domingo, 2 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 8




El aroma del café recién hecho despertó a Paula, que levantó lentamente la cabeza de entre las almohadas, se tumbó boca arriba y abrió los ojos.


Bueno, la habitación no le daba vueltas.


Eso era una buena señal.


No estaba borracha, pero tenía resaca. Lo notaba en cómo le latía la cabeza y en la lengua pastosa.


¿Y qué quería? Se había ido de la fiesta de su hermano con una botella entera de champán y se la había bebido ella solita.


No estaba acostumbrada a beber, pero sabía que aquéllas eran las irremediables consecuencias de haber querido ahogar sus emociones en alcohol la noche anterior.


Menos mal que todo había terminado.


Nico y Karen se habían ido de luna de miel a Honolulu y los invitados estarían cada uno en su casa, incluidos Pedro y su novia la rubia de silicona.


No volvería a verlos más.


La vida era maravillosa.


Paula se levantó de la cama y pasó al baño agarrándose a la mesilla y a la cómoda para mantenerse en pie.


Tras lavarse los dientes y la cara con agua fría, se sintió más humana. Incluso pudo bajar las escaleras más erguida, dejándose guiar por el maravilloso olor a café.


Entró en la cocina bostezando y, al abrir los ojos, se encontró con un hombre de espaldas.


No pudo evitar gritar de sorpresa y de miedo y el hombre se giró en su dirección. Desde luego, si no hubiera tenido la resaca que tenía, tendría que haberse dado cuenta antes de que, si olía a café, era porque había otra persona en la casa.


La vida era espantosa.


Pedro se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, parecía tan sorprendido por su aparición como ella lo estaba por su presencia.


Al girarse, se le había caído el café y Paula deseó con maldad que se hubiera quemado.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó intentando taparse con la bata que no llevaba.


De repente, se dio cuenta de que estaba en mitad de la cocina de la casa de su familia ataviada única y exclusivamente con la camisola medio transparente con la que había dormido.


La noche anterior, tras haber sacado de la maceta la llave de repuesto que su hermano siempre guardaba allí, y haber subido a cuatro patas a su antigua habitación, se había liberado del conjuntito rosa y verde, pero se había dejado la camisola, que dejaba al descubierto más carne que cualquiera de sus camisones.


Por supuesto, no se había molestado por ello porque estaba sola en casa con Dom Pérignon y no esperaba visitas.


—Lo mismo te digo —contestó Pedro dejando la taza de café en la encimera y limpiándose la camisa.


Era increíble lo bien que le quedaban los vaqueros a aquel hombre. Paula no había visto a nadie llevarlos con tanto estilo.


Ni siquiera en Los Ángeles, donde todos los camareros eran aspirantes a actor o a modelo, los hombres tenían cinturas, caderas y traseros como los de Pedro Alfonso.


A nadie del mundo le quedaban tan bien las camisas de franela con vaqueros azules desgastados y botas de trabajo.


Por supuesto, aquello no tenía ningún efecto sobre ella. Paula solo estaba haciendo una observación mental, exactamente igual que hacía cuando una celebridad entraba en su despacho en Wilshire.


—Por si lo has olvidado, ésta es mi casa.


—¿Desde cuándo?


Paula enarcó una ceja visiblemente molesta.


La cabeza le iba a estallar y hubiera dado cualquier cosa por una taza de aquel café y cincuenta aspirinas.


Sin embargo, era consciente de que no iba a poder tomarse ninguna de las dos cosas hasta que hubiera terminado aquella discusión con Pedro y lo hubiera sacado de allí de una patada en su hermoso trasero.


—Desde siempre. Por si no te acuerdas, he vivido siempre en esta casa, crecí en ella.


—Sí, pero eso fue hace mucho tiempo —remarcó Pedro probando el café que Paula tanto anhelaba—. Tus padres se han ido a vivir a una casa más pequeña hace bastante tiempo y tú vives en Los Ángeles. Ahora, esta casa es de tu hermano… y de Karen.


Paula apretó los dientes y se dio cuenta de que el párpado derecho le estaba empezando a latir, algo que solo le sucedía cuando le entraban ganas de degollar a alguien.


—Aun así, sigo siendo de la familia —rugió—. Esta casa es de mi familia y estoy segura de que a mi hermano no le importa en absoluto que ocupe mi antigua habitación mientras él está de viaje.


¡Pero por qué diablos estaba dando explicaciones! Aquélla era su casa, la casa de su familia.


Era él quien estaba de más allí. Era él quien tendría que estar defendiéndose y dando explicaciones.


—Pues me parece que vamos a tener un problema, cariño, porque tu hermano me dijo que me podía quedar aquí hasta que volvieran.


Paula se quedó en silencio, dejando que aquellas palabras calaran en ella y, cuando lo hubieron hecho, deseó tener cerca a Nico para retorcerle el pescuezo.


¿Es que acaso era demasiado pedir poderse quedar en la casa donde había transcurrido su infancia mientras estaba en Ohio?


Sola.


Quería descansar y recuperarse antes de tener que volver a su rutina en un mundo en el que todo transcurría a toda velocidad.


—¿Y por qué necesitas quedarte aquí? ¿Acaso no tienes casa? —quiso saber Paula.


Hubiera jurado que Pedro se había ruborizado ante la pregunta.


—Sí —contestó Pedro sin mirarla a los ojos—, tengo una casa, pero en estos momentos es como si no la tuviera.


—¿Qué quieres decir?


—Que me han echado, ¿de acuerdo? —contestó Pedro cruzándose de brazos y apoyándose en la encimera con mucha dignidad.


«Parece molesto y, definitivamente, está avergonzado», pensó Paula.


Oh, sí, el día estaba mejorando por momentos.


Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas.


—Así que te han echado —repitió intentando disimular la diversión que la situación le producía—. De tu propia casa, ¿eh? ¿Por qué?


El rubor desapareció del rostro de Pedro y fue sustituido por una terrible seriedad.


—Eso no importa —contestó muy seco—. Lo único que importa es que necesito un sitio en el que quedarme y tu hermano me ha ofrecido su casa hasta que él y Karen vuelvan de la luna de miel.


Ahora le tocó a Paula cruzarse de brazos. A aquellas alturas, no le importó que el gesto hiciera que sus pechos subieran y que el raso se deslizara por su escote dejando bastante carne a la vista.


Si la escena lo ofendía, bien; si lo descorazonaba, mejor y, si lo excitaba, estupendo. A lo mejor, así, se sentía intimidado por la atracción y salía corriendo hacia el hotel más próximo.


O volvía con Lorena-Lisa-Laura.


Bueno, esa posibilidad no le gustaba tanto como las dos anteriores, pero aun así… lo que fuera con tal de que se alejara de aquella casa mientras ella estuviera allí.


—Bueno, pues aquí no te puedes quedar —le dijo muy seria.


—¿Ah, no? ¿Quieres que llamemos a Nico y le preguntemos a quién prefiere dejarle la casa en su ausencia?


—¿Por qué no? Estoy segura de que me elegirá a mí porque soy su hermana.


—Y yo soy su mejor amigo desde quinto —le recordó Pedro—. Además, él en persona me dijo anoche que podía quedarme en su casa. ¿Acaso sabe que tú también estás aquí?


—Por supuesto que lo sabe —contestó Paula.


Y era cierto porque, cuando había preparado aquel viaje para la boda de su hermano, le había comentado que estaba buscando hotel y Nico había insistido para que se quedara en su casa.


—También es tu casa —le había dicho—. Además, Karen y yo nos vamos justo después de la fiesta. Tendrás la casa para ti sola.


Paula, en realidad hubiera preferido quedarse en un hotel, pero había aceptado, por una parte, para no herir los sentimientos de su hermano y, por otra, por el placer de volver a dormir en su antigua habitación y de poder estar a solas con sus pensamientos y sus recuerdos durante unos días.


Desde luego, si de recordar se trataba, había empezado muy fuerte porque no le había dado tiempo ni de levantarse y hacerse un café sin tener que vérselas con su mayor castigo.


Aquello era demasiado y Paula sabía que no lo iba a poder soportar si no se tomaba pronto su dosis de cafeína, así que se acercó a la encimera, tomó una taza de loza del armario que estaba sobre el hombro derecho de Pedro y se sirvió una taza de café.


A continuación, fue hacia la nevera y le echó un poco de leche fría. Para terminar, se sirvió dos cucharadas de azúcar, se apoyó en la encimera contraria, revolvió el brebaje un par de veces y lo paladeó encantada.


—Supongo que, si tu hermano me ha dicho que me podía quedar aquí sabiendo que tú también ibas a estar, lo ha hecho porque cree que somos lo suficientemente adultos como para poder compartir la casa sin hacernos trizas el uno al otro —comentó Pedro interrumpiendo el maravilloso momento.


Paula dio otro trago al café y sonrió con ironía.


—Pues se ha equivocado.


—Venga, Ana Paula —insistió Pedro dejando su taza en la encimera, enganchando los dedos pulgares en la cinturilla del pantalón y mirándola de frente.


Paula odiaba que la llamara así, pero disimuló porque sabía que, si Pedro se daba cuenta, lo haría única y exclusivamente para molestarla, como hacía cuando eran pequeños.


—¿No podríamos compartir casa durante unos días? Te prometo no molestarte si tú no me molestas a mí.


«Antes dejaría que me empalaran», pensó Paula sirviéndose otra taza de café.


—La verdad es que lo dudo mucho —contestó Paula sin molestarse en mirarlo.


A continuación, se giró y se dirigió a su habitación.


—Ya me buscaré un hotel.



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