viernes, 28 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 26




-Espero que los vecinos no sean tan groseros contigo como lo han sido conmigo. Sally Babcock me llamó para decir que no le gustaba nada tener que responder preguntas sobre su sopa -dijo Agnes Tierney mientras deshuesaba aceitunas en su cocina-. Y en el puesto de verduras del señor Johnson, Wanda Scaggs me dijo que debería avergonzarme por las horribles cosas que he dicho del doctor Alfonso. Y el señor Johnson me hizo un desaire.


-¿Estás segura de que quieres ir hoy al picnic, Agnes? -le preguntó Paula, viendo cómo la escultora echaba las aceitunas en la ensalada de patata.


-¡Claro que sí! Bob estará allí. Y también mi club de bridge. Saben que esta demanda es obra de Gaston... Creo que es importante para Gaston debido a un asunto de tierras -le confesó sobre el cuenco de ensalada-. Ahora está reunido con un agente inmobiliario, intentando conseguir la propiedad a las afueras de Point. Quiere construir edificios de apartamentos para alquilar.


Paula la miró horrorizada. La naturaleza salvaje se extendía a lo largo de cien kilómetros por la península. Tan sólo una docena de casas salpicaban el paisaje y las playas.


-¿Qué tiene que ver el asunto de las tierras con la demanda?


-Pedro es el propietario de la mayor extensión de tierra. Sin ella, Gaston no puede construir -explicó Agnes mientras machacaba los ajos-. Creo que Gaston quiere obligarlo a vender.


Paula tuvo que esforzarse para disimular su indignación. Así que Gaston tenía un motivo oculto para explotar la situación...


-Agnes, si no quieres demandar a Pedro, ¿por qué lo estás haciendo?


-¡No puedo desafiar a Gaston! -exclamó ella-. Odia que le lleven la contraria.


-¿Crees que la inyección de Pedro te provocó las alucinaciones? -la presionó Paula. Ahora más que nunca quería llegar al fondo del misterio.


La escultora se encogió de hombros y vertió el zumo de limón en la ensalada.


-Supongo. Nunca había tenido alucinaciones, y no he vuelto a tenerlas desde entonces.


-Si la inyección no las provocó, ¿querrías saber cuál fue la causa?


-Por supuesto. Jamás acusaría injustamente a un vecino -declaró ella-. Ni siquiera Gaston puede impedir que me disculpe si me he equivocado.


-¿Te importa si intento averiguar qué pudo haberte causado las alucinaciones?


-¡Oh, hazlo, por favor! -la animó Agnes, y miró nerviosa hacia la puerta-. Pero tendrás que ser discreta si viene Gaston. No le gustará que estés fisgoneando.


Paula se pasó una hora haciéndole preguntas a Agnes sobre lo que hizo aquel día de julio. 


Luego, tomó muestras de las plantas que Agnes cultivaba en el jardín y que utilizaba para hacer el té. También examinó su inventario de especias y copió los nombres de los medicamentos del cuarto de baño. Cuando reunió todos los datos que pudo, conectó su portátil a Internet y envió la información a su ayudante. Las muestras de plantas y especias las mandaría al laboratorio para analizarlas.


-Si no había gambas en la sopa de Sally, ¿por qué sospechaste que tenías una reacción alérgica? -le preguntó a Agnes antes de marcharse.


-Tenía que haber gambas por alguna parte. Noté su sabor.


Paula le pidió que recordara todo lo que había comido aquel día e hizo una lista con los alimentos.


-Hasta que descubramos la causa de tu reacción, ten cuidado con lo que comes hoy en el picnic.


-Sólo tomaré la comida que yo lleve -le aseguró Agnes-. Gaston no irá al picnic hasta bastante tarde, pero ¿te gustaría acompañarnos a Bob y a mí? Jugaremos al bridge.


-Gracias, Agnes, pero tendré que irme pronto del picnic, así que necesito mi coche.


-Oh, tómate un poco de tiempo para divertirte. Y no permitas que te afecten los modales de la gente. ¡Todos están muy susceptibles por este asunto de la demanda!




EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 25




Tal y como prometió, se había marchado antes del amanecer.


Paula había estado tan agotada física y emocionalmente que apenas se dio cuenta. Se había quedado dormida entre sus fuertes brazos, y cuando sintió que su calor masculino la abandonaba había alargado los brazos en la oscuridad para intentar retenerlo. Él la había besado y le había susurrado unas palabras de despedida, y ella había vuelto a dormirse.


A la luz del día, el recuerdo de lo sucedido la mantuvo tensa y preocupada durante el desayuno en el comedor del hotel. Por suerte, nadie mencionó el incidente del merodeador y nadie pareció haber visto salir a Pedro Alfonso.


Aquella tarde, sin embargo, tendría que verlo en el picnic del Día del Trabajo.


¿Cómo reaccionarían al verse delante de toda la comunidad? ¿Podría ella mirarlo sin que su cuerpo respondiera al recuerdo de la íntima pasión compartida? ¿Significaría algo para él?


Casi se atragantó con el café. ¡Claro que no! No había significado nada para ninguno de los dos.


Sin acabar el desayuno, recogió su maletín y corrió al aparcamiento. Tenía que reunirse con Agnes aquella mañana, hablar con los demás en el picnic y encerrarse en su habitación con un buen libro hasta la reunión del martes con el personal del hospital.


Luego volvería a Tallahassee para seguir la investigación desde allí. Y no permitiría que ningún asunto personal interfiriera en su trabajo.


Al ver el Mercedes beige de su hermana en el garaje se detuvo en seco. Pedro lo había limpiado en mitad de la noche, y luego había tirado guijarros a su ventana y había escalado el balcón para hacerle el amor hasta el amanecer.


Se sentó al volante y se frotó contra el asiento de cuero. ¿Cómo podía seguir adelante como si nada hubiera sucedido? Le gustara admitirlo o no, Pedro la había afectado profundamente. Y le hacía recordar lo mucho que ella lo había querido... aunque sólo fuera como amiga.


Tras unos momentos de duda tomó una decisión: buscaría la verdad y nada más que la verdad. No le ofrecería a Malena ningún arma para usar contra Pedro, a menos que la verdad en sí misma pudiera ser un arma. De ser así, Pedro se habría buscado los problemas él sólo.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 24




El armario se abrió y Pedro salió. Se había puesto los vaqueros negros, aunque los tenía desabrochados, y la camisa le colgaba indolentemente de un hombro. Una sonrisa curvaba sus labios y un brillo destellaba en sus ojos ambarinos mientras avanzaba hacia ella.


-Oh, señorita Paula -murmuró, recorriéndola con su intensa mirada-. Será mejor que se tumbe en la cama y me permita darle un masaje en la espalda para aliviar esos dolores.


-No tiene gracia -replicó ella-. Tienes que marcharte.


Él le deslizó los dedos en el pelo y le acarició el rostro con el pulgar, haciendo que su fuerza de voluntad se derritiera sin remedio.


-No tengo que marcharme -susurró-. Tengo toda la noche, todo el día de mañana y toda la noche...


-Pedro... Esto ha sido un error -gimió cuando la besó en el cuello y le atrapó el rostro entre las manos, recordando el roce de su áspera piel contra los pezones-. Ha sido culpa mía. No debería haberte provocado con aquel juego estúpido.


-Puedes compensarme -dijo él, llevando las manos hasta su cintura-. Ahora jugaremos según mis reglas -le susurró contra la boca-. Tendrás que decir: «Pedro, por favor... hazme el amor».


Antes de que ella pudiera protestar le cubrió la boca con un beso. Los brazos de Paula le rodearon instintivamente el cuello, y él tiró del cinturón de la bata para desatar el nudo.


Paula soltó un gemido angustioso y se apartó de él, aferrándose la bata con los puños.


-No puedo hacer el amor contigo -declaró, respirando agitadamente.


-¿Por qué no? -preguntó él con el ceño fruncido.


-¡No está bien! Estoy investigando una demanda contra ti, Pedro. Lo siento. Me dejé llevar por la emoción al oírte decir lo mucho que me habías deseado -confesó. Apartó la mirada para no enfrentarse a sus ojos y se pasó una temblorosa mano por el pelo-. Pero ya no somos niños, y no puedo arriesgarme a comprometer este caso ni la integridad de mi empresa implicándome personalmente con el objeto de mi investigación.


-No veo cómo una relación sexual podría afectar a eso -repuso él, apoyándose contra la puerta.


-Estoy trabajando para una abogada, quien además resulta que es mi hermana -insistió ella, quedándose a una distancia segura de él-. Las consideraciones éticas son muy complicadas, y si Gaston Tierney sospecha que el equipo de su abogada ha conspirado contra él de alguna manera... -interrumpió bruscamente su explicación. De nuevo había actuado sin pensar. No debería estar hablando de eso con él. Agarró las botas y se las tendió-. Vístete. Por favor.


-Mantendremos nuestra relación en secreto, Paula -le aseguró él, arrojando las botas al suelo-. No es asunto de nadie más. Pero aunque alguien lo descubriera, seguramente supondría que estás haciendo lo mejor para tu cliente. Ya sabes... intentando sonsacarme información.


-¿Eso crees que estaba haciendo? -preguntó ella, indignada-. ¿Sonsacarte información?


-Claro que no. Si te digo esto es porque algunos amigos míos me han advertido que no confíe mucho en ti. Han oído que hoy estabas conduciendo mi coche, y supongo que Gloria me vio besarte, así que...


-No he sido yo la que se ha puesto a imitar a un chimpancé bajó el balcón -le recordó ella.


-No era un chimpancé -dijo él con una mueca.


-¿Acaso estás tratando de sonsacarme información tú a mí?


-¿Te he hecho alguna pregunta sobre el caso?


-Aún no.


-Y no lo haré. No necesito sonsacarte información. He estado recibiendo llamadas en el hospital toda la tarde, informándome de las fotos que te dio Gloria, de las conversaciones que has grabado, de los archivos judiciales que has comprobado y de la sopa que no tenía gambas.


-¿Sabías todo eso y aun así has venido? -le preguntó ella, boquiabierta.


-Nada de eso tiene que ver contigo y conmigo -respondió él, clavándole la mirada.


-Sí, claro que sí -replicó ella con voz ahogada. 
¿Cómo podía reprenderlo por haber ido a verla aquella noche, cuando ella había hecho algo mucho peor? Había ido a Mocassin Point para destruirlo, y lo había provocado para que le hiciera el amor-. Vístete. Tienes que marcharte.


-Nadie tiene por qué saber que estoy aquí, Paula.


-¡Lo sabrán todos! Tu coche y el mío están ahí fuera. Me sorprende que el sheriff no se haya fijado.


-He aparcado tu coche en el garaje trasero y he cerrado la puerta. Nadie se dará cuenta de que está ahí. Si alguien te pregunta mañana cuándo hemos intercambiado los vehículos, dile que dejaste la llave en mi coche y que no estabas segura de cuándo vendría a recogerlo.


-Haces que parezca muy fácil, pero yo seré la más perjudicada si el secreto sale a la luz. ¿Qué tienes tú que perder?


-A ti.


La cálida franqueza de su mirada confundió aún más a Paula. Su corazón confiaba en aquella sinceridad, pero su cabeza la acuciaba a alejarse. El la deseaba, pero el sexo no era más que sexo, a menos que ella se permitiera creer que había algo más.


Y quería creer que había algo más. Quería creer que Pedro sentía por ella algo más profundo, más fuerte y más duradero que una mera atracción física. El terror que había sentido mientras hacían el amor volvió a invadirla. Se había pasado doce largos años levantando sus defensas para que nunca más volviera a necesitar emocionalmente a un hombre. No podía dejar que aquellas barreras se derritieran con el calor de la pasión.


Se dio la vuelta con la intención de recoger las botas del suelo, ponérselas a Pedro en los brazos y echarlo de su habitación. Pero antes de que pudiera dar un paso él la sujetó por los hombros.


-¿De qué tienes miedo, Paula? No me digas que es por tu reputación profesional. No estabas pensando en eso cuando estábamos desnudos en el suelo.


A Paula se le detuvo el corazón. No podía discutirle esa verdad.


-El pánico te bloquea cuando las cosas empiezan a caldearse -la acusó él-. ¿Por qué?


-El... el sheriff estaba llamando a la puerta -se excusó ella.


-Antes de eso -insistió Pedro, sacudiéndola ligeramente.


Paula lo miró consternada. Pedro se había dado cuenta de que estaba aterrorizada. «No tengas miedo», le había dicho. «Soy yo.» Un consuelo irónico, teniendo en cuenta que era únicamente él quien podía asustarla.


-Vete a casa,Pedro -le suplicó.


-No puedo salir ahora -dijo él, aferrándole los hombros con fuerza-. Tenemos que esperar a que Dee y los demás vuelvan a dormirse después del susto. El sheriff podría seguir ahí fuera.


Paula reprimió un gemido. Pedro tenía razón. Pero ¿cómo podía arriesgarse a permitirle permanecer allí un momento más? Se sentía indefensa ante el calor varonil que su cuerpo irradiaba y sus manos apretándole posesivamente los hombros.


-Lo mejor será que me vaya justo antes de que amanezca -dijo él.


Para eso quedaban unas cuantas horas. Paula reconoció su expresión decidida y supo que no podría convencerlo para marcharse. La familiaridad de su férrea voluntad la afectó traicioneramente.


-Lo siento, Pedro, por haberte engañado de esta manera. ¡Lo siento mucho! No debí haberte besado. Ni debí... intimar contigo -añadió en un débil susurro.


-Por Dios, Pau, ¡no llores! -dijo él, visiblemente preocupado. La estrechó entre sus brazos mientras ella intentaba contener las lágrimas-. No pasa nada -le susurró contra sus cabellos al tiempo-. Lo entiendo. Nada de lo que has hecho me ha afectado. 


Estuvo un rato abrazándola y meciéndola suavemente, hasta que ella fue consciente de que tenía el rostro presionado contra su hombro desnudo, los pechos aplastados contra su recio torso y los latidos de sus corazones retumbando al unísono.


-El único problema es que has intimado conmigo, y es demasiado tarde para cambiar eso dijo él. Se apartó y le tomó el rostro entre las manos-. ¿Qué daño pueden hacer unas horas más?


El calor de su mirada le abrasó el corazón a Paula, robándole el aire de los pulmones e infundiéndole una profunda necesidad.


-Ven a la cama conmigo, Paula -le pidió él-. No haré nada que no quieras, lo juro.


Ella no podía pensar en nada que no quisiera que Pedro hiciese. En realidad, quería que lo hiciera todo.


-Sólo por esta noche -concedió en un tembloroso susurro-. Y nunca más. Nunca, nunca más...



Él la hizo callar con un beso ardiente y apasionado


jueves, 27 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 23




El pánico de Paula aumentó al pensar en la reacción de Malena y de Gaston Tierney cuando se enteraran de que la habían sorprendido con Pedro Alfonso en una habitación de noche. 


Empujó a Pedro en el pecho y consiguió ponerse en pie. Pedro permaneció medio sentado en el suelo, con su erección inmensa y reluciente, los ojos fuertemente cerrados y la mandíbula apretada.


-Levanta, levanta -lo apremió ella, tirándole del brazo. Tienes que esconderte.


-¿Esconderme? -preguntó él con una mirada incrédula.


-En el cuarto de baño. No, alguien podría entrar. En el armario. Métete en el armario.


-Ni hablar. No voy a esconderme en un armario.


La desesperación la hizo ponerse de rodillas y mirarlo con expresión suplicante.


-Por favor, Pedro... ¡Por favor!


-Señorita Paula -volvió a llamarla el sheriff-, ¿hay alguien con usted?


-¡No! No, claro que no.


Tras una pausa llena de tensión, el sheriff volvió a hablar.


-Por si acaso el intruso la está apuntando con un arma o algo así, quiero que me diga el nombre de su padre. Si me dice el nombre verdadero, sabré que se encuentra bien. Si me dice un nombre falso, haré que mis hombres rodeen el edificio antes de que ese bastardo pueda escapar.


Paula abrió los ojos como platos, y Pedro hizo girar los suyos.


-¿El nombre de mi padre? -preguntó con voz ahogada.


El pánico le bloqueaba la mente, y el único nombre que se le ocurría era «coronel».


-Hector -le susurró Pedro.


-¡Hector! -gritó ella.


-Hector -repitió el sheriff-. Sí, eso es. Hector -parecía un poco decepcionado.


-No hay nadie conmigo, sheriff -le aseguró Paula-. Lo que ha oído es la televisión. Me dormí con ella encendida. La apagaré en cuanto encuentre mi bata -dijo, y tiró frenéticamente de Pedro hasta que él accedió a regañadientes que lo metiera en el armario.


-Por amor de Dios, Paula -susurró-. Al menos dame mi ropa.


-Oh, Dios mío... ¡Tu ropa!


Buscó por toda la habitación hasta encontrar sus vaqueros, camisa y ropa interior. Se lo puso todo en los brazos y lo empujó al armario.


-Si el sheriff abre esta puerta, tanto él como Dee sufrirán un ataque al corazón -gruñó Pedro-. Y no será muy decente que los atienda desnudo.


Con expresión adusta y tan espléndidamente desnudo como un dios griego, se puso la ropa bajo el brazo y permitió que Paula le cerrara la puerta en las narices. Paula sacó su bata de otro armario, se la puso y corrió a abrir la puerta con el corazón desbocado. Al saludar al sheriff y a la mujer rubia y robusta vestida con una bata de franela, estaba sin aliento y con el rostro acalorado.


-Pasen. Siento haber tardado tanto, pero...


-Cálmese, señorita Paula -la tranquilizó el sheriff. Le dio una palmadita en el brazo y entró en la suite-. Sé que se ha llevado un buen susto, pero ahora está a salvo.


Dee también entró, mirando preocupada a Paula.


-Lo siento mucho. Nunca hemos tenido un problema así, te lo juro. Mi marido volverá a casa mañana, y pondrá un cerrojo adicional en todas las puertas.


-Oh, Dee, no creo que sea necesario -dijo Paula, viendo cómo el sheriff se acercaba a las puertas francesas con una linterna en una mano y una pistola en la otra.


-Será mejor que se aparten, por si acaso.


Paula se mordió el labio mientras Dee le agarraba la mano.


-Estas puertas no están cerradas -observó el sheriff. Apoyó la espalda contra una de las puertas, empujó la otra e iluminó el balcón con la linterna. Tras una pausa prudente, se aventuró a salir.


Dee agarraba dolorosamente el brazo de Paula mientras observaba al sheriff con expresión inquieta.


Momentos después, el sheriff volvió a la habitación, cerró las puertas y las aseguró.


-No hay nadie ahí fuera. Seguramente sólo fueron unos niños haciendo travesuras.


Dee exhaló un dramático suspiro de alivio y soltó el brazo de Paula.


-Será mejor que mantenga las puertas cerradas, señorita Marshall -le aconsejó el sheriff mientras se enfundaba la pistola-. Tiene a mucha gente contrariada por culpa de sus investigaciones sobre el doctor Alfonso. No quiero decir que alguien desee hacerle daño, pero a la gente de aquí no les gusta que nadie perjudique a uno de los suyos.


Uno de los suyos... Una punzada de dolor traspasó a Paula. Ella también había sido «uno de los suyos». Pero eso había sido muchos años atrás.


-La gente está acostumbrada a aguantar a Gaston Tierney. Lo hacen sobre todo por el bien de Agnes, y porque ha comprado muchos terrenos por aquí. Pero el doctor Alfonso es muy querido en la comunidad. No me atrevo a imaginar lo que alguien podría hacer si se enteran de que está usted intentando incriminarlo.


-Gracias por el consejo, sheriff -dijo Paula. Oyó ruidos en el armario y se apresuró a seguir hablando-. Estoy segura de que usted y Dee están deseando volver a la cama, igual que yo a la mía.


Lo había dicho con la intención de que se fueran rápidamente, pero lo que consiguió fue que ambos miraran hacia su cama. Una expresión de sorpresa apareció en sus rostros. Paula se dio cuenta demasiado tarde de que la cama estaba pulcramente hecha. Nadie podía haber estado durmiendo en ella.


-Yo, eh... me quedé dormida en el sofá -murmuró, sintiendo cómo se ruborizaba.


Los dos miraran entonces hacia el sofá. La camisola de satén colgaba de un cojín, y sus braguitas de encaje yacían en el suelo. Paula se ruborizó aún más, pero no ofreció ninguna explicación. Podía dejar su ropa interior donde le diera la gana, ¿o no?


Pero entonces vio las botas de Pedro en el suelo, junto al sofá, parcialmente ocultas por las sombras. El corazón le dio un vuelco y miró de reojo a Dee y al sheriff. Ninguno parecía haberse fijado.


-Si ve a alguien en el jardín esta noche, no se preocupe -le dijo el sheriff-. Estaré patrullando por los alrededores por si acaso vuelve el intruso.


Patrullando los alrededores. Paula se quedó de piedra junto a la puerta mientras Dee y el sheriff salían al pasillo. ¿Cómo podría Pedro salir del hotel sin ser descubierto? Y si se quedaba hasta la mañana siguiente, Dee o sus hijos lo verían marcharse. ¡Todos los habitantes de Point, incluido Gaston Tierney, sabrían que Jack Forrester había pasado la noche en su habitación!


-Eh, sheriff, no creo necesario que pierda su tiempo patrullando la zona. Yo bajé antes al jardín y... hice un poco de ruido. Seguramente fue a mí a quien oyeron los huéspedes.


-Informaron sobre los ruidos bastante tarde -dijo el sheriff-. ¿A qué hora salió usted?


-Un poco después de medianoche, creo.


-¿Qué estaba haciendo ahí afuera después de medianoche? -preguntó él con curiosidad.


-¿Que qué estaba haciendo? -se aclaró la garganta-. Estaba... contemplando las estrellas. No hay un lugar mejor que Point para ver las estrellas.


-Es verdad -corroboró Dee-. Pero esta noche no se pueden ver. El cielo está nublado.


-Sí -dijo Paula, apretando fuertemente los puños-. Fue muy difícil encontrarlas.


El sheriff sacudió la cabeza.


-No pudo ser usted a quien oyeron los huéspedes. Los ruidos se produjeron después de que entrara. Alguien tuvo que apoyar el banco contra la pared.


-¿El banco? -repitió ella. ¡Se había olvidado del maldito banco!-. Oh, se refiere al banco del jardín... -forzó una carcajada mientras buscaba una explicación-. Yo lo puse ahí.


-¿Usted? -preguntó el sheriff, parpadeando de asombro-. ¿Por qué?


-Bueno, estuve tanto tiempo mirando el cielo que... me empezó a doler la espalda. Necesitaba una superficie dura para apoyarme, así que...


Del armario salió un ruido ahogado, como si alguien estuviera conteniendo una carcajada.


-Así que apoyé el banco contra la pared y me senté -siguió Paula, elevando el tono de voz-. Se me olvidó devolverlo a su sitio. Lo siento. Todo ha sido un malentendido, sheriff.


-Me alegra saber que fuiste tú, Paula -dijo Dee-. No podía creer que hubiera un merodeador.


-Supongo que yo también me alegro de saberlo -murmuró el sheriff-. Me siento ridículo por haber salido al balcón con la pistola, como algún poli de la tele.


-No, no, le estoy muy agradecida -le aseguró Paula-. Podría habernos salvado la vida. Y su idea de preguntarme el nombre de mi padre... brillante.


Del armario salió otro ruido ahogado, pero quedó amortiguado por la entusiasta afirmación de Dee. Aparentemente convencido, el sheriff siguió a la dueña del hotel escaleras abajo.


Pedro cerró la puerta, se apoyó en la hoja y soltó un largo y tembloroso suspiro de alivio.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 22




-Antes de hacer cualquier movimiento –susurró ella, mirándolo con un brillo de malicia en los ojos-, tendrás que preguntar: «¿Me permites, Paula?»


Pedro se quedó tan anonadado que no pudo responder ni pensar con claridad.


-Y puede que yo te dé permiso... -siguió ella, moviéndose tan cerca de él que el satén le rozó el rostro-, o puede que no.


Paula lo había dicho sin pensar. En realidad había sido él quien la había animado a provocarlo, con sus miradas que hacían hervir la sangre y sus confesiones susurradas: «Nunca hice el amor con ella, Paula... No era Malena a quien estaba besando».


Le había quitado un gran peso del corazón, y de repente se sentía ligera y libre. Pedro había tirado guijarros a su ventana, y ella había salido a jugar, aunque aún no había decidido lo lejos que llegaría. Todo dependía de que Pedro acatara o no sus reglas y le pidiera permiso. Durante mucho tiempo él había impuesto sus reglas, pero ahora era ella quien demostraba su poder. ¡Incluso se había atrevido a rozarle la cara con los pechos!


Un hormigueo de excitación avivó la emoción de su descaro. Deslizó las manos sobre sus robustos hombros y lo miró, expectante, esperado encontrase un atisbo de sonrisa.


El no sonrió, y aquello la hizo detenerse. 


Realmente esperaba una sonrisa, pero Pedro permanecía quieto y rígido, con las manos agarrándola por los costados. Parecía muy serio. Paula temió haberse precipitado.


Pero entonces él la miró a los ojos con una intensidad que hizo saltar todas las alarmas.


-¿Me permites, Paula? -le preguntó en un cálido susurro.


A Paula le flaquearon las rodillas y le dio un vuelco el corazón. Se suponía que tenía que hacerle declarar sus intenciones exactas para seguir con el juego, pero no pudo decir otra cosa que:
-Adelante.


Pedro soltó una profunda exhalación y deslizó sus fuertes manos sobre el satén, rozándole con los pulgares la curva de los pechos. El tacto de sus manos y la intensidad de sus caricias prendieron llamas en el interior de Paula, y eso que apenas había hecho algo más que recorrerla con la mirada.


-¿Me permites, Paula? -volvió a preguntar, rozando el rostro contra el costado de un pecho.


Con el corazón desbocado, y a través de una espesa niebla de sensualidad, Paula intentó anticiparse a su próximo movimiento.


-Adelante.


Pedro extendió las manos sobre su caja torácica, la sujetó con firmeza y hundió el rostro entre sus pechos. La barba incipiente raspaba el satén, y sus labios rozaban los endurecidos pezones cada vez que giraba lentamente la cabeza.


Paula se arqueó, atónita por el placer que la recorría y por la tensión que emanaba del cuerpo de Pedro. Sentía que se estaba conteniendo, como una bestia salvaje y poderosa a la que ella hubiera despertado y que ahora se dispusiera a abalanzarse sobre ella.


La idea la asustó. Y la excitó. Pedro la echó hacia atrás, presionándose contra el brazo del sofá, y frotó el mentón y la boca contra los pezones a través del satén. Mantuvo los labios tensos y ligeramente entreabiertos, lo suficiente para que el aliento le provocara a Paula un reguero de cálido hormigueo y para atrapar las puntas sensibles de sus pechos.


-¿Me permites, Paula? -le preguntó, mirándola con ojos llameantes.


-Adelante, adelante.


Pedro le bajó la camisola y se llenó la boca con sus pechos. Una ardiente succión propulsó a Paula a una espiral de placer. Hundió los dedos en los hombros fibrosos, atrapada en una tormenta de lujuria y deseo. Las manos de Pedro bajaron aún más la camisola y le recorrieron las curvas desnudas de su piel. Apartó la boca de sus pechos y siguió el rastro de las manos con una sucesión interrumpida de tórridos besos.


-Adelante -murmuró, aunque él no le había pedido permiso. Entrelazó los dedos en sus cabellos dorados mientras él la besaba apasionadamente por el vientre y la cadera. Se retorció bajo su boca y sus manos, como si navegara a la deriva en un mar de calor y placer.


-¿Me permites, Paula? -preguntó él, y antes de que ella pudiera responder, le bajó las braguitas de un tirón-. ¿Me permites, Paula? -volvió a preguntar, y siguió descendiendo con la boca sobre sus rizos.


A través de las intensas emociones que la acometían, Paula se dio cuenta de lo que Pedro estaba a punto de hacer. La emoción le atenazó el corazón. Deseaba que lo hiciera. Lo necesitaba. No sólo por el placer, sino por la intimidad del acto.


Ahogó un gemido de pánico y le agarró la cabeza con las manos, obligándolo a mirarla.


-No te he dado permiso -susurró frenéticamente.


-¿Me permites, Paula? -le pidió entre jadeos entrecortados.


Ella negó con la cabeza, sucumbiendo al pánico. 


Su intención había sido jugar... un juego sexual, sí, pero se había olvidado de cómo se ganaba. 


Había perdido el control de sí misma, y no sabía cómo recuperarlo.


Pedro soltó una exhalación forzada, y luego otra, y por un momento pareció peligrosamente rebelde. Pero entonces se apoyó sobre un musculoso antebrazo, junto a ella, le apartó el pelo del rostro y la miró fijamente a los ojos con deseo y ternura.


-¿Estás preparada para pagarme ahora con ese beso?


El beso... Sí, seguro que podía soportar un simple beso. Asintió, agradecida por la sugerencia.


Él acercó el rostro al suyo, pero se detuvo a escasos centímetros.


-¿Me permites, Paula?


A Paula se le escapó un gemido al recibirlo. Pedro tomó posesión de su boca a conciencia, sin dejar lugar para la duda o la retirada. El miedo de Paula no tardó en desaparecer, y pronto se vio de nuevo envuelta por la pasión salvaje. El beso creció en intensidad, ardor y frenesí. Los dos cayeron abrazados del sofá al suelo. Pedro se despojó de su ropa y ella lo ayudó, anhelando sentir su piel contra la suya.


-¿Me permites, Paula? -le preguntaba con voz jadeante a intervalos esporádicos.


-Adelante -respondía ella, desbordada por un torrente de emociones ardientes.


Las manos de Pedro le recorrían todo el cuerpo, amasando, acariciando, moldeando su figura contra su propia desnudez. Paula sintió la dureza de su miembro contra el vientre y no pudo evitar mover las caderas en un deseo instintivo por deslizarlo en su interior.


Un gemido ahogado escapó de la garganta de Pedro, que llevó los dedos entre sus piernas, buscando la íntima fuente de calor escondida entre sus rizos.


Paula soltó un fuerte gemido y sus caderas se estremecieron. Él deslizó la rodilla entre sus muslos para separarle las piernas y siguió explorando con los dedos, avivando su calor interno hasta fundirla en una llamarada de sofocante arrebato. Nunca había sentido un impulso tan fuerte para atraer a un hombre dentro de ella. Nunca había querido hacer el amor con tanta desesperación como lo deseaba ahora.


Separó la boca con un gemido de pánico.


-No... no he dicho que puedas hacerlo -balbuceó, buscando desesperadamente su mirada-. No...


-Está bien, Pau -la interrumpió él. Sus ojos ardían de emoción-. No tengas miedo. Soy yo.


«Soy yo». Era Pedro. Paula sabía que su intención había sido tranquilizarla, dándole a entender que la conocía desde siempre y que jamás le haría daño.


Pero nada de eso sirvió para tranquilizarla. Al contrario, se asustó aún más. Pero no hizo nada por detener la invasión de los largos dedos de Pedro ni intentó reprimir sus convulsiones. 


Con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, soltó un gemido de placer mientras Pedro seguía profundizando con los dedos a un ritmo enloquecedoramente lento, acariciándole y presionándole el exterior con el pulgar. Paula llegó a la cima del placer y se abandonó a las contracciones del orgasmo. 


Juntó con fuerza los muslos, atrapando la muñeca de Pedro, y levantó los hombros del suelo. El la apretó contra su pecho y la sujetó mientras ella temblaba y luchaba por recuperar la respiración. Muy lentamente, retiró los dedos de su interior, provocándole nuevas contracciones en la ingle.


Antes de que los espasmos remitieran, la hizo girar hasta tumbarla de espaldas bajo él, le atrapó la boca con otro beso enardecido y se introdujo en ella lenta y profundamente.


Paula gritó y se arqueó contra él mientras su palpitante erección la llenaba. Un gemido se elevó por su garganta, y en un movimiento instintivo para adaptarse al tamaño de Pedro, le rodeó las caderas con las piernas. Entonces él empezó a moverse, penetrándola y girando suavemente el miembro en su interior. Paula sintió cómo el placer se propagaba desde su sexo como un torrente de fuego líquido.


Unos golpes sonaron en la puerta.


-¿Señorita Chaves?


Paula se puso rígida y Pedro se detuvo. Los dos se miraron el uno al otro, confundidos, sudorosos y jadeantes.


-¿Paula? -era Dee, la dueña del hotel-. ¿Estás ahí, cariño?


-S... sí -respondió ella.


Pedro cerró los ojos y volvió a moverse dentro de ella. Paula ahogó un gemido y le mantuvo la mirada.


-Siento molestarte a estas horas, pero hemos recibido un aviso de los huéspedes de la habitación de abajo.


Paula intentó comprender lo que Dee estaba diciendo. Una neblina sensual le rodeaba el cerebro, y Pedro la sujetaba con más fuerza y volvía a penetrarla.


-Creen haber visto a alguien escalando a tu balcón -siguió Dee-. Mi marido no está en casa, así que he llamado al sheriff.


-Dile que era yo -le susurró Pedro al oído-. Se marchará.


Paula abrió los ojos como platos y negó con la cabeza mientras empezaba a comprender la situación. ¡No podía decirle a nadie que tenía a Pedro en su habitación! Todo el mundo lo sabría a la mañana siguiente.


-No... no he visto a nadie -dijo con voz débil y vacilante.


Pedro maldijo por lo bajo. Tenía el rostro empapado de sudor.


-Díselo, Pau -insistió.


Ella se arqueó al recibir otra embestida.


-No puedo -susurró cuando pudo hablar de nuevo-. Nadie puede saber que estás conmigo.


-Señorita Paula, soy el sheriff Gallagher -dijo otra voz desde el pasillo.


El pánico se apoderó de Paula. Pedro se obligó a permanecer quieto, cerró los ojos y gimió.


-Shhh -le susurró ella al oído-. No hagas ruido o te oirán.


-Estupendo. Así se irán y nos dejarán en paz.


-No pretendo asustarla, señorita -siguió el sheriff-, pero he visto un banco debajo de su balcón. No he visto a nadie, pero temo que el merodeador pueda estar escondido en alguna habitación.


-Seguro que no hay nadie -le aseguró Paula con una voz patéticamente temblorosa.


-Es posible. Apuesto a que sólo eran unos críos. No tenemos muchos problemas en Point. Pero no puedo arriesgarme con su seguridad, señorita, ni con la de nadie más. Si no le importa, me gustaría echarle un vistazo al balcón.


-¿Quiere... entrar en la habitación?


-Sí, señorita. Sólo será un minuto.


-¡Levántate, Pedro! -le susurró frenéticamente, intentando soltarse.


-Por Dios, Paula, no me hagas esto -suplicó él. La agarró por las caderas para impedir que se apartara, pero era demasiado tarde-. Maldita sea, Pau. Déjame explicarles qué hago aquí...


-¡No te atrevas a hacer eso!


-¿Va todo bien ahí dentro, señorita Paula? -preguntó el sheriff.


-Sí, sí, todo va bien -exclamó ella-. Déme un minuto para... buscar mi bata. Estaba profundamente dormida.


-Lo siento mucho, señorita. Tómese su tiempo.