jueves, 27 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 22




Pedro oyó el ruido de la puerta, pero siguió nadando, concentrándose en el ritmo de las brazadas. Cuando llegó al otro lado de la piscina dio la vuelta y la vio acercándose a él.


Las brazadas perdieron el ritmo.


La bata azul se pegaba a su delicada figura y, con el pelo rubio cayendo sobre su cara y la cara brillante, sin gota de maquillaje, había en ella una simplicidad, una ingenuidad, que se abrió paso hasta un sitio guardado dentro de su corazón.


¿Paula Chaves ingenua?


Sí, seguro, tan ingenua como Cruella de Vil.


Paula salió al porche para sentarse frente al ordenador, pero Pedro siguió nadando un rato, retrasando el momento en el que tendría que salir del agua y enfrentarse con ella. Decidido hasta entonces a demostrar que era una heredera sin talento ayudada por su influyente padre, ahora no sentía el menor deseo de enfrentarla con la evidencia que tanto había esperado encontrar.


Y no entendía por qué.


Saliendo del agua, se secó con una toalla a toda prisa y, después de comprobar que Paula estaba de espaldas, se quitó el bañador para ponerse los vaqueros. En circunstancias normales no se hubiera molestado en vestirse, pero aquéllas no eran circunstancias normales. Lo que había sentido mientras la besaba no era normal. No podía sentarse con ella sabiendo que bajo la bata azul no llevaba nada.


Tomando dos cervezas de la nevera del bar, salió al porche. Ya no hacía calor y una luna teñida de color albaricoque colgaba como una joya en el cielo rosado. Paula levantó la mirada cuando puso la cerveza frente a ella.


—Gracias. Y gracias por la bata… no sé de quién es, pero la he tomado prestada.


—De nada. ¿Quieres que empecemos?


—Sí, claro.


Paula intentó disimular el temblor de sus dedos mientras intentaba mover el irritante cursor.


—Empezaremos por el diseño que me parece más adecuado —le dijo. Pedro estaba tras ella y, aunque no podía verlo, sentía su torso, ancho y moreno, casi rozándola—. ¿Qué te parece?


—Muy bien. El siguiente.


Su mejor diseño y él lo trataba con total desdén…


—Este es más tradicional. Los colores de la bandera argentina…


—Ya lo veo. El siguiente.


Ella tragó saliva mientras el tercer diseño aparecía en la pantalla. ¿Por qué tenía que ser tan grosero?


—En la franja central de las camisetas hay espacio suficiente para el nombre del patrocinador.


—Sí, muy bien, el siguiente.


Paula movió el cursor, pero no abrió el archivo. 


¿Pedro Alfonso no había aprendido que cuando uno quería algo tenía que pedirlo amablemente?


—¿Tienes idea de quién podría ser el patrocinador del equipo? Estaría bien saber qué empresa es porque quizá quiera unos colores determinados o un tipo de letra especial.


—El consejo de administración sigue negociando con los patrocinadores, de modo que aún no lo sabemos —respondió él, sin disimular su impaciencia—. ¿Puedo ver el resto de los diseños?


—Sólo hay uno más.


Estaba casi encima de ella y podía oler el cloro de la piscina en su piel, pero además de eso notaba su propio aroma, tan masculino, mientras movía el cursor para abrir el archivo.


Aquél era el que había diseñado con Pedro en mente.


—Las camisetas son más ajustadas que las anteriores —le dijo, después de aclararse la garganta—. En ésta, en lugar del tradicional puma en el torso, he puesto el sol de la bandera de Argentina.


—En la bandera el sol aparece en el centro. Tú lo has puesto a un lado.


—Sí.


—¿Por qué?


—Por ti, lo he hecho pensando en ti —contestó Paula, levantando una mano para rozar el tatuaje de su pecho.


El roce, tan suave y breve como la caricia de una mariposa, lo hizo sentir una extraña emoción y tuvo que concentrarse para que Paula no lo viera en su cara.


De modo que era su propio trabajo. Ningún equipo de diseño podría haber creado algo tan personal. Por un momento no supo qué decir y se quedó mirando mientras cerraba cada archivo, pasando suavemente los dedos por el cursor de una manera que lo hacía sentir escalofríos. La luz de la pantalla iluminaba su rostro y se dio cuenta de que el escote de la bata se había abierto ligeramente, revelando el nacimiento de sus pechos.


Y sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago.


—Supongo que has comprobado que soy yo quien hace los diseños —dijo Paula entonces—. Pero lamento que no te gusten. No te preocupes, yo misma reservaré un billete de avión para Londres mañana a primera hora.


—No.


—¿Cómo?


—Que sí me gustan —dijo Pedro—. Pero mi plan era ampliar el encargo y, una vez que los uniformes para el equipo de rugby estén terminados, me gustaría que te quedases.


—No te entiendo.


—Quiero que te encargues de diseñar un uniforme para el equipo de polo de San Silvana.


Paula sacudió la cabeza, absolutamente sorprendida. Argentina tenía los mejores equipos de polo del mundo. Nadie podía rivalizar con ellos… de modo que el uniforme sería visto en todo el mundo.


—No puedo. Yo no sé nada sobre ese deporte…


—Pues quédate y averígualo —dijo él—. Puedes empezar mañana mismo. Hay un partido entre San Silvana y La Maya, nuestros grandes rivales. Ve a verlo.


Un puñado de estrellas habían aparecido en el cielo e incluso ellas parecían estar esperando su respuesta. Paula se había vuelto para mirarlo, sujetando el ordenador contra su pecho como un escudo.


—Muy bien, de acuerdo.


La tensión que Madalena había intentado relajar una hora antes desapareció inmediatamente y Pedro tuvo que contenerse para no levantar el puño en gesto de triunfo.


—Estupendo.


Rápidamente, como si no quisiera cambiar de opinión, Paula se dirigió hacia la casa. El la vio alejarse, frustrado como nunca cuando el viento levantó el albornoz, dejando al descubierto sus piernas.


—¿Paula?


—¿Sí?


—Mañana, después del partido, hay una fiesta en el club. Podría ser interesante que acudieras.


—Muy bien, gracias.


—¿Irás entonces?


—Si eso puede ser interesante para mi trabajo, ¿por qué no?



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