viernes, 4 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 4




Faltaban diez minutos para la media noche, cuando Paula pudo abandonar la sede del periódico y regresar a casa. Tal como esperaba, Juan se había emocionado al saber que había conseguido todos los detalles que hasta ese momento se conocían sobre el crimen. No se había apartado de su lado mientras ella redactaba la noticia, ni había parado de hacer sugerencias y preguntas, pero cuando había terminado el artículo, le había dicho que había hecho un trabajo magnífico.


Paula estaba cansada, pero las imágenes del cadáver continuaban repitiéndose en su mente mientras buscaba en un cajón algo cómodo y elegante para dormir. La lencería era uno de sus pocos caprichos, un efecto colateral de los años que había tenido que pasar utilizando ropa interior de algodón.


Aquella noche se puso un pijama de seda rosa y una bata a juego. Pero ni siquiera eso mejoró su humor. Fue a la cocina, se sirvió una copa de vino, y recorrió con ella en la mano habitación tras habitación. Le encantaba aquella casa, aunque el alquiler fuera un poco más elevado de lo que realmente se podía permitir.


Dudaba de que ninguno de los antiguos habitantes de la casa hubiera visto en toda su vida nada parecido al brutal asesinato que había cubierto aquella noche. Paula se abrazó a sí misma, presa repentinamente de la aprensión, y subió las escaleras. El vestíbulo del segundo piso era espacioso y de techos altos, y continuaba amueblado tal y como lo habían dejado sus dueños: Con un sofá estilo reina Ana cuyo color original era imposible de adivinar, una antigua cómoda de patas largas con los tiradores rotos, y un espejo de pared enmarcado en plata, adornado y embellecido como si hubiera sido para una reina.


Y su mueble favorito, un viejo escritorio que había sido hecho en Francia y enviado en barco hasta allí antes de la Guerra Civil.


Paula se dejó caer en el sofá y alzó la mirada hacia el retrato que continuaba colgado sobre las escaleras. Incluso desde aquel ángulo, el retratado parecía estar mirándola a ella.


—Las cosas han cambiado, Frederick Lee. Ésta ya no es tu pacífica ciudad sureña.


Al final, Paula cedió a la presión de sus ojos y terminó cerrándolos. Pero su inconsciente continuaba formando nuevas y truculentas imágenes.


Estaba intentando acercarse a la víctima mientras el detective Alfonso guiaba su mano temblorosa. Ambos se movían con deliberada lentitud, como si estuvieran trabajando con las piezas de un absurdo rompecabezas. Las piezas estaban allí, pero no conseguían encajarlas. Y ella estaba cansada. Muy, muy cansada.


Lentamente las imágenes desaparecieron para dar paso a la pesadilla que había perseguido a Paula desde que podía recordar. La iglesia. Unas escaleras oscuras. Y un terror tan real que casi podía saborearlo.


Se despertó sobresaltada, con el pijama empapado en sudor. Pero era sólo la pesadilla que la perseguía cuando estaba estresada. Aun así, encendió la luz. Frederick Lee continuaba mirándola, vigilándola.


Y Paula se alegraba de tenerlo allí.




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