jueves, 27 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 22




-Antes de hacer cualquier movimiento –susurró ella, mirándolo con un brillo de malicia en los ojos-, tendrás que preguntar: «¿Me permites, Paula?»


Pedro se quedó tan anonadado que no pudo responder ni pensar con claridad.


-Y puede que yo te dé permiso... -siguió ella, moviéndose tan cerca de él que el satén le rozó el rostro-, o puede que no.


Paula lo había dicho sin pensar. En realidad había sido él quien la había animado a provocarlo, con sus miradas que hacían hervir la sangre y sus confesiones susurradas: «Nunca hice el amor con ella, Paula... No era Malena a quien estaba besando».


Le había quitado un gran peso del corazón, y de repente se sentía ligera y libre. Pedro había tirado guijarros a su ventana, y ella había salido a jugar, aunque aún no había decidido lo lejos que llegaría. Todo dependía de que Pedro acatara o no sus reglas y le pidiera permiso. Durante mucho tiempo él había impuesto sus reglas, pero ahora era ella quien demostraba su poder. ¡Incluso se había atrevido a rozarle la cara con los pechos!


Un hormigueo de excitación avivó la emoción de su descaro. Deslizó las manos sobre sus robustos hombros y lo miró, expectante, esperado encontrase un atisbo de sonrisa.


El no sonrió, y aquello la hizo detenerse. 


Realmente esperaba una sonrisa, pero Pedro permanecía quieto y rígido, con las manos agarrándola por los costados. Parecía muy serio. Paula temió haberse precipitado.


Pero entonces él la miró a los ojos con una intensidad que hizo saltar todas las alarmas.


-¿Me permites, Paula? -le preguntó en un cálido susurro.


A Paula le flaquearon las rodillas y le dio un vuelco el corazón. Se suponía que tenía que hacerle declarar sus intenciones exactas para seguir con el juego, pero no pudo decir otra cosa que:
-Adelante.


Pedro soltó una profunda exhalación y deslizó sus fuertes manos sobre el satén, rozándole con los pulgares la curva de los pechos. El tacto de sus manos y la intensidad de sus caricias prendieron llamas en el interior de Paula, y eso que apenas había hecho algo más que recorrerla con la mirada.


-¿Me permites, Paula? -volvió a preguntar, rozando el rostro contra el costado de un pecho.


Con el corazón desbocado, y a través de una espesa niebla de sensualidad, Paula intentó anticiparse a su próximo movimiento.


-Adelante.


Pedro extendió las manos sobre su caja torácica, la sujetó con firmeza y hundió el rostro entre sus pechos. La barba incipiente raspaba el satén, y sus labios rozaban los endurecidos pezones cada vez que giraba lentamente la cabeza.


Paula se arqueó, atónita por el placer que la recorría y por la tensión que emanaba del cuerpo de Pedro. Sentía que se estaba conteniendo, como una bestia salvaje y poderosa a la que ella hubiera despertado y que ahora se dispusiera a abalanzarse sobre ella.


La idea la asustó. Y la excitó. Pedro la echó hacia atrás, presionándose contra el brazo del sofá, y frotó el mentón y la boca contra los pezones a través del satén. Mantuvo los labios tensos y ligeramente entreabiertos, lo suficiente para que el aliento le provocara a Paula un reguero de cálido hormigueo y para atrapar las puntas sensibles de sus pechos.


-¿Me permites, Paula? -le preguntó, mirándola con ojos llameantes.


-Adelante, adelante.


Pedro le bajó la camisola y se llenó la boca con sus pechos. Una ardiente succión propulsó a Paula a una espiral de placer. Hundió los dedos en los hombros fibrosos, atrapada en una tormenta de lujuria y deseo. Las manos de Pedro bajaron aún más la camisola y le recorrieron las curvas desnudas de su piel. Apartó la boca de sus pechos y siguió el rastro de las manos con una sucesión interrumpida de tórridos besos.


-Adelante -murmuró, aunque él no le había pedido permiso. Entrelazó los dedos en sus cabellos dorados mientras él la besaba apasionadamente por el vientre y la cadera. Se retorció bajo su boca y sus manos, como si navegara a la deriva en un mar de calor y placer.


-¿Me permites, Paula? -preguntó él, y antes de que ella pudiera responder, le bajó las braguitas de un tirón-. ¿Me permites, Paula? -volvió a preguntar, y siguió descendiendo con la boca sobre sus rizos.


A través de las intensas emociones que la acometían, Paula se dio cuenta de lo que Pedro estaba a punto de hacer. La emoción le atenazó el corazón. Deseaba que lo hiciera. Lo necesitaba. No sólo por el placer, sino por la intimidad del acto.


Ahogó un gemido de pánico y le agarró la cabeza con las manos, obligándolo a mirarla.


-No te he dado permiso -susurró frenéticamente.


-¿Me permites, Paula? -le pidió entre jadeos entrecortados.


Ella negó con la cabeza, sucumbiendo al pánico. 


Su intención había sido jugar... un juego sexual, sí, pero se había olvidado de cómo se ganaba. 


Había perdido el control de sí misma, y no sabía cómo recuperarlo.


Pedro soltó una exhalación forzada, y luego otra, y por un momento pareció peligrosamente rebelde. Pero entonces se apoyó sobre un musculoso antebrazo, junto a ella, le apartó el pelo del rostro y la miró fijamente a los ojos con deseo y ternura.


-¿Estás preparada para pagarme ahora con ese beso?


El beso... Sí, seguro que podía soportar un simple beso. Asintió, agradecida por la sugerencia.


Él acercó el rostro al suyo, pero se detuvo a escasos centímetros.


-¿Me permites, Paula?


A Paula se le escapó un gemido al recibirlo. Pedro tomó posesión de su boca a conciencia, sin dejar lugar para la duda o la retirada. El miedo de Paula no tardó en desaparecer, y pronto se vio de nuevo envuelta por la pasión salvaje. El beso creció en intensidad, ardor y frenesí. Los dos cayeron abrazados del sofá al suelo. Pedro se despojó de su ropa y ella lo ayudó, anhelando sentir su piel contra la suya.


-¿Me permites, Paula? -le preguntaba con voz jadeante a intervalos esporádicos.


-Adelante -respondía ella, desbordada por un torrente de emociones ardientes.


Las manos de Pedro le recorrían todo el cuerpo, amasando, acariciando, moldeando su figura contra su propia desnudez. Paula sintió la dureza de su miembro contra el vientre y no pudo evitar mover las caderas en un deseo instintivo por deslizarlo en su interior.


Un gemido ahogado escapó de la garganta de Pedro, que llevó los dedos entre sus piernas, buscando la íntima fuente de calor escondida entre sus rizos.


Paula soltó un fuerte gemido y sus caderas se estremecieron. Él deslizó la rodilla entre sus muslos para separarle las piernas y siguió explorando con los dedos, avivando su calor interno hasta fundirla en una llamarada de sofocante arrebato. Nunca había sentido un impulso tan fuerte para atraer a un hombre dentro de ella. Nunca había querido hacer el amor con tanta desesperación como lo deseaba ahora.


Separó la boca con un gemido de pánico.


-No... no he dicho que puedas hacerlo -balbuceó, buscando desesperadamente su mirada-. No...


-Está bien, Pau -la interrumpió él. Sus ojos ardían de emoción-. No tengas miedo. Soy yo.


«Soy yo». Era Pedro. Paula sabía que su intención había sido tranquilizarla, dándole a entender que la conocía desde siempre y que jamás le haría daño.


Pero nada de eso sirvió para tranquilizarla. Al contrario, se asustó aún más. Pero no hizo nada por detener la invasión de los largos dedos de Pedro ni intentó reprimir sus convulsiones. 


Con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, soltó un gemido de placer mientras Pedro seguía profundizando con los dedos a un ritmo enloquecedoramente lento, acariciándole y presionándole el exterior con el pulgar. Paula llegó a la cima del placer y se abandonó a las contracciones del orgasmo. 


Juntó con fuerza los muslos, atrapando la muñeca de Pedro, y levantó los hombros del suelo. El la apretó contra su pecho y la sujetó mientras ella temblaba y luchaba por recuperar la respiración. Muy lentamente, retiró los dedos de su interior, provocándole nuevas contracciones en la ingle.


Antes de que los espasmos remitieran, la hizo girar hasta tumbarla de espaldas bajo él, le atrapó la boca con otro beso enardecido y se introdujo en ella lenta y profundamente.


Paula gritó y se arqueó contra él mientras su palpitante erección la llenaba. Un gemido se elevó por su garganta, y en un movimiento instintivo para adaptarse al tamaño de Pedro, le rodeó las caderas con las piernas. Entonces él empezó a moverse, penetrándola y girando suavemente el miembro en su interior. Paula sintió cómo el placer se propagaba desde su sexo como un torrente de fuego líquido.


Unos golpes sonaron en la puerta.


-¿Señorita Chaves?


Paula se puso rígida y Pedro se detuvo. Los dos se miraron el uno al otro, confundidos, sudorosos y jadeantes.


-¿Paula? -era Dee, la dueña del hotel-. ¿Estás ahí, cariño?


-S... sí -respondió ella.


Pedro cerró los ojos y volvió a moverse dentro de ella. Paula ahogó un gemido y le mantuvo la mirada.


-Siento molestarte a estas horas, pero hemos recibido un aviso de los huéspedes de la habitación de abajo.


Paula intentó comprender lo que Dee estaba diciendo. Una neblina sensual le rodeaba el cerebro, y Pedro la sujetaba con más fuerza y volvía a penetrarla.


-Creen haber visto a alguien escalando a tu balcón -siguió Dee-. Mi marido no está en casa, así que he llamado al sheriff.


-Dile que era yo -le susurró Pedro al oído-. Se marchará.


Paula abrió los ojos como platos y negó con la cabeza mientras empezaba a comprender la situación. ¡No podía decirle a nadie que tenía a Pedro en su habitación! Todo el mundo lo sabría a la mañana siguiente.


-No... no he visto a nadie -dijo con voz débil y vacilante.


Pedro maldijo por lo bajo. Tenía el rostro empapado de sudor.


-Díselo, Pau -insistió.


Ella se arqueó al recibir otra embestida.


-No puedo -susurró cuando pudo hablar de nuevo-. Nadie puede saber que estás conmigo.


-Señorita Paula, soy el sheriff Gallagher -dijo otra voz desde el pasillo.


El pánico se apoderó de Paula. Pedro se obligó a permanecer quieto, cerró los ojos y gimió.


-Shhh -le susurró ella al oído-. No hagas ruido o te oirán.


-Estupendo. Así se irán y nos dejarán en paz.


-No pretendo asustarla, señorita -siguió el sheriff-, pero he visto un banco debajo de su balcón. No he visto a nadie, pero temo que el merodeador pueda estar escondido en alguna habitación.


-Seguro que no hay nadie -le aseguró Paula con una voz patéticamente temblorosa.


-Es posible. Apuesto a que sólo eran unos críos. No tenemos muchos problemas en Point. Pero no puedo arriesgarme con su seguridad, señorita, ni con la de nadie más. Si no le importa, me gustaría echarle un vistazo al balcón.


-¿Quiere... entrar en la habitación?


-Sí, señorita. Sólo será un minuto.


-¡Levántate, Pedro! -le susurró frenéticamente, intentando soltarse.


-Por Dios, Paula, no me hagas esto -suplicó él. La agarró por las caderas para impedir que se apartara, pero era demasiado tarde-. Maldita sea, Pau. Déjame explicarles qué hago aquí...


-¡No te atrevas a hacer eso!


-¿Va todo bien ahí dentro, señorita Paula? -preguntó el sheriff.


-Sí, sí, todo va bien -exclamó ella-. Déme un minuto para... buscar mi bata. Estaba profundamente dormida.


-Lo siento mucho, señorita. Tómese su tiempo.



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