a los periodistas como unos parásitos cuya única misión es atormentarlo.


Aun así, en cuanto Pedro apareció se levantaron un montón de manos. Pedro había cambiado los vaqueros y la camiseta negra por unos pantalones grises y una camisa azul claro. Iba perfectamente arreglado.


Pedro miró hacia el público y sintió una irritante sequedad en la garganta. Para él, las ruedas de prensa eran una pérdida de tiempo y una molestia absurda. En aquel momento debería estar intentando localizar al asesino, y no tratando de apaciguar a un puñado de periodistas incompetentes.


—¿Cree que ha sido un crimen pasional?


—Yo no les pongo etiquetas a los crímenes, eso se lo dejo a ustedes.


—¿Y cree que el asesino conocía a la víctima?


—Es posible.


—¿El crimen puede estar relacionado con algún tipo de culto diabólico?


—No tenemos ningún dato que lo indique.


—En ese caso, ¿qué explicación le dan a la equis que aparecía en el pecho de la víctima?


—No quiero precipitarme a sacar conclusiones.


—¿Pero cree que ha podido ser una especie de asesinato ritual?


—Todo es posible.


¿Cuántas veces tendría que repetir aquella frase hasta que la rueda de prensa hubiera terminado?


—¿Cree que el asesino volverá a matar?


No era una pregunta que quisiera que le formularan. Y tampoco conocía la respuesta. El asesino era como una bomba de relojería andando. Pero si Pedro lo decía, sumiría a la ciudad en una oleada de pánico y al alcalde le daría un infarto.


—Creo que los ciudadanos deberían estar alerta hasta que el asesino esté entre rejas.


Miró el reloj. Cinco minutos más y daría por terminada su intervención. Cinco minutos durante los que el asesino continuaba siendo un hombre libre.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 4




Faltaban diez minutos para la media noche, cuando Paula pudo abandonar la sede del periódico y regresar a casa. Tal como esperaba, Juan se había emocionado al saber que había conseguido todos los detalles que hasta ese momento se conocían sobre el crimen. No se había apartado de su lado mientras ella redactaba la noticia, ni había parado de hacer sugerencias y preguntas, pero cuando había terminado el artículo, le había dicho que había hecho un trabajo magnífico.


Paula estaba cansada, pero las imágenes del cadáver continuaban repitiéndose en su mente mientras buscaba en un cajón algo cómodo y elegante para dormir. La lencería era uno de sus pocos caprichos, un efecto colateral de los años que había tenido que pasar utilizando ropa interior de algodón.


Aquella noche se puso un pijama de seda rosa y una bata a juego. Pero ni siquiera eso mejoró su humor. Fue a la cocina, se sirvió una copa de vino, y recorrió con ella en la mano habitación tras habitación. Le encantaba aquella casa, aunque el alquiler fuera un poco más elevado de lo que realmente se podía permitir.


Dudaba de que ninguno de los antiguos habitantes de la casa hubiera visto en toda su vida nada parecido al brutal asesinato que había cubierto aquella noche. Paula se abrazó a sí misma, presa repentinamente de la aprensión, y subió las escaleras. El vestíbulo del segundo piso era espacioso y de techos altos, y continuaba amueblado tal y como lo habían dejado sus dueños: Con un sofá estilo reina Ana cuyo color original era imposible de adivinar, una antigua cómoda de patas largas con los tiradores rotos, y un espejo de pared enmarcado en plata, adornado y embellecido como si hubiera sido para una reina.


Y su mueble favorito, un viejo escritorio que había sido hecho en Francia y enviado en barco hasta allí antes de la Guerra Civil.


Paula se dejó caer en el sofá y alzó la mirada hacia el retrato que continuaba colgado sobre las escaleras. Incluso desde aquel ángulo, el retratado parecía estar mirándola a ella.


—Las cosas han cambiado, Frederick Lee. Ésta ya no es tu pacífica ciudad sureña.


Al final, Paula cedió a la presión de sus ojos y terminó cerrándolos. Pero su inconsciente continuaba formando nuevas y truculentas imágenes.


Estaba intentando acercarse a la víctima mientras el detective Alfonso guiaba su mano temblorosa. Ambos se movían con deliberada lentitud, como si estuvieran trabajando con las piezas de un absurdo rompecabezas. Las piezas estaban allí, pero no conseguían encajarlas. Y ella estaba cansada. Muy, muy cansada.


Lentamente las imágenes desaparecieron para dar paso a la pesadilla que había perseguido a Paula desde que podía recordar. La iglesia. Unas escaleras oscuras. Y un terror tan real que casi podía saborearlo.


Se despertó sobresaltada, con el pijama empapado en sudor. Pero era sólo la pesadilla que la perseguía cuando estaba estresada. Aun así, encendió la luz. Frederick Lee continuaba mirándola, vigilándola.


Y Paula se alegraba de tenerlo allí.




jueves, 3 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 3




Policías, cámaras de televisión, periodistas… 


¡Qué espectáculo! Todos los hombres y mujeres que se acercaban reculaban al ver por primera vez el cadáver. Pero no se alejaban, continuaban mirando, empapándose de aquella sangrienta visión, como si nunca tuvieran suficiente. Parecían fascinados por el crimen.


Él los observaba y estudiaba a todos. 


Especialmente al detective Pedro Alfonso. Pero su mirada volvía una y otra vez hacia una atractiva periodista vestida con un vestido rojo. 


Estaba cumpliendo con su trabajo, sí, pero era evidente que no se estaba haciendo respetar.


Pedro Alfonso pensaba que aquello era un juego, pero se equivocaba. Y pronto lo descubriría. Todos lo descubrirían en cuanto comenzara a sucederse asesinato tras asesinato.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 2




Seis meses después…


Paula Chaves giró bruscamente hacia el primer hueco que vio en el aparcamiento, pasando por delante de la furgoneta de la televisión local y de dos coches de policía. Agarró la cámara, salió de detrás del volante, y tras cerrar el coche de un portazo, corrió a través de una zona cubierta de hierba. Gran error, decidió cuando los tacones se hundieron en el barro.


Se quitó los pendientes y los guardó en el bolso antes de llegar hasta el policía que estaba de guardia en la puerta. Desgraciadamente, no podía hacer lo mismo con aquel ceñido vestido rojo y con los zapatos. Un conjunto perfecto para la fiesta de cumpleaños de Barbara Simpson, pero completamente fuera de lugar en aquel parque.


—Paula Chaves, del Prentice Times —se presentó, al tiempo que mostraba su carné de periodista.


El policía iluminó el carné con la linterna y la recorrió de pies a cabeza con la mirada, dejando que sus ojos se detuvieran más de lo necesario en el escote.


—Si yo fuera usted, volvería a la fiesta. A menos que tenga un estómago fuerte.


—¿Qué ha pasado?


—Alguien ha debido sufrir el influjo de la luna llena. Ha matado a una joven cortándole el cuello.


—¿El influjo de la luna llena?


—Sí, así es como lo llamo yo. Algo relacionado con la luna y la sangre que pone a los locos al límite.


Paula se estremeció y deseó poder regresar a la fiesta, pero no podía pasar por alto la oportunidad de escribir sobre una verdadera noticia. Había tenido que trabajar muy duramente para llegar hasta allí, y escribir sobre un asesino, tenía que ser mucho más desafiante que cubrir el incesante número de reuniones de las damas auxiliares. Pero por supuesto, tampoco esperaba tener que enfrentarse a una carnicería durante su primera semana en aquel puesto.


Escrutó la zona con la mirada. No había ninguna señal del fotógrafo con el que había quedado en encontrarse. Era una suerte que llevara siempre la cámara en el coche.


—Echa a esa gente inmediatamente de aquí. Puedes empezar con esa tipa de los zancos.


Paula se volvió para ver quién estaba ladrando aquellas órdenes. Se trataba de un hombre alto y musculoso, vestido con unos vaqueros viejos y una camiseta negra.


—Soy periodista del Prentice Times y tengo derecho a estar aquí.


—Se equivoca. Estamos en el escenario de un crimen. No tiene ningún derecho.


Pasó por delante de ella a grandes zancadas y se dirigió hacia el lugar en el que estaba rodando la cámara.


—Cerdo repugnante… —musitó Paula para sí, pero al parecer, no suficientemente bajo como para impedir que alguien la oyera.


Otro policía se acercó a su lado.


—No le haga caso a Pedro. Siempre es así.


—¿Bruto y desconsiderado?


—No tiene que tomárselo como algo personal. No soporta a los periodistas.


Las cosas se estaban poniendo mal. Los cámaras de televisión se marchaban. Pero ella tenía que conseguir algo que contar. En aquel momento, se acercó alguien al policía y ella aprovechó para escapar y correr hacia el lugar en el que se había producido el asesinato.


El policía le gritó que volviera, pero Paula lo ignoró, esperando que aquello no fuera motivo de arresto. A los pocos metros, pudo ver el cadáver. Era el cuerpo de una mujer desnuda, tumbada de espaldas. Le habían abierto el cuello y le habían pintado con sangre una equis en el pecho.


Paula dio media vuelta, asaltada por un ataque de náuseas. Alguien le dijo que se marchara de allí y en aquella ocasión obedeció. Se acercó hasta los arbustos más cercanos y vomitó todo lo que tenía en el estómago. Cuando terminó, descubrió que el policía que había intentando impedir que se acercara estaba tras ella.


—Debo de haber comido algo que me ha sentado mal —comentó.


—Sí. Yo he dicho prácticamente lo mismo cuando he visto el cadáver. ¿Está usted bien?


—Lo estaré dentro de un minuto. ¿Qué se sabe sobre la muerte de esa mujer?


—Todavía nada.


—¿Quién ha encontrado el cadáver?


—Todavía no estamos seguros, pero quien quiera que haya sido, ha llamado también a la televisión. La televisión ha llegado antes que la policía, por eso está Pedro tan enfadado. Probablemente éste sea el crimen más brutal que se ha cometido nunca en Prentice.


—¿Está él a cargo de la investigación?


—Es el jefe de homicidios.


—¿Cómo se apellida?


—Alfonso.


Detective Pedro Alfonso. El nombre le resultaba familiar, pero estaba segura de que no lo había visto antes. No era un hombre fácil de olvidar. 


Era más intimidante que atractivo, pero sus facciones duras y su cuerpo musculoso eran más que suficientes para que una mujer se fijara en él.


—Odio tener que echarla de aquí —dijo el policía—, pero Pedro ha ordenado que despejemos la zona de periodistas.


Sí, especialmente de «tipas sobre zancos». Paula asintió y comenzó a dirigirse hacia la puerta del parque. Pero en el último minuto, cuando se dio cuenta de que nadie la veía, tomó aire para intentar dominar sus nervios, se acercó al cadáver y comenzó a fotografiarlo.


El detective Pedro Alfonso apareció de pronto y colocó la mano frente al objetivo.


—Espero que tenga una buena razón para continuar aquí.


—Voy a escribir un artículo para la edición del periódico local de mañana y tengo un par de preguntas que hacerle.


—¡Oh, claro! En ese caso nos olvidaremos del asesino e intentaremos ayudarla con su artículo.


—¿Tienen algún sospechoso? —preguntó Paula, ignorando su sarcasmo.


—¡Eh, Alfonso! —lo llamó alguien—. Acércate a ver esto.


—Ahora mismo voy —Pedro se volvió de nuevo hacia ella—. No tengo ningún sospechoso, ni ningún móvil, ni siquiera hemos identificado a la víctima y me importa un bledo lo que pueda escribir en su artículo. Lo único que me importa es que han asesinado a una mujer, así que ya puede apartarse de mi camino. Me gustaría descubrir al culpable de esta sangría.


—Al público le preocuparía que…


El policía dio media vuelta y se alejó caminando como si Paula fuera una mosca latosa. Pero por lo menos le había dicho lo que Paula necesitaba saber. No había pistas y todavía no habían identificado a la víctima. No era mucho, pero al menos podría aparecer en portada, especialmente si había salido bien alguna de las fotografías.


No cabía duda de que aquel macabro asesinato iba a dejar huella en los tranquilos habitantes de Prentice durante mucho, mucho tiempo. Quizá para siempre. Tendría que llamar a su jefe en cuanto llegara al coche para decirle que tenía una noticia para la portada.


El Prentice Times era un pequeño periódico local y Juan Rhodes, director y redactor jefe al mismo tiempo, quería controlar hasta la última palabra antes de que se imprimiera un ejemplar.


Por lo que se comentaba en el mundo del periodismo, en aquel momento Paula debería estar experimentando una fuerte subida de adrenalina. Pero lo único que sentía era el estómago revuelto y un terror que parecía llegarle hasta al alma.


Escribiría el artículo, y al día siguiente, todos los padres de la ciudad sentirían un nudo en el estómago cuando lo leyeran. Y aquellos con hijas en paradero desconocido se volverían locos de preocupación.


Pero aquella era la profesión que había elegido. O más exactamente, la profesión que la había elegido a ella.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 1





—Hay algo que debería decirle, señorita Chaves, porque si no se lo digo yo, terminarán comentándoselo los vecinos —dijo Bruno Billingham, mientras revisaba el contrato de alquiler que su inquilina acababa de firmar—. Mi abuela dice que esta casa tiene fantasmas.


Paula lo miró, convencida de que aquel comentario iba a terminar con una broma. Pero el hombre continuaba mirándola con la misma falta de expresividad con la que llevaba haciéndolo durante las dos horas que Paula había tardado en ver la casa.


—¿Y por qué piensa que la casa tiene fantasmas?


—Ya sabe cómo son las casas antiguas. En ellas siempre se oyen ruidos, crujidos, gemidos, cosas de ese tipo. Y cuando sopla el viento del Norte, parece que estuviera gritando una mujer.


—¿Eso es todo?


—Más o menos.


Paula suspiró. Podría vivir con ello, especialmente en una casa tan antigua y espaciosa como aquella. De hecho, no podía imaginar que nadie que pudiera disfrutar de aquella casa deseara vivir en otro lugar.


—¿Es usted el propietario?


—No, todavía está a nombre de mi abuela, que ahora vive en Florida. Mi abuela dice que esta casa da demasiado trabajo. Habla continuamente de venderla, pero nadie quiere comprarla por el dinero que pide.


—¿Y usted se marchó de aquí porque la casa tiene fantasmas?


—No, yo me habría quedado en la casa, pero me fui a vivir con mi novia. Y yo que usted, no me preocuparía por los fantasmas. Esta casa sobrevivió a la llegada de los yanquis, que destrozaron media Georgia, así que podrá sobrevivir a unos cuantos fantasmas.


—¿Ese hombre era pariente suyo? —preguntó Paula, señalando un retrato colgado al final de una escalera que parecía salida de Lo Que El Viento Se Llevó.


—Ése es Frederick Lee Billingham, mi tatarabuelo. Él construyó la casa. Mi abuela dice que está presente hasta en el último clavo de este lugar y que si alguna vez alguien quitara el retrato, Frederick se levantaría de su tumba y aterrorizaría a cualquiera que se hubiera atrevido a apartarlo de su lugar de honor.


—En ese caso, será mejor que deje el cuadro donde está.


—Como usted quiera. Puede hacer lo que le apetezca con él, al igual que con el resto de los muebles. Puede dejarlos donde están o llevarlos al sótano, con el resto de los trastos.


—No son ningún trasto. Me encantan los muebles de esta casa. Creo que los fantasmas y yo nos vamos a llevar estupendamente.


—Perfecto, porque mientras pague puntualmente, son todos suyos. ¿Cómo es que ha venido a vivir a Prentice, por cierto? Todas las personas que conozco de menos de noventa años están intentando marcharse de aquí.


—Acabo de conseguir trabajo en el Prentice Times.


—¿Qué tipo de cargo ocupa?


—Soy reportera.


Bueno, todavía no lo era, pero lo sería, porque iba a empezar ese mismo lunes.


Había estado trabajando como profesora en Atlanta hasta que la habían despedido, justo dos semanas antes de que se cumpliera el año que le habría dado derecho permanente a su plaza. Pero un trabajo era un trabajo. Y le encantaba aquella casa.


—Me cuesta creer incluso que vendan periódicos. Aquí nunca pasa nada.


—Estoy segura de que tienen algunas noticias que ofrecer. Parecían tener muchas ganas de contratar a un reportero.


Paula permaneció en el descansillo de la escalera mientras Bruno se dirigía hacia la puerta de la calle, y cuando éste salió, se volvió hacia el rostro adusto de Frederick Lee Billingham.


—Me alegro de conocerlo, señor. Ahora vivo en esta casa y no pienso dejar que nadie, ni usted ni ningún otro fantasma, me eche de aquí.


En realidad, no podría haberse ido aunque hubiera querido, por lo menos hasta el mes de Agosto del año siguiente. Tenía un contrato de alquiler de un año. Y grandes esperanzas depositadas en la nueva vida que acababa de emprender en Prentice, una tranquila e histórica ciudad de Georgia.