viernes, 28 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 26




Estaba desnuda.


Ese fue su primer pensamiento antes de comprobar que llevaba un sujetador rosa y unas braguitas del mismo color. En la puerta de la oficina, viéndola inclinada sobre la máquina de coser, Pedro sintió que el deseo que había estado latiendo a un ritmo constante, de repente se volvía fiero, incontenible.


Testosterona, pensó, irónico. Algo maravilloso en el campo de rugby y un estorbo en muchas otras situaciones. Especialmente cuando había una chica cerca.


—En el informe dice que tú diseñas los vestidos, no que los haces personalmente.


Lo había dicho en voz baja, pero Paula levantó la cabeza de inmediato.


—¿Qué haces aquí? —exclamó, levantándose a toda prisa para ponerse una camisa blanca.


—Trabajar —suspiró él—. Paso algún tiempo en la oficina, aunque no suelo hacerlo a horas normales. ¿Qué haces tú?


—Es para la fiesta —respondió Paula—. Curiosamente, no me dio tiempo a guardar en la maleta un vestido de fiesta.


Pedro la recordó en medio de su habitación, con los brazos llenos de ropa y ese brillo combativo en los ojos…


—No, claro que no. No has venido aquí para pasarlo bien.


—Por supuesto. Y espero que no te importe —dijo ella, mostrándole la bata.


Pedro se limitó a sonreír.


—¿Sabes hacerlo? —preguntó, señalando la máquina.


—Espero que sí, pero hace tiempo que no usaba una máquina de coser. De eso se encargan en el taller.


Quizá había cometido un error invitándola a la fiesta, pensó Pedro. Conociendo su historia con el equipo de rugby de Inglaterra, meterla en una habitación llena de jugadores de polo sería como dejar suelto a un niño en un parque de atracciones. Y no pudo evitar sentir un ataque de celos al preguntarse en el suelo de qué habitación acabaría ese vestido en veinticuatro horas.


—Pero esto es lo tuyo, ¿no? —murmuró, rozando la seda azul con los dedos.


Paula había vuelto a sentarse frente a la máquina de coser y observó sus delgados y hábiles dedos guiando la tela.


—Es lo que solía hacer cuando acabé la carrera. Pero no sé si podré hacerlo cuando vuelva a Londres.


—¿Por qué?


—El negocio no va bien —suspiró Paula—. La crisis está afectando a la alta costura más que a ningún otro negocio…


Entonces, tan repentinamente que creyó haberlo imaginado, una lágrima brilló a la luz de la lámpara antes de perderse entre sus dedos.


Y una extraña emoción envolvió a Pedro como un trueno; una complicada mezcla de sorpresa, deseo y primitivo deseo de protegerla.


—Ay, por favor, qué ridículo… yo nunca lloro. Es absurdo —Paula se levantó para recoger un trozo de tela que había caído al suelo.


—Quizá yo podría ayudarte.


—No, gracias.


—Me refería a tu negocio.


—¡No, por favor! No creas que te lo he dicho esperando que me ofrecieras ayuda. No pasa nada, ya nos las arreglaremos de una forma o de otra.


Su vehemencia lo sorprendió tanto como su evidente angustia. Se había acostumbrado a pensar en Paula Chaves como una chica que no se preocupaba de nada más serio que comprar bolsos de diseño y le costaba trabajo acostumbrarse a verla desde otra perspectiva.


—En realidad, así es como me gano la vida.


—Ah, sí, claro, tú compras empresas con problemas. ¿Qué quieres, quedarte con mis activos? Te advierto que son pocos.


—No tendríamos que llegar a eso.


—¿No? Desgraciadamente, yo no tengo tanta confianza.


«Tal vez no. pero tienes un padre rico», pensó Pedro. Sin embargo, al ver que Paula lo miraba con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas, casi se mareó de deseo.


—Entonces, deja que te ayude.


Ella tragó saliva. Pedro irradiaba fuerza, capacidad y seguridad en sí mismo. Le gustaría dejarse caer en sus brazos y dejar que él se encargara de todo.


Pero no iba a hacer eso.


—Gracias…


Sin darse cuenta, dejó escapar un gemido. 


Apenas audible, apenas algo más que un suspiro, pero eso fue todo lo que hizo falta para que Pedro se apoderase de sus labios.


Un incendio explotó dentro de ella cuando sus lenguas se encontraron y empezaron su erótica danza. Él la apretaba contra su cuerpo para que pudiera sentir su calor, su fuerza, el apremio de su erección. 


Y Paula se sintió segura.


¿Segura?


¿Qué tontería era ésa?


No estaba segura con él, estaba en peligro.


Pedro Alfonso tenía la capacidad de herirla más que ningún otro hombre en la tierra. Por eso, haciendo un esfuerzo sobrehumano, lo empujó y salió corriendo.


—¡Paula! —la llamó él.


Corría por la casa con los pies descalzos, pensando sólo en alejarse de Pedro, sabiendo que, si pasaba un segundo más a su lado, se rendiría. Y entonces habría perdido la silenciosa batalla que había habido entre ellos desde que se encontraron en el túnel de Twickenham.


En cualquier caso, él había ganado desde el principio. Su corazón había sido suyo desde el momento que la tocó seis años atrás. Incluso antes, cuando empapeló las paredes de su habitación con sus fotografías, que besaba cada noche antes de irse a dormir.


El juego estaba perdido. Lo único por lo que luchaba en aquel momento era su orgullo y su dignidad.


Paula corrió hacia la escalera, iluminada por la luz de la luna. Su corazón latía furiosamente y perdió pie en el último escalón, golpeándose la espinilla.


De dos en dos, como una pantera, Pedro subía tras ella.


—¿Te has hecho daño?


—Sí.


—¿Te importaría decirme a qué estás jugando?


—No estoy jugado a nada —contestó ella—. Estoy aquí exclusivamente para trabajar.


—Ya veo. Y como he aprobado tus diseños, no hay necesidad de que utilices otros incentivos, ¿es eso?


—¿Qué estás diciendo? ¿Y por qué insistes en pensar lo peor de mí?


Delante de ella, en el pasillo, con la luz de la luna cayendo sobre sus impresionantes hombros, parecía una estatua.


—¿No utilizas el sexo como un medio para manipular y traicionar?


—¿Yo? Estás loco —murmuró Paula, atónita.


Los ojos oscuros de Pedro brillaban con malicia.


—Eso es lo que haces, cariño. ¿Por qué si no me darías pie para apartarte después?


—¡Porque me das miedo! —gritó ella, sin poder evitarlo—. Me das miedo porque nunca había hecho eso con nadie… salvo aquella noche en casa de mi padre. Soy virgen. Pedro. Una virgen patética de veinticuatro años que no sabe nada sobre trucos de seducción o estrategias de dormitorio… ¡por eso no sé ni lo que hago!


El se quedó inmóvil.


—Paula… —empezó a decir.


—Es muy gracioso, ¿verdad? Espero que lo pases bien contándoselo a tus amigotes.


Después de decir eso, corrió a su habitación y Pedro no intentó seguirla.



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