jueves, 20 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 2




Paula intentó recuperar el aliento. Un hombre alto y poderoso la miraba con ojos pardos y furiosos. Tenía el pelo rubio y una cicatriz en la mejilla. Parecía una especie de dios marino y vengativo que hubiera surgido de los mares para castigarla.


Pero no la castigó. Se limitó a sujetarla contra la pared, mirándola con la boca abierta.


Ella también se quedó boquiabierta, y no sólo por el impacto. A pesar de la cicatriz, del ceño fruncido y de aquella brutalidad más propia de un cavernícola, lo reconoció al instante.


Pedro Alfonso.


La sorpresa la dejó sin respiración, aunque el recio antebrazo ya no le apretaba la garganta.


-¿Qué demonios está haciendo, señorita? -espetó él finalmente, invocando otra vez la imagen de un dios encolerizado. Incluso a la tenue luz del cobertizo, sus cabellos relucían como oro bruñido y podía percibirse la virilidad que irradiaban las duras facciones de su rostro-. ¿No sabe que podría haberla matado?


-Suéltame -gesticuló ella con los labios.


Él bajó inmediatamente el brazo y se apartó, pero su imponente estatura la mantenía aprisionada contra la pared. Paula intentó llenarse los pulmones de aire, sintiéndose débil y aturdida. La había llamado «señorita». Era evidente que no la había reconocido, lo cual la complació e irritó al mismo tiempo. Le gustaba tener la sartén por el mango, pero ¿cómo podía haberla olvidado cuando ella lo habría reconocido aunque hubieran pasado cien años?


Decidió aprovecharse de la ventaja y se tragó la réplica sarcástica que tenía en la punta de la lengua. Lo mejor sería mantenerse distante y cortés desde el principio.


Cualquier cosa menos familiar.


-Siento haberlo asustado -dijo, con un nudo en la garganta.


Paula se dio cuenta de que era mucho más atractivo de lo que ya había sido de joven, con aquella cicatriz surcándole la mejilla, la barba incipiente y sus intensos ojos ambarinos. Se preguntó cómo se habría hecho aquella cicatriz. 


Seguramente en alguna pelea. Su cuerpo, siempre atlético y esbelto, había ganado en fibra y músculo.


Unos vaqueros descoloridos moldeaban unas piernas largas y musculosas, y una camiseta verde oliva se ceñía a un pecho amplio y poderoso.


-Puede que le haya salvado la vida -explicó, intentando sofocar un resentimiento largamente contenido y que ahora amenazaba con salir a la superficie.


-¿Que me ha salvado la vida? -repitió él. Su voz sureña era mucho más profunda de lo que Paula recordaba, y le provocó un curioso temblor en las rodillas.


No podía permitírselo. No podía permitirse ninguna debilidad.


-Eso es -corroboró ella-. Hay un... ¡La puerta! -gritó, llena de pánico-. ¡Cierre la puerta!



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