sábado, 29 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 28




Paula nunca había visto tantas mujeres guapas y sofisticadas. Sentada en las gradas, rodeada de pieles doradas, vestidos de diseño y diamantes tan grandes como pelotas de golf, se sentía tan fuera de lugar como un simple clavel en un ramo de exóticas flores.


Aunque eso no importaba. Recordaba la expresión de Pedro la noche anterior, cuando le contó la verdad. No era de sorpresa, era de horror.


Ni siquiera había podido decir nada. Y la invitación de esa mañana, enviada a través de Rosa, era «demasiado poco, demasiado tarde». 


Aunque no hubiera tenido un patológico miedo a los caballos, Paula no habría aceptado tan condescendiente invitación.


Suspirando, colocó sobre sus rodillas el cuaderno de dibujo, alegrándose de que las gafas de sol escondieran sus ojos enrojecidos.


«Estoy bien», se decía a sí misma. Lo único que tenía que hacer era observar el partido y esbozar un uniforme. Ni siquiera tenía que mirar a…


Un aplauso señaló la entrada de los equipos y Paula apretó convulsivamente el lápiz al ver a Pedro.


Medio escondido bajo el casco negro y la sombra de barba, su rostro parecía duro como el granito. Con un pantalón de montar blanco, botas de cuero y una camiseta verde con el número dos en la espalda, resultaba tan imposiblemente atractivo que se le quedó la boca seca.


Montaba el caballo dorado que había visto el día anterior, erguido sobre la silla con una indiferencia que contrastaba con su seriedad.


Los dos equipos galoparon por el campo como guerreros dispuestos a la batalla, los mazos de polo al hombro. Cuando se colocaron frente a las gradas, el ambiente en el campo era eléctrico, pero Paula no podía ver a nadie más que a Pedro.


El partido empezó y fue como si le hubieran arrancado el corazón para tirarlo bajo las patas de los caballos. Nunca había presenciado tal violencia. Era como una escena del Armagedón: los mazos cortando el aire y la bola rebotando como un misil mientras los animales chocaban unos contra otros.


Asustada, Paula no podía apartar los ojos de Pedro mientras galopaba por el campo perseguido por el número cuatro de La Maya. A pesar de los protectores, las patas de los caballos parecían demasiado delicadas para un juego tan violento.


Pedro se inclinó sobre el cuello de su caballo y Paula sintió pánico al ver al número cuatro cruzarse en su camino, como un caballero en una justa.


¿Cómo podían aquellas mujeres ver el partido tranquilamente? ¿Esos rostros impasibles eran el resultado de una total indiferencia o de cantidades industriales de bótox?


Cuando creyó que no podía soportarlo más, el árbitro hizo sonar el silbato. Fue como tirar un cubo de agua fría sobre un grupo de perros de presa: los dos equipos se separaron inmediatamente y Paula dejó escapar un suspiro de alivio.


«Gracias a Dios ha terminado y está bien».


Pero un minuto después tuvo que controlar un suspiro de angustia. Porque en lugar de desmontar. Pedro saltó hábilmente a la silla de un caballo negro de aspecto fiero.


—¿Perdone? —Paula se volvió hacia la rubia que tenía al lado—. ¿Ha terminado el primer tiempo?


La mujer bajó sus gafas de sol, con montura de diamantes, y la miró con curiosidad.


—No, ha terminado el primer chukka… o sea, el primer período.


—Ah. ¿Y cuántos chukkas hay?


—Seis.


Paula estuvo a punto de ponerse a llorar cuando los jugadores volvieron al campo. Ahora sobre un caballo negro, Pedro le recordaba a un caballero oscuro en una brutal batalla medieval. 


Pero se dio cuenta de que los demás miembros del equipo parecían seguir sus órdenes y que, cada vez que conseguía un gol, las mujeres se levantaban para aplaudir.


En el campo, el sol golpeaba los cuartos traseros de los animales, ahora brillantes de sudor, mientras seguía la batalla. Paula cerró los ojos, pero tuvo que abrirlos unos segundos después, buscando desesperadamente a Pedro entre los jugadores para comprobar que estaba bien.


«¿Por qué me importa tanto?», se preguntaba a sí misma.


La respuesta apareció de inmediato, pero no logró hacer que se sintiera mejor:
«Porque estoy enamorada de él».



A TU MERCED: CAPITULO 27




—Es preciosa, Pedro. ¿Dónde la has encontrado?


Mientras abrochaba las rodilleras sobre los pantalones blancos de polo, él estuvo a punto de contestar: «En Londres». Pero se dio cuenta de que Francisco se refería a su nueva yegua.


—En Palm Beach. Es muy joven y no tiene experiencia, pero es una delicia montarla.


Francisco y él eran algo más que compañeros de equipo; eran amigos, pero Pedro no quería hablarle de Paula.


Porque ni él mismo sabía lo que estaba pasando.


La yegua, de pelo castaño, estaba un poco apartada de los demás caballos que pastaban tranquilamente al sol, y cuando Pedro se acercó, pudo ver que el animal estaba temblando.


Le recordaba a Paula la noche que se conocieron, apartada de esas otras chicas con su ensayado encanto…


Se había equivocado tanto con ella, pensó, arrepentido y avergonzado. Tenía que intentar solucionar las cosas.


No la había visto aquella mañana, pero había enviado a Rosa a su habitación con un café y un mensaje pidiéndole que lo acompañase al partido. Era una oferta de paz y una concesión considerable por su parte. Antes de un partido normalmente no aceptaba distracciones de ningún tipo y pedirle disculpas a una mujer y hablar de sus sentimientos era una distracción de proporciones colosales.


«No, gracias», había sido su respuesta. Paula prefería ir al partido por su cuenta. Y no poder hablar con ella, no poder darle una explicación iba a ser una distracción mucho peor.


Pedro se reunió con el resto del equipo sabiendo que, como capitán, dependía de él hacer las tácticas para cada chukka y decir algo que los inspirase.


Pero ahora, como la noche anterior, le fallaron las palabras.


Una figura llamaba su atención en las gradas.


Entre las esposas y novias de los demás jugadores, todas enjoyadas y arregladísimas, la belleza de Paula destacaba como ninguna.


Y se le encogió el estómago al mirar ese rostro tan pálido y los ojos ocultos tras unas gafas de sol.


Pero, haciendo un esfuerzo hercúleo para concentrarse en los tres hombres que había frente a él, consiguió sonreír:
—De hoy dependen muchas cosas, chicos. Tenemos mucho que demostrar.



viernes, 28 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 26




Estaba desnuda.


Ese fue su primer pensamiento antes de comprobar que llevaba un sujetador rosa y unas braguitas del mismo color. En la puerta de la oficina, viéndola inclinada sobre la máquina de coser, Pedro sintió que el deseo que había estado latiendo a un ritmo constante, de repente se volvía fiero, incontenible.


Testosterona, pensó, irónico. Algo maravilloso en el campo de rugby y un estorbo en muchas otras situaciones. Especialmente cuando había una chica cerca.


—En el informe dice que tú diseñas los vestidos, no que los haces personalmente.


Lo había dicho en voz baja, pero Paula levantó la cabeza de inmediato.


—¿Qué haces aquí? —exclamó, levantándose a toda prisa para ponerse una camisa blanca.


—Trabajar —suspiró él—. Paso algún tiempo en la oficina, aunque no suelo hacerlo a horas normales. ¿Qué haces tú?


—Es para la fiesta —respondió Paula—. Curiosamente, no me dio tiempo a guardar en la maleta un vestido de fiesta.


Pedro la recordó en medio de su habitación, con los brazos llenos de ropa y ese brillo combativo en los ojos…


—No, claro que no. No has venido aquí para pasarlo bien.


—Por supuesto. Y espero que no te importe —dijo ella, mostrándole la bata.


Pedro se limitó a sonreír.


—¿Sabes hacerlo? —preguntó, señalando la máquina.


—Espero que sí, pero hace tiempo que no usaba una máquina de coser. De eso se encargan en el taller.


Quizá había cometido un error invitándola a la fiesta, pensó Pedro. Conociendo su historia con el equipo de rugby de Inglaterra, meterla en una habitación llena de jugadores de polo sería como dejar suelto a un niño en un parque de atracciones. Y no pudo evitar sentir un ataque de celos al preguntarse en el suelo de qué habitación acabaría ese vestido en veinticuatro horas.


—Pero esto es lo tuyo, ¿no? —murmuró, rozando la seda azul con los dedos.


Paula había vuelto a sentarse frente a la máquina de coser y observó sus delgados y hábiles dedos guiando la tela.


—Es lo que solía hacer cuando acabé la carrera. Pero no sé si podré hacerlo cuando vuelva a Londres.


—¿Por qué?


—El negocio no va bien —suspiró Paula—. La crisis está afectando a la alta costura más que a ningún otro negocio…


Entonces, tan repentinamente que creyó haberlo imaginado, una lágrima brilló a la luz de la lámpara antes de perderse entre sus dedos.


Y una extraña emoción envolvió a Pedro como un trueno; una complicada mezcla de sorpresa, deseo y primitivo deseo de protegerla.


—Ay, por favor, qué ridículo… yo nunca lloro. Es absurdo —Paula se levantó para recoger un trozo de tela que había caído al suelo.


—Quizá yo podría ayudarte.


—No, gracias.


—Me refería a tu negocio.


—¡No, por favor! No creas que te lo he dicho esperando que me ofrecieras ayuda. No pasa nada, ya nos las arreglaremos de una forma o de otra.


Su vehemencia lo sorprendió tanto como su evidente angustia. Se había acostumbrado a pensar en Paula Chaves como una chica que no se preocupaba de nada más serio que comprar bolsos de diseño y le costaba trabajo acostumbrarse a verla desde otra perspectiva.


—En realidad, así es como me gano la vida.


—Ah, sí, claro, tú compras empresas con problemas. ¿Qué quieres, quedarte con mis activos? Te advierto que son pocos.


—No tendríamos que llegar a eso.


—¿No? Desgraciadamente, yo no tengo tanta confianza.


«Tal vez no. pero tienes un padre rico», pensó Pedro. Sin embargo, al ver que Paula lo miraba con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas, casi se mareó de deseo.


—Entonces, deja que te ayude.


Ella tragó saliva. Pedro irradiaba fuerza, capacidad y seguridad en sí mismo. Le gustaría dejarse caer en sus brazos y dejar que él se encargara de todo.


Pero no iba a hacer eso.


—Gracias…


Sin darse cuenta, dejó escapar un gemido. 


Apenas audible, apenas algo más que un suspiro, pero eso fue todo lo que hizo falta para que Pedro se apoderase de sus labios.


Un incendio explotó dentro de ella cuando sus lenguas se encontraron y empezaron su erótica danza. Él la apretaba contra su cuerpo para que pudiera sentir su calor, su fuerza, el apremio de su erección. 


Y Paula se sintió segura.


¿Segura?


¿Qué tontería era ésa?


No estaba segura con él, estaba en peligro.


Pedro Alfonso tenía la capacidad de herirla más que ningún otro hombre en la tierra. Por eso, haciendo un esfuerzo sobrehumano, lo empujó y salió corriendo.


—¡Paula! —la llamó él.


Corría por la casa con los pies descalzos, pensando sólo en alejarse de Pedro, sabiendo que, si pasaba un segundo más a su lado, se rendiría. Y entonces habría perdido la silenciosa batalla que había habido entre ellos desde que se encontraron en el túnel de Twickenham.


En cualquier caso, él había ganado desde el principio. Su corazón había sido suyo desde el momento que la tocó seis años atrás. Incluso antes, cuando empapeló las paredes de su habitación con sus fotografías, que besaba cada noche antes de irse a dormir.


El juego estaba perdido. Lo único por lo que luchaba en aquel momento era su orgullo y su dignidad.


Paula corrió hacia la escalera, iluminada por la luz de la luna. Su corazón latía furiosamente y perdió pie en el último escalón, golpeándose la espinilla.


De dos en dos, como una pantera, Pedro subía tras ella.


—¿Te has hecho daño?


—Sí.


—¿Te importaría decirme a qué estás jugando?


—No estoy jugado a nada —contestó ella—. Estoy aquí exclusivamente para trabajar.


—Ya veo. Y como he aprobado tus diseños, no hay necesidad de que utilices otros incentivos, ¿es eso?


—¿Qué estás diciendo? ¿Y por qué insistes en pensar lo peor de mí?


Delante de ella, en el pasillo, con la luz de la luna cayendo sobre sus impresionantes hombros, parecía una estatua.


—¿No utilizas el sexo como un medio para manipular y traicionar?


—¿Yo? Estás loco —murmuró Paula, atónita.


Los ojos oscuros de Pedro brillaban con malicia.


—Eso es lo que haces, cariño. ¿Por qué si no me darías pie para apartarte después?


—¡Porque me das miedo! —gritó ella, sin poder evitarlo—. Me das miedo porque nunca había hecho eso con nadie… salvo aquella noche en casa de mi padre. Soy virgen. Pedro. Una virgen patética de veinticuatro años que no sabe nada sobre trucos de seducción o estrategias de dormitorio… ¡por eso no sé ni lo que hago!


El se quedó inmóvil.


—Paula… —empezó a decir.


—Es muy gracioso, ¿verdad? Espero que lo pases bien contándoselo a tus amigotes.


Después de decir eso, corrió a su habitación y Pedro no intentó seguirla.



A TU MERCED: CAPITULO 25




Paula respiró profundamente antes de dar el primer corte en la seda azul, el sonido de las tijeras haciendo un siniestro eco en la silenciosa habitación.


En fin, ya no podía dar marcha atrás. No tenía más remedio que usar la seda de la bata porque no podía ponerse nada de lo que había llevado en la maleta.


En sus días de estudiante solía comprar prendas de segunda mano que después arreglaba o remodelaba y ahora tenía que volver a hacerlo. 


El mundo más allá de la mesa de trabajo desapareció mientras cortaba y cosía la preciosa seda azul. Era un poco como alquimia.


En realidad, le divertía volver a hacer aquello. 


Raquel era la encargada de la costura, o al menos de hilvanar las prendas antes de llevarlas al taller, mientras ella se encargaba exclusivamente de los diseños, pero sentir la seda bajo sus dedos era increíblemente relajante.


Era muy tarde y la casa estaba en silencio mientras se quitaba la camisa de lino blanco para probarse su nueva creación frente al cristal de la ventana. No era fácil saber cómo había quedado sin tener un espejo, pero la sensación de la seda era muy agradable.



Paula se quitó el vestido y se sentó frente a la máquina de coser. Aquélla era su parte favorita: cuando los alfileres eran reemplazados por puntos, cuando una prenda estaba terminada.


El sonido de la máquina le parecía ensordecedor pero, esperando que las sólidas paredes evitaran que despertase a alguien, siguió cosiendo.



A TU MERCED: CAPITULO 24



La impresora escupía páginas que Pedro iba tomando sin levantar la mirada. La taza de café que Rosa le había llevado seguía sin tocar y la única luz de la habitación llegaba de la pantalla del ordenador. Encendiendo la lámpara del escritorio, el informe de la empresa Coronet apareció en blanco y negro frente a sus ojos.


Pedro había llamado a algunos contactos en Inglaterra y movido cielos y tierra para encontrar información sobre la empresa de Paula.


Al principio seguía mostrándose un poco escéptico. Muy bien, sí, había desarrollado ideas interesantes para el uniforme de Los Pumas, pero tal vez había sido un golpe de suerte.


Sin embargo, después de ver un montón de fotografías de famosas llevando diseños de Coronet en alfombras rojas por todo el mundo tenía que reconocer la verdad: lady Chaves era una diseñadora de éxito.


¿Pero entonces por qué perdía dinero su empresa? Tenían muchos encargos y los precios eran desorbitados…


Enfadado, Pedro tiró los papeles sobre la mesa. ¿Qué estaba haciendo?


Aquélla era la mujer por quien había perdido su sitio en el equipo de rugby de Inglaterra. La única pregunta que debería estar haciéndose era por qué demonios le importaba tanto.



jueves, 27 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 23




¿Qué demonios acababa de pasar?


Paula caminaba a toda velocidad, sujetando el ordenador contra su pecho y, a la vez, intentando que no se abriera el escote de la bata. ¿Por qué había aceptado quedarse para diseñar el uniforme del equipo de polo?


Cuando se trataba de Pedro Alfonso parecía tener serios problemas para decir «no».


Por salud mental, y por su pobre corazón, debería hacer la maleta y reservar el primer vuelo a Londres. A Pedro le habían gustado sus diseños, de modo que en cuanto se reuniera con el consejo de administración y eligieran uno de ellos podría volver a casa. A su negocio, a su vida.


Paula tragó saliva, angustiada.


¿Qué negocio, qué vida?


Coronet era su vida y estaba hundiéndose. Raquel había llamado el día anterior para contarle que ya había imitaciones de los diseños de Coronet para la temporada de primavera en los escaparates de una tienda de la calle Oxford.


Aquel encargo no era sólo un salvavidas: además posponía su vuelta a Londres, donde tendría que lidiar con la difícil situación de su empresa. Y posponía el momento en el que tendría que despedirse de Pedro. Porque, a pesar de ser un hombre frío y cruel, a pesar de que a veces parecía odiarla, se sentía viva cuando estaba con él.


Y ésa, por supuesto, era la verdadera razón por la que había aceptado quedarse.


Pero tendría que acudir a un partido de polo, verse rodeada de caballos…


Paula sintió que su frente se cubría de sudor. 


Le dolía el codo sólo de pensarlo. Y luego, cuando el partido hubiese terminado estaba la fiesta, que podía imaginar con horrible claridad. 


El polo era un deporte exclusivo, carísimo, sólo para ricos. ¿En qué lío se había metido?


Pero sobre todo: ¿qué iba a ponerse?



A TU MERCED: CAPITULO 22




Pedro oyó el ruido de la puerta, pero siguió nadando, concentrándose en el ritmo de las brazadas. Cuando llegó al otro lado de la piscina dio la vuelta y la vio acercándose a él.


Las brazadas perdieron el ritmo.


La bata azul se pegaba a su delicada figura y, con el pelo rubio cayendo sobre su cara y la cara brillante, sin gota de maquillaje, había en ella una simplicidad, una ingenuidad, que se abrió paso hasta un sitio guardado dentro de su corazón.


¿Paula Chaves ingenua?


Sí, seguro, tan ingenua como Cruella de Vil.


Paula salió al porche para sentarse frente al ordenador, pero Pedro siguió nadando un rato, retrasando el momento en el que tendría que salir del agua y enfrentarse con ella. Decidido hasta entonces a demostrar que era una heredera sin talento ayudada por su influyente padre, ahora no sentía el menor deseo de enfrentarla con la evidencia que tanto había esperado encontrar.


Y no entendía por qué.


Saliendo del agua, se secó con una toalla a toda prisa y, después de comprobar que Paula estaba de espaldas, se quitó el bañador para ponerse los vaqueros. En circunstancias normales no se hubiera molestado en vestirse, pero aquéllas no eran circunstancias normales. Lo que había sentido mientras la besaba no era normal. No podía sentarse con ella sabiendo que bajo la bata azul no llevaba nada.


Tomando dos cervezas de la nevera del bar, salió al porche. Ya no hacía calor y una luna teñida de color albaricoque colgaba como una joya en el cielo rosado. Paula levantó la mirada cuando puso la cerveza frente a ella.


—Gracias. Y gracias por la bata… no sé de quién es, pero la he tomado prestada.


—De nada. ¿Quieres que empecemos?


—Sí, claro.


Paula intentó disimular el temblor de sus dedos mientras intentaba mover el irritante cursor.


—Empezaremos por el diseño que me parece más adecuado —le dijo. Pedro estaba tras ella y, aunque no podía verlo, sentía su torso, ancho y moreno, casi rozándola—. ¿Qué te parece?


—Muy bien. El siguiente.


Su mejor diseño y él lo trataba con total desdén…


—Este es más tradicional. Los colores de la bandera argentina…


—Ya lo veo. El siguiente.


Ella tragó saliva mientras el tercer diseño aparecía en la pantalla. ¿Por qué tenía que ser tan grosero?


—En la franja central de las camisetas hay espacio suficiente para el nombre del patrocinador.


—Sí, muy bien, el siguiente.


Paula movió el cursor, pero no abrió el archivo. 


¿Pedro Alfonso no había aprendido que cuando uno quería algo tenía que pedirlo amablemente?


—¿Tienes idea de quién podría ser el patrocinador del equipo? Estaría bien saber qué empresa es porque quizá quiera unos colores determinados o un tipo de letra especial.


—El consejo de administración sigue negociando con los patrocinadores, de modo que aún no lo sabemos —respondió él, sin disimular su impaciencia—. ¿Puedo ver el resto de los diseños?


—Sólo hay uno más.


Estaba casi encima de ella y podía oler el cloro de la piscina en su piel, pero además de eso notaba su propio aroma, tan masculino, mientras movía el cursor para abrir el archivo.


Aquél era el que había diseñado con Pedro en mente.


—Las camisetas son más ajustadas que las anteriores —le dijo, después de aclararse la garganta—. En ésta, en lugar del tradicional puma en el torso, he puesto el sol de la bandera de Argentina.


—En la bandera el sol aparece en el centro. Tú lo has puesto a un lado.


—Sí.


—¿Por qué?


—Por ti, lo he hecho pensando en ti —contestó Paula, levantando una mano para rozar el tatuaje de su pecho.


El roce, tan suave y breve como la caricia de una mariposa, lo hizo sentir una extraña emoción y tuvo que concentrarse para que Paula no lo viera en su cara.


De modo que era su propio trabajo. Ningún equipo de diseño podría haber creado algo tan personal. Por un momento no supo qué decir y se quedó mirando mientras cerraba cada archivo, pasando suavemente los dedos por el cursor de una manera que lo hacía sentir escalofríos. La luz de la pantalla iluminaba su rostro y se dio cuenta de que el escote de la bata se había abierto ligeramente, revelando el nacimiento de sus pechos.


Y sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago.


—Supongo que has comprobado que soy yo quien hace los diseños —dijo Paula entonces—. Pero lamento que no te gusten. No te preocupes, yo misma reservaré un billete de avión para Londres mañana a primera hora.


—No.


—¿Cómo?


—Que sí me gustan —dijo Pedro—. Pero mi plan era ampliar el encargo y, una vez que los uniformes para el equipo de rugby estén terminados, me gustaría que te quedases.


—No te entiendo.


—Quiero que te encargues de diseñar un uniforme para el equipo de polo de San Silvana.


Paula sacudió la cabeza, absolutamente sorprendida. Argentina tenía los mejores equipos de polo del mundo. Nadie podía rivalizar con ellos… de modo que el uniforme sería visto en todo el mundo.


—No puedo. Yo no sé nada sobre ese deporte…


—Pues quédate y averígualo —dijo él—. Puedes empezar mañana mismo. Hay un partido entre San Silvana y La Maya, nuestros grandes rivales. Ve a verlo.


Un puñado de estrellas habían aparecido en el cielo e incluso ellas parecían estar esperando su respuesta. Paula se había vuelto para mirarlo, sujetando el ordenador contra su pecho como un escudo.


—Muy bien, de acuerdo.


La tensión que Madalena había intentado relajar una hora antes desapareció inmediatamente y Pedro tuvo que contenerse para no levantar el puño en gesto de triunfo.


—Estupendo.


Rápidamente, como si no quisiera cambiar de opinión, Paula se dirigió hacia la casa. El la vio alejarse, frustrado como nunca cuando el viento levantó el albornoz, dejando al descubierto sus piernas.


—¿Paula?


—¿Sí?


—Mañana, después del partido, hay una fiesta en el club. Podría ser interesante que acudieras.


—Muy bien, gracias.


—¿Irás entonces?


—Si eso puede ser interesante para mi trabajo, ¿por qué no?