lunes, 12 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 27





Tres días después, en Atlantic City, los casó un juez de paz, ante dos testigos que no conocían. 


¿Quién iba a saber que la ceremonia no se había celebrado dos meses antes?


—Si voy a vivir una mentira, será una inmensa —declaró Paula—. Te conocí… en algún sitio, y me enamoré locamente. Se lo confesé a Benjamin la noche antes de la boda y me dijo que quien iba a quedar como una tonta sería yo, no él. Desde la iglesia corrí a tus brazos y… nos casamos. ¿De acuerdo?


—¿Esperas que alguien se crea ese montón de embustes?


—¡Pues piensa tú en algo mejor! —lo retó, cortante.


Estaba cansada. Acababan de volver al aeropuerto de Richmond, donde habían quedado esa mañana para volar a Atlantic City. 


Pensaban conducir a Elmwood de inmediato, donde ella se lo presentaría a sus padres. En ese momento estaba tan agotada que le importaba poco que se tragaran la historia.


Alicia, asombrada, se la tragó sin dudarlo. ¡Pedro Alfonso, de Empresas Alfonso!


—Claro que lo entiendo. El amor verdadero puede con todo —ronroneó—. Mi niña querida, debiste decírmelo. Podría haberlo organizado todo. ¡Ay, Dios! Tenemos que organizar una recepción, en cuanto Leonardo se recupere.


Puede que Leonardo, en la clínica de recuperación, fuera algo más escéptico, pero estaba demasiado drogado para hacer preguntas. Paula se sintió aliviada.


—Ni siquiera tenemos que vivir juntos —le dijo a Pedro cuando caminaban hacia el coche—. Podrías decir que te marchas de viaje de negocios, o al campo, por algo urgente. Nunca se enterarían. Yo podría vivir en mi casa mientras…


—De eso nada —replicó—. Yo también tengo familia y amigos, sabes.


—¿Y?


—¡Y no pienso dar la impresión de que me han cazado! A lo mejor yo también me enamoré locamente. ¿Entiendes?


Lo entendió. Aceptó trasladarse al dormitorio contiguo al de él, a su casa, dondequiera que estuviese. Sería un viaje largo para ir a trabajar, pero ella también tenía que aceptar algún compromiso.


—Tendremos que volver a casa para recoger algunas cosas —le dijo, preguntándose por qué no habían planeado todo eso antes. En las bodas de penalty se olvidaban muchos detalles, pensó, y añadió—. Tendremos que volver al aeropuerto a recoger mi Volkswagen —Paula no entendía cómo se le había olvidado. Llevaba allí todo el día. La factura del aparcamiento iba a ser enorme.


Él pagó la factura, pero sugirió que se deshicieran del coche.


—No, lo necesito —dijo ella. A las dos de la mañana llegaron a la palaciega mansión Alfonso, en Wilmington Heights. El Volks parecía totalmente fuera de lugar al lado del Porsche plateado que había en el garaje de seis plazas.


—Mira —dijo Pedro cuando sacaba su bolsa del maletero—. No tienes que conducir esto. Puedes usar el Porsche o ese Cadillac que hay allí. O te compraré lo que quieras.


—El Volkswagen está bien.


—¿Si? Está desequilibrado, este guardabarros está hundido y…


—Es mío —lo cortó, intentando no sonar tan intimidada como se sentía en realidad. ¿Así que vivía aquí? Debían haber recorrido al menos cien metros de explanada para llegar al enorme garaje y la enorme casa. ¿Cuántas habitaciones? se preguntó, mientras él encendía la luz en una pequeña habitación para desayunar.


—¿Quieres algo de comer o beber?


Su excesiva cortesía la irritó. Negó con la cabeza, preguntándose si sería capaz de volver a tragar un bocado. Lo único que quería era un lugar donde pudiera estar a solas y tumbarse. Y pensar. Pero antes…


—¿Aquí es donde vives? ¿Tú solo? —preguntó. 


Y pensó «Es decir, cuando no estás en el Pájaro Azul, o volando a Brasil, o a cualquier otro lugar».


—Es mi hogar. He vivido aquí toda mi vida. Mi madre se quedó después de divorciarse, pero pasa la mayor parte del tiempo en su villa de Italia.


—Ah, ya. ¿Y tu padre? —preguntó, con súbita curiosidad.


—Muerto.


—Oh, lo siento.


—Hace ya diez años, pero ya se había mudado antes. De todas formas, no estoy completamente solo. Los Hunt viven aquí. Los conocerás mañana. Ven, te enseñaré tu dormitorio.



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