lunes, 3 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 11




Estaba decidiendo qué plan de acción iba a seguir con él cuando el mismísimo rey de Roma asomó la cabeza por la puerta.


Durante un nanosegundo, Paula sintió que el corazón se le subía a la garganta.


—Sigues aquí —comentó Pedro.


—Sí —contestó Paula con mucha dignidad—. Y me pienso quedar, así que a lo mejor te interesa buscarte otro sitio.


—¿Qué ha ocurrido? ¿No has podido cambiar el vuelo? —quiso saber Pedro mirándola con malicia.


Paula apretó los dientes.


No podía soportar que Pedro adivinara sus pensamientos y que, para colmo, encontrara la situación divertida.


—Por lo visto hay un frente de tormentas muy fuerte que ha hecho que el tráfico aéreo se ralentice y, a lo mejor, no voy a poder volver a Los Ángeles el día que tenía previsto.


—Pues vete a un hotel —propuso Pedro apoyándose en el marco de la puerta de madera.


—¿Por qué no te vas tú?


—Cierto es que nos podríamos ir cualquiera de los dos, así que la partida está en tablas. Ya hemos hablado de esto antes y hemos llegado a la conclusión de que ninguno de los dos se quiere ir, así que parece que no tenemos más remedio que quedarnos aquí juntos.


A Paula no le hacía ninguna gracia admitirlo, pero Pedro tenía razón. Estaban atrapados bajo el mismo techo.


—Venga, si vamos a ser compañeros de piso durante unos días, creo que será mejor que nos llevemos bien —dijo Pedro haciéndole una señal para que lo siguiera a la cocina—. He preparado el desayuno.


Dicho aquello, se giró y se perdió por el pasillo, dejándola a solas con la decisión de seguirlo o no.


Paula se debatió durante un minuto más, intentando decidir si debía bajar la guardia y comer con él o mantenerse firme e intentar evitarlo todo lo que pudiera.


El olor de las tostadas recién hechas tomó la decisión por ella.


Estaba muerta de hambre, Pedro había preparado el desayuno y lo último que iba a permitir era que aquel hombre le impidiera alimentarse cuando tenía hambre y, además, en su propia casa.


Así que salió del despacho de su hermano, avanzó por el pasillo y llegó a la cocina, donde encontró a Pedro removiendo algo en una sartén y sirviéndolo en dos platos.


Al sentir su presencia, Pedro se giró hacia la puerta y dejó los dos platos sobre la mesa.


—Siéntate —le indicó—. Voy por las tostadas y por las servilletas.


Paula se sentó en la silla que estaba más cerca de la pared para tener bien vigilados todos sus movimientos y tener una vía de escape fácil en caso de necesitarla.


Pedro colocó cuatro tostadas con mantequilla en una fuente y las dejó también sobre la mesa junto a un par de servilletas de papel.


—No me esperes, empieza.


Paula agarró el tenedor, pero se limitó a juguetear con los huevos revueltos que tenía ante sí mientras Pedro continuaba moviéndose por la cocina.


—¿Leche o zumo? —le preguntó sacando dos vasos de un armario y yendo hacia la nevera.


Paula hubiera preferido zumo para desayunar, pero no creyó que a su úlcera le sentara muy bien, así que se tuvo que resignar.


—Leche, gracias —contestó.


Tras llenar un vaso de leche para ella y otro de zumo para él, Pedro se sentó y sonrió.


—¿Están buenos los huevos revueltos? —le preguntó.


Fue entonces cuando Paual se dio cuenta de que todavía no los había probado.


—Ah —exclamó apresurándose a hacerlo.


Al llevarse el tenedor a la boca, una deliciosa mezcla de queso, cebolla, champiñones, pimiento verde y huevo hizo las delicias de sus papilas gustativas.


Su entrenadora personal la habría matado si la hubiera visto desayunar así y eso que Paula había tenido la prudencia de apartar el beicon porque era vegetariana.


Lo cierto era que aquellos huevos revueltos estaban deliciosos. Por supuesto, no lo iba a admitir delante del cocinero.


—Están muy buenos —contestó de manera neutral, limpiándose las comisuras de los labios con la servilleta.


—Me alegro de que te gusten —dijo Pedro dando buena cuenta de su desayuno.


Por la velocidad a la que comía, cualquiera hubiera dicho que llevaba una semana sin comer. Paula comía más despacio, percibiendo el silencio que se había instalado entre ellos como un terrible peso en el corazón.


—No sabía que supieras cocinar —murmuró cuando ya no pudo soportarlo más.


Pedro dio un trago al zumo de naranja y sacudió la cabeza.


—Lo cierto es que no cocino mucho, solo sé hacer lo justo para ir tirando.


—Supongo que eso será porque Laura-Lorena-Lisa se ocupa de cocinar —comentó Paula con acidez arrepintiéndose al momento de haber hablado así.


—¿Laura-Lorena-Lisa? —preguntó Pedro enarcando una ceja.


Paula se encogió de hombros, decidida a no mostrarse avergonzada por su comentario.


—No sé cómo se llama, solo que empieza por ele.


—Se llama Lorena —contestó Pedro—. No, a Lorena tampoco le gusta demasiado cocinar, así que solemos salir o pedir comida desde casa. ¿Y tú? ¿Qué comes en Los Ángeles?


—Desde luego, no como huevos con beicon —contestó Paula relajándose ante el curso que tomaba la conversación—. Como mucho tofu, batidos de proteínas, ensaladas y muchas cosas crudas.


—¿Carne humana, por ejemplo? —bromeó Pedro.


Paula no pudo evitar sonreír.


—No seas pervertido —contestó.


Pedro también sonrió.


—No, en la Costa Oeste hay una gran tendencia crudívora, tenemos mucho cuidado con lo que comemos, yo solo compro alimentos ecológicos. Hay cosas maravillosas. Lo último que he descubierto son unas hamburguesas vegetales de guisantes con zanahorias y coco que están de muerte.


—Madre mía, lo que no sé es cómo estás viva comiendo eso.


—No seas exagerado.


—¿No deberías comerte un par de buenas hamburguesas antes de volver? Lo digo por la proteína y esas cosas…


—Eso es lo que decís todos los que coméis carne. Los que no comemos proteína animal, tenemos mucho cuidado de sustituirla con proteína vegetal, sabemos mezclar la legumbre con el arroz integral y obtener así proteína de alta calidad biológica. Estoy perfectamente sana, no te preocupes.


—Te creo porque tienes un aspecto maravilloso —contestó Pedro sinceramente.


—Lo cierto es que tengo mucha fuerza de voluntad, cuido mucho mi alimentación y suelo salir a correr a menudo —le explicó Paula.


—¿Vas a salir a correr hoy también?


—A lo mejor, sí —contestó Paula.


Sin embargo, al mirar por la ventana vio que amenazaba tormenta y decidió que salir a correr no era lo que más le apetecía en aquellos momentos.


—Había pensado que, a lo mejor, podríamos hablar después de desayunar —aventuró Pedro


Paula sintió que el corazón se le aceleraba y que la sangre se le helaba en las venas. No tenía ni idea de por qué Pedro insistía tanto en querer hablar con ella, pero lo cierto era que ya iba la segunda vez que se lo proponía.


Paula sintió náuseas ante el miedo que le daba que Pedro sacara a relucir aquello que había sucedido entre ellos en el pasado y que se abriera una herida que en ella había cicatrizado hacía mucho tiempo.


Paula tragó saliva para intentar ganar tiempo y ordenar sus emociones.


—¿De qué quieres que hablemos?


Pedro se limpió la boca y dejó la servilleta sobre el plato vacío. A continuación, extendió los brazos sobre la mesa y la miró a los ojos.


—De aquella noche —contestó en voz baja.


Paula sintió que se quedaba sin aire, que le costaba respirar.


¿Por qué demonios se empeñaba aquel hombre en hablar ahora de aquello? ¿Por qué después de tanto tiempo?


—¿De qué noche? —contestó intentando disimular.


—Sabes perfectamente de qué noche, Paula, aquella noche después del partido de fútbol.


Paula se rio sin ganas.


—Madre mía —suspiró—. ¿Y por qué sacas ahora aquello a relucir cuando ha pasado una eternidad? Creía que ya te habrías olvidado de eso. Yo, desde luego, ni me acordaba.


Pedro se quedó en silencio asimilando su comentario, se le ensombreció la mirada y una mueca de disgusto se dibujó en sus labios.


—Vaya, pues yo es algo en lo que suelo pensar constantemente.


Paula no supo cómo asimilar aquella información. ¿Debía sentirse halagada, enfadada o curiosa?


De momento, se sentía helada.


Así que Pedro pensaba constantemente en aquello, ¿eh? Pues lo había disimulado muy bien en el momento porque ni siquiera se había dignado a llamarla por teléfono.


No la había llamado a la mañana siguiente, ni durante la semana siguiente. Nada. Paula hubiera preferido cualquier cosa, que la hubiera sentado frente a sí y le hubiera dicho que no estaba interesado en ella, lo que hubiera sido, cualquier cosa habría sido mejor que la indiferencia.


Aquella indiferencia que los había llevado a estar casi diez años evitándose, fingiendo, negando que había sucedido algo entre ellos.


Y ahora… bueno, Paula no tenía ningún interés en que Pedro sacara todo aquello a relucir.


Ya había tenido su oportunidad siete años atrás y no la había aprovechado.


—¿Por qué sacas esto a colación ahora, después de tanto tiempo? —le preguntó llevando su plato y su vaso al fregadero.


Pedro se giró hacia ella.


—Porque nunca hemos hablado de ello antes y es obvio que ha dañado nuestra relación.


—Nosotros no tenemos ninguna relación —rio Paula.


—Claro que la tenemos, Paula —contestó Pedro poniéndose en pie y yendo hacia ella.


A Paula, que estaba apoyada en la cimera de frente a él, le entraron ganas de salir corriendo, pero se dijo que debía controlarse y no mostrar sus reacciones internas.


—Todo el mundo tiene relación con los demás, desde las parejas casadas a las cajeras con sus clientes. Eres la hermana de mi mejor amigo, eres casi como de mi familia, así que por supuesto que tenemos una relación. No he querido decir que tuviéramos nada íntimo, tranquila.


—Bien —fue lo único que Paula fue capaz de contestar.


—Pero aquella noche sí lo tuvimos, ¿no? —murmuró Pedro.


Paula se negaba a recordar las sensaciones de aquella noche y, mucho menos, delante de él.


—Fue solo una vez, Pedro, y hace mucho tiempo, así que no le des más importancia de la que tiene.


—Yo no sé la daría si tú no se la dieras, pero es obvio que se la das porque, de lo contrario, no llevarías tantos años evitándome.




PASADO DE AMOR: CAPITULO 10




—No me lo puedo creer.


Paula se puso máscara en las pestañas mientras sujetaba el teléfono móvil entre el oído y el hombro.


En cuanto había salido de la cocina y le había dado la espalda a Pedro, se había puesto a dilucidar la manera de deshacerse de él de manera permanente.


Había pensado en volver a bajar y echarlo de su casa por la fuerza, pero había desechado la idea porque probablemente no pudiera con él.


Ahora estaba hablando por teléfono con la agencia de viajes en la que había comprado los billetes de avión para ver si podía adelantar su vuelo a Los Ángeles y, de momento, estaba teniendo tanta suerte como con su intento de desayunar tranquilamente aquella mañana.


Hablando de desayuno, el estómago no paraba de protestar, recordándole que tenía mucha hambre, lo que no hacía sino ponerla todavía más nerviosa.


A lo mejor lo de echar a Pedro de casa no era tan mala idea después de todo.


—O sea que no hay vuelo para hoy —se lamentó—. Bueno, pues búsqueme uno para mañana, por favor —le indicó a la señorita que la estaba atendiendo.


—Lo siento mucho, pero para mañana tampoco tengo nada.


—¿Y con otra aerolínea? No me importa que cueste más, pero por favor necesitó irme de aquí cuanto antes.


—Lo siento mucho, señora, pero no hay nada. De todas formas, me siento en la obligación de advertirle de que la borrasca nos ha obligado a atrasar y a cancelar muchos vuelos y puede que ni siquiera pueda usted hacer uso del billete que tenía reservado.


Paula maldijo en voz baja y tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no se le saltaran las lágrimas de rabia.


Por supuesto, se le pasó por la cabeza pedirle a la señorita que volviera a verificar la información e incluso pensó en exigir por las malas que la aerolínea la sacara de allí cuanto antes, pero se dio cuenta de que su estado de ánimo no era culpa ni de la señorita que la estaba atendiendo ni de la empresa ni del tiempo.


—Muy bien, gracias —contestó de manera educada antes de colgar.


Así que no había vuelo de regreso a Los Ángeles. Ni ese día ni mañana ni, a lo peor, durante el resto de la semana.


Desde luego, aquello no entraba en sus planes, pero también era verdad que Paula no había llegado a donde había llegado aceptando un no por respuesta tan fácilmente.


Volvió a su habitación, donde había dejado la maleta a medio hacer sobre la cama deshecha, se calzó y bajó de nuevo a la planta de abajo en busca de un listín telefónico.


No sabía dónde estaba Pedro y se dijo que tampoco le importaba. A lo mejor, con un poco de suerte había decidido irse y, si no era así, por lo menos que la suerte la acompañara para no encontrárselo.


Muy atenta por si lo oía moverse, entró en la sala que su hermano utilizaba como despacho y se puso a buscar.


Pronto encontró el listín en uno de los cajones de su mesa. Se sentó en la butaca de Nico y se puso a buscar alojamiento en el directorio.


Había moteles de dos y tres estrellas y un par de hoteles decentes también. Los mejores estaban a más de una hora de coche, pero la verdad era que le daba igual porque a aquellas alturas de la película lo único que quería era una cama y un baño para ella solita.


Ya había levantado el auricular y estaba marcando el primer número cuando, de repente, se dio cuenta de lo que estaba haciendo.


¿Por qué estaba llamando a la agencia de viajes e intentando buscarse otro sitio para dormir cuando estaba en su propia casa?


Bueno, ahora era la casa de su hermano, cierto, pero ella había vivido allí en compañía de su familia durante veinte años.


Obviamente, eso contaba más que la estrecha relación de amistad que unía a Pedro con Nico y el hecho de que él hubiera vivido en la casa de enfrente durante, más o menos, el mismo tiempo.


Así que Paula volvió a colgar el teléfono, cerró el listín telefónico y se puso en pie.


No, aquello no podía ser.


En un instante decidió que no era ella la que se iba a ir de aquella casa, se pensaba quedar allí, en su habitación hasta que tuviera vuelo para volver a Los Ángeles tranquilamente.


Con un poco de suerte eso sería el jueves, que era para cuando ella había sacado billete. Si el tiempo no le permitiera irse antes, se quedaría allí hasta poder volver a la Costa Oeste.


Era consciente de que no iban a ser los días más cómodos de su vida porque tener que estar en el mismo pueblo que Pedro era difícil, pero tener que estar en la misma casa…


Aquello podía ser causa de migrañas de proporciones épicas, pero no pasaba nada, tenía su medicación a mano, así que podría soportarlo.


Por supuesto, se había llevado el Imitrex, el ibuprofeno, las pastillas de antiácido y todos los demás medicamentos que siempre tenía cerca para cuando su cuerpo empezaba a protestar por las interminables horas y los insoportables niveles de estrés que lo obligaba a aguantar.


Llevaba años diciéndose a sí misma que se había olvidado por completo de Pedro, que atrás había quedado aquel enamoramiento infantil, de aquellas fantasías irreales de adolescente y ahora había llegado el momento de demostrarse a sí misma que así era.



PASADO DE AMOR: CAPITULO 9




Pedro se quedó mirándola mientras Paula salía de la habitación y no fue capaz de decidir si había ganado o perdido aquella batalla.


Más bien, la había perdido.


Debería haber aprovechado aquella oportunidad para hablar con ella, para decirle lo que había querido decirle la noche anterior, para sentarse con ella y hablar de su relación, de aquella noche de hacía siete años, cuando habían hecho algo que no tendrían que haber hecho y que había afectado sus vidas hasta el presente.


Pero se había quedado tan sorprendido al verla aparecer de repente en la cocina que había dejado que lo confundiera y había terminado discutiendo con ella.


Lo cierto era que había sido bastante divertido.


Paula con esa especie de camisón semitransparente… con los hombros desnudos, los pechos subiendo y bajando de manera acompasada a su entrecortada respiración y el dobladillo de la susodicha camisola apenas cubriendo la zona de las braguitas que esperaba que llevara.


Pedro no se quería ni imaginar que no las llevara, que estuviera completamente desnuda bajo la camisola porque ya estaba excitado con su mera presencia.


Si supiera que no llevaba ropa interior bajo la camisola seguro que le saldría humo por las orejas.


Tal y como estaba en aquellos momentos, no le vendría nada mal una buena ducha fría y un ratito en una cámara frigorífica.


Paula lo había mirado por encima del hombro y le había dado a entender con su mirada glacial que no valía más que un asqueroso chicle que se le hubiera pegado en la suela del zapato.


Aquella mujer se había convertido en una esnob, pero no siempre había sido así. Antes de irse a la universidad, de hecho, no era así en absoluto.


Claro que entonces había sido cuando Pedro la había seducido, cuando se había aprovechado de ella y eso le hacía temer ser responsable en cierta parte de la mujer en la que se había convertido.


Paula era una abogada de mucho éxito que tenía bufete propio y que probablemente ganaba más dinero en un año de lo que ganaría él en toda la vida.


Sí, pero también era una mujer fría y calculadora que había preferido dar prioridad a su trabajo que a su familia y a su felicidad personal.


La Paula de hacía años jamás hubiera permitido que nada se interpusiera entre ella y sus padres y su hermano, pero la Paula de hoy en día se había mudado a más dos mil millas de distancia y no volvía a casa a menos que fuera absolutamente inevitable.


Pedro tenía muy claro que era culpa suya que Paula se hubiera distanciado tanto de su familia, pero no tenía ni idea de qué podía hacer para arreglarlo.




domingo, 2 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 8




El aroma del café recién hecho despertó a Paula, que levantó lentamente la cabeza de entre las almohadas, se tumbó boca arriba y abrió los ojos.


Bueno, la habitación no le daba vueltas.


Eso era una buena señal.


No estaba borracha, pero tenía resaca. Lo notaba en cómo le latía la cabeza y en la lengua pastosa.


¿Y qué quería? Se había ido de la fiesta de su hermano con una botella entera de champán y se la había bebido ella solita.


No estaba acostumbrada a beber, pero sabía que aquéllas eran las irremediables consecuencias de haber querido ahogar sus emociones en alcohol la noche anterior.


Menos mal que todo había terminado.


Nico y Karen se habían ido de luna de miel a Honolulu y los invitados estarían cada uno en su casa, incluidos Pedro y su novia la rubia de silicona.


No volvería a verlos más.


La vida era maravillosa.


Paula se levantó de la cama y pasó al baño agarrándose a la mesilla y a la cómoda para mantenerse en pie.


Tras lavarse los dientes y la cara con agua fría, se sintió más humana. Incluso pudo bajar las escaleras más erguida, dejándose guiar por el maravilloso olor a café.


Entró en la cocina bostezando y, al abrir los ojos, se encontró con un hombre de espaldas.


No pudo evitar gritar de sorpresa y de miedo y el hombre se giró en su dirección. Desde luego, si no hubiera tenido la resaca que tenía, tendría que haberse dado cuenta antes de que, si olía a café, era porque había otra persona en la casa.


La vida era espantosa.


Pedro se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, parecía tan sorprendido por su aparición como ella lo estaba por su presencia.


Al girarse, se le había caído el café y Paula deseó con maldad que se hubiera quemado.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó intentando taparse con la bata que no llevaba.


De repente, se dio cuenta de que estaba en mitad de la cocina de la casa de su familia ataviada única y exclusivamente con la camisola medio transparente con la que había dormido.


La noche anterior, tras haber sacado de la maceta la llave de repuesto que su hermano siempre guardaba allí, y haber subido a cuatro patas a su antigua habitación, se había liberado del conjuntito rosa y verde, pero se había dejado la camisola, que dejaba al descubierto más carne que cualquiera de sus camisones.


Por supuesto, no se había molestado por ello porque estaba sola en casa con Dom Pérignon y no esperaba visitas.


—Lo mismo te digo —contestó Pedro dejando la taza de café en la encimera y limpiándose la camisa.


Era increíble lo bien que le quedaban los vaqueros a aquel hombre. Paula no había visto a nadie llevarlos con tanto estilo.


Ni siquiera en Los Ángeles, donde todos los camareros eran aspirantes a actor o a modelo, los hombres tenían cinturas, caderas y traseros como los de Pedro Alfonso.


A nadie del mundo le quedaban tan bien las camisas de franela con vaqueros azules desgastados y botas de trabajo.


Por supuesto, aquello no tenía ningún efecto sobre ella. Paula solo estaba haciendo una observación mental, exactamente igual que hacía cuando una celebridad entraba en su despacho en Wilshire.


—Por si lo has olvidado, ésta es mi casa.


—¿Desde cuándo?


Paula enarcó una ceja visiblemente molesta.


La cabeza le iba a estallar y hubiera dado cualquier cosa por una taza de aquel café y cincuenta aspirinas.


Sin embargo, era consciente de que no iba a poder tomarse ninguna de las dos cosas hasta que hubiera terminado aquella discusión con Pedro y lo hubiera sacado de allí de una patada en su hermoso trasero.


—Desde siempre. Por si no te acuerdas, he vivido siempre en esta casa, crecí en ella.


—Sí, pero eso fue hace mucho tiempo —remarcó Pedro probando el café que Paula tanto anhelaba—. Tus padres se han ido a vivir a una casa más pequeña hace bastante tiempo y tú vives en Los Ángeles. Ahora, esta casa es de tu hermano… y de Karen.


Paula apretó los dientes y se dio cuenta de que el párpado derecho le estaba empezando a latir, algo que solo le sucedía cuando le entraban ganas de degollar a alguien.


—Aun así, sigo siendo de la familia —rugió—. Esta casa es de mi familia y estoy segura de que a mi hermano no le importa en absoluto que ocupe mi antigua habitación mientras él está de viaje.


¡Pero por qué diablos estaba dando explicaciones! Aquélla era su casa, la casa de su familia.


Era él quien estaba de más allí. Era él quien tendría que estar defendiéndose y dando explicaciones.


—Pues me parece que vamos a tener un problema, cariño, porque tu hermano me dijo que me podía quedar aquí hasta que volvieran.


Paula se quedó en silencio, dejando que aquellas palabras calaran en ella y, cuando lo hubieron hecho, deseó tener cerca a Nico para retorcerle el pescuezo.


¿Es que acaso era demasiado pedir poderse quedar en la casa donde había transcurrido su infancia mientras estaba en Ohio?


Sola.


Quería descansar y recuperarse antes de tener que volver a su rutina en un mundo en el que todo transcurría a toda velocidad.


—¿Y por qué necesitas quedarte aquí? ¿Acaso no tienes casa? —quiso saber Paula.


Hubiera jurado que Pedro se había ruborizado ante la pregunta.


—Sí —contestó Pedro sin mirarla a los ojos—, tengo una casa, pero en estos momentos es como si no la tuviera.


—¿Qué quieres decir?


—Que me han echado, ¿de acuerdo? —contestó Pedro cruzándose de brazos y apoyándose en la encimera con mucha dignidad.


«Parece molesto y, definitivamente, está avergonzado», pensó Paula.


Oh, sí, el día estaba mejorando por momentos.


Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas.


—Así que te han echado —repitió intentando disimular la diversión que la situación le producía—. De tu propia casa, ¿eh? ¿Por qué?


El rubor desapareció del rostro de Pedro y fue sustituido por una terrible seriedad.


—Eso no importa —contestó muy seco—. Lo único que importa es que necesito un sitio en el que quedarme y tu hermano me ha ofrecido su casa hasta que él y Karen vuelvan de la luna de miel.


Ahora le tocó a Paula cruzarse de brazos. A aquellas alturas, no le importó que el gesto hiciera que sus pechos subieran y que el raso se deslizara por su escote dejando bastante carne a la vista.


Si la escena lo ofendía, bien; si lo descorazonaba, mejor y, si lo excitaba, estupendo. A lo mejor, así, se sentía intimidado por la atracción y salía corriendo hacia el hotel más próximo.


O volvía con Lorena-Lisa-Laura.


Bueno, esa posibilidad no le gustaba tanto como las dos anteriores, pero aun así… lo que fuera con tal de que se alejara de aquella casa mientras ella estuviera allí.


—Bueno, pues aquí no te puedes quedar —le dijo muy seria.


—¿Ah, no? ¿Quieres que llamemos a Nico y le preguntemos a quién prefiere dejarle la casa en su ausencia?


—¿Por qué no? Estoy segura de que me elegirá a mí porque soy su hermana.


—Y yo soy su mejor amigo desde quinto —le recordó Pedro—. Además, él en persona me dijo anoche que podía quedarme en su casa. ¿Acaso sabe que tú también estás aquí?


—Por supuesto que lo sabe —contestó Paula.


Y era cierto porque, cuando había preparado aquel viaje para la boda de su hermano, le había comentado que estaba buscando hotel y Nico había insistido para que se quedara en su casa.


—También es tu casa —le había dicho—. Además, Karen y yo nos vamos justo después de la fiesta. Tendrás la casa para ti sola.


Paula, en realidad hubiera preferido quedarse en un hotel, pero había aceptado, por una parte, para no herir los sentimientos de su hermano y, por otra, por el placer de volver a dormir en su antigua habitación y de poder estar a solas con sus pensamientos y sus recuerdos durante unos días.


Desde luego, si de recordar se trataba, había empezado muy fuerte porque no le había dado tiempo ni de levantarse y hacerse un café sin tener que vérselas con su mayor castigo.


Aquello era demasiado y Paula sabía que no lo iba a poder soportar si no se tomaba pronto su dosis de cafeína, así que se acercó a la encimera, tomó una taza de loza del armario que estaba sobre el hombro derecho de Pedro y se sirvió una taza de café.


A continuación, fue hacia la nevera y le echó un poco de leche fría. Para terminar, se sirvió dos cucharadas de azúcar, se apoyó en la encimera contraria, revolvió el brebaje un par de veces y lo paladeó encantada.


—Supongo que, si tu hermano me ha dicho que me podía quedar aquí sabiendo que tú también ibas a estar, lo ha hecho porque cree que somos lo suficientemente adultos como para poder compartir la casa sin hacernos trizas el uno al otro —comentó Pedro interrumpiendo el maravilloso momento.


Paula dio otro trago al café y sonrió con ironía.


—Pues se ha equivocado.


—Venga, Ana Paula —insistió Pedro dejando su taza en la encimera, enganchando los dedos pulgares en la cinturilla del pantalón y mirándola de frente.


Paula odiaba que la llamara así, pero disimuló porque sabía que, si Pedro se daba cuenta, lo haría única y exclusivamente para molestarla, como hacía cuando eran pequeños.


—¿No podríamos compartir casa durante unos días? Te prometo no molestarte si tú no me molestas a mí.


«Antes dejaría que me empalaran», pensó Paula sirviéndose otra taza de café.


—La verdad es que lo dudo mucho —contestó Paula sin molestarse en mirarlo.


A continuación, se giró y se dirigió a su habitación.


—Ya me buscaré un hotel.