viernes, 9 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 18




Enfrentarse a su madre fue difícil. Alicia estaba de pie ante ella, con los finos labios muy apretados.


—¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste?


—Yo sólo… —titubeó Paula, no muy segura de qué la acusaba.


—Cancelaste la boda, allí en la iglesia, delante de todo el mundo.


—¿Yo la cancelé?


—Todo perfectamente preparado —gimió Alicia— ¿Cómo pudiste?


—Madre, yo no cancelé la boda. Fue Benjamin. No apareció. ¿Recuerdas?


—Tú lo rechazaste.


—¡No!


—¡Sí! Lo pensé desde el principio. Me convencí cuando te escapaste. Y nos dejaste allí para ocuparnos de todo.


—Lo siento. Necesitaba marcharme —se disculpó. Era cierto que había escapado.


—Fue horrible —sollozó Alicia—. La gente se compadece al hablar con uno, pero luego se ríen a tu espalda.


—Mamá, nadie… la gente no es así.


—¡Tú no lo sabes! No estabas allí. ¡No viste cómo se sonreía Leanda Saunders! Nunca me he sentido tan humillada en mi vida —gritó Alicia, hundiéndose en el sofá y tapándose la cara.


—Lo siento —se excusó Paula, mordiéndose el labio. Había sido muy egoísta, pensando sólo en sí misma, en su tranquilidad. ¡Incluso pasándolo bien! Ni una sola vez había considerado por lo que estaba pasando su madre—. Pero yo no le dije nada a Benjamin. No tenía ni idea de que no iba a aparecer —acercándose a Alicia, la rodeó con un brazo—. Mamá, tienes que creerme.


—¿No me pediste que cancelara la boda, justo dos días antes? —espetó Alicia, levantándose y apartando el brazo de un golpe.


—Bueno sí, lo hice, pero…


—Desde luego que sí —dijo Alicia acercándose, fulminándola con la mirada—. Viniste con todas esas tonterías: que si no era el hombre adecuado para ti, que si no lo querías…


—¡Vale! ¡De acuerdo! —interrumpió Paula, enfadada—. No lo quería. No lo quiero. Me alegro de que no apareciera. De que no nos casáramos. ¡Ya está! ¿Estás satisfecha?


—¡Desde luego! Confesar es bueno para el alma, ¿no? —recalcó Alicia, lanzándole una mirada maliciosa.


—Mira, te dije a ti que no quería casarme. Pero nunca se lo dije a él. Ni siquiera se lo sugerí.


—¡Chica lista! Pero aún así conseguiste que se diera cuenta de tus sentimientos, ¿no es verdad?


Ese dardo dio en el blanco. Paula pensó que era posible que tuviera razón. Quizás las acciones contaran más que las palabras.


Su silencio no hizo sino acrecentar la ira de Alicia.


—Claro que se dio cuenta de las señales que le lanzabas. Benjamin Cruz no es ningún idiota —dijo—. De hecho, es el hombre más listo y rico que te has encontrado en tu vida. Tú eres la perdedora.


—Oh, mamá, yo…


—¡Deja ya de decir «Oh, mamá»! Tú no eres la única que ha salido perdiendo. Cuando Benjamin canceló la boda, también nos canceló a nosotros. ¡Estamos arruinados!


—¿Arruinados? ¿Qué quieres decir?


—Quiero decir que Leonardo contaba con el dinero que tu prometido iba a invertir en el negocio.


—Sí, ya lo sabía.


—¿Sabías que, como no os casasteis, Benjamin no invirtió? Leonardo está en bancarrota.


—No me imaginaba que las cosas estuvieran tan mal.


—¿Sabías que se nos echan encima los acreedores? Hacienda ha embargado todas nuestras propiedades y Leonardo está volviéndose loco intentando encontrar la manera de salir de ésta. ¿Cómo sobreviviremos? No tenemos nada, Paula, ¡nada! Leonardo ha puesto la casa en venta.


—Lo siento mucho.


—¿Lo sientes? Sientes haberte escapado de vacaciones ¿no?


—No, no hice eso… —comenzó Paula, pero calló. ¿No era exactamente eso lo que había hecho?


—Nos dejaste a nosotros a recoger los pedazos ¿no? Bueno, pues no hay nada que recoger, señorita. ¡Nada! ¿Qué te parece? —dijo y, rompiendo a llorar, corrió hacia su dormitorio y cerró de un portazo.


Paula se quedó quieta, sintiéndose escarmentada y culpable. ¿Les había hecho esto? Lo que su madre decía era parcialmente cierto. Si Benjamin había percibido sus sentimientos…


Respiró profundamente y se encogió de hombros. De nada servía lamentarse por lo que no tenía remedio, aunque fuera culpa suya. 


¿Qué podía hacer? Su madre siempre exageraba las cosas. Tenía que hablar con Leonardo. 


Aunque ella había llegado por la tarde, Leonardo no estaba en casa aún. ¿Dónde estaba? Y ¿qué hacía, si no quedaba ningún pedazo por recoger?


Cuando oyó su furgoneta, corrió a la puerta de atrás para recibirlo. Él bajó de la camioneta de un salto y le tendió los brazos abiertos.


—¡Has vuelto! Qué contento estoy de verte. ¿Estás bien? —preguntó, con una sombra de preocupación en los ojos.


—Oh, Leonardo —exclamó, lanzándose a sus brazos protectores. Su madre no había preguntado cómo se encontraba ni una sola vez—. Estoy bien, Leonardo. Muy bien —dijo, para tranquilizarlo. Después, con su inherente honestidad, añadió—. Sabes que no quería casarme con él, de todos modos.


—Sí, creo que te forzamos un poco, ¿verdad? —dijo, y se sentaron los dos en el banco que había bajo el roble, su lugar favorito para charlar.


—En realidad no, yo…


—Sí, sí lo hicimos. Fue culpa mía, Paula, estaba muy asustado —dijo, sacando una cajetilla del bolsillo de la camisa.


—No deberías fumar, Leonardo.


—No suelo hacerlo. Sólo cuando estoy estresado.


—Como ahora. Es todo culpa mía. Mamá dice que…


—¡No la creas! Esto ya lo tenía encima antes de conocer a Benjamin. Él iba a sacar más beneficio del que merecía su inversión y, en cualquier caso, no era más que una solución provisional. He estado ampliando demasiado —admitió. Por Alicia, pensó Paula. Siempre parecía querer mucho más de lo que él podía darle—. Los negocios —dijo él, como si leyera sus pensamientos—. Creo que he invertido sin mesura. Compré varias propiedades en el East End de Richmond.


—¿Pero eso no es un barrio bajo?


—De los peores. Pero me dieron un soplo. O al menos eso creí. Alguien me dijo que las autoridades pensaban invertir en mejorar ese sector.


—¿Y?


—Sigue siendo un rumor. Y yo he comprado un montón de casuchas destartaladas. Pero sigo teniendo esperanza. Si mejoran la zona, ese sector se convertirá en propiedad de primera clase, alguien se dará cuenta en el Ayuntamiento y actuará.


Así era Leonardo. Siempre optimista.


—Espero… creo que tienes razón —comentó ella, cruzando los dedos.


—Y cuando eso ocurra, tú estarás muy bien situada, Paula.


—¿Yo?


—Es todo tuyo, cariño. Antes de que apareciera Cruz, vi lo que podía pasar. Así que puse todas las propiedades de East End a tu nombre, el verdadero, Paula Crenshaw. Al tuyo, no al mío ni al de tu madre. ¿Entiendes?


—No, no lo entiendo. ¿Por qué ibas a transferirme propiedades a mí?


—Porque no le debes dinero a nadie. Incluso pagué tu Volkswagen en efectivo. Nadie puede quitarte nada.


—Aún no entiendo por qué…


—¿Qué te parecería comenzar tu propia empresa de construcción? —preguntó. Paula abrió los ojos de par en par, y él sonrió—. Construcciones Crenshaw.


—Pero no podría. Quiero decir… tendría que tener licencia de contratista.


—Eso es fácil. Es como si lo hubieras planeado cuando decidiste estudiar arquitectura. ¿No me dijiste que tus primeros cursos eran fundamentalmente sobre construcción, estructuras y materiales?


Ella asintió con la cabeza.


—Así que ya tienes las bases. Y algo más habrás captado esos veranos que estuviste trabajando conmigo.


Ella volvió a asentir.


—Estudiaremos un poco, pero estoy seguro de que puedes aprobar el examen —siguió hablando, mientras Paula, un poco aturdida, escuchaba.


—Piénsalo, pequeña. Tu propiedad. Construcciones Crenshaw. Nada que ver con Construcciones Chaves. Yo seré tu empleado. No hay nada ilegal. En cualquier caso, pienso pagar a mis acreedores y a Hacienda en cuanto pueda. Pero necesito poder trabajar en algo hasta que lo consiga. ¿Entiendes?



LA TRAMPA: CAPITULO 17





En la cocina, Pedro echó el café molido en la cafetera, sintiéndose tan culpable como el demonio. Se había aprovechado de ella.


Desde el principio, había sabido en qué estado se encontraba. Había visto las pastillas. ¿Acaso no había notado sus cambios de humor durante toda la semana? Aunque tenía que admitir que había habido más buen humor que malo. Esa era una de las cosas que le gustaban de ella. 


Era una chica con coraje, empeñada en no permitir que lo que había sucedido la deprimiera. 


Eso le gustaba.


De hecho, todo en ella le gustaba. Su pequeña figura, con curvas perfectas; la preciosa melena rubia miel que él había sentido desparramada sobre su pecho esa mañana; los ojos azules. No era la más bella de las mujeres que conocía, pero Paula Chaves tenía algo más que belleza.


No era sólo coraje. Su vitalidad y su entusiasmo la convertían en una compañera ideal en cualquier actividad. Además, tenía una cierta inocencia.


Inocencia. Anoche había sido la primera vez para ella. Eso lo sabía. Pero no pudo resistirse al beso, y además se había entregado deseosa, casi suplicándole que la tomara.


Lo asaltó un pensamiento. No se había acostado con Benjamin. ¿Acaso se reservaba para la noche de bodas? Jesús, el hombre debía haber tenido que aguantar mucho.


Pero anoche… ¿Quizás se había entregado de rebote? ¿Intentando demostrarse a sí misma que era deseable?


Él se había aprovechado de su dolor.


Había confiado en él. Sus enormes ojos azules miraban a todo el mundo con confianza, incluso a un timador como Benjamin Cruz.


Pedro suspiró. No había sido su intención apresurarla, empujarla a hacer algo precipitado. 


Sí, ella le pareció atractiva desde el principio, pero sabía que era muy vulnerable y había mantenido la distancia a propósito, aunque estaba loco por abrazarla.


Y luego, anoche…


Incluso ahora no estaba seguro de cómo había ocurrido.


El beso fue un error. Como una antorcha que prendió el fuego que se llevaba alimentando toda la semana. Fue imposible dejarla después de ese beso.


Se había agarrado a él ansiosa, deseándolo.


Estaba acostumbrado a que las mujeres lo acompañaran deseosas a la cama.


Pero la noche de ayer fue distinta. Real. Una primera vez también para él. Como si fuese tan inocente y confiado como ella. Mucho más que sexo. Una unión de corazón y espíritu.


¿Ah, sí? Hacía sólo una semana que su corazón y su alma estaban comprometidos con otro hombre. Una mujer como Paula no se comprometía a la ligera.


Rechazada… vulnerable…


Había pensado que la noche había sido tan importante para ella como para él. Pero vio el dolor en sus ojos cuando se apartó de su lado por la mañana. Y, desde entonces, se estaba comportando de forma muy casual.


¿Acaso se arrepentía? ¿Estaría acordándose de Benjamin?


Vaya, debería decirle que Benjamin era un auténtico bastardo.


Pero ¿cómo sacar el tema? El tema apropiado para la mañana era el placer de la noche anterior. Desde luego que no era adecuado hablar de un antiguo amor, perdido.


¡Y por qué estaría tan nervioso! Nunca estaba incómodo a la mañana siguiente. ¿Por qué ésta sí? ¿Por qué se sentía como un colegial después de su primera experiencia?


¿Por qué, en cambio, la señorita Inocencia estaba brincando por todos sitios, como si este tipo de experiencias fueran rutina para ella? Sólo tenía una cosa en la cabeza, los ingredientes para hacer la maldita tortilla.


—Eso creía —dijo ella, mirando en el frigorífico—. Queda un pimiento. Justo el toque que hace falta —siguió hablando, mientras picaba el pimiento, la cebolla y la guindilla. Mencionó todos los temas frívolos e inconsecuentes que se le ocurrieron. Si dejaba de hablar, se echaría a llorar. Eso no estaría bien. La pasada noche había sido la más maravillosa de su vida y no estaba dispuesta a estropearla comportándose como una estúpida—. Aquí tiene, señor, lo prometido —dijo, sirviendo la tortilla en dos platos—. Dime, ¿no es la mejor tortilla que has probado nunca?


—Mmm. Cierto —dijo, saboreándola con los ojos cerrados—. Quizás podrías trabajar de jefa de cocina de desayunos en El Pescador.


—Ya tengo un trabajo, muchas gracias. A primera hora del lunes. Tendré que trabajar un montón este fin de semana para prepararme. Así que, vacía el plato y ponte en marcha, capitán.


—De acuerdo. Sólo que… —titubeó—. Hay algo de lo que tenemos que hablar, Paula. Algo que creo que debes entender.


Ella se puso rígida. Iba a pedirle perdón, y se sentía incapaz de soportarlo.


—¿Querías mucho a Benjamin Cruz?


Se sintió tan aliviada que casi se echó a reír.


—No. Desde luego que no. Y después de… —hizo una pausa. Anoche él le había demostrado cómo podía ser el amor. Pero no podía decir eso—. Ahora me doy cuenta de que nunca lo quise.


—Pero… —empezó él, mirándola otra vez como si intentará entenderla—. Ibas a suicidarte. Esas pastillas…


—¿Fue eso lo que pensaste? ¿Por eso me las quitaste de la mano? —dijo ella, riéndose esta vez. Negó con la cabeza—. Eran aspirinas. Me dolía mucho la cabeza y pensé que…


—Pero, si no lo querías… —se interrumpió, mirándola fijamente, con intensidad— ¿Por qué ibas a casarte con él?


—¡Por dinero! —replicó, escupiendo la palabra como si fuera una semilla amarga.


—¡Oh! —exclamó Pedro, como si lo hubiera golpeado.


—Benjamin estaba pensando invertir en construcción, y mi padrastro me pidió que fuera agradable con él.


«Sé agradable con él. Cásate con él»


¿Por unos miserables doscientos cincuenta mil dólares de mi dinero? ¡Jesús!, pensó Pedro.


—Benjamin es muy rico, ya sabes.


—¿Sí?


—Mi madre no hacía más que decir que tenía mucha suerte, que era un gran partido. Y… —se calló. No servía de nada echarles la culpa a sus padres. A ella también la había impresionado—. Claro que yo también sabía que lo era, y… ¿por favor, podríamos dejar de hablar de esto?


Él tampoco quería hablar más del tema. Sabía lo que era el dinero. Y lo que la gente era capaz de hacer para conseguirlo.




LA TRAMPA: CAPITULO 16




La tormenta había terminado. El Pájaro Azul, firmemente anclado, se mecía ligeramente sobre las suaves olas. Lavada por la lluvia, la nave azul y blanca brillaba al sol del amanecer, que aclaraba el horizonte. Entró por un ojo de buey y acarició el rostro de la mujer dormida.


Abrió los ojos al rayo de sol que se reflejaba en las paredes azules. Azul celestial.


—Estoy en el cielo… en el cielo —suspiró. 


Ahora entendía lo que significaba la letra de esa canción. Estaba en el cielo y no quería moverse. 


Aún estaba entre sus brazos, resplandeciente de felicidad. Seguía inmersa en la maravilla que había compartido con ese hombre.


Ese hombre. Estudió la cara del hombre que dormía a su lado. La forma de sus cejas, arqueadas como en una continua pregunta. La curva de sus labios carnosos, siempre a punto de esbozar una sonrisa de bienvenida. Cómo la hacía sentirse.


Cómoda. Así era como se había sentido con él desde el principio.


Pero… ¿Cómoda? No. Eso no tenía nada que ver con lo que había sentido anoche, con el ataque de pasión que la había sacudido hasta lo más profundo. El torrente de sensaciones la había vuelto salvaje, deseosa, haciéndola pedir, suplicar sin saber muy bien qué deseaba. El éxtasis fue incontrolable, pero tan natural como respirar. Él la condujo a una cima de placer erótico que nunca había experimentado antes. 


En el momento de su culminación gritó su nombre una y otra vez.


No, no cómoda, más bien natural. Se acurrucó aún más, adorando la sensación del cuerpo que estaba junto a ella. Era perfecto. Porque… ¿lo quería? ¿Por eso le habían gustado sus caricias, que le hiciera el amor, que la tocara?


Que la tocara. Benjamin. Por primera vez lo comprendió. Por eso él se había marchado.


Había sabido lo que ella no sabía. No lo quería.


 «Lo siento», pensó, pidiéndole disculpas al hombre ausente. «Pobre Benjamin. Pero… ¡gracias! Me alegro de que te dieras cuenta y actuaras en consecuencia». Deseó que encontrara a la persona adecuada.


—Buenos días.


—Buenos días a ti —replicó, encantada al mirar sus ojos recién abiertos. Los tenía somnolientos y aturdidos, como si no supiera exactamente dónde estaba.


—¿Estás… estás bien? —preguntó Pedro, con un destello de alarma en los ojos.


—Estupendamente —replicó. Por supuesto que estaba bien. La noche había sido perfecta, y ahora estaba tendida junto a él, rozando su piel desnuda.


—¿Estás segura? —insistió. Ella notó auténtica preocupación en su voz. Por ella. Era encantador—. Es que eras… —titubeó, como si reconsiderara lo que iba a decir—. Menuda tormenta, ¿no?


Ella asintió, sonriendo. La tormenta no había sido nada comparada con el tumulto que ella sintió en su interior.


—Tienes un pelo precioso, Paula. La verdad es que eres una mujer preciosa. ¿Te lo había dicho ya?


—No —negó ella, sonriente—. Lo único que dijiste es que era una distracción.


—Sí. Una muy tentadora —dijo, absorto en su pelo, deslizándolo entre sus dedos, enredándoselo en la mano. No dejó de mirarlo—. Sé por lo que estás pasando. Esta semana ha sido muy difícil para ti. No tenía intención de… de apresurarte. Todo se precipitó un poco anoche y… ¡Diablos, perdí la cabeza!


Estaba disculpándose por lo de anoche. Por lo que ella consideraba la cosa más maravillosa que le había pasado nunca…


Ella.


No él.


Mientras ella imaginaba ya un futuro compartido, él…


¡Qué estúpida era! No tenía más que pensar en cómo vivía ese hombre. Ese barco, tan conveniente para lo que seguramente pasaba cualquier noche. O varias noches seguidas, con cualquier mujer.


Sintió un escalofrío por la espalda. Quizás estaba casado, o algo equivalente. Meli, quienquiera que fuese, parecía ser un apaño bastante permanente.


«Y tú, Paula Chaves, eres una aventura de una noche».


—Paula, quiero que sepas que…


—Shhh. A veces, hablar de las cosas las estropea —lo interrumpió, poniéndole la mano sobre la boca. No debía culparlo. No se le había insinuado ni una sola vez. Tan sólo había sido amable, rescatándola en la iglesia, dejándola quedarse en el barco. No tenía culpa de que ella se hubiera vuelto loca ayer. Se había abrazado a él, rogándole, hasta que ocurrió…—. Has sido muy bueno. Esta semana, el barco y todo lo demás ha significado mucho para mí. ¿Te he dado las gracias?


—Alrededor de una docena de veces.


—Pues vuelvo a dártelas —dijo, apartándose y saliendo de la cama. Recogió el albornoz del suelo y se envolvió rápidamente—. Pero le dije a mi madre que volvería hoy. ¿No tendríamos que ponernos en marcha?


—Paula, necesitamos hablar —dijo, sentándose en la cama.


—No. Lo que yo necesito es una buena taza de café. Y, oye, hago una tortilla fantástica. ¿Quieres probarla?


Él asintió pero, al igual que otras muchas veces, la miraba como si estuviera intentando comprenderla.


—Pues estará en un momento, en cuanto me vista. Pero primero el café, eso te toca a ti —dijo y, guiñándole un ojo, se escabulló hacia el cuarto de baño. El corazón le pesaba como un plomo, pero tenía que actuar con ligereza. No quería que él se sintiera culpable.




jueves, 8 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 15




Fue otro día perfecto. Navegaron a la misma cala, echaron el ancla y fueron remando en el bote hasta la isla, que ella empezaba a considerar que les pertenecía. Nadaron un rato dejándose llevar por las olas, más grandes de lo normal, y se tumbaron al sol, igual que habían hecho el lunes.


—Se está muy bien aquí —dijo Paula. Al no escuchar ninguna respuesta, miró a Pedro y lo vio tumbado boca abajo, profundamente dormido. «Debe estar cansado», pensó. «Un día de golf, luego voló a Detroit a una reunión, y directo de vuelta, a navegar y nadar, simplemente porque yo lo deseaba. Ha sido muy bueno conmigo, y apenas me conoce».


«Bueno para mí. ¿Qué habría hecho si él no hubiese aparecido? Es como uno de esos ángeles de los que siempre habla mi madre».


«¡Para ya, Paula Chaves! Eres tú la que estás al mando de tu propia vida, no un hombre, sea o no sea un ángel».


«Pedro sólo es agradable. En absoluto es tu ángel de la guarda. No se ha insinuado, no te ha tocado, ni siquiera una vez. Es simplemente ¡agradable!»


«¡Así que no te hagas ilusiones, señorita!» Eso le sonó tanto a un comentario de su madre que se rió entre dientes. A pesar de todo, era un buen consejo. Era posible que, después de ese día, no volviera a verlo nunca.


—Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre —dijo, dándose cuenta de que había hablado en voz alta cuando Pedro contestó.


—Oh, oh. Hoy no.


Levantó la vista de su castillo de arena y vio que estaba despierto y miraba una nube oscura que se alzaba en la distancia.


—Tenía que haberles hecho caso a los boletines meteorológicos, en vez de a ti.


—¿A mí?


—¡Sí, a ti! —Dijo pellizcándole la nariz—. Eres toda una distracción. ¡Rápido! Vámonos de aquí.


Ella se apresuró a subir al bote. En cuestión de minutos, la oscura nube había tapado el sol, oscureciendo el día. El cielo se llenó de relámpagos y comenzó a tronar. El viento aumentó y los rodearon enormes olas mientras se dirigían al barco. Unos momentos antes tenía calor, ahora estaba helada. Y asustada.


Es decir, habría estado asustada si no hubiera visto los fuertes dedos de Pedro sujetando los remos, ganando la carrera contra el viento y las olas. Los mismos dedos que le habían pellizcado la nariz, haciéndola estremecerse.


—¡Sujeta esto!


La imperiosa voz de Pedro interrumpió sus pensamientos, y agarró la cuerda con fuerza mientras él amarraba el bote. Después, la ayudó a subir al barco.


Cuando subió a cubierta se dio cuenta de que la golpeaban la lluvia y el mar, y era difícil mantenerse en pie, ya que las grandes olas zarandeaban al Pájaro Azul. Los fuertes brazos de Pedro la rodearon y, casi levantándola, la llevó a la cabina.


—Estás tiritando. Date una ducha caliente —dijo—. Encontrarás un albornoz por ahí. En cualquier caso, el sitio más seguro ahora mismo es la cama.


—¿Y tú? —titubeó ella, no queriendo que se marchara.


—También me daré una ducha caliente. Pero volveré a ver cómo estás. Creo que… lo comprobaré con la radio, pero es una tormenta muy fuerte. Vamos, métete en la ducha.


Intentando mantener el equilibrio en el pequeño cubículo, sintió el agua caliente empaparle el pelo y la piel. Comenzó a recordar la sensación de la piel húmeda de Pedro junto a la suya, mientras la ayudaba a cruzar la cubierta, el tacto de sus fuertes y suaves dedos en la nariz, la vibración que había recorrido su cuerpo.


Casi se cayó al ponerse el albornoz que había encontrado, así que se sentó en la cama para secarse el pelo con una toalla. Estaba asombrosamente poco afectada por el violento balanceo del barco, por el caos y el ruido que la rodeaba: el tamborileo de la lluvia, los golpes de las olas contra el barco, el rugido de los truenos. 


Cada sonido quedaba apagado por el recuerdo de sus palabras: «Eres toda una distracción».


Una distracción. Eso significaba algo, ¿no? No era lo mismo que fascinante o guapísima, o algo así, pero por lo menos quería decir que pensaba en ella, ¿no?


Un golpe en la puerta hizo que el corazón le diera un vuelco.


—¿Estás visible? —preguntó Pedro.


—Sí, entra.


—¿Estás bien? —preguntó, manteniéndose en pie gracias al andar bamboleante de un marino nato. También se había duchado, y tenía el pelo húmedo. Lo tenía un poco lacio y un mechón le caía sobre la frente. Él lo apartó con la manga de su suéter. Era un hombre realmente guapo—. ¿Tienes hambre?


—No mucha —contestó. No había pensado en comer, sólo en él, pero se levantó para tomar la bolsa que le tendía.


—Bueno, puede que tengas después.


—¿Después?


—Parece que vamos a tener que pasar la noche aquí —explicó—. La tormenta va a durar un rato. Creo que es mejor quedarnos aquí que intentar navegar. ¿Te parece bien?


—Usted es el capitán, señor.


—Buena chica. Toma esto. Queso, galletas y un par de latas de refresco. Ponlo en el cajón —ordenó—. Si no se caerá.


—Piensas en todo, ¿eh? —comentó ella, obedeciendo—. ¿Siempre estás preparado?


—No del todo. No podemos preparar nada caliente porque todo se resbala… ¡Cuidado! —exclamó, agarrándola justo a tiempo. La agarró y no la soltó.


O quizás fue ella la que no le dejó soltarla. 


Hipnotizada por un par de ojos azul mar. Se abrazó a él, intentando superar la sensación de mareo, el martilleo de sus oídos.


—Oye, no te asustes —dijo, atrayéndola hacia sí—. Sólo son truenos.


¿Truenos? A ella le parecían los latidos salvajes de su corazón.


—¿Asustada? —preguntó de nuevo, apartándole el pelo de la cara y mirándola.


—No —dijo ella con sinceridad.


—¿Estarás bien?


—No —exclamó. No si Pedro se marchaba—. Por favor, no te vayas. Quédate conmigo —susurró.


—No creo que… puede que eso no sea buena idea —dijo dubitativo. Pero sus ojos la miraban con ansia. Ansia y algo más, algo maravilloso que atrajo a Paula como un imán. Ella se alzó para acariciarle los labios con un dedo.


—Paula, ¿qué quieres? —exclamó.


No sabía lo que quería. Nunca antes se había sentido así. Algo se abrió en ella, algo que quería compartir… con ese hombre.


—Quiero que me beses.


El beso fue tan dulce, tan tierno, tan profundamente apasionado que le llegó al alma, despertándola, llamándola, reafirmándola.


«¡Sí, oh, sí! Esto es lo que quiero», pensó, mientras él la llevaba a la cama. Oyó el silbido del viento, la lluvia y los truenos del exterior. No le importaba. No eran más que un pequeño preludio a la tormenta de deseo erótico que la invadió. Una pasión que quería compartir, disfrutar y calmar con ese hombre, en ese momento mágico.