lunes, 12 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 29




—Cariño, te presento a Sandra y Arnaldo Hunt, que mantienen todo en orden. Aquí la tenéis, por fin —dijo Pedro, acercando a Paula contra él—. Ayer se nos escapó porque estaba muy preocupada por su padre, que acaba de sufrir una operación de corazón.


—Encantada de conocerlos, y lo siento si ayer les causé alguna inconveniencia. Señora Hunter, fue muy amable de su parte dejarme la cena preparada. Estaba muy buena y la disfruté —Paula se dio cuenta de que hablaba  atropelladamente y paró, consciente tan sólo de una cosa, del brazo de Pedro rodeándola. No era en absoluto incómodo. Todo lo contrario, era un gran apoyo.


Necesitaba su apoyo. Estaba claro que estaban analizándola. Ellos llevaban allí mucho tiempo, era ella la intrusa, y demasiado bienvenida. Lo veía en cómo la miraban. Con respeto, pero recelosos.


Arnaldo Hunt, delgado, con una calvicie incipiente, fue el primero en hablar.


—Nos alegra tenerla entre nosotros, señora Alfonso. Esperamos que sea feliz aquí, y haremos lo que esté en nuestras manos para conseguirlo.


—Desde luego que sí. Hemos esperado esto mucho tiempo, ¿verdad, Arnaldo? —apuntó Sandra, dirigiéndose a su marido, pero mirando a Pedro. Este, instintivamente, apretó aún más a Paula—. Sólo tiene que decirnos lo que quiere o si desea cambiar algo. ¿A qué hora quiere que se sirvan el desayuno y la cena?


—No, nada. Es decir, no necesito… —Paula hizo una pausa, intentando calmarse y descifrar las extrañas sensaciones que le producía el contacto físico con Pedro—. Tengo un negocio en Richmond, y tengo que salir muy temprano. Puedo prepararme yo misma las tostadas y el té, si me apetece —balbució—. En cuanto a la cena…


—Hoy no cenaremos aquí, Sandra —interrumpió Pedro, entendiendo su apuro—. Vamos a salir. Paula está tan ocupada, que será mejor que decidamos día a día. Cada mañana le diremos a qué hora vamos a cenar, ¿no te parece, cariño? —dijo Pedro, frotando cariñosamente la cara en el pelo de Paula. Ella se puso tan nerviosa que apenas fue capaz de asentir con la cabeza.


Actuando aún como un amante esposo, la escoltó hasta el coche.


—Intenta llegar antes de las cinco. Date tiempo para vestirte —le recordó, acercándose a la ventanilla cuando estaba a punto de arrancar.


—Ah, sí. ¿Es una cena de etiqueta? —preguntó, repasando mentalmente su escaso guardarropa.


—Estrictamente informal. Bueno, no del todo. Las otras señoras…, me gustaría que te pusieras un vestido.


—De acuerdo —arrancó el coche, con la piel aún ardiéndole por su contacto físico con Pedro


Intentó concentrarse en el día que tenía por delante. Parar en casa de los Jones, para darles el presupuesto de los armarios de la cocina. 


Ponerse en contacto con Leo para el trabajo de fontanería. Carlos. Bueno, no podría trabajar en su casa esa noche. Tendría que pasar por su casa para recoger un vestido, quizá el vestido camisero de seda dorada. ¿Le gustaría a Pedro?


¡Uf! ¡Que importaba si le gustaba o no! «Eres una aventura de una noche, chavala, y esto es un matrimonio fingido, que no se te olvide».


No servía para nada. Apenas la había tocado y no conseguía olvidarse. Si la trataba así para beneficio de los sirvientes, ¿qué haría esta noche con sus mejores amigos? No sabía cuántos de esos abrazos y cariñitos podría soportar.


Supongo que estoy bien, pensó, mirándose en los paneles de espejo. El vestido dorado resaltaba el oro de su cabello, que se había recogido en una especie de moño, dejando algunos rizos sueltos. Sandalias a juego, las piernas desnudas, y unos pequeños aros de oro en las orejas, como único adorno. Informal, pero no demasiado, pensó.


La mirada de admiración de Pedro, le confirmó que estaba perfecta, y se sintió levemente orgullosa. Contenta de haberse tomado tiempo para hacerse la manicura y la pedicura. Y también contenta de que, mientras la llevaba hacia el Porsche, pareciera tan preocupado por evitar rozarla, como ella lo estaba por evitar su roce


LA TRAMPA: CAPITULO 28




No estaba tan cansada como para no darse cuenta. Comprendió de inmediato que sus vaqueros y sus fuertes botas estaban tan fuera de lugar en el largo armario revestido de espejos, como su Volks en el garaje. Y como ella en ese dormitorio, tres veces más grande que el suyo, y eso sin contar el tocador independiente, el cuarto de baño independiente, con su profunda bañera a ras de suelo, y el patio que se veía a través de las puertas correderas de cristal. Un dormitorio de mujer, suave y femenino, con cojines y un edredón de plumas, una gruesa alfombra y visillos transparentes. 


Incluso los colores eran suaves y femeninos: un lavanda pálido, casi blanco, sutilmente mezclado con rosa profundo.


El lujo la habría apabullado, de no ser por la fascinación que le produjeron la belleza y la comodidad de la habitación. El armario estaba vacío, había cosméticos y productos de aseo en el tocador y en el baño, sin estrenar. 


Simplemente esperando… y dándole la bienvenida. Apartó todos los pensamientos de su mente y dejó que la habitación la acogiera. 


Se sumergió en un aromático baño de burbujas en la enorme bañera, y cayó dormida sobre los cojines de plumas de la cama de matrimonio, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.


Sin embargo, a las cuatro y media de la madrugada, cambió las zapatillas de cristal por las botas. No vio a nadie en el camino al garaje, y se metió en su Volkswagen para conducir hasta Virginia. No podía permitirse perder uno solo día de trabajo, y quería estar en la carretera antes de que hubiera mucho tráfico.


Cuando volvió, poco antes de las diez de la noche, sentía una cierta aprensión. ¿Habría alguien para dejarla entrar? Fue una estupidez no haber pedido una llave o una tarjeta para abrir el garaje. Se alegró mucho al ver que el garaje estaba abierto.


No se esperaba la explosiva bienvenida que siguió.


Pedro estaba de pie en el garaje, y su expresión era una mezcla de alivio e irritación. Para cuando salió del coche se había convertido en auténtica furia.


—¿Dónde diablos has estado? —gritó.


—En el trabajo.


—¡Trabajo!


—Haces que suene como… mira, puede que a ti te suene como un taco, pero no es una palabra prohibida. Es algo muy normal, que hace la mayoría de la población.


—Pero… —dudó, más asombrado que enfadado—. Pensaba que mientras tú… supongo que no esperaba que mi mujer trabajase.


—¡Y tú me llamas anticuada! No me digas que eres uno de esos chauvinistas que se sienten amenazados por la carrera de su mujer.


La boca de él tembló, y casi se le escapó una sonrisa.


—Bueno, podría aceptar una carrera. Una mujercita chic, vestida con un traje de Armani, con un maletín de cuero, y…


—Oh, por Dios bendito —lo interrumpió. No hacía falta que le recordara que estaba cubierta de restos de escayola de las paredes de Carlos, y había sido un día muy largo—. Oye, ¿podríamos continuar esta conversación en otro sitio, sentados?


—Buena idea. Parece que tenemos un montón de cosas que contarnos. Tú primero —dijo, abriéndole la puerta de entrada a la casa—. ¿Tienes hambre? —preguntó, cuando ella se sentó en la salita de desayuno.


—Un poco —admitió.


—Menos mal que le pedí a Sandra que sirviera un plato para ti —dijo, levantándose y metiéndolo en el microondas—. Incluso aunque no sabía cuándo ibas a volver, si volvías.


—¿Qué quieres decir? Sabías…


—¡No sabía nada de nada! Me levanté esta mañana dispuesto a explicarle a Sandra, y…


—¿Quién es Sandra?


—Mi ama de llaves. Te dije que los Hunt viven aquí. Viven en el apartamento que hay detrás del garaje. Están a cargo de todo.


—Ah. ¿Y por qué tenías que explicarle nada?


—Porque lleva aquí desde que tengo quince años y es más madraza que mi propia madre. Desde luego que no iba a entender este matrimonio «de compromiso».


El sonido de la campana del microondas sirvió para dar énfasis a su afirmación. Sacó el plato y se lo puso delante.


—Mmm, gracias —dijo ella. Pollo, arroz, salsa y guisantes. Olía de maravilla.


—¿Qué quieres beber?


—Té, por favor. Caliente —respondió. Sabía que le asentaba el estómago—. Si no es demasiada molestia.


—Mucha menos molestia que intentar explicar una esposa desaparecida —declaró, empezando a prepararlo—. Me sentí como un maldito imbécil. Había convencido a Sandra, tal y como quedamos, de que me había enamorado locamente y nos habíamos casado sin pensarlo más. ¿Qué crees que sentí cuando la ruborosa novia no apareció? ¡Y siguió sin aparecer hasta casi medianoche, cuando una incrédula y sospechosa Sandra se ha retirado a dormir, y yo estoy volviéndome loco! Esa es otra cosa. La mayoría de la gente trabaja de nueve a cinco. ¿Por qué llegas a esta hora?


—Bueno, queríamos acabar el suelo de los Carlson, así que no lo dejamos hasta casi las seis. Carlos y yo trabajamos en su casa después de eso. Por fin conseguimos deshacernos de ese enlucido agrietado de las paredes… y no todo cayó encima de mí —añadió, mirándose y soltando una risita—. Entre una cosa y otra cuando llegué a ver a Leonardo ya eran casi las nueve. Y… bueno, se tarda un rato en volver desde allí.


—Exactamente, ¿a qué tipo de trabajo te dedicas? —preguntó, mirándola asombrado.


—Ya te lo expliqué.


—¡No me explicaste absolutamente nada! —dejó la taza sobre la mesa con tanta fuerza, que el té salpicó.


—Pero te dije que tenía que hacerme cargo del negocio. Yo… —ella calló, intentando recordar qué le dijo cuando intentaba resolver su dilema. 


Le había suplicado que se casara con ella, pero pasando por alto los detalles. Esto se lo debía. 


Así que le explicó la bancarrota, Construcciones Chaves y la enfermedad de Leonardo.


—Entiendo —dijo cuando acabó—. Estás comprometida. Pero, diablos, podemos arreglarlo. Contrataremos a alguien para que se haga cargo hasta que tu padrastro se ponga bien.


—No —cortó ella con aspereza—. Prometí no tocar ni un céntimo de tu dinero, ¡pienso cumplir esa promesa!


La miró fijamente. ¿A qué demonios jugaba ahora? ¡Había accedido a casarse con Benjamin por unos míseros doscientos cincuenta mil dólares para salvar la empresa! Se encogió de hombros.


—Entonces, considéralo un préstamo.


—No, así es como Leonardo se metió en problemas. Además, me va muy bien. Y también es para mí ¿no lo entiendes? Para que el niño y yo nos podamos mantener después…


—¡Por amor de Dios! Ya te dije que…


Ella se inclinó sobre la mesa y le tocó la mano.


—Sólo te pedí unos cuantos meses de matrimonio. Nada más. Pienso mantener esa promesa.


—Ayer también hiciste unas cuantas promesas, en Atlantic City.


—Sí, pero eso era todo fingido… sólo hasta que…


—¿Qué fue lo que dijiste? Si voy a vivir una mentira, será una inmensa. Pues yo también me aplico el cuento. Ya te dije que no estoy dispuesto a parecer un tonto al que han cazado.


—¿Qué quieres decir con eso?


—Quiero decir que por la mañana te quedarás lo suficiente para conocer a los Hunt y para que te presente como señora de la casa. Y por la tarde estarás aquí a tiempo para acompañarme a la cena que da mi amigo, Sergio Harding, a las siete, para celebrar nuestra boda.


—Oh. Sí, desde luego —iba a partirle el día, pero se lo debía.


—Y no estaría mal si consiguieras aparentar ser la feliz recién casada que se supone que eres.


LA TRAMPA: CAPITULO 27





Tres días después, en Atlantic City, los casó un juez de paz, ante dos testigos que no conocían. 


¿Quién iba a saber que la ceremonia no se había celebrado dos meses antes?


—Si voy a vivir una mentira, será una inmensa —declaró Paula—. Te conocí… en algún sitio, y me enamoré locamente. Se lo confesé a Benjamin la noche antes de la boda y me dijo que quien iba a quedar como una tonta sería yo, no él. Desde la iglesia corrí a tus brazos y… nos casamos. ¿De acuerdo?


—¿Esperas que alguien se crea ese montón de embustes?


—¡Pues piensa tú en algo mejor! —lo retó, cortante.


Estaba cansada. Acababan de volver al aeropuerto de Richmond, donde habían quedado esa mañana para volar a Atlantic City. 


Pensaban conducir a Elmwood de inmediato, donde ella se lo presentaría a sus padres. En ese momento estaba tan agotada que le importaba poco que se tragaran la historia.


Alicia, asombrada, se la tragó sin dudarlo. ¡Pedro Alfonso, de Empresas Alfonso!


—Claro que lo entiendo. El amor verdadero puede con todo —ronroneó—. Mi niña querida, debiste decírmelo. Podría haberlo organizado todo. ¡Ay, Dios! Tenemos que organizar una recepción, en cuanto Leonardo se recupere.


Puede que Leonardo, en la clínica de recuperación, fuera algo más escéptico, pero estaba demasiado drogado para hacer preguntas. Paula se sintió aliviada.


—Ni siquiera tenemos que vivir juntos —le dijo a Pedro cuando caminaban hacia el coche—. Podrías decir que te marchas de viaje de negocios, o al campo, por algo urgente. Nunca se enterarían. Yo podría vivir en mi casa mientras…


—De eso nada —replicó—. Yo también tengo familia y amigos, sabes.


—¿Y?


—¡Y no pienso dar la impresión de que me han cazado! A lo mejor yo también me enamoré locamente. ¿Entiendes?


Lo entendió. Aceptó trasladarse al dormitorio contiguo al de él, a su casa, dondequiera que estuviese. Sería un viaje largo para ir a trabajar, pero ella también tenía que aceptar algún compromiso.


—Tendremos que volver a casa para recoger algunas cosas —le dijo, preguntándose por qué no habían planeado todo eso antes. En las bodas de penalty se olvidaban muchos detalles, pensó, y añadió—. Tendremos que volver al aeropuerto a recoger mi Volkswagen —Paula no entendía cómo se le había olvidado. Llevaba allí todo el día. La factura del aparcamiento iba a ser enorme.


Él pagó la factura, pero sugirió que se deshicieran del coche.


—No, lo necesito —dijo ella. A las dos de la mañana llegaron a la palaciega mansión Alfonso, en Wilmington Heights. El Volks parecía totalmente fuera de lugar al lado del Porsche plateado que había en el garaje de seis plazas.


—Mira —dijo Pedro cuando sacaba su bolsa del maletero—. No tienes que conducir esto. Puedes usar el Porsche o ese Cadillac que hay allí. O te compraré lo que quieras.


—El Volkswagen está bien.


—¿Si? Está desequilibrado, este guardabarros está hundido y…


—Es mío —lo cortó, intentando no sonar tan intimidada como se sentía en realidad. ¿Así que vivía aquí? Debían haber recorrido al menos cien metros de explanada para llegar al enorme garaje y la enorme casa. ¿Cuántas habitaciones? se preguntó, mientras él encendía la luz en una pequeña habitación para desayunar.


—¿Quieres algo de comer o beber?


Su excesiva cortesía la irritó. Negó con la cabeza, preguntándose si sería capaz de volver a tragar un bocado. Lo único que quería era un lugar donde pudiera estar a solas y tumbarse. Y pensar. Pero antes…


—¿Aquí es donde vives? ¿Tú solo? —preguntó. 


Y pensó «Es decir, cuando no estás en el Pájaro Azul, o volando a Brasil, o a cualquier otro lugar».


—Es mi hogar. He vivido aquí toda mi vida. Mi madre se quedó después de divorciarse, pero pasa la mayor parte del tiempo en su villa de Italia.


—Ah, ya. ¿Y tu padre? —preguntó, con súbita curiosidad.


—Muerto.


—Oh, lo siento.


—Hace ya diez años, pero ya se había mudado antes. De todas formas, no estoy completamente solo. Los Hunt viven aquí. Los conocerás mañana. Ven, te enseñaré tu dormitorio.



domingo, 11 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 26




Ella se inclinó sobre la taza y vomitó una y otra vez, sintiendo el dolor de las arcadas y cómo se vaciaba su estómago. Cuando se le pasó, se apoyó contra la pared, muy débil. Intentó no dejarse llevar por la amargura. ¿Qué había esperado?


La semana que pasó en el Pájaro Azul él había parecido tan comprensivo, tan amable, y…


Hay un abismo entre una semana en el camarote de su barco, y un anillo en el dedo anular, ¡estúpida!


«Vale, así que me toca cargar con las consecuencias», pensó, mientras se lavaba la cara y se enjuagaba la boca. « Y ahora ¿qué hago?»


«Bueno, son otros tiempos. La madres solteras están a la orden del día».


¡Alicia!


Paula se miró el estómago liso. Seguramente no se le notaría por lo menos en otros tres meses. 


Para entonces la empresa se habría afianzado, y Leonardo recuperado para hacerse cargo de ella. 


Quizás podría marcharse, o…


Tenía tres meses para decidirlo. Se pintó los labios, se peinó y enderezó los hombros.


Abrió la puerta y chocó contra él.


—Ven, Paula. Vamos a algún sitio donde podamos charlar.




LA TRAMPA: CAPITULO 25





Se sentó en el bar, sin tocar el martini que tenía ante él, mirando fijamente la entrada. Sabía que había llegado pronto, pero estaba deseando verla.


¿Por qué?


Porque no se la podía sacar de la cabeza. 


Incluso en el lugar salvaje donde había pasado las últimas semanas, la había sentido cerca. Su risa musical reverberaba sobre el ruido de las corrientes de agua, mientras bajaba los rápidos de un estrecho cañón boliviano. El brillo de una estrella le recordaba sus brillantes ojos azules. Incluso la sinfonía del canto de los pájaros la traía a su memoria. «Me siento como un pájaro. Podría volar».


Era extraño que recordara cada una de sus palabras. Una mujer que había conocido tan sólo una semana, y ni siquiera completa. Una noche.


Una mujer que no podía olvidar. Quería decírselo, compartirlo con ella, escuchar su risa y ver el asombro de sus ojos. Decidió llamarla en cuanto regresara.


Le agradó que ella lo hubiera llamado. «Hace una semana» dijo Sims, «Me pidió que te pusieras en contacto con ella en cuanto regresaras. Aquí tienes el número de teléfono.»


El mismo número que había en el cheque, pensó, sorprendido de habérselo aprendido de memoria.


—¡Pedro! Gracias por llamar —sonaba aliviada. 


¿Acaso no confiaba en que contestara a su mensaje?


—Gracias a ti. Sims me dijo que llamaste cuando estaba en Bolivia.


—Sí. Necesito… es decir, me gustaría verte.


—Bien. A mí también me gustaría verte a ti. ¿Cuándo? Por cierto, ¿dónde vives? Podría pasar…


—¡No! —exclamó, agitada. Respiró profundamente y continuó, con tranquilidad forzada—. Mañana tengo que ir a Wilmington. Por negocios —añadió—. ¿Podríamos encontrarnos en algún sitio, a la una? ¿Te vendría bien?


—Perfecto —dijo él. Quedaron en encontrarse en Aldo, para comer.


La una y diez. Llegaba tarde. ¿Negocios? ¿Qué tipo de negocios podía tener en Wilmington?


La una y cuarto. Impaciente, miraba la entrada una y otra vez. La una y media.


Y… ¡Por fin llegó! Con los hombros erguidos, la cabeza alta y su dorada melena balanceándose de lado a lado. Había algo raro en su postura. 


Determinación, casi beligerancia. La misma impresión que le dio cuando tiró su velo de novia a la basura.


La estudiaba tan detenidamente que no se le ocurrió moverse. Cuando vio que se acercaba al maître, se acercó presuroso.


—Hola, Paula. Te esperaba en el bar.


—Oh. Hola —sonrió ella, pero los labios le temblaban y lo miraba con una cierta aprensión—. ¿Cómo estás? ¿Qué tal fue tu viaje?


—Muy bien. He reservado una mesa —señaló hacia el bar— ¿Te apetece tomar algo antes?


—Sí, eso sería… —se interrumpió y negó con la cabeza—. No, es mejor que no. Tengo que conducir de vuelta enseguida. Siento haber llegado tarde —dijo, mientras les conducían a la mesa—. Mañana trasladan a Leonardo a una clínica de recuperación, y he tenido que resolver algunos papeleos.


—¿Leonardo?


—Mi padrastro. Lo han operado a corazón abierto.


—Lo siento —se preguntó si ella necesitaba ayuda, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.


—Fue muy bien. Sólo necesita unas cuantas semanas de convalecencia. Mi madre no se apaña muy bien.


—Ya. Si te puedo ayudar de alguna manera… ¿Necesitas…?


—Nada, gracias. Leonardo no es el mejor de los pacientes, pero todo va bien. El caso es que… hay otra cosa —musitó. Jugueteó, desganada, con la ensalada, levantó la copa de vino y volvió a dejarla sobre la mesa—. Tengo un problema. Necesito tu ayuda —dijo, y quedó en silencio.


¿Por qué estaba tan nerviosa? Vio cómo sus ojos parpadeaban rápidamente, sus pequeños dientes mordisqueaban su labio inferior. Esos mismos dientes le habían mordido la piel aquella noche cuando, abrazada a él, repetía su nombre sin parar. Un temblor le recorrió al recordarlo. 


Esa turbulenta y maravillosa noche. ¿Por qué dudaba? ¿Acaso no sabía que haría cualquier cosa por ella?


—Lo que tú quieras —le dijo—. Sólo tienes que pedirlo.


—Quiero que te cases conmigo.


Tenía que ser una broma.


—Cariño, me parece algo precipitado —bromeó, y se echó a reír. Se controló en seguida. No era una broma. Lo decía en serio.


—Estoy embarazada.


—¿Embarazada?


No hizo falta que dijera nada más. Ella lo leyó en sus ojos. ¿De una sola noche? No te he visto en dos meses. Podría haber pasado de todo… ¡con cualquier otro! Ella tragó saliva. Claro, él esperaba más detalles, pruebas.


—Mis negocios hoy eran con el Doctor Alden. Un tocólogo de esta ciudad. Es la segunda visita que le hago. Lo confirmó en la primera: estoy embarazada de dos meses.


Toda imagen romántica se disolvió ante esa pesadilla. Lo habían cazado. Una trampa que siempre había tenido cuidado de evitar. Pero aquella noche… con el barco balanceándose salvajemente en mitad de una tormenta y con una mujer entre los brazos, una mujer apasionada y deliciosa que olía a jabón de lavanda y agua de mar, que le suplicaba… ¿quién diablos se hubiera acordado de los preservativos, que, en cualquier caso, estaban en la mesilla de la otra cabina?


—¡Maldita sea!


—Exactamente lo que opino yo —la amargura de su voz le era tan desconocida que lo sorprendió. Ella se suavizó de inmediato, y le suplicó—. Mira, no tiene por que ser tan horrible. No sería un matrimonio de verdad, y desde luego no duraría. Sólo hasta que nazca el bebé, o el embarazo esté bastante avanzado. Podríamos decidir que somos incompatibles en cualquier momento… en seis meses, o cuando a ti te parezca bien. Divorciarse es muy fácil.


«Y muy caro», pensó él, recordando: «No quería a Benjamin. Fue por dinero».


—¿Para qué entonces? —preguntó—. Pagaré. ¿Cuánto quieres? Para el niño, o para… para lo que quieras hacer. Eso también es muy fácil, ¿sabes?


—No pretendo hacer nada más que tener este niño, que da la casualidad que es tuyo. Lo único que te pido es que me ayudes a parecer respetable para…


—¡Respetable! Ésa es una palabra muy anticuada.


—No para mi madre. Es tan parte de ella como los ángeles, la moralidad y el matrimonio. La mataría que me convirtiera en madre soltera.


—¿Sí?


—Sí. Y ya ha pasado por mucho. Era muy feliz, planificando mi boda, la destrozó lo ocurrido, y me echa a mí la culpa. Quizás tenga razón. Y ahora la operación de Leonardo, de la que aún no se ha recuperado —volvió a morderse el labio—. No puedo hacerle esto. No puedo.


Él se negó a dejarse conmover. No pensaba dejar que lo afectara.


—Así que esta propuesta matrimonial es por tu madre. En ese caso, podríamos simular que nos hemos…


—No —dijo ella, mordiéndose el labio con tanta fuerza que él pensó que iba a hacerse sangre—. También quiero respetabilidad para mi hijo. O llámalo legitimidad, si quieres.


—¡Ah! Llegó la hora de la verdad. Tu amor por tu hijo. Tu deseo de que él, o ella, tenga derecho legal a mi apellido y, de paso, claro, a mi fortuna.


Ella se quedó sin respiración, conmocionada por sus palabras, por el desprecio de su cara. 


¿Pensaba que iba a por su dinero? ¿Que lo había planeado para atraparlo? La invadió una oleada de ira.


—¿Cómo te atreves a pensar algo así? Tú, maldito egoísta hijo de… —calló al oír movimientos en la mesa contigua y darse cuenta de que había elevado la voz.


—No he dicho que lo planearas.


—Vaya. Pues es lo que yo he oído. Alto y claro —replicó. No era lo que esperaba del hombre amable que la había rescatado de la iglesia. Las lágrimas le quemaron los ojos, y sintió nauseas. No se pondría enferma. Ahora no. Lo miró con ojos centelleantes—. Escucha esto, no soy una asesina. No pienso matar al bebé, ¡ni por tu conveniencia ni por la mía!


—No te estoy pidiendo que te libres de él. Lo único que digo es que no es necesario el matrimonio.


—El matrimonio es por mi propia conveniencia. Por seguir las convenciones. Por respetabilidad. Créeme, lo he pensado mucho antes de recurrir a ti. He considerado otras posibilidades: buscar un trabajo en California, o algún otro sitio, hasta que tenga el bebé. Pero no puedo marcharme por Leonardo… el negocio depende de mí. Aún así, tendría que explicar la criatura, una responsabilidad de por vida.


—Mira, te dije que pagaría…


—Es mi responsabilidad. Económica y todo lo demás. Pide a tus abogados que redacten unos de esos acuerdos prenupciales.


—No valen ni el papel en que están escritos si hay un hijo de por medio.


—Firmaré lo que tú quieras. Y no te pido que cambies tu vida. Lo único que pido es que te cases conmigo por unos meses.


—¿Y si me niego?


—Entonces, no hay más que hablar. Gracias por la comida —dijo, levantándose de golpe, luchando contra las náuseas.


—Espera, Paula. Vamos a hablarlo —dijo, agarrándole la mano.


—No. No importa. Olvídalo —lo rechazó, intentando soltarse para salir antes de vomitar todo lo que había comido.


—No. No puedes enfrentarte a esto sola. Yo…


—Perdonen. Señora, ¿la está molestando? —preguntó a Paula el hombre de la mesa de al lado, mirando a Pedro amenazador; Pedro le devolvió la mirada.


—No, gracias. No me molesta —casi gritó Paula, controlando las arcadas—. Simplemente me despiden —añadió cuando Pedro aflojó la mano y pudo soltarse.


—Espera, Paula —exclamó Pedro, apartando al hombre. La siguió y la vio entrar en el aseo de señoras. Maldición. No había querido herirla. Sólo quería aclarar las cosas.


«Sin comprometerte ¿eh?»


«Bueno, no puedes escaparte. Sabes perfectamente que el niño es tuyo».


«Hoy en día ninguna mujer se queda embarazada a no ser que lo desee».


«¿Una chica inocente, virgen? Quizás se sienta tan atrapada como tú».


«Quizás, pero ahora es distinta».


«¿Distinta?»


«No es como fue en el Pájaro Azul. Bueno, quizás no fuera diferente: Nunca quise a Benjamin. Fue por dinero».


Era su hijo.


Miró la puerta cerrada del lavabo. ¿Es que no iba a salir nunca?