lunes, 12 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 28




No estaba tan cansada como para no darse cuenta. Comprendió de inmediato que sus vaqueros y sus fuertes botas estaban tan fuera de lugar en el largo armario revestido de espejos, como su Volks en el garaje. Y como ella en ese dormitorio, tres veces más grande que el suyo, y eso sin contar el tocador independiente, el cuarto de baño independiente, con su profunda bañera a ras de suelo, y el patio que se veía a través de las puertas correderas de cristal. Un dormitorio de mujer, suave y femenino, con cojines y un edredón de plumas, una gruesa alfombra y visillos transparentes. 


Incluso los colores eran suaves y femeninos: un lavanda pálido, casi blanco, sutilmente mezclado con rosa profundo.


El lujo la habría apabullado, de no ser por la fascinación que le produjeron la belleza y la comodidad de la habitación. El armario estaba vacío, había cosméticos y productos de aseo en el tocador y en el baño, sin estrenar. 


Simplemente esperando… y dándole la bienvenida. Apartó todos los pensamientos de su mente y dejó que la habitación la acogiera. 


Se sumergió en un aromático baño de burbujas en la enorme bañera, y cayó dormida sobre los cojines de plumas de la cama de matrimonio, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.


Sin embargo, a las cuatro y media de la madrugada, cambió las zapatillas de cristal por las botas. No vio a nadie en el camino al garaje, y se metió en su Volkswagen para conducir hasta Virginia. No podía permitirse perder uno solo día de trabajo, y quería estar en la carretera antes de que hubiera mucho tráfico.


Cuando volvió, poco antes de las diez de la noche, sentía una cierta aprensión. ¿Habría alguien para dejarla entrar? Fue una estupidez no haber pedido una llave o una tarjeta para abrir el garaje. Se alegró mucho al ver que el garaje estaba abierto.


No se esperaba la explosiva bienvenida que siguió.


Pedro estaba de pie en el garaje, y su expresión era una mezcla de alivio e irritación. Para cuando salió del coche se había convertido en auténtica furia.


—¿Dónde diablos has estado? —gritó.


—En el trabajo.


—¡Trabajo!


—Haces que suene como… mira, puede que a ti te suene como un taco, pero no es una palabra prohibida. Es algo muy normal, que hace la mayoría de la población.


—Pero… —dudó, más asombrado que enfadado—. Pensaba que mientras tú… supongo que no esperaba que mi mujer trabajase.


—¡Y tú me llamas anticuada! No me digas que eres uno de esos chauvinistas que se sienten amenazados por la carrera de su mujer.


La boca de él tembló, y casi se le escapó una sonrisa.


—Bueno, podría aceptar una carrera. Una mujercita chic, vestida con un traje de Armani, con un maletín de cuero, y…


—Oh, por Dios bendito —lo interrumpió. No hacía falta que le recordara que estaba cubierta de restos de escayola de las paredes de Carlos, y había sido un día muy largo—. Oye, ¿podríamos continuar esta conversación en otro sitio, sentados?


—Buena idea. Parece que tenemos un montón de cosas que contarnos. Tú primero —dijo, abriéndole la puerta de entrada a la casa—. ¿Tienes hambre? —preguntó, cuando ella se sentó en la salita de desayuno.


—Un poco —admitió.


—Menos mal que le pedí a Sandra que sirviera un plato para ti —dijo, levantándose y metiéndolo en el microondas—. Incluso aunque no sabía cuándo ibas a volver, si volvías.


—¿Qué quieres decir? Sabías…


—¡No sabía nada de nada! Me levanté esta mañana dispuesto a explicarle a Sandra, y…


—¿Quién es Sandra?


—Mi ama de llaves. Te dije que los Hunt viven aquí. Viven en el apartamento que hay detrás del garaje. Están a cargo de todo.


—Ah. ¿Y por qué tenías que explicarle nada?


—Porque lleva aquí desde que tengo quince años y es más madraza que mi propia madre. Desde luego que no iba a entender este matrimonio «de compromiso».


El sonido de la campana del microondas sirvió para dar énfasis a su afirmación. Sacó el plato y se lo puso delante.


—Mmm, gracias —dijo ella. Pollo, arroz, salsa y guisantes. Olía de maravilla.


—¿Qué quieres beber?


—Té, por favor. Caliente —respondió. Sabía que le asentaba el estómago—. Si no es demasiada molestia.


—Mucha menos molestia que intentar explicar una esposa desaparecida —declaró, empezando a prepararlo—. Me sentí como un maldito imbécil. Había convencido a Sandra, tal y como quedamos, de que me había enamorado locamente y nos habíamos casado sin pensarlo más. ¿Qué crees que sentí cuando la ruborosa novia no apareció? ¡Y siguió sin aparecer hasta casi medianoche, cuando una incrédula y sospechosa Sandra se ha retirado a dormir, y yo estoy volviéndome loco! Esa es otra cosa. La mayoría de la gente trabaja de nueve a cinco. ¿Por qué llegas a esta hora?


—Bueno, queríamos acabar el suelo de los Carlson, así que no lo dejamos hasta casi las seis. Carlos y yo trabajamos en su casa después de eso. Por fin conseguimos deshacernos de ese enlucido agrietado de las paredes… y no todo cayó encima de mí —añadió, mirándose y soltando una risita—. Entre una cosa y otra cuando llegué a ver a Leonardo ya eran casi las nueve. Y… bueno, se tarda un rato en volver desde allí.


—Exactamente, ¿a qué tipo de trabajo te dedicas? —preguntó, mirándola asombrado.


—Ya te lo expliqué.


—¡No me explicaste absolutamente nada! —dejó la taza sobre la mesa con tanta fuerza, que el té salpicó.


—Pero te dije que tenía que hacerme cargo del negocio. Yo… —ella calló, intentando recordar qué le dijo cuando intentaba resolver su dilema. 


Le había suplicado que se casara con ella, pero pasando por alto los detalles. Esto se lo debía. 


Así que le explicó la bancarrota, Construcciones Chaves y la enfermedad de Leonardo.


—Entiendo —dijo cuando acabó—. Estás comprometida. Pero, diablos, podemos arreglarlo. Contrataremos a alguien para que se haga cargo hasta que tu padrastro se ponga bien.


—No —cortó ella con aspereza—. Prometí no tocar ni un céntimo de tu dinero, ¡pienso cumplir esa promesa!


La miró fijamente. ¿A qué demonios jugaba ahora? ¡Había accedido a casarse con Benjamin por unos míseros doscientos cincuenta mil dólares para salvar la empresa! Se encogió de hombros.


—Entonces, considéralo un préstamo.


—No, así es como Leonardo se metió en problemas. Además, me va muy bien. Y también es para mí ¿no lo entiendes? Para que el niño y yo nos podamos mantener después…


—¡Por amor de Dios! Ya te dije que…


Ella se inclinó sobre la mesa y le tocó la mano.


—Sólo te pedí unos cuantos meses de matrimonio. Nada más. Pienso mantener esa promesa.


—Ayer también hiciste unas cuantas promesas, en Atlantic City.


—Sí, pero eso era todo fingido… sólo hasta que…


—¿Qué fue lo que dijiste? Si voy a vivir una mentira, será una inmensa. Pues yo también me aplico el cuento. Ya te dije que no estoy dispuesto a parecer un tonto al que han cazado.


—¿Qué quieres decir con eso?


—Quiero decir que por la mañana te quedarás lo suficiente para conocer a los Hunt y para que te presente como señora de la casa. Y por la tarde estarás aquí a tiempo para acompañarme a la cena que da mi amigo, Sergio Harding, a las siete, para celebrar nuestra boda.


—Oh. Sí, desde luego —iba a partirle el día, pero se lo debía.


—Y no estaría mal si consiguieras aparentar ser la feliz recién casada que se supone que eres.


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