jueves, 20 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 3




Pedro Alfonso frunció el ceño, pero cerró la puerta e intentó comprender lo que estaba diciendo esa mujer. Había estado todo el día pescando, preguntándose qué diversión podría encontrar para mantenerse ocupado aquella noche, cuando una figura femenina había chocado contra él.


El shock le impedía pensar con coherencia. O tal vez fueran aquellos ojos verdes, que lo inquietaban de un modo muy personal. ¿Quién era esa mujer? Olía a florecillas silvestres y a sudor femenino, como si la hubiera sorprendido haciendo el amor. Su cuerpo era esbelto y suave, y aún podía sentir sus curvas presionadas contra el pecho y los muslos.


-Dios mío, la puerta se había quedado abierta -murmuró ella, cruzando las manos sobre su corazón. La voz le resultó vagamente familiar a Pedro-. ¡Nos podría haber devorado!


De repente Pedro se dio cuenta de que su rostro también parecía familiar. ¿Por qué? Dudaba haberla visto antes. La habría recordado. Era imposible olvidar a una mujer así.


Se enganchó los pulgares en los bolsillos y la observó con atención. El pelo corto y negro le rodeaba alborotadamente el rostro. Una blusa blanca y mojada de manga corta, salpicada de granos de arena, se aferraba provocativamente a unos pechos pequeños y turgentes.


El cuerpo le respondió al instante. Aturdido por su propia reacción, se obligó a bajar la mirada hasta la falda gris que le rozaba las rodillas y siguió bajando por sus esbeltas pantorrillas y pies desnudos.


Llevaba ropa de ejecutiva. En la playa. En su cobertizo. ¿Y había dicho algo de ser «devorados»?


-Hay un cocodrilo ahí fuera -dijo ella-. Y está hambriento -añadió, sin apartar sus ojos grises de él mientras presionaba la espalda contra la puerta-. ¡Me ha perseguido por la playa!


Pedro empezó a entender. Por fin aquella mujer empezaba a hablar con coherencia. O quizá eran sus propios pensamientos, que volvían a trabajar de nuevo.


-Un cocodrilo. Dios mío, no me extraña que esté tan asustada. Lo siento. No debería haberle gritado, pero me llevé un buen susto. ¿Se encuentra bien?


Hizo ademán de alargar los brazos hacia ella, pero se detuvo a tiempo. Había estado a punto de abrazarla para tranquilizarla, pasándole las manos por los brazos y la espalda...


Siempre le había gustado el contacto físico, los abrazos y las palmaditas en la espalda. Pero quizá ella no apreciara ese tipo de contacto, especialmente después de haber sufrido su ataque. Además, le estaba costando mucho pensar con claridad sin distraerse.


-¿Se encuentra bien? -volvió a preguntarle.


-Sí, gracias -respondió ella con un brillo de gratitud en los ojos. Pero enseguida apartó la mirada, incómoda-. Yo, eh... temí que el cocodrilo pudiera ir detrás de usted, también. Sólo quería avisarlo.


-En ese caso, le debo un agradecimiento y una disculpa -dijo él, extendiendo la mano-. Pedro Alfonso.


Ella no se la estrechó, pero volvió a mirarlo lentamente.


-Sé quién es usted, doctor Alfonso.


Él la miró sorprendido. ¿Se lo había imaginado o la palabra «doctor» había estado acompañada de un énfasis sarcástico?


-Entonces estoy en desventaja -dijo, retirando la mano.


Ella esbozó una media sonrisa. Tenía unos labios carnosos y bien contorneados, y una ola de calor recorrió a Pedro. Había visto esos labios con anterioridad, curvados en aquella misma expresión sardónica, reprimiéndolo en silencio por alguna estupidez que había dicho o hecho.


Mientras intentaba recordar una imagen clara, vio cómo un rubor se extendía por el rostro de la mujer. Un rojo intenso que oscureció la piel aterciopelada de sus pómulos.


Y entonces la reconoció de golpe. Fue como si un caballo le hubiera propinado una coz en el estómago o en la cabeza, haciéndole ver las estrellas.


-Paula... -murmuró.


La incredulidad lo dejó sin palabras.


Ella se limitó a arquear una ceja.


Pedro respiró lenta y profundamente. Paula Chaves. Su compañera. Su mano derecha. Su mejor amiga. El le había enseñado a destripar un pescado, a lanzar un balón de fútbol, a escupir, a silbar con dos dedos lo bastante fuerte como para que la oyeran al otro lado de Point...
Maldición. Paula Chaves.


La pequeña y raquítica marimacho que siempre había llevado el pelo más corto que él y el rostro más sucio que cualquier chico se había convertido en una... mujer.


Y qué mujer.


Ahora que sabía quién era, podía ver que sus ojos seguían siendo los mismos. Tal vez un poco más grandes, y quizá un poco más verdes. Pero, ¿cómo era posible que no los hubiera reconocido?


Y su boca. Había sido la boca más descarada de Point, siempre soltando los improperios más irreverentes que un niño podía gritar.


En sus años de adolescencia, Pedro había empezado a fijarse más y más en aquella boca, y no por las cosas que pronunciaba. A veces le bastaba una mirada a sus labios carnosos para sentir el deseo de besarla. Era un pensamiento que lo avergonzaba. Paula siempre había parecido un chico... salvo por su boca.


Pero lo que finalmente la había delatado había sido su rubor. Cuando la gente se ruborizaba, todo su rostro se ponía colorado. Pero el de Paula no. Sólo sus mejillas se cubrían de ese matiz rosado, como si un pintor le hubiera aplicado cuidadosamente el color cada vez que se avergonzaba, lo cual le sucedía siempre que él la miraba durante demasiado tiempo.


Aquel descubrimiento también lo había hecho sentirse incómodo a sus dieciséis años. Se había dado cuenta entonces de que necesitaba buscarse una novia. Alguien con quien no le importara dar rienda suelta a sus emociones y deseos. Y la había encontrado. A unas cuantas. 


Pero nunca a una amiga como Paula.


-¡Paula! Cielos, qué alegría verte... Ha pasado mucho tiempo. Demasiado -exclamó, abriendo los brazos para darle un abrazo de bienvenida.


Ella volvió a retroceder hacia la pared.


-No, espera.


Él se detuvo, sorprendido, y ella se mordió el labio inferior. Un mal presagio apagó la alegría que había sentido al verla. Algo iba mal. Muy mal. De niños nunca se habían abrazado, pero de jóvenes habían compartido buenos momentos. Aquel reencuentro exigía un abrazo amistoso, ¿no?


-No he venido de visita social, Pedro. Quiero decir... -se aclaró la garganta y adoptó una pose muy digna -doctor Alfonso.


-¿Doctor Alfonso? -repitió él entornando la mirada.


-Tengo entendido que eres cirujano ortopédico y médico de cabecera -dijo ella. Se tocó nerviosamente su sedoso cabello negro y se sacudió la arena de la blusa y la falda-. Y por si nadie te lo había dicho, esa ocupación te otorga el título de «doctor».


-Ah, por eso la gente me ha estado llamando así. Empezaba a extrañarme -dijo, forzando una sonrisa amistosa-. Pero me parece que me conoces lo bastante para llamarme Pedro, ¿no?


Vio un destello en sus ojos, semejante a un relámpago en un mar embravecido, y se sorprendió aún más. ¿Qué había dicho para molestarla?


-Gracias, pero prefiero llamarte por tu título. Y seguramente tú quieras llamarme señorita Chaves.


Pedro frunció el ceño. Parecía tan fría e impersonal como una desconocida. Pero él no iba a dejar que se saliera con la suya. Apoyó un hombro en la pared y se inclinó más aún.


-¿Qué pasa, Pau? -le preguntó con voz suave.


Ella volvió a ruborizarse. Y otro misterioso brillo relució en sus ojos.


-Te acuerdas de Malena, ¿verdad? -dijo con frialdad -mi hermana.


Naturalmente que se acordaba de Malena. El romance que tuvo con ella tiempo atrás no había acabado muy bien. ¿Estaba Paula resentida por el modo tan brusco con que había roto con su hermana mayor? Era difícil de creer. Dudaba de que a la propia Malena le importara mucho a esas alturas.


-Claro que me acuerdo de Malena -respondió con cautela.


-Es abogada.


-¿En serio? Vaya, me alegro por ella -dijo él con sinceridad. Siempre le había gustado Malena-. Sabía que le iría bien en la vida.


-Y está casada. Ahora se llama Malena Crinshaw.


Pedro le costó un omento recordar dónde había oído antes ese nombre. La expresión del rostro se le congeló. Malena Crinshaw... La abogada que llevaba la acusación de negligencia contra él.



-Estoy aquí por negocios, doctor Alfonso -siguió Paula, con un tono sorprendentemente cortés-. Para investigar esa acusación contra ti.


Pedro se irguió lentamente. Se había quedado sin palabras. Paula Chaves había vuelto a casa para investigar los cargos que pesaban contra él. Debía de estar trabajando para Grant Tierney. 


Una punzada de ira y decepción traspasó a Jack. ¿Cómo podía estar Paula contra él? De Gabriel Tierney podía esperarse lo peor, pues llevaba mucho tiempo siendo su enemigo. La demanda tampoco le preocupaba mucho. Pero que Paula estuviera en su contra lo sacaba de sus casillas.


-Entonces tú también eres abogada... ¿señorita Alfonso? -le preguntó, intentando relajarse.


-No. Soy investigadora -respondió ella, pasando descalza a su lado-. Trabajo para los abogados de Tallahassee. Los ayudo a reunir pruebas para sus casos.


-¿Y este caso sólo supone... negocios para ti?


-Sí -afirmó ella, evitando su mirada-. Sólo negocios. Malena creyó que sería la mejor investigadora para este caso, puesto que estoy familiarizada con el lugar.


-¿Y por qué aceptó Malena el caso?


-Conoce a Gabriel desde hace tanto tiempo como tú. Se ha ocupado de sus asuntos inmobiliarios, y no vio ninguna razón para rechazar este caso.


Pedro inclinó la cabeza y la observó. Paula no había sido nunca tan fría ni imparcial. Al contrario, había sido ardientemente apasionada en todos sus objetivos, aunque sólo se tratara de pasar un buen rato. También lo había sido con sus amistades, siempre dispuesta a ayudar a un amigo en apuros. Una persona emocional. Abierta. Impulsiva. Y fervientemente fiel.


Y ahora, su amiga de la infancia, se dedicaba a investigar una demanda contra él... únicamente por razones profesionales.


No podía creerlo. Había visto el brillo de emoción en sus ojos y quería saber qué estaba ocultando tras su fría expresión. Algo terrible debía de haberle ocurrido a Paula Chaves para que estuviera en su contra. Doce años habían pasado desde que se vieron por última vez, pero no podía haber cambiado tanto.


-No he cometido ninguna negligencia, CAULAe... -empezó a decir, pero ella levantó una mano.


-No sigas. No puedo discutir el caso contigo.


-¿No quieres oír mi versión?


-No -su respuesta sonó demasiado vehemente, casi asustada-. Al menos, no ahora -añadió con más suavidad-. No venía preparada para hablar contigo de eso. Ni siquiera sabía que este cobertizo es tuyo. Me dirigía a casa de Gabriel Tierney. Si no hubiera sido por ese cocodrilo, no...


-¿Cuándo querrás oír mi versión?


-Si alguna vez quiero oírla, doctor Alfonso, te la pediré -dijo ella con una mueca de exasperación.


-Tal vez no quiera dártela entonces -replicó él.


-Tal vez no te quede elección.


Un desafío. Tenía intención de seguir con su actitud profesional como si su amistad no hubiera significado nada para ella. Él sabía que no era así, de modo que tendría que despojarla de su fría coraza y dejar salir a la verdadera Paula Chaves.


De repente la tarde se le presentaba muy prometedora.


Se cruzó de brazos y separó las piernas.


-¿Me estás diciendo, señorita Investigadora, que únicamente estabas paseándote por delante de mi cobertizo cuando un cocodrilo surgió de ninguna parte y te obligó a refugiarte aquí?


-No sabía que era tu cobertizo. Antes pertenecía al señor Langley. Y no me estaba paseando. Me dirigía a casa de Gabriel Alfonso cuando mi coche se quedó atascado en el barro. Tuve que... -se interrumpió, negándose a dar más excusas-. ¿Estás insinuando que me he inventado lo del cocodrilo? ¿Crees que estoy mintiendo?


-Bueno, bueno, yo no usaría el término «mentir» -dijo él, apoyando la cadera en un banco de trabajo-. Sé que no serías capaz de mentirle a un amigo.


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