jueves, 20 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 3




Pedro Alfonso frunció el ceño, pero cerró la puerta e intentó comprender lo que estaba diciendo esa mujer. Había estado todo el día pescando, preguntándose qué diversión podría encontrar para mantenerse ocupado aquella noche, cuando una figura femenina había chocado contra él.


El shock le impedía pensar con coherencia. O tal vez fueran aquellos ojos verdes, que lo inquietaban de un modo muy personal. ¿Quién era esa mujer? Olía a florecillas silvestres y a sudor femenino, como si la hubiera sorprendido haciendo el amor. Su cuerpo era esbelto y suave, y aún podía sentir sus curvas presionadas contra el pecho y los muslos.


-Dios mío, la puerta se había quedado abierta -murmuró ella, cruzando las manos sobre su corazón. La voz le resultó vagamente familiar a Pedro-. ¡Nos podría haber devorado!


De repente Pedro se dio cuenta de que su rostro también parecía familiar. ¿Por qué? Dudaba haberla visto antes. La habría recordado. Era imposible olvidar a una mujer así.


Se enganchó los pulgares en los bolsillos y la observó con atención. El pelo corto y negro le rodeaba alborotadamente el rostro. Una blusa blanca y mojada de manga corta, salpicada de granos de arena, se aferraba provocativamente a unos pechos pequeños y turgentes.


El cuerpo le respondió al instante. Aturdido por su propia reacción, se obligó a bajar la mirada hasta la falda gris que le rozaba las rodillas y siguió bajando por sus esbeltas pantorrillas y pies desnudos.


Llevaba ropa de ejecutiva. En la playa. En su cobertizo. ¿Y había dicho algo de ser «devorados»?


-Hay un cocodrilo ahí fuera -dijo ella-. Y está hambriento -añadió, sin apartar sus ojos grises de él mientras presionaba la espalda contra la puerta-. ¡Me ha perseguido por la playa!


Pedro empezó a entender. Por fin aquella mujer empezaba a hablar con coherencia. O quizá eran sus propios pensamientos, que volvían a trabajar de nuevo.


-Un cocodrilo. Dios mío, no me extraña que esté tan asustada. Lo siento. No debería haberle gritado, pero me llevé un buen susto. ¿Se encuentra bien?


Hizo ademán de alargar los brazos hacia ella, pero se detuvo a tiempo. Había estado a punto de abrazarla para tranquilizarla, pasándole las manos por los brazos y la espalda...


Siempre le había gustado el contacto físico, los abrazos y las palmaditas en la espalda. Pero quizá ella no apreciara ese tipo de contacto, especialmente después de haber sufrido su ataque. Además, le estaba costando mucho pensar con claridad sin distraerse.


-¿Se encuentra bien? -volvió a preguntarle.


-Sí, gracias -respondió ella con un brillo de gratitud en los ojos. Pero enseguida apartó la mirada, incómoda-. Yo, eh... temí que el cocodrilo pudiera ir detrás de usted, también. Sólo quería avisarlo.


-En ese caso, le debo un agradecimiento y una disculpa -dijo él, extendiendo la mano-. Pedro Alfonso.


Ella no se la estrechó, pero volvió a mirarlo lentamente.


-Sé quién es usted, doctor Alfonso.


Él la miró sorprendido. ¿Se lo había imaginado o la palabra «doctor» había estado acompañada de un énfasis sarcástico?


-Entonces estoy en desventaja -dijo, retirando la mano.


Ella esbozó una media sonrisa. Tenía unos labios carnosos y bien contorneados, y una ola de calor recorrió a Pedro. Había visto esos labios con anterioridad, curvados en aquella misma expresión sardónica, reprimiéndolo en silencio por alguna estupidez que había dicho o hecho.


Mientras intentaba recordar una imagen clara, vio cómo un rubor se extendía por el rostro de la mujer. Un rojo intenso que oscureció la piel aterciopelada de sus pómulos.


Y entonces la reconoció de golpe. Fue como si un caballo le hubiera propinado una coz en el estómago o en la cabeza, haciéndole ver las estrellas.


-Paula... -murmuró.


La incredulidad lo dejó sin palabras.


Ella se limitó a arquear una ceja.


Pedro respiró lenta y profundamente. Paula Chaves. Su compañera. Su mano derecha. Su mejor amiga. El le había enseñado a destripar un pescado, a lanzar un balón de fútbol, a escupir, a silbar con dos dedos lo bastante fuerte como para que la oyeran al otro lado de Point...
Maldición. Paula Chaves.


La pequeña y raquítica marimacho que siempre había llevado el pelo más corto que él y el rostro más sucio que cualquier chico se había convertido en una... mujer.


Y qué mujer.


Ahora que sabía quién era, podía ver que sus ojos seguían siendo los mismos. Tal vez un poco más grandes, y quizá un poco más verdes. Pero, ¿cómo era posible que no los hubiera reconocido?


Y su boca. Había sido la boca más descarada de Point, siempre soltando los improperios más irreverentes que un niño podía gritar.


En sus años de adolescencia, Pedro había empezado a fijarse más y más en aquella boca, y no por las cosas que pronunciaba. A veces le bastaba una mirada a sus labios carnosos para sentir el deseo de besarla. Era un pensamiento que lo avergonzaba. Paula siempre había parecido un chico... salvo por su boca.


Pero lo que finalmente la había delatado había sido su rubor. Cuando la gente se ruborizaba, todo su rostro se ponía colorado. Pero el de Paula no. Sólo sus mejillas se cubrían de ese matiz rosado, como si un pintor le hubiera aplicado cuidadosamente el color cada vez que se avergonzaba, lo cual le sucedía siempre que él la miraba durante demasiado tiempo.


Aquel descubrimiento también lo había hecho sentirse incómodo a sus dieciséis años. Se había dado cuenta entonces de que necesitaba buscarse una novia. Alguien con quien no le importara dar rienda suelta a sus emociones y deseos. Y la había encontrado. A unas cuantas. 


Pero nunca a una amiga como Paula.


-¡Paula! Cielos, qué alegría verte... Ha pasado mucho tiempo. Demasiado -exclamó, abriendo los brazos para darle un abrazo de bienvenida.


Ella volvió a retroceder hacia la pared.


-No, espera.


Él se detuvo, sorprendido, y ella se mordió el labio inferior. Un mal presagio apagó la alegría que había sentido al verla. Algo iba mal. Muy mal. De niños nunca se habían abrazado, pero de jóvenes habían compartido buenos momentos. Aquel reencuentro exigía un abrazo amistoso, ¿no?


-No he venido de visita social, Pedro. Quiero decir... -se aclaró la garganta y adoptó una pose muy digna -doctor Alfonso.


-¿Doctor Alfonso? -repitió él entornando la mirada.


-Tengo entendido que eres cirujano ortopédico y médico de cabecera -dijo ella. Se tocó nerviosamente su sedoso cabello negro y se sacudió la arena de la blusa y la falda-. Y por si nadie te lo había dicho, esa ocupación te otorga el título de «doctor».


-Ah, por eso la gente me ha estado llamando así. Empezaba a extrañarme -dijo, forzando una sonrisa amistosa-. Pero me parece que me conoces lo bastante para llamarme Pedro, ¿no?


Vio un destello en sus ojos, semejante a un relámpago en un mar embravecido, y se sorprendió aún más. ¿Qué había dicho para molestarla?


-Gracias, pero prefiero llamarte por tu título. Y seguramente tú quieras llamarme señorita Chaves.


Pedro frunció el ceño. Parecía tan fría e impersonal como una desconocida. Pero él no iba a dejar que se saliera con la suya. Apoyó un hombro en la pared y se inclinó más aún.


-¿Qué pasa, Pau? -le preguntó con voz suave.


Ella volvió a ruborizarse. Y otro misterioso brillo relució en sus ojos.


-Te acuerdas de Malena, ¿verdad? -dijo con frialdad -mi hermana.


Naturalmente que se acordaba de Malena. El romance que tuvo con ella tiempo atrás no había acabado muy bien. ¿Estaba Paula resentida por el modo tan brusco con que había roto con su hermana mayor? Era difícil de creer. Dudaba de que a la propia Malena le importara mucho a esas alturas.


-Claro que me acuerdo de Malena -respondió con cautela.


-Es abogada.


-¿En serio? Vaya, me alegro por ella -dijo él con sinceridad. Siempre le había gustado Malena-. Sabía que le iría bien en la vida.


-Y está casada. Ahora se llama Malena Crinshaw.


Pedro le costó un omento recordar dónde había oído antes ese nombre. La expresión del rostro se le congeló. Malena Crinshaw... La abogada que llevaba la acusación de negligencia contra él.



-Estoy aquí por negocios, doctor Alfonso -siguió Paula, con un tono sorprendentemente cortés-. Para investigar esa acusación contra ti.


Pedro se irguió lentamente. Se había quedado sin palabras. Paula Chaves había vuelto a casa para investigar los cargos que pesaban contra él. Debía de estar trabajando para Grant Tierney. 


Una punzada de ira y decepción traspasó a Jack. ¿Cómo podía estar Paula contra él? De Gabriel Tierney podía esperarse lo peor, pues llevaba mucho tiempo siendo su enemigo. La demanda tampoco le preocupaba mucho. Pero que Paula estuviera en su contra lo sacaba de sus casillas.


-Entonces tú también eres abogada... ¿señorita Alfonso? -le preguntó, intentando relajarse.


-No. Soy investigadora -respondió ella, pasando descalza a su lado-. Trabajo para los abogados de Tallahassee. Los ayudo a reunir pruebas para sus casos.


-¿Y este caso sólo supone... negocios para ti?


-Sí -afirmó ella, evitando su mirada-. Sólo negocios. Malena creyó que sería la mejor investigadora para este caso, puesto que estoy familiarizada con el lugar.


-¿Y por qué aceptó Malena el caso?


-Conoce a Gabriel desde hace tanto tiempo como tú. Se ha ocupado de sus asuntos inmobiliarios, y no vio ninguna razón para rechazar este caso.


Pedro inclinó la cabeza y la observó. Paula no había sido nunca tan fría ni imparcial. Al contrario, había sido ardientemente apasionada en todos sus objetivos, aunque sólo se tratara de pasar un buen rato. También lo había sido con sus amistades, siempre dispuesta a ayudar a un amigo en apuros. Una persona emocional. Abierta. Impulsiva. Y fervientemente fiel.


Y ahora, su amiga de la infancia, se dedicaba a investigar una demanda contra él... únicamente por razones profesionales.


No podía creerlo. Había visto el brillo de emoción en sus ojos y quería saber qué estaba ocultando tras su fría expresión. Algo terrible debía de haberle ocurrido a Paula Chaves para que estuviera en su contra. Doce años habían pasado desde que se vieron por última vez, pero no podía haber cambiado tanto.


-No he cometido ninguna negligencia, CAULAe... -empezó a decir, pero ella levantó una mano.


-No sigas. No puedo discutir el caso contigo.


-¿No quieres oír mi versión?


-No -su respuesta sonó demasiado vehemente, casi asustada-. Al menos, no ahora -añadió con más suavidad-. No venía preparada para hablar contigo de eso. Ni siquiera sabía que este cobertizo es tuyo. Me dirigía a casa de Gabriel Tierney. Si no hubiera sido por ese cocodrilo, no...


-¿Cuándo querrás oír mi versión?


-Si alguna vez quiero oírla, doctor Alfonso, te la pediré -dijo ella con una mueca de exasperación.


-Tal vez no quiera dártela entonces -replicó él.


-Tal vez no te quede elección.


Un desafío. Tenía intención de seguir con su actitud profesional como si su amistad no hubiera significado nada para ella. Él sabía que no era así, de modo que tendría que despojarla de su fría coraza y dejar salir a la verdadera Paula Chaves.


De repente la tarde se le presentaba muy prometedora.


Se cruzó de brazos y separó las piernas.


-¿Me estás diciendo, señorita Investigadora, que únicamente estabas paseándote por delante de mi cobertizo cuando un cocodrilo surgió de ninguna parte y te obligó a refugiarte aquí?


-No sabía que era tu cobertizo. Antes pertenecía al señor Langley. Y no me estaba paseando. Me dirigía a casa de Gabriel Alfonso cuando mi coche se quedó atascado en el barro. Tuve que... -se interrumpió, negándose a dar más excusas-. ¿Estás insinuando que me he inventado lo del cocodrilo? ¿Crees que estoy mintiendo?


-Bueno, bueno, yo no usaría el término «mentir» -dijo él, apoyando la cadera en un banco de trabajo-. Sé que no serías capaz de mentirle a un amigo.


EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 2




Paula intentó recuperar el aliento. Un hombre alto y poderoso la miraba con ojos pardos y furiosos. Tenía el pelo rubio y una cicatriz en la mejilla. Parecía una especie de dios marino y vengativo que hubiera surgido de los mares para castigarla.


Pero no la castigó. Se limitó a sujetarla contra la pared, mirándola con la boca abierta.


Ella también se quedó boquiabierta, y no sólo por el impacto. A pesar de la cicatriz, del ceño fruncido y de aquella brutalidad más propia de un cavernícola, lo reconoció al instante.


Pedro Alfonso.


La sorpresa la dejó sin respiración, aunque el recio antebrazo ya no le apretaba la garganta.


-¿Qué demonios está haciendo, señorita? -espetó él finalmente, invocando otra vez la imagen de un dios encolerizado. Incluso a la tenue luz del cobertizo, sus cabellos relucían como oro bruñido y podía percibirse la virilidad que irradiaban las duras facciones de su rostro-. ¿No sabe que podría haberla matado?


-Suéltame -gesticuló ella con los labios.


Él bajó inmediatamente el brazo y se apartó, pero su imponente estatura la mantenía aprisionada contra la pared. Paula intentó llenarse los pulmones de aire, sintiéndose débil y aturdida. La había llamado «señorita». Era evidente que no la había reconocido, lo cual la complació e irritó al mismo tiempo. Le gustaba tener la sartén por el mango, pero ¿cómo podía haberla olvidado cuando ella lo habría reconocido aunque hubieran pasado cien años?


Decidió aprovecharse de la ventaja y se tragó la réplica sarcástica que tenía en la punta de la lengua. Lo mejor sería mantenerse distante y cortés desde el principio.


Cualquier cosa menos familiar.


-Siento haberlo asustado -dijo, con un nudo en la garganta.


Paula se dio cuenta de que era mucho más atractivo de lo que ya había sido de joven, con aquella cicatriz surcándole la mejilla, la barba incipiente y sus intensos ojos ambarinos. Se preguntó cómo se habría hecho aquella cicatriz. 


Seguramente en alguna pelea. Su cuerpo, siempre atlético y esbelto, había ganado en fibra y músculo.


Unos vaqueros descoloridos moldeaban unas piernas largas y musculosas, y una camiseta verde oliva se ceñía a un pecho amplio y poderoso.


-Puede que le haya salvado la vida -explicó, intentando sofocar un resentimiento largamente contenido y que ahora amenazaba con salir a la superficie.


-¿Que me ha salvado la vida? -repitió él. Su voz sureña era mucho más profunda de lo que Paula recordaba, y le provocó un curioso temblor en las rodillas.


No podía permitírselo. No podía permitirse ninguna debilidad.


-Eso es -corroboró ella-. Hay un... ¡La puerta! -gritó, llena de pánico-. ¡Cierre la puerta!



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 1




Ojalá aquello no fuera un mal presagio.


A medida que Paula Chaves sorteaba los charcos de agua turbia para no mancharse sus caros zapatos de tacón, pensó en el Mercedes que su hermana le había insistido en llevar al pueblo para darles una imagen autoritaria y ejecutiva a esa gente que de otra manera la recibirían como a la joven rebelde e insolente que había sido doce años antes.


El Mercedes se había quedado un kilómetro y medio detrás de ella, engullido por la densa vegetación de Florida y con el parachoques hundido en el barro.


¿Cuándo se había convertido la carretera de Gulf Beach en una ciénaga? Había seguido la estrecha pista de tierra durante muchos kilómetros desde que abandonara la carretera asfaltada. Si la memoria no la engañaba, la playa y las casas deberían de estar muy cerca.


El sudor le empapaba los pechos y la blusa blanca de seda por el sofocante calor de Florida. Al menos había tenido la precaución de dejar las medias y la chaqueta en el coche. También había dejado el teléfono móvil. La cobertura era demasiado escasa.


Apretó los dientes y siguió avanzando entre las palmeras, robles y capas de musgo negro de aspecto fantasmal. El dulce olor del follaje tropical se mezclaba con el aire marino, y en la oscuridad que la envolvía podían oírse escalofriantes zumbidos y susurros. De niña había aprendido que debía evitar aquellos bosques durante el verano. Mocassin Point no había recibido ese nombre por los zapatos indios, sino por un notorio elemento de su fauna. La serpiente boca de algodón o mocassin.


Le pareció oír un ruido en un arbusto cercano y aceleró el paso. Justo cuando empezaba a preocuparse de haber calculado mal la distancia a la playa, un túnel de luz se abrió frente a ella. Un profundo alivio la invadió. Irguió los hombros y se lanzó hacia delante.


La oscuridad dejó paso al sol de la tarde. Paula levantó la cabeza para recibir la fresca brisa del golfo y salió a la playa de arena firme y tostada. Las gaviotas planeaban en el cielo azul celeste. Las olas rompían en la orilla, donde las veneras
relucían como pequeños tesoros. La belleza natural y tranquila la llenó de una paz deliciosa, pero de repente la asaltó la nostalgia.


Ella pertenecía a aquel lugar. Por un instante esperó ver a un grupo de chiquillos descalzos corriendo hacia ella desde los muelles o desde las dunas, guiados por un chico fuerte, rubio y bronceado, con una reluciente sonrisa de malicia.


Pedro. Había sido su amigo. Su cómplice. Su alocado compañero de aventuras.


Una punzada de dolor la traspasó, y se maldijo por ello. No iba a pensar ahora en Pedro. Pronto tendría que verlo, y no deseaba tratar con él.


Se volvió hacia las casas lejanas, decidida a concentrarse en el trabajo y no en los recuerdos molestos, cuando un movimiento en los arbustos la detuvo. Dos ojos la observaban desde el suelo. Parecían demasiado grandes para una serpiente, así que sólo podían ser de... un cocodrilo.


Muerta de miedo, dio un paso atrás. Los cocodrilos eran muy escasos en el norte de Florida. Alguna vez los había visto cruzando la carretera o en los cultivos y estanques, pero nunca había estado tan cerca de uno.


La inmensa criatura avanzó reptando hacia ella. 


Una voz de alarma sonó en la cabeza de Paula. Los cocodrilos huían normalmente de los humanos. Si avanzaba sólo podía significar una cosa. Que estaba hambriento. Con el miedo atenazándole la garganta, vio un trozo de tela naranja colgando de una de las patas delanteras. ¿Sería la ropa de una presa reciente?


El valor la abandonó por completo y echó a correr hacia la playa. Había oído demasiadas historias de muertes y mutilaciones. No estaba preparada para morir.


Los altos tacones la hicieron tropezar en la arena, consciente de que el cocodrilo se movía junto a ella por la hierba. Con un sollozo ahogado, se quitó los zapatos y corrió hacia un cobertizo de madera de cedro. Al subir los escalones, resbaló y cayó contra la barandilla. Impulsada por el pánico, se apretó el costado herido y entró como una exhalación en una habitación húmeda y oscura. Cerró la puerta de golpe y se apoyó contra la hoja, rezando fervientemente porque el cocodrilo no la traspasara.


Pasaron unos momentos frenéticos, hasta que los latidos y la respiración se le calmaron lo suficiente para poder pensar. Parecía estar a salvo. Pero, ¿qué podía hacer ahora?


Miró a su alrededor. El sol de la tarde apenas se filtraba por las sucias ventanas de la pared trasera. El olor de los moluscos secos, la salmuera y la gasolina impregnaba el aire. Un olor que le trajo vagos pero reconfortantes recuerdos de la infancia.


Parecía ser un gran almacén situado al fondo del cobertizo. Debía de ser el cobertizo para botes del viejo Langley, a no ser que hubiera cambiado de dueño en los últimos doce años.


Tal vez pudiera pedir ayuda. Pero, ¿cómo? 


Mientras buscaba un modo de hacerlo, oyó un ruido... Un zumbido lejano que se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta que Paula reconoció el ruido de un motor. ¡Una lancha!


Casi se echó a llorar de alivio. La ayuda ya estaba allí. A los pocos minutos, las paredes y el suelo vibraron con el rugido de un motor. La lancha había atracado en aquel mismo cobertizo. El motor se apagó con un petardeo y se oyeron unas pisadas en las tablas.


Entonces Paula se dio cuenta de que el recién llegado también estaba en peligro.


De nuevo volvieron a asaltarla las espeluznantes imágenes de cocodrilos salvajes y hambrientos. Abrió la puerta para prevenir a quien se estuviera acercando. Pero antes de que pudiera formular una sola palabra, un cuerpo grande y robusto cargó contra ella y la empujó contra la pared interior del cobertizo, aprisionándola con dos brazos de hierro y un pecho musculoso.




EL SOLTERO MAS CODICIADO: SINOPSIS





Como buen médico, sabía cómo curar la fiebre, pero esa vez era él el que estaba provocando que a aquella mujer le subiera la temperatura…



El doctor Pedro Alfonso no era el típico cirujano. 


Era un tipo relajado, divertido… el soltero más deseado de la ciudad; todo el mundo en Mocassin Point lo adoraba. Bueno, no todo el mundo, porque había alguien empeñado en destruir su reputación.


Paula Chaves recordaba Mocassin Point con cariño, y ahora había vuelto para investigar al médico local. Su viejo amigo se había convertido en un hombre increíblemente sexy… y totalmente fuera de su alcance.





miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO FINAL



Mientras pintaba en el salón de su casa, Paula había recibido la llamada de Pedro diciéndole que se encontrara con él en el mirador de la montaña.


Pedro había mencionado un nuevo proyecto e imaginó que querría enseñarle la flora local. Sin pensárselo, había ido hasta allí y había respirado aliviada al ver que el cielo estaba azul.


En aquel momento avanzaba decidida hacia el punto de encuentro con el móvil en el bolsillo. 


¡Había aprendido bien la lección!


Pedro había acudido a rescatarla a aquellas mismas montañas. Había sido amable y cariñoso, pero ella había tenido que huir porque lo amaba demasiado y él no sentía por ella lo mismo.


Dio varios pasos y se planteó dar media vuelta y marcharse. Después de todo era sábado y su jefe no tenía derecho a pedirle que trabajara en su tiempo libre.


Le dolía el corazón. Amaba a su jefe y sabía que no lo dejaría plantado porque le gustaba trabajar con él y porque necesitaba el empleo, y porque era lo que sabía hacer mejor, como hacía bien ejercer de «amiga», dando consejos sentimentales a los demás.


Pero había llegado a la conclusión de que en el fondo no sabía nada de las relaciones y que debía dimitir de ese puesto entre sus amigos. 


Los abandonaría a su suerte porque ella no estaba cualificada para asesorarlos.


Dio los últimos pasos y vio a Pedro en el mirador, apoyado en la barandilla con el rostro vuelto hacia el paisaje. Al oír pisadas, se volvió hacia ella. Tenía una mano en el bolsillo y el cuello de la camisa torcido, así como una expresión entre concentrada y angustiada.


—No estaba seguro de que fueras a venir —dijo con voz aterciopelada.


—Has dicho que querías hablar de un proyecto —dijo ella, intentado frenar su acelerado corazón.


—En cierto sentido, así es. ¿Estabas haciendo algo cuando te he llamado? —preguntó él, estudiando su rostro.


Paula se pasó las manos, nerviosa, por los muslos.


—Estaba pintando. Ojalá pudiera captar una belleza como ésta —dijo, señalando la vista.


—Por eso he elegido este lugar. Sabía que a esta hora del día el colorido haría juego con tus ojos y sería tan hermoso como tú, y que habría paz y tranquilidad; la misma que tú me haces sentir en mi interior —Pedro calló bruscamente como si no supiera qué quería decir.


Sus palabras emocionaron a Paula, que se quedó muda.


Un instante después, Pedro carraspeó.


—¿Qué estabas dibujando?


—Nada concreto. Intentaba plasmar mis emociones en un lienzo —para liberarlas. Y lo que Pedro acababa de decirle había hecho que emergieran de nuevo. Con voz temblorosa, añadió—: ¿Por qué me has pedido que viniera, Pedro?


¿Y por qué allí y no a cualquier otro sitio? Había mencionado los colores y otras cosas que no tenían nada que ver con el trabajo.


—Por las mismas razones por las que tú estabas pintando —Pedro vaciló y miró intensamente a Paula—. Para compartir mis emociones contigo con la esperanza de que no sea demasiado tarde y que te guste recibirlas aquí, donde podemos estar solos en medio de la naturaleza, y donde puedo concentrarme en ti, rodeado de plantas y árboles, que me ayuden a mantenerme tranquilo y centrado.


—No comprendo —el corazón de Paula dio un salto, pero ésa era una parte de su organismo en la que no podía confiar.


Quizá Pedro estaba por fin dispuesto a hablar de su relación con su padre. Quizá quería quitarse ese peso del pecho, y aquella cita no tenía nada que ver con ellos dos. Ella estaba dispuesta a escucharlo.


—Carlos… hirió a un niño pequeño hasta casi aplastarlo —Pedro le tomó las manos y le acarició el dorso reiteradamente con el pulgar—. Tanto que cuando el niño se hizo hombre, se dijo que nunca tendría una relación por culpa de su enfermedad, pero la causa real era el dolor que le había causado ser abandonado.


—Carlos te dejó porque era demasiado cobarde como para ser tu padre —dijo Paula con labios temblorosos. Habría querido abrazarlo y sujetarlo con fuerza contra su pecho—, no porque no soportara tu enfermedad.


Pedro agachó la cabeza.


—Tienes razón.


—No hay ninguna razón por la que no puedas tener… cualquier tipo de relación —Paula intentó evitar que pareciera que incluía una relación con ella entre las posibles.


Pedro miró sus dedos moviéndose nerviosamente, apretó los dientes y detuvo el movimiento. Pero al instante, sacudió la cabeza y comenzó de nuevo, como si no quisiera negarle una caricia que sólo él podía darle.


—Sólo hay una persona con la que me gustaría construir una relación en este momento.


—¿Quién?


—Creo que sabes la respuesta, pero quiero decírtelo de todas formas —su voz se hizo más grave a medida que hablaba. Le soltó la mano y la metió en el bolsillo—. No sé cómo expresar lo que siento o qué sientes tú, pero voy a intentar expresarlo. He comprado una cosa… Tengo la esperanza de que, con el tiempo, llegues a sentir algo por mí, de que si pasamos tiempo juntos pueda llegar a demostrarte cuánto te necesito y cuánto te amo…


—Pero después de hacer el amor, mi cuerpo no te gustó y… —empezó Paula, no pudiendo dominar una inseguridad tan enraizada en ella.


—Lo que no me gustó fue lo que hice yo y que achaco al autismo; mi manera de acariciarte como si te masajeara, la obsesiva forma en la que aspiraba tu aroma —Pedro la tomó por los brazos—. Pero estabas tan… hermosa. Sabes que eso es lo que pensé y lo que sentí. Tienes que saberlo.


Paula lo miró fijamente a los ojos queriendo creerlo.


—Soy muy corpulenta. Mi madre siempre…


—Tu madre debería limitarse a decirte que eres maravillosa por dentro y por fuera —Pedro chasqueó la lengua—. No quiero que te sigan haciendo daño. Tiene que haber alguna manera…


—La he encontrado —también ella había estado pensando en su familia—. He convocado una reunión familiar para decirles que si no pueden darme lo que necesito, estoy dispuesta a distanciarme de ellos. Ya he dejado que me hagan suficiente daño.


—Quiero ir a esa reunión contigo —Pedro habría preferido evitarle ese trance, pero comprendía que necesitara hacerlo—. Y después, iremos a ver a Alex y a Luciano. Te van a adorar, Paula. ¿Podrás formar parte de nuestra familia? ¿Me dejarás amarte con toda mi alma?


Pedro se dio cuenta de que hablaba desordenadamente e intentó explicarse mejor.


—Quiero compartirlo todo contigo, que seamos una familia. Cuando hicimos el amor, no fui consciente de lo que sentía por ti, de todo el amor y los sentimientos que albergaba en mi interior esperando a ser despertados —hizo una pausa y sacudió la cabeza—. El autismo me hizo perder el control, y asumí que no podrías soportar mi extraña manera de acariciar ni mi obsesión por olerte —suspiró profundamente—. Y aun cuando llegué a pensar que quizá no me rechazarías, me asaltó el recuerdo de Carlos y con él me volvió la rabia y el rencor, todos esos sentimientos que creía olvidados, pero que permanecían latentes en mí.


—También tú deberías hacer algo respecto a Carlos —sugirió Paula con expresión comprensiva y, aunque Pedro no quería hacerse ilusiones, rebosante de amor.


—No puede haber una reconciliación —dijo—, pero sí debo poner las cosas en perspectiva. No tenía derecho a abandonarme. Hay un servicio estatal para las familias separadas con la que pienso concertar una cita. Necesito poder decirle…


—Yo iré contigo —Paula dijo sin pensárselo—. Y después, volverás conmigo a casa. Yo también te amo, Pedro, con todo mi corazón, con toda mi alma. Llevo toda la vida buscándote. Creo que me enamoré de ti la primera vez que vi uno de tus proyectos; subconscientemente, supe que había encontrado mi alma gemela.


Pedro le apretó el brazo con dedos temblorosos.


—Te amo, Paula. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.


Sacó la mano del bolsillo y en el mirador, con las montañas de fondo, rodeados de árboles y con el canto de los pájaros como música de fondo, Pedro se arrodilló ante ella. Ente los dedos sostenía una sortija con un diamante. Paula contuvo el aliento.


—He ido a una joyería —Pedro apretó el anillo y el verde de sus ojos adquirió una nueva intensidad—. El día que quedaste con tu madre y tus hermanas y yo te esperé fuera de la cafetería, lo vi en el escaparate y me dije que quedaría precioso en tu mano. Está tallado para que adopte una forma parecida a…


—Una margarita —concluyó Paula por él—, como la que vimos aquí mismo la primera vez que recorrimos este paseo juntos.


—Quería una joya que me hiciera pensar en ti y que me ayudara a expresarte lo que siento —la mirada de Pedro se dulcificó—. Para mí tú eres como una de esas margaritas, delicada y hermosa, pero también fuerte y estable. Y yo quiero entregarte con este anillo mi amor imperecedero.


—¡Yo también te amo, Pedro, con todo mi ser!


—Eres para mí una amiga y una persona maravillosa —Pedro le tomó la mano—, por dentro y por fuera. Eres perfecta.


Por primera vez, Paula creyó plenamente lo que oía y una oleada de calor le envolvió el corazón.


—Yo adoro cómo me haces el amor y cómo me tocas. Adoro todo lo que te hace excepcional.


—Entonces —Pedro la miró fijamente al tiempo que le apretaba la mano—, ¿te casarás conmigo y vivirás conmigo para siempre? ¿Llevarás esta sortija y una alianza de matrimonio como símbolo de nuestro amor? No sé si sabré hacerlo, pero sí sé que te amo y que contigo puedo aprender cualquier cosa.


—¡Oh, Pedro! —Paula se quedó muy quieta mientras Pedro, sin dejar de mirarla, deslizaba la sortija en su dedo.


Ella alzó los brazos para rodearle el cuello y él la estrechó contra sí por la cintura.


—Claro que me casaré contigo. Y los dos aprenderemos juntos.


El sol arrancó destellos dorados al diamante y Paula tuvo la seguridad de que aquel amor era para siempre.