jueves, 8 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 15




Fue otro día perfecto. Navegaron a la misma cala, echaron el ancla y fueron remando en el bote hasta la isla, que ella empezaba a considerar que les pertenecía. Nadaron un rato dejándose llevar por las olas, más grandes de lo normal, y se tumbaron al sol, igual que habían hecho el lunes.


—Se está muy bien aquí —dijo Paula. Al no escuchar ninguna respuesta, miró a Pedro y lo vio tumbado boca abajo, profundamente dormido. «Debe estar cansado», pensó. «Un día de golf, luego voló a Detroit a una reunión, y directo de vuelta, a navegar y nadar, simplemente porque yo lo deseaba. Ha sido muy bueno conmigo, y apenas me conoce».


«Bueno para mí. ¿Qué habría hecho si él no hubiese aparecido? Es como uno de esos ángeles de los que siempre habla mi madre».


«¡Para ya, Paula Chaves! Eres tú la que estás al mando de tu propia vida, no un hombre, sea o no sea un ángel».


«Pedro sólo es agradable. En absoluto es tu ángel de la guarda. No se ha insinuado, no te ha tocado, ni siquiera una vez. Es simplemente ¡agradable!»


«¡Así que no te hagas ilusiones, señorita!» Eso le sonó tanto a un comentario de su madre que se rió entre dientes. A pesar de todo, era un buen consejo. Era posible que, después de ese día, no volviera a verlo nunca.


—Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre —dijo, dándose cuenta de que había hablado en voz alta cuando Pedro contestó.


—Oh, oh. Hoy no.


Levantó la vista de su castillo de arena y vio que estaba despierto y miraba una nube oscura que se alzaba en la distancia.


—Tenía que haberles hecho caso a los boletines meteorológicos, en vez de a ti.


—¿A mí?


—¡Sí, a ti! —Dijo pellizcándole la nariz—. Eres toda una distracción. ¡Rápido! Vámonos de aquí.


Ella se apresuró a subir al bote. En cuestión de minutos, la oscura nube había tapado el sol, oscureciendo el día. El cielo se llenó de relámpagos y comenzó a tronar. El viento aumentó y los rodearon enormes olas mientras se dirigían al barco. Unos momentos antes tenía calor, ahora estaba helada. Y asustada.


Es decir, habría estado asustada si no hubiera visto los fuertes dedos de Pedro sujetando los remos, ganando la carrera contra el viento y las olas. Los mismos dedos que le habían pellizcado la nariz, haciéndola estremecerse.


—¡Sujeta esto!


La imperiosa voz de Pedro interrumpió sus pensamientos, y agarró la cuerda con fuerza mientras él amarraba el bote. Después, la ayudó a subir al barco.


Cuando subió a cubierta se dio cuenta de que la golpeaban la lluvia y el mar, y era difícil mantenerse en pie, ya que las grandes olas zarandeaban al Pájaro Azul. Los fuertes brazos de Pedro la rodearon y, casi levantándola, la llevó a la cabina.


—Estás tiritando. Date una ducha caliente —dijo—. Encontrarás un albornoz por ahí. En cualquier caso, el sitio más seguro ahora mismo es la cama.


—¿Y tú? —titubeó ella, no queriendo que se marchara.


—También me daré una ducha caliente. Pero volveré a ver cómo estás. Creo que… lo comprobaré con la radio, pero es una tormenta muy fuerte. Vamos, métete en la ducha.


Intentando mantener el equilibrio en el pequeño cubículo, sintió el agua caliente empaparle el pelo y la piel. Comenzó a recordar la sensación de la piel húmeda de Pedro junto a la suya, mientras la ayudaba a cruzar la cubierta, el tacto de sus fuertes y suaves dedos en la nariz, la vibración que había recorrido su cuerpo.


Casi se cayó al ponerse el albornoz que había encontrado, así que se sentó en la cama para secarse el pelo con una toalla. Estaba asombrosamente poco afectada por el violento balanceo del barco, por el caos y el ruido que la rodeaba: el tamborileo de la lluvia, los golpes de las olas contra el barco, el rugido de los truenos. 


Cada sonido quedaba apagado por el recuerdo de sus palabras: «Eres toda una distracción».


Una distracción. Eso significaba algo, ¿no? No era lo mismo que fascinante o guapísima, o algo así, pero por lo menos quería decir que pensaba en ella, ¿no?


Un golpe en la puerta hizo que el corazón le diera un vuelco.


—¿Estás visible? —preguntó Pedro.


—Sí, entra.


—¿Estás bien? —preguntó, manteniéndose en pie gracias al andar bamboleante de un marino nato. También se había duchado, y tenía el pelo húmedo. Lo tenía un poco lacio y un mechón le caía sobre la frente. Él lo apartó con la manga de su suéter. Era un hombre realmente guapo—. ¿Tienes hambre?


—No mucha —contestó. No había pensado en comer, sólo en él, pero se levantó para tomar la bolsa que le tendía.


—Bueno, puede que tengas después.


—¿Después?


—Parece que vamos a tener que pasar la noche aquí —explicó—. La tormenta va a durar un rato. Creo que es mejor quedarnos aquí que intentar navegar. ¿Te parece bien?


—Usted es el capitán, señor.


—Buena chica. Toma esto. Queso, galletas y un par de latas de refresco. Ponlo en el cajón —ordenó—. Si no se caerá.


—Piensas en todo, ¿eh? —comentó ella, obedeciendo—. ¿Siempre estás preparado?


—No del todo. No podemos preparar nada caliente porque todo se resbala… ¡Cuidado! —exclamó, agarrándola justo a tiempo. La agarró y no la soltó.


O quizás fue ella la que no le dejó soltarla. 


Hipnotizada por un par de ojos azul mar. Se abrazó a él, intentando superar la sensación de mareo, el martilleo de sus oídos.


—Oye, no te asustes —dijo, atrayéndola hacia sí—. Sólo son truenos.


¿Truenos? A ella le parecían los latidos salvajes de su corazón.


—¿Asustada? —preguntó de nuevo, apartándole el pelo de la cara y mirándola.


—No —dijo ella con sinceridad.


—¿Estarás bien?


—No —exclamó. No si Pedro se marchaba—. Por favor, no te vayas. Quédate conmigo —susurró.


—No creo que… puede que eso no sea buena idea —dijo dubitativo. Pero sus ojos la miraban con ansia. Ansia y algo más, algo maravilloso que atrajo a Paula como un imán. Ella se alzó para acariciarle los labios con un dedo.


—Paula, ¿qué quieres? —exclamó.


No sabía lo que quería. Nunca antes se había sentido así. Algo se abrió en ella, algo que quería compartir… con ese hombre.


—Quiero que me beses.


El beso fue tan dulce, tan tierno, tan profundamente apasionado que le llegó al alma, despertándola, llamándola, reafirmándola.


«¡Sí, oh, sí! Esto es lo que quiero», pensó, mientras él la llevaba a la cama. Oyó el silbido del viento, la lluvia y los truenos del exterior. No le importaba. No eran más que un pequeño preludio a la tormenta de deseo erótico que la invadió. Una pasión que quería compartir, disfrutar y calmar con ese hombre, en ese momento mágico.



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