viernes, 9 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 16




La tormenta había terminado. El Pájaro Azul, firmemente anclado, se mecía ligeramente sobre las suaves olas. Lavada por la lluvia, la nave azul y blanca brillaba al sol del amanecer, que aclaraba el horizonte. Entró por un ojo de buey y acarició el rostro de la mujer dormida.


Abrió los ojos al rayo de sol que se reflejaba en las paredes azules. Azul celestial.


—Estoy en el cielo… en el cielo —suspiró. 


Ahora entendía lo que significaba la letra de esa canción. Estaba en el cielo y no quería moverse. 


Aún estaba entre sus brazos, resplandeciente de felicidad. Seguía inmersa en la maravilla que había compartido con ese hombre.


Ese hombre. Estudió la cara del hombre que dormía a su lado. La forma de sus cejas, arqueadas como en una continua pregunta. La curva de sus labios carnosos, siempre a punto de esbozar una sonrisa de bienvenida. Cómo la hacía sentirse.


Cómoda. Así era como se había sentido con él desde el principio.


Pero… ¿Cómoda? No. Eso no tenía nada que ver con lo que había sentido anoche, con el ataque de pasión que la había sacudido hasta lo más profundo. El torrente de sensaciones la había vuelto salvaje, deseosa, haciéndola pedir, suplicar sin saber muy bien qué deseaba. El éxtasis fue incontrolable, pero tan natural como respirar. Él la condujo a una cima de placer erótico que nunca había experimentado antes. 


En el momento de su culminación gritó su nombre una y otra vez.


No, no cómoda, más bien natural. Se acurrucó aún más, adorando la sensación del cuerpo que estaba junto a ella. Era perfecto. Porque… ¿lo quería? ¿Por eso le habían gustado sus caricias, que le hiciera el amor, que la tocara?


Que la tocara. Benjamin. Por primera vez lo comprendió. Por eso él se había marchado.


Había sabido lo que ella no sabía. No lo quería.


 «Lo siento», pensó, pidiéndole disculpas al hombre ausente. «Pobre Benjamin. Pero… ¡gracias! Me alegro de que te dieras cuenta y actuaras en consecuencia». Deseó que encontrara a la persona adecuada.


—Buenos días.


—Buenos días a ti —replicó, encantada al mirar sus ojos recién abiertos. Los tenía somnolientos y aturdidos, como si no supiera exactamente dónde estaba.


—¿Estás… estás bien? —preguntó Pedro, con un destello de alarma en los ojos.


—Estupendamente —replicó. Por supuesto que estaba bien. La noche había sido perfecta, y ahora estaba tendida junto a él, rozando su piel desnuda.


—¿Estás segura? —insistió. Ella notó auténtica preocupación en su voz. Por ella. Era encantador—. Es que eras… —titubeó, como si reconsiderara lo que iba a decir—. Menuda tormenta, ¿no?


Ella asintió, sonriendo. La tormenta no había sido nada comparada con el tumulto que ella sintió en su interior.


—Tienes un pelo precioso, Paula. La verdad es que eres una mujer preciosa. ¿Te lo había dicho ya?


—No —negó ella, sonriente—. Lo único que dijiste es que era una distracción.


—Sí. Una muy tentadora —dijo, absorto en su pelo, deslizándolo entre sus dedos, enredándoselo en la mano. No dejó de mirarlo—. Sé por lo que estás pasando. Esta semana ha sido muy difícil para ti. No tenía intención de… de apresurarte. Todo se precipitó un poco anoche y… ¡Diablos, perdí la cabeza!


Estaba disculpándose por lo de anoche. Por lo que ella consideraba la cosa más maravillosa que le había pasado nunca…


Ella.


No él.


Mientras ella imaginaba ya un futuro compartido, él…


¡Qué estúpida era! No tenía más que pensar en cómo vivía ese hombre. Ese barco, tan conveniente para lo que seguramente pasaba cualquier noche. O varias noches seguidas, con cualquier mujer.


Sintió un escalofrío por la espalda. Quizás estaba casado, o algo equivalente. Meli, quienquiera que fuese, parecía ser un apaño bastante permanente.


«Y tú, Paula Chaves, eres una aventura de una noche».


—Paula, quiero que sepas que…


—Shhh. A veces, hablar de las cosas las estropea —lo interrumpió, poniéndole la mano sobre la boca. No debía culparlo. No se le había insinuado ni una sola vez. Tan sólo había sido amable, rescatándola en la iglesia, dejándola quedarse en el barco. No tenía culpa de que ella se hubiera vuelto loca ayer. Se había abrazado a él, rogándole, hasta que ocurrió…—. Has sido muy bueno. Esta semana, el barco y todo lo demás ha significado mucho para mí. ¿Te he dado las gracias?


—Alrededor de una docena de veces.


—Pues vuelvo a dártelas —dijo, apartándose y saliendo de la cama. Recogió el albornoz del suelo y se envolvió rápidamente—. Pero le dije a mi madre que volvería hoy. ¿No tendríamos que ponernos en marcha?


—Paula, necesitamos hablar —dijo, sentándose en la cama.


—No. Lo que yo necesito es una buena taza de café. Y, oye, hago una tortilla fantástica. ¿Quieres probarla?


Él asintió pero, al igual que otras muchas veces, la miraba como si estuviera intentando comprenderla.


—Pues estará en un momento, en cuanto me vista. Pero primero el café, eso te toca a ti —dijo y, guiñándole un ojo, se escabulló hacia el cuarto de baño. El corazón le pesaba como un plomo, pero tenía que actuar con ligereza. No quería que él se sintiera culpable.




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