martes, 23 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 6




Cuando, en Roma, conoces a un romano…



Hoy he conocido a un tipo. Un tipo atractivo, aparentemente inteligente, disponible. ¿Podría ser el amante italiano ideal con el que he estado soñando? No hay que hacerse demasiadas ilusiones. Me siento un tanto insegura después de mi última experiencia. Al fin y al cabo, ¿quién sabe qué clase de monstruosidades podrían acechar debajo de ese pantalón?
¿Alguien quiere apostar?


Comentarios:
1. Anónimo dice: vaya, Eurogirl, te noto cansada.


2. Eurogirl dice: lo siento, pero realmente lo estoy.


3. Dogman dice: quizá éste no tenga pelo.


4. Xta-c dice: nunca he visto a un tío sin pelo. ¿Los tíos se afeitan también los bajos?


5. TinaLee dice: yo salí una vez con uno que pasó por quimioterapia y había perdido todo su vello púbico.


6. Asiana dice: los depilados son sexys.


7. Eurogirl dice: Asiana, tú eres un poco rara, ¿verdad?


8. Asiana dice: eso me temo.


9. Dogman dice: Asiana, si estás buena, por ti me afeito lo que quieras.



Pedro alzó la mirada, a la ventana que suponía debía de ser la de Paula. No le había costado mucho encontrar su apartamento. Dado que conocía el barrio, simplemente había hablado con las porteras de varios edificios preguntando por la estadounidense que había alquilado un apartamento la semana pasada.


Mientras permanecía de pie en el callejón, tuvo otra erección pensando en ella. Una lámpara brillaba en la ventana. Minutos después, la vio pasar medio desnuda, en bragas y sujetador. Se excitó aún más.


Nunca se había acostado con una mujer por trabajo. Esas cosas se avenían mal con su moral particular. Había estado con suficientes mujeres para saber que la novedad y la excitación de lo desconocido no eran ni mucho menos tan emocionantes como compartir una verdadera intimidad con alguien.


Pero había algo en Paula Chaves que le intrigaba. 


Que le hacía desear olvidarse de su ética personal para descubrir sus más profundos y oscuros secretos. No era sólo que fuera tan guapa. Mujeres guapas había muchas. Era alguna indescriptible cualidad que poseía, y que tenía que ver con el brillo de sus ojos y su manera de comportarse, como si escondiera un secreto fascinante.


No sabía muy bien qué era lo que había esperado descubrir acechando el domicilio de Paula. Quizá fuera la costumbre. Tantos años trabajando como agente infiltrado debían de haberle vuelto paranoico. Desconfiaba de todo el mundo.


En su universo, todo el mundo albergaba una segunda intención, una motivación secreta. Una verdad oculta, una posible información que pudiera llegar a necesitar. En su trabajo, no había nada que fuera convencional. A veces sentía la tentación de abandonar el mundo del espionaje y sentar la cabeza, pero la idea desaparecía con cada nueva misión, con cada nuevo desafío.


De manera que había terminado convirtiéndose en el tipo de hombre al que las mujeres mandaban mensajes de texto llamándolo «canalla». El tipo de hombre que, contra su costumbre, en aquel momento podía estar planeando acostarse con alguien por el bien de su misión…


Mientras continuaba mirando su ventana, se desembarazó de sus últimos escrúpulos de conciencia. Había peores trabajos en el mundo que seducir a una hermosa mujer en pro de la seguridad nacional, ¿no? Absolutamente.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 5



Paula se despidió de su hermano y cerró su móvil. Mientras se lo guardaba en el bolso alzó la mirada hacia el edificio de la embajada estadounidense, frente al cual se encontraba. En algún momento del camino había perdido la pista del tipo misterioso. Tampoco importaba mucho.


Se sentó en el borde de la fuente, donde tenía costumbre de sentarse a ver pasar a la gente. A su alrededor, las palomas se disputaban las migajas de pan. Otro día había pasado sin que se decidiera a abordar al italiano. Su falta de confianza la sorprendía e irritaba cada vez más. 


Necesitaba escribir. Necesitaba dejar de obsesionarse con los hombres y escribir sobre el problema que tenía.


A un par de manzanas de donde se encontraba, había un destartalado café que había descubierto la víspera. Se disponía a dirigirse hacia allí cuando detectó un movimiento a su lado, por el rabillo del ojo. Al girar la cabeza, descubrió a un hombre que la miraba sonriente.


Un hombre guapísimo. Impresionante. De los que quitaban el aliento.


—Buenos días. ¿Eres estadounidense? —le preguntó él.


—Vaya. ¿Cómo lo has adivinado? —se miró la ropa que llevaba.


Solía esforzarse por no parecer la típica estadounidense. Nunca llevaba téjanos si no era con tacones altos. Siempre procuraba ir a la última moda europea. Aparte de que resultaba divertido, eso le evitaba verse acosada por pedigüeños y carteristas.


—Es por tu cara —respondió él—. Tienes cara de estadounidense.


La de él, pensó ella… era una obra de arte. 


Aquel hombre poseía una belleza nada típica, a la que no era nada ajeno el brillo de pasión de sus ojos castaños. Su pelo, casi negro, largo y ondulado, le caía sobre la frente y le rozaba el cuello de la camisa. Lo llevaba algo despeinado, un detalle que contrastaba deliciosamente con su impecable camisa blanca y sus pantalones de lino. Tenía una sombra de barba y la dentadura más sexy que había visto en su vida. 


Aparentaba entre unos treinta y cinco y cuarenta años.


—¿De veras? ¿Qué quiere decir eso?


—Las estadounidenses tenéis una especie de belleza… inconsciente. Como si fuerais modelos sin conciencia de serlo —sonrió.


—Si eso es así, resulta curioso que no figuremos entre las modelos más populares del mundo…


—Eso es porque todo el mundo quiere caras exóticas, y las estadounidenses tenéis problemas para parecer exóticas.


Paula estaba encantaba con aquel italiano. Pero había algo extraño en su voz, un acento que no conseguía identificar… como si no fuera italiano del todo.


—¿Eres de Roma?


—No del todo. Mi padre trabajaba para el ministerio de Asuntos Exteriores. Por eso me pasé la infancia viajando por medio mundo.


—Ah. Eso explica tu acento.


—¿Y tú? ¿Qué es lo que te ha traído a esta fuente tan bonita?


—Oh, no tenía que hacer, estaba paseando. Dentro de unas horas tengo una entrevista de trabajo.


—¿Un trabajo de qué?


—Enseñar inglés a los niños de una familia rica.


—¿Es eso lo que te ha traído a Roma?


—Más o menos. Llevo cinco años viajando por Europa, yendo a donde quiero y enseñando inglés para ganarme la vida. En realidad soy escritora, aunque todavía no puedo vivir de eso.


—¿Escribes románticos relatos de amor? —le preguntó con una sonrisa.


Paula nunca revelaba su identidad de Hoguera: su hermano era el único que lo sabía. Ni siquiera sus amigas más cercanas sabían lo de Sexo como segunda lengua… aunque quizá el autor de ese inquietante comentario número cinco a su última entrada sí que conociera a la verdadera Eurogirl…


—Podría decirse que sí.


—A mí me fascinan los procesos creativos… Quizá puedas hablarme del tuyo mientras cenamos esta noche…


Parpadeó asombrada. Los romanos no se caracterizaban precisamente por su sutileza en lo que se refería a las mujeres. Y aquel tipo la tenía encandilada. Quizá había sido por eso por lo que el destino la había llevado hasta la embajada: no porque tuviera que estar con el tipo al que había decidido seguir todos los días, sino para tropezarse con… aquel otro. Aun así, todo aquello le parecía demasiado bueno para ser cierto.


—¿Cómo te llamas?


—Pedro Antonetti. ¿Y tú? —le tendió una mano de dedos largos y finos, y ella hizo lo mismo.


Para su sorpresa, en lugar de estrechársela, bajó la cabeza y se la llevó a los labios, rozándole apenas el dorso.


—Paula —dijo—. Paula Chaves.


Normalmente un gesto semejante le habría arrancado una socarrona sonrisa, pero aquel hombre consiguió obrar el milagro: el detalle surtió su efecto. Quizá fuera su expresión levemente irónica, como si le estuviera diciendo que era consciente de que se trataba de un cliché, pero que los clichés eran divertidos.


O tal vez porque sabía que, en el fondo, a las mujeres les gustaban aquellos detalles tan románticos.


—Me encantaría que cenáramos juntos —se oyó decir a sí misma, sorprendiéndose de su tono de felicidad, de entusiasmo.


—Así celebraremos tu nuevo trabajo.


—Eso espero.


—Tengo la sensación de que lo conseguirás.


—Ojalá tuviera yo esa misma confianza.


—¿Vives cerca de aquí?


—No lejos de la plaza de España —respondió Paula, procurando no ser muy precisa.


—Bonito lugar.


—Prefiero los apartamentos pequeños en el corazón de la ciudad a los pisos grandes y modernos en las afueras.


Efectivamente. Su apartamento se componía de una única habitación en un edificio que parecía como si fuera a derrumbarse en cualquier momento. Compartía un sucio cuarto de baño con otros dos inquilinos, y los ruidos de la ciudad atravesaban las paredes día y noche.


Pese a ello, le encantaba. Le encantaba poder escuchar y sentir el latido de la ciudad.


—Conozco un lugar no lejos de aquí. ¿Qué tal si quedamos en las escaleras de la Plaza de España a las ocho? Podríamos tomar unas copas y luego ir a cenar.


Las copas y la cena eran el código de: «quiero que te desinhibas con la ayuda del alcohol para luego irnos a la cama después de cenar». Un martini seco era la bebida favorita de Paula para empezar una primera cita. Y un tórrido y sudoroso revolcón entre las sábanas su manera favorita de terminarla… siempre y cuando se tratara del hombre adecuado.


Esperaba y rezaba que Pedro lo fuera: el hombre capaz de acabar con su racha de mala suerte y devolverle la inspiración. O al menos la confianza en sí misma.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 4





De mal en peor


Llamadlo un karma malo, llamadlo mala suerte… lo que queráis. Yo lo llamo simplemente una mala experiencia. Quizá he dado otro mal paso cuando estaba intentando recuperar el ritmo después de lo del griego del trasero peludo, pero la triste verdad es que tienes que dormir con un montón de ranas antes de encontrar finalmente a tu príncipe azul. Y, últimamente, todo indica que me he convertido en una auténtica experta en sexualidad de anfibios.


Lo conocí en el metro. Se sentó a mi lado v empezó a tocar una extraña flauta que no había visto nunca. Mi primer impulso fue levantarme para cambiarme de sitio, pero entonces me fijé en la destreza con que sus dedos se movían por el instrumento, y en lo bonitos que eran aquellos dedos (y todas sabéis a estas alturas la debilidad que tengo por unas manos bonitas). El caso es que, antes de que pudiera darme cuenta, ya había hecho contacto visual y le estaba preguntando su nombre.


Una hora después, estábamos en mi apartamento y yo tenía un ejemplar de la Metamorfosis de Kafka clavándose en mi espalda, en el mismo sitio de la cama donde lo había dejado al levantarme… incapaz de imaginar que ese mismo día me traería a un flautista a casa para una sesión que nada tenía que ver con la música.


—¡Eso es! ¡No te pares! ¡No pares!


Y yo lo único que había hecho era besarle la oreja. Fruncí el ceño e intenté no reírme. Le mordisqueé el lóbulo de la oreja y conseguí la misma entusiasta respuesta una segunda vez. 


Como si estuviera a punto de alcanzar un orgasmo.


—Tienes unas orejas muy sensibles —susurré—. ¿El resto de tu cuerpo reacciona igual de bien?


—Oh, sí —gruñó mientras yo deslizaba la mano por su vientre, hasta alcanzar su erección.


Se la agarré con fuerza, y él soltó un gemido, se dobló sobre sí mismo y empezó a convulsionarse. Se corrió encima, y también encima de mí mano… os lo podéis imaginar. Interné disimular mi decepción, pero por fuerza tuvo que darse cuenta.


Dejando a un lado las barreras lingüísticas y los talentos musicales, es universalmente sabido que la eyaculación precoz no es la mejor manera de llegar al corazón de una mujer



Aquella fue, oficialmente, la peor entrada de blog que Paula había colgado en su vida. Para no hablar de que en su mayor parte era mentira. 


Bueno, el incidente era real, pero no había ocurrido recientemente, y tampoco allí, en Roma. Una vez había estado con un flautista con eyaculación precoz, y en otra ocasión se le había clavado un libro de Kafka en la espalda durante una sesión de sexo, pero lo cierto era que no había vuelto a estar con nadie desde el desastre griego.


¿Pero de qué se suponía que tenía que hablar una bloguera erótica empantanada recientemente en la abstinencia sexual? ¿De la abstinencia sexual?


Decidió borrar la entrada. Otra mañana pasada en el café, otro día sin tener nada interesente sobre lo que escribir, otro día contemplando su propia inutilidad en el universo.


Miró de nuevo al hombre misterioso, ocupado como siempre en la lectura de su diario con el café a mano. Había llegado al colmo del patetismo, acudiendo allí todos los días y siguiéndolo después durante un trecho. Para empeorar las cosas, la familia que la había entrevistado para un empleo de profesora de clases particulares no había llamado. La situación en Roma estaba empeorando por momentos.


Su vida se abocaba al absurdo, y sin su escritura para sostenerla, aquella nueva realidad se estaba tornando cada vez más evidente. Para Paula, escribir era una manera de sentirse bien consigo misma. Era su manera de conectar con la gente, de entretenerla, v sin ella no tenía nada.


Seis meses atrás, una agente literaria que había leído Sexo como segunda lengua la había llamado para felicitarla por su blog y preguntarle si estaría interesada en volcar su contenido en un libro de memorias. Ese había sido el sueño de Paula desde un principio, pero se había desviado un poco de aquel objetivo dedicándose a divertirse y a viajar. La idea del libro había sido algo que se había imaginado siempre para más adelante, una vez que tuviera un poco más de perspectiva sobre las cosas. O algo parecido.


Un mes después de recibir la primera llamada de su agente, Lucinda Martínez, Paula había tenido en sus manos un contrato impresionante antes incluso de ponerse a escribir el libro. Con el tiempo, su blog se había ido convirtiendo en uno de los más visitados de internet, de manera que la casa editorial había contado con que su popularidad se traduciría en un éxito de ventas.


El editor parecía convencido de que para elaborar el libro lo único que tenía que hacer era reunir las entradas y pulirlas un poco, pero Paula sabía que sería necesario mucho más que eso. 


Por poner un ejemplo: no tenía una conclusión lógica para sus aventuras eróticas. No había ningún hilo conductor, ninguna coherencia de conjunto, ningún final ordenado: sólo un puñado de ensayos de temática sexual.


Lo que tenía que hacer era elaborar un argumento que presentar a su editor para finales de aquel año si quería cobrar el anticipo. Roma era una ciudad cara, lo cual añadía presión a su estancia en Italia. Necesitaba sacar algo en claro… antes de que terminara arruinándose.


Cerró el portátil y volvió a guardarlo en el maletín al ver que el tipo misterioso se disponía a marcharse. Sí, a pesar del sermón que acababa de echarse a sí misma, estaba dispuesta a seguirlo de nuevo… y no, todavía no se sentía lo suficientemente osada y decidida para abordarlo. Era como si hubiera perdido el contacto con la realidad, hasta el punto de que seguirlo se había convertido en una especie de rutina diaria. Al fin y al cabo… ¿qué otra cosa podía hacer?


Mientras caminaba detrás de él a una prudente distancia, sonó su teléfono: era el número de su hermano pequeño, Hector. Apenas unos días atrás, nadie la habría sorprendido en aquella situación: hablando por un móvil. Los detestaba y siempre se había resistido a comprarse uno, pero su viaje a Italia y la carencia de línea fija en su viejo apartamento la había convencido de que había llegado el momento de ingresar en el siglo XXI.


Como contrapartida, ahora tenía que soportar que su hermano la llamara a cualquier hora del día o de la noche.


—Hola, Hector.


—Tienes que decirle a Damian que no quiero a nadie vestido de azul lavanda en nuestra boda.


Paula suspiró. Su hermano la estaba matando.


Su hermano pequeño, gay, al que había criado desde los seis años, y que sólo tenía tres cuando sus padres empezaron a tomar ácido o a alucinar con cualquier clase de droga.


—¿Es así como la gente se saluda en estos tiempos?


—¿Podemos saltarnos el protocolo? Se trata de una emergencia nupcial.


Adoraba a su hermano, pero intentar ser su madre, su padre y su hermana mayor al mismo tiempo era una tarea agotadora… y la mejor receta para acabar con una enfermedad mental.


—¿Tan importante es el color de la ropa que llevarán los amigos de tu pareja? ¿Realmente necesitamos tirarnos una hora hablando de esto?


—Como damas de honor, las drag queens quieren llevar vestidos azul lavanda. Esto es una pesadilla. Paula. Una verdadera pesadilla.


Por supuesto que lo era.


—Hector, creo que has perdido el sentido de la proporción. Lo realmente importante es que os queréis el uno al otro, ¿no te parece?


—Ya, claro.


Paula podía imaginárselo perfectamente. Debía de estar poniendo los ojos en blanco.


—Por cierto, ¿os va bien?


—Sí, si por llevarse bien se entiende discutir constantemente, no dormir juntos durante tres semanas, y… y…


Paula no consiguió entender lo que su hermano dijo a continuación… porque se echó a llorar.


—Todo saldrá bien, no te preocupes. La gente se casa todos los días —intentó consolarlo—. Vuestro problema es que los dos queréis ser la novia.


Hector rió entre sollozos.


—¿Qué se supone que quiere decir eso?


—En una boda heterosexual, el chico se retrae y deja que sea ella quien se encargue de los preparativos y de elegir todo lo necesario. Al tipo le importa un bledo el color de los vestidos de las damas de honor.


—¿Por qué?


—Porque es un hombre. Heterosexual.


—Oh —Hector estaba algo más tranquilo.


Paula se había pasado toda su infancia protegiéndolo del cruel mundo exterior. Incluso en la liberal y tolerante California en la que habían crecido, las cosas no habían sido fáciles para un niño sensible que había preferido jugar con Barbies en vez de al fútbol.


—¿No hay ningún margen para el compromiso?


—No puedo creer que preparar una boda sea algo tan extenuante —se quejó Hector—. Me siento como si estuviera en medio de las conversaciones de paz sobre el conflicto de Oriente Próximo.


—Creo que te lo estás tomando demasiado en serio. Deberías divertirte con el proceso. Se supone que es un día para celebrar que os queréis el uno al otro, no para…


—¿No para buscar una causa para divorciarnos antes incluso de casarnos?


Paula podía imaginar su sonrisa irónica.


—Exacto.


Mientras su hermano le contaba su actual dilema sobre la dieta vegana y ovolactovegetariana del banquete, Paula miró su reloj. Todavía le quedaban dos horas para su entrevista de trabajo al otro lado de la ciudad y el estómago ya había empezado a encogérsele ante la perspectiva de que la cosa no fuera a marchar bien.


Había viajado por toda Europa dando clases particulares de inglés, pero ahora que estaba en Italia, tenía que enfrentarse al hecho de que su italiano era demasiado limitado. Hasta el momento, todos sus entrevistadores habían querido a alguien con un mejor conocimiento del idioma.




lunes, 22 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 3





Dos días después


Pedro Alfonso contemplaba la fila de monitores de las cámaras de videovigilancia, al tiempo que se esforzaba por mantener los ojos bien abiertos por culpa de lo aburrido del trabajo. Estaba intentando alcanzar una especie de estado zen, con la mente y el espíritu perfectamente tranquilos, en medio de una tarea tan sumamente tediosa.


¿Zen? ¿A quién quería engañar? Tal estuviera disfrutando con la lectura de los grandes filósofos budistas, pero había fracasado repetidas veces en sus intentos de alcanzar un estado mental que fuera siquiera remotamente plácido. Como le sucedía en aquel preciso momento. Necesitaba otro café.


Miró su reloj y vio que sólo eran las diez y pocos minutos. Si no conseguía más café, sería incapaz de formular otro pensamiento coherente durante el resto del día.


Trabajar de vigilante jurado de mañana en la embajada de Estados Unidos era un empleo aburrido. Pero a Pedro le permitía espiar las entradas y salidas de la embajada, además de los alrededores de la misma, desde la atalaya que le proporcionaban las numerosas cámaras de videovigilancia. Y eso, para un agente de la CÍA, significaba una ventaja inestimable.


En su calidad de agente infiltrado, trabajaba para la embajada como simple vigilante, pero su verdadero trabajo consistía en prevenir toda posible amenaza contra la seguridad nacional. Y para ello tenía que mantener constantemente los ojos y los oídos bien abiertos.


Su actual misión en la embajada consistía en investigar un posible complot urdido por una célula terrorista local, que pretendía lanzar una serie de ataques coordinados sobre personal estadounidense. Hasta el momento, lo único que había conseguido era desenmascarar un par de falsos avisos de bomba.


De repente, una figura femenina apareció en los monitores de vídeo, y Pedro la siguió hasta el borde de la fuente de la plaza. Piernas largas y bien torneadas. Vestido negro, veraniego. Labios sensuales. Gafas oscuras. Larga melena de color castaño. Impresionante.


Impresionante y familiar a la vez. Pero… ¿de qué podría conocerla? No había salido con ella, no se había tropezado con ella en el trabajo, y sin embargo… sin embargo la había visto en aquel mismo lugar antes, quizá en otra secuencia de vídeo.


Quizá. Se la quedó mirando durante un buen rato… y se excitó. Maldijo para sus adentros. No podía vigilar a los terroristas y tener una erección al mismo tiempo.


Se giró en su sillón, encendió otro monitor y buscó en la grabación del día anterior. Fue rebobinando hasta que encontró la imagen que estaba buscando. La misma mujer, casi a la misma hora del día, sentada delante de la embajada al borde de la fuente. Rebobinó de nuevo la cinta, dos días antes. La misma mujer en el sitio de siempre. ¿Qué estaría haciendo? ¿Y por qué?


—¿Has encontrado algo bueno, Pedro? —le preguntó Florio Devoti, en su italiano con acento de Nápoles.


—Sí —masculló Pedro. Allí lo conocía todo el mundo como Pedro Antonetti. Ésa era su más reciente identidad: Marco, el vigilante jurado. 


Nadie conocía su verdadero nombre: Pedro Antonio Alfonso. Nadie sabía que en realidad era estadounidense, o que era capaz de matar a un hombre de doce maneras distintas con las manos desnudas.


Florio era el jefe de seguridad del turno de día, pero se pasaba la mayor parte de la jornada mirando a las mujeres y navegando por las páginas porno de internet. En ese momento, se apoyó en el hombro de Pedro y soltó un silbido de admiración mientras contemplaba a la misteriosa mujer.


Pedro se inquietó de inmediato: ¿se estaría convirtiendo en otro Florio? Su erección se relajó al instante.


—Lleva en ese lugar, delante de la embajada, tres días seguidos.


—Rebobina —pidió Florio—. Quiero ver mejor ese trasero.


Pedro pulsó el botón de rebobinado y contemplaron de nuevo la cinta.


—Mira, fíjate… está mirando a Lucci, ¿no te parece?


Se trataba de Giovanni Lucci, el político que últimamente había llamado la atención de los medios por sus polémicas opiniones de extrema derecha.


Pedro puso la cinta del día anterior… y sí, efectivamente, la mujer se había quedado mirando a Lucci cuando éste pasó por su lado. 


De modo que lo estaba vigilando diariamente, lo que la convertía en un objetivo de Pedro. Lo que pudiera ocurrirle a aquel político pseudofascista no podía importarle menos, pero dado que el tipo estaba trabajando en la embajada, Pedro tenía por fuerza que implicarse.


Se giró de nuevo para contemplar los monitores a tiempo real y se encontró con la mujer sentada en el mismo sitio. Sentada y observando, sin más. O era una pésima espía o se aburría terriblemente.


¿Y qué sería lo que llevaba en aquel maletín? ¿Un ordenador… o una bomba casera?


—Me olvidé de decirte que tu novia vino hoy a la embajada —le informó Florio— y que yo tuve el placer de acompañarla hasta la salida.


Pedro alzó la mirada a tiempo de sorprender su sonrisa.


—Dirás mi ex novia.


—La de los pechos grandes.


Pedro esbozó una mueca ante la descripción, pero no dijo nada. Sabía lo mucho que le costaba a Florio mantener separada su vida personal de su trabajo, y lo último que quería darle alas.


—¿Montó una escena?


—Sólo una pequeña.


—¿Qué sucedió?


—Se presentó en recepción y exigió verte. Dijo que la estabas esperando. Luego tuve que intervenir yo y no dejó de chillar y patalear hasta que la saqué fuera.


—Diablos. Me extraña no haberme enterado hasta ahora.


—Sucedió a las siete de la mañana. Desde entonces, he estado ocupado. Si no, te lo habría dicho.


—Gracias.


—Te veré después —se despidió Florio.


Pedro sacó su móvil y lo encendió; en el trabajo siempre lo desconectaba. Como era de esperar, tenía tres mensajes de texto de Lucía.


Mensaje número 1: Canalla.
Mensaje número 2: ¿Cómo has podido despacharme así?
Mensaje número 3: Creía que eras distinto.



No se habían visto durante un mes entero hasta la noche anterior, cuando se tropezó accidentalmente con ella en un bar… mientras estaba charlando con otra mujer. Se había enfadado mucho y, 
Pedro tenía que admitirlo, con toda razón.


Cuando se veía a sí mismo a través de sus ojos no podía negar que efectivamente se estaba comportando como un canalla…


Un ligón en serie. Jamás había escuchado el término hasta que Lucía se lo soltó en un mensaje de voz, cuando cortó con ella mediante la táctica de evitar sus llamadas.


Un ligón en serie: el tipo de hombre que iba de mujer en mujer, abandonándolas sin ninguna advertencia previa. Se había acostumbrado tanto a no implicarse emocionalmente en su trabajo, que había aplicado la misma pauta a su vida personal.


Cerró el teléfono y volvió a guardárselo. Nada podía replicar a aquellos mensajes. Tenían razón. El mismo se había buscado sus propios problemas. Cuando leía lo que decían los filósofos budistas sobre «la acción justa», torcía el gesto. De entre sus muchos fracasos como aprendiz de budista, aquél era el más grave: sus acciones, en lo que se refería a las mujeres, eran cualquier cosa menos justas y razonables.


Se concentró de nuevo en la mujer que seguía sentada en el borde de la fuente. Pulsó el botón de zoom. Acto seguido cotejó la fotografía con la base de datos de la CÍA. Dos minutos después, la búsqueda de imágenes le daba un nombre: Pedro Alfonso, pareja de un terrorista griego y bloguera erótica anónima que se escondía tras el sobrenombre de Eurogirl.


¿Pareja de un terrorista? ¿Bloguera sexual? Era lo más interesante con lo que se había topado en muchos meses. Definitivamente merecía la pena seguir investigando.