jueves, 3 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 1





—Hay algo que debería decirle, señorita Chaves, porque si no se lo digo yo, terminarán comentándoselo los vecinos —dijo Bruno Billingham, mientras revisaba el contrato de alquiler que su inquilina acababa de firmar—. Mi abuela dice que esta casa tiene fantasmas.


Paula lo miró, convencida de que aquel comentario iba a terminar con una broma. Pero el hombre continuaba mirándola con la misma falta de expresividad con la que llevaba haciéndolo durante las dos horas que Paula había tardado en ver la casa.


—¿Y por qué piensa que la casa tiene fantasmas?


—Ya sabe cómo son las casas antiguas. En ellas siempre se oyen ruidos, crujidos, gemidos, cosas de ese tipo. Y cuando sopla el viento del Norte, parece que estuviera gritando una mujer.


—¿Eso es todo?


—Más o menos.


Paula suspiró. Podría vivir con ello, especialmente en una casa tan antigua y espaciosa como aquella. De hecho, no podía imaginar que nadie que pudiera disfrutar de aquella casa deseara vivir en otro lugar.


—¿Es usted el propietario?


—No, todavía está a nombre de mi abuela, que ahora vive en Florida. Mi abuela dice que esta casa da demasiado trabajo. Habla continuamente de venderla, pero nadie quiere comprarla por el dinero que pide.


—¿Y usted se marchó de aquí porque la casa tiene fantasmas?


—No, yo me habría quedado en la casa, pero me fui a vivir con mi novia. Y yo que usted, no me preocuparía por los fantasmas. Esta casa sobrevivió a la llegada de los yanquis, que destrozaron media Georgia, así que podrá sobrevivir a unos cuantos fantasmas.


—¿Ese hombre era pariente suyo? —preguntó Paula, señalando un retrato colgado al final de una escalera que parecía salida de Lo Que El Viento Se Llevó.


—Ése es Frederick Lee Billingham, mi tatarabuelo. Él construyó la casa. Mi abuela dice que está presente hasta en el último clavo de este lugar y que si alguna vez alguien quitara el retrato, Frederick se levantaría de su tumba y aterrorizaría a cualquiera que se hubiera atrevido a apartarlo de su lugar de honor.


—En ese caso, será mejor que deje el cuadro donde está.


—Como usted quiera. Puede hacer lo que le apetezca con él, al igual que con el resto de los muebles. Puede dejarlos donde están o llevarlos al sótano, con el resto de los trastos.


—No son ningún trasto. Me encantan los muebles de esta casa. Creo que los fantasmas y yo nos vamos a llevar estupendamente.


—Perfecto, porque mientras pague puntualmente, son todos suyos. ¿Cómo es que ha venido a vivir a Prentice, por cierto? Todas las personas que conozco de menos de noventa años están intentando marcharse de aquí.


—Acabo de conseguir trabajo en el Prentice Times.


—¿Qué tipo de cargo ocupa?


—Soy reportera.


Bueno, todavía no lo era, pero lo sería, porque iba a empezar ese mismo lunes.


Había estado trabajando como profesora en Atlanta hasta que la habían despedido, justo dos semanas antes de que se cumpliera el año que le habría dado derecho permanente a su plaza. Pero un trabajo era un trabajo. Y le encantaba aquella casa.


—Me cuesta creer incluso que vendan periódicos. Aquí nunca pasa nada.


—Estoy segura de que tienen algunas noticias que ofrecer. Parecían tener muchas ganas de contratar a un reportero.


Paula permaneció en el descansillo de la escalera mientras Bruno se dirigía hacia la puerta de la calle, y cuando éste salió, se volvió hacia el rostro adusto de Frederick Lee Billingham.


—Me alegro de conocerlo, señor. Ahora vivo en esta casa y no pienso dejar que nadie, ni usted ni ningún otro fantasma, me eche de aquí.


En realidad, no podría haberse ido aunque hubiera querido, por lo menos hasta el mes de Agosto del año siguiente. Tenía un contrato de alquiler de un año. Y grandes esperanzas depositadas en la nueva vida que acababa de emprender en Prentice, una tranquila e histórica ciudad de Georgia.



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