martes, 23 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 5



Paula se despidió de su hermano y cerró su móvil. Mientras se lo guardaba en el bolso alzó la mirada hacia el edificio de la embajada estadounidense, frente al cual se encontraba. En algún momento del camino había perdido la pista del tipo misterioso. Tampoco importaba mucho.


Se sentó en el borde de la fuente, donde tenía costumbre de sentarse a ver pasar a la gente. A su alrededor, las palomas se disputaban las migajas de pan. Otro día había pasado sin que se decidiera a abordar al italiano. Su falta de confianza la sorprendía e irritaba cada vez más. 


Necesitaba escribir. Necesitaba dejar de obsesionarse con los hombres y escribir sobre el problema que tenía.


A un par de manzanas de donde se encontraba, había un destartalado café que había descubierto la víspera. Se disponía a dirigirse hacia allí cuando detectó un movimiento a su lado, por el rabillo del ojo. Al girar la cabeza, descubrió a un hombre que la miraba sonriente.


Un hombre guapísimo. Impresionante. De los que quitaban el aliento.


—Buenos días. ¿Eres estadounidense? —le preguntó él.


—Vaya. ¿Cómo lo has adivinado? —se miró la ropa que llevaba.


Solía esforzarse por no parecer la típica estadounidense. Nunca llevaba téjanos si no era con tacones altos. Siempre procuraba ir a la última moda europea. Aparte de que resultaba divertido, eso le evitaba verse acosada por pedigüeños y carteristas.


—Es por tu cara —respondió él—. Tienes cara de estadounidense.


La de él, pensó ella… era una obra de arte. 


Aquel hombre poseía una belleza nada típica, a la que no era nada ajeno el brillo de pasión de sus ojos castaños. Su pelo, casi negro, largo y ondulado, le caía sobre la frente y le rozaba el cuello de la camisa. Lo llevaba algo despeinado, un detalle que contrastaba deliciosamente con su impecable camisa blanca y sus pantalones de lino. Tenía una sombra de barba y la dentadura más sexy que había visto en su vida. 


Aparentaba entre unos treinta y cinco y cuarenta años.


—¿De veras? ¿Qué quiere decir eso?


—Las estadounidenses tenéis una especie de belleza… inconsciente. Como si fuerais modelos sin conciencia de serlo —sonrió.


—Si eso es así, resulta curioso que no figuremos entre las modelos más populares del mundo…


—Eso es porque todo el mundo quiere caras exóticas, y las estadounidenses tenéis problemas para parecer exóticas.


Paula estaba encantaba con aquel italiano. Pero había algo extraño en su voz, un acento que no conseguía identificar… como si no fuera italiano del todo.


—¿Eres de Roma?


—No del todo. Mi padre trabajaba para el ministerio de Asuntos Exteriores. Por eso me pasé la infancia viajando por medio mundo.


—Ah. Eso explica tu acento.


—¿Y tú? ¿Qué es lo que te ha traído a esta fuente tan bonita?


—Oh, no tenía que hacer, estaba paseando. Dentro de unas horas tengo una entrevista de trabajo.


—¿Un trabajo de qué?


—Enseñar inglés a los niños de una familia rica.


—¿Es eso lo que te ha traído a Roma?


—Más o menos. Llevo cinco años viajando por Europa, yendo a donde quiero y enseñando inglés para ganarme la vida. En realidad soy escritora, aunque todavía no puedo vivir de eso.


—¿Escribes románticos relatos de amor? —le preguntó con una sonrisa.


Paula nunca revelaba su identidad de Hoguera: su hermano era el único que lo sabía. Ni siquiera sus amigas más cercanas sabían lo de Sexo como segunda lengua… aunque quizá el autor de ese inquietante comentario número cinco a su última entrada sí que conociera a la verdadera Eurogirl…


—Podría decirse que sí.


—A mí me fascinan los procesos creativos… Quizá puedas hablarme del tuyo mientras cenamos esta noche…


Parpadeó asombrada. Los romanos no se caracterizaban precisamente por su sutileza en lo que se refería a las mujeres. Y aquel tipo la tenía encandilada. Quizá había sido por eso por lo que el destino la había llevado hasta la embajada: no porque tuviera que estar con el tipo al que había decidido seguir todos los días, sino para tropezarse con… aquel otro. Aun así, todo aquello le parecía demasiado bueno para ser cierto.


—¿Cómo te llamas?


—Pedro Antonetti. ¿Y tú? —le tendió una mano de dedos largos y finos, y ella hizo lo mismo.


Para su sorpresa, en lugar de estrechársela, bajó la cabeza y se la llevó a los labios, rozándole apenas el dorso.


—Paula —dijo—. Paula Chaves.


Normalmente un gesto semejante le habría arrancado una socarrona sonrisa, pero aquel hombre consiguió obrar el milagro: el detalle surtió su efecto. Quizá fuera su expresión levemente irónica, como si le estuviera diciendo que era consciente de que se trataba de un cliché, pero que los clichés eran divertidos.


O tal vez porque sabía que, en el fondo, a las mujeres les gustaban aquellos detalles tan románticos.


—Me encantaría que cenáramos juntos —se oyó decir a sí misma, sorprendiéndose de su tono de felicidad, de entusiasmo.


—Así celebraremos tu nuevo trabajo.


—Eso espero.


—Tengo la sensación de que lo conseguirás.


—Ojalá tuviera yo esa misma confianza.


—¿Vives cerca de aquí?


—No lejos de la plaza de España —respondió Paula, procurando no ser muy precisa.


—Bonito lugar.


—Prefiero los apartamentos pequeños en el corazón de la ciudad a los pisos grandes y modernos en las afueras.


Efectivamente. Su apartamento se componía de una única habitación en un edificio que parecía como si fuera a derrumbarse en cualquier momento. Compartía un sucio cuarto de baño con otros dos inquilinos, y los ruidos de la ciudad atravesaban las paredes día y noche.


Pese a ello, le encantaba. Le encantaba poder escuchar y sentir el latido de la ciudad.


—Conozco un lugar no lejos de aquí. ¿Qué tal si quedamos en las escaleras de la Plaza de España a las ocho? Podríamos tomar unas copas y luego ir a cenar.


Las copas y la cena eran el código de: «quiero que te desinhibas con la ayuda del alcohol para luego irnos a la cama después de cenar». Un martini seco era la bebida favorita de Paula para empezar una primera cita. Y un tórrido y sudoroso revolcón entre las sábanas su manera favorita de terminarla… siempre y cuando se tratara del hombre adecuado.


Esperaba y rezaba que Pedro lo fuera: el hombre capaz de acabar con su racha de mala suerte y devolverle la inspiración. O al menos la confianza en sí misma.




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