lunes, 24 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 14




Pues se equivocaba, lo lamentaba muchísimo.


Paula lamentaba haber aceptado ir con él, lamentaba haberlo conocido, lamentaba haber cometido el error de responder como si Pedro fuese un ser humano decente y normal. 


Pero no volvería a ocurrir.


Sólo intentaba romper la perpetua tensión que había entre ellos, mostrarse amable. Pero ella no podía evitar que Pedro fuese un hombre amargado, emocionalmente resentido con todo y con todos.


Paula suspiró, mirando el cielo por la ventanilla.


Pero la revelación sobre su infancia la había emocionado porque había visto el dolor en sus ojos, un dolor que intentaba enmascarar bajo una cínica fachada. Entendía ahora por qué había mantenido su identidad argentina durante el tiempo que vivió en Inglaterra, aunque eso había enfurecido a la dirección del equipo y, al final, le había costado su puesto. Era lo único que le quedaba de su padre, de su antigua vida. Pedro había intentado no desaparecer él también.


Al otro lado de la ventanilla el sol empezaba a desaparecer y el cielo era del mismo gris plomizo que el océano Atlántico a sus pies. 


Cansada. Paula miró la revista que tenía apoyada en la rodilla y leyó el mismo párrafo por enésima vez: La próxima temporada se llevará la tendencia camuflaje.


Ah, qué apropiado, pensó, llevándose una mano a la boca para disimular un bostezo.


—Estás cansada.


La voz de Pedro la sobresaltó.


—¿Por qué no duermes un rato? Ya sabes dónde está el dormitorio.


Se lo había enseñado cuando subieron al jet y la lujosa decoración la había dejado absolutamente sorprendida. Nada le gustaría más que tumbarse en esa cama, ridículamente desproporcionada en un avión tan pequeño, para dormir un rato, pero el tono ligeramente desdeñoso de Pedro la sacaba de quicio. No quería darle esa satisfacción.


—No, estoy bien. Además, es tu cama, no la mía.


—Yo tengo informes que leer.


—Sí, yo también —dijo ella, abriendo su ordenador portátil—. Cuanto antes empiece a trabajar, antes podré volver a casa. Y creo que estarás de acuerdo en que eso es lo mejor para todos.


Al menos había algo en lo que estaban de acuerdo, pensó Pedro, inclinándose para bajar la persiana de la ventanilla y bloquear así el reflejo de su cara. A medida que avanzaba la oscuridad, el rostro de Paula había empezado a aparecer en el cristal como una fotografía y sus ojos se veían atraídos por él continuamente. No podía evitar fijarse en cómo se mordía los labios cuando estaba leyendo, en cómo se apartaba el flequillo de la cara con un gesto nervioso…


Todo lo cual era completamente irrelevante, pensó, intentando concentrarse en un informe económico.


Los negocios eran un juego como cualquier otro para él. Había que observar las tácticas de los oponentes, reconocer sus puntos fuertes y sus debilidades y atacar cuando llegaba el momento. 


Y había que hacer todo eso sin emoción alguna.


Eso era algo que se le daba bien.


Pero cuando miró a Paula unos minutos después sintió una opresión en el pecho. Estaba erguida en el asiento, con el ordenador sobre las rodillas… pero tenía la cabeza ligeramente caída, el flequillo sobre la cara.


Se había quedado dormida.


Pedro se levantó para colocar el ordenador sobre la mesa y luego, agarrándola por la cintura, la tomó en brazos.


La cabeza de Paula cayó hacia atrás, ofreciéndole una panorámica perfecta de su rostro, de altos pómulos y labios generosos. Su corazón dio un doloroso salto dentro de su pecho. Durante seis años la había pintado en su mente como un cruce entre Lolita y Lady Macbeth, pero era imposible reconciliar esa imagen con la frágil y delicada joven que tenía en brazos.


Dejando escapar un suspiro, la llevó al dormitorio y la depositó suavemente sobre la cama, tapándola con una manta de cachemir que había a los pies… sin rozarla.


Luego se dio la vuelta y tan rápidamente como había entrado, salió del dormitorio y cerró la puerta.




A TU MERCED: CAPITULO 13




—¿Vino, lady Chaves? 


Paula asintió con la cabeza, conteniendo un gruñido de irritación por el uso de su título mientras Alberto, el auxiliar de vuelo, servía dos copas de vino blanco.


Llevaban una hora en el aire, pero a pesar del lujoso interior del jet, se sentía nerviosa e incómoda. Había pasado todo ese tiempo leyendo una revista, pero no recordaba ni una sola palabra de lo que había leído. Sin embargo, sabía de memoria la portada del periódico que estaba leyendo Pedro.


Alberto desapareció después de servir el vino y Paula tomó su copa.


—¿Te importaría decirle a la tripulación que no tienen que llamarme lady Chaves? Yo no suelo utilizar el título y prefiero que la gente me llame por mi nombre.


Pedro levantó la mirada.


—Ah, claro. Si lo prefieres así, se lo diré. Pero resulta irónico que de repente, quieras olvidar tu aristocrático título.


—¿Irónico? ¿En qué sentido?


El tomó un sorbo de vino.


—Es evidente que no tienes el menor problema para usarlo cuando te conviene.


Alberto apareció de nuevo con dos platos de langosta y ensalada verde y Paula esperó hasta que estuvieron solos para contestar:
—Vamos a ver si entiendes algo de una vez por todas: adoro a mi familia y estoy muy orgullosa de ser quien soy, pero nunca he usado mi título para abrirme puertas.


Jugando con una hoja de lechuga, Pedro pensó que no era eso lo que el tipo con el que cenó por la noche le había contado. Miembro de la federación de rugby, le había confiado mientras tomaban un oporto que no había habido otras empresas compitiendo para hacer los uniformes, que sólo habían tenido en cuenta el proyecto de la hija del presidente.


—No es eso lo que me han contado, pero seguro que tú piensas que por tener un trabajo y un apartamento tu vida es como la de los demás. Pero el apellido de tu familia…


—¿Cómo puedes ser tan hipócrita? Estamos manteniendo esta conversación a bordo de un jet privado. ¿Qué sabes tú sobre cómo viven los demás?


—La diferencia —replicó Pedro, con tono venenoso— es que yo he trabajado mucho para conseguirlo. Yo no vengo de una familia con apellido aristocrático.


Esperaba que ella se echase atrás, que entendiese que la mimada heredera que no sabía lo que era crecer sin nada, particularmente una identidad, estaba en terreno peligroso. Pero en lugar de eso, Paula soltó el tenedor y lo miró a los ojos.


—Muy bien, tu vida no ha sido fácil y por eso tienes que demostrarle a todo el mundo lo que vales, ¿no?


Sus palabras fueron como un golpe en el plexo solar. Un golpe duro e inesperado.


—De modo que —siguió Paula— tu pasado familiar te ha marcado tanto como a mí el mío.


—Yo no tengo un «pasado familiar».


—Todo el mundo lo tiene.


—Quizá en tu mundo, pero no en el mío. Mi «pasado familiar» se borró cuando tenía cinco años y me llevaron a Inglaterra.


—¿Por qué? —le preguntó ella.


Pedro hubiera querido decirle que no era cosa suya, que estaba entrando en terreno que él tenía cerrado bajo llave y guardado con alambre de espino, pero hacer eso sería una traición a su padre.


¿Y no había traicionado su madre a Ignacio Alfonso más que suficiente?


—Argentina era un país problemático cuando yo nací, sometido a una dictadura militar. Mi padre y mis tíos fueron detenidos porque eran miembros de un sindicato y mi madre, que era de familia inglesa, decidió llevarme a Londres al día siguiente. No nos llevamos nada.


—¿Qué fue de tu padre?


La luz del sol que entraba por las ventanillas del avión iluminaba el rostro de Paula, haciendo que su piel pareciese de oro. Había apoyado los codos en la mesa que los separaba y sus ojos tranquilos, tan verdes como un prado inglés en verano, parecían atraerlo, llevándolo hacia sus profundidades.


—¿Quién sabe? Se convirtió en uno de los miles de desaparecidos. Nadie sabe qué fue de ellos.


—Debió ser horrible —murmuró Paula—. No saber qué ha sido de una persona querida…


—Durante un tiempo yo quise creer que seguía vivo —dijo Pedro—. Desgraciadamente, mi madre no creía eso y volvió a casarse rápidamente… con el hombre para el que trabajaba como ama de llaves en Oxfordshire.


—Ay, ya. Pero no creo que fuese fácil tampoco para ella.


Pedro se pasó una mano por la frente. Por supuesto, debería haber imaginado que Paula Chaves lo vería desde el punto de vista de su madre: eran iguales. La lealtad y la honradez no estaban en el programa.


—Yo creo que sí lo fue —contestó—, Creo que fue muy fácil para ella reinventarse a sí misma y portarse como si el pasado nunca hubiera existido. Lo difícil era vivir con el recordatorio de su primer marido y ahí empezó mi encarcelación en los colegios públicos británicos.


Paula alargó una mano para apretar la suya y el roce pareció quemarlo.


—Lo siento mucho.


Había esperado seis años para oír esa frase y la ironía de las circunstancias lo dejó helado. ¿Qué era lo que sentía, la traición de su madre o la suya propia?


Pedro apartó la mano bruscamente.


—Lo dudo —murmuró, levantándose—. Lo dudo mucho.



A TU MERCED: CAPITULO 12




—Por fin —Pedro entró en la casa y miró alrededor—. Estaba a punto de marcharme. Pensé que te habías echado atrás.


—No ir a Argentina cuando me has ofrecido esa… ¿cómo lo llamaste? Ah sí, esa gran oportunidad de demostrar lo que valgo. ¿Y por qué haría eso?


—Dímelo tú. ¿Estás lista?


—Aún no son las once —contestó Paula, volviéndose hacia la escalera—. Ven conmigo.


—Espero que no tardes mucho —mientras subía tras ella, Pedro intentaba no mirar su trasero—. Mi chófer está esperando.


—Insisto: no son las once —repitió Paula.


Pedro se encontró en un salón con un enorme ventanal y brillantes suelos de madera. A un lado estaba la cocina, con armarios pintados de azul y una estantería llena de platos y cacerolas. 


Al otro lado había un enorme sofá tapizado en brocado rosa y una alfombra de pelo blanco. Las paredes estaban pintadas en color marfil e incluso en aquella mañana gris tenía un aspecto luminoso y alegre.


Y también increíblemente desordenado.


—¿Te han robado o siempre está así?—preguntó, mirando alrededor.


Intentando no pisar las pilas de ropa, revistas, zapatos y telas, se acercó a la puerta por la que Paula acababa de desaparecer y sintió una oleada de calor al comprobar que era su dormitorio.


—No y no —contestó ella, vaciando el contenido de una maleta en un antiguo armario—. Es que no me había dado cuenta de que ahora es verano en Argentina y tú has llegado casi media hora antes de lo previsto.


Pedro miró su reloj.


—Quince minutos. Pensé que habrías hecho anoche la maleta.


—¿Y por qué pensaste eso? ¿Crees que voy a poner mi vida patas arriba y cancelarlo todo cuando tú chascas los dedos?


Sin decir nada, Pedro se inclinó para tomar una prenda rosa que había en el suelo. Era un liguero de seda.


—Parece que no cancelaste nada —dijo, irónico.


—Anoche estuve trabajando, aunque no es cosa tuya —replicó Paula—. Por eso no tuve tiempo de hacer la maleta. Además, para eso me has contratado, ¿no? Para que diseñe el nuevo uniforme del equipo de Los Pumas. Si lo que querías era alguien con la habilidad doméstica de Blancanieves, deberías haber ido a Disneylandia.


Sí, podría tener razón. Por lo que había descubierto la noche anterior, Blancanieves sería tan capaz de diseñar un uniforme deportivo como lady Paula Chaves, y seguramente daría menos trabajo.


Apoyándose en el quicio de la puerta, Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón y la observó, pensativo. Sabía por la conferencia de prensa, cuando ella negó que hubiese habido problemas con la confección de las camisetas, que era una mentirosa. De hecho, sería divertido intentar averiguar cuándo decía la verdad y cuándo estaba mintiendo. Además, el vuelo a Buenos Aires duraba quince horas: un reto así haría que el tiempo pasara volando.


Suspiró, impaciente, mirando la cama con cabecero de hierro llena de almohadones… y también sujetadores y ropa interior. La feminidad del sitio lo hacía sentir incómodo porque le recordaba cosas que había decidido olvidar. Un frasco de perfume sobre una antigua cómoda inmediatamente le recordó el fresco aroma de su cuerpo; una barra de carmín, la imagen de sus labios, jugosos y rosados cuando la besaba, enrojecidos por su sangre cuando se apartó.


—Supongo que no valdría de nada decirte que te des prisa.


Paula apretó los dientes y, deliberadamente, se dispuso a doblar una camisa de lino.


—Si me ayudases, iría más rápido. ¿O ayudar a alguien es un concepto extraño para ti?


—Eso depende —contestó él, con una voz cargada de ácido—. Si la persona a la que ayudas va a decir luego que lo ha hecho todo sola…


Paula tomó otra camisa blanca del armario, negándose a dejarse afectar por sus pullas.


—Olvídalo —murmuró—. Pero no molestes.


—No te dejes esto —dijo Pedro, ofreciéndole el liguero que había tomado del suelo. Paula se lo quitó y lo tiró en un cajón.


—No voy a necesitarlo. Pensé que había dejado bien claro que sólo vamos a trabajar —le dijo, metiendo en la maleta varias braguitas de algodón blanco—. Ya está, he terminado.


—¿Sólo vas a llevarte eso?


Ella se encogió de hombros mientras cerraba la maleta. Diez minutos antes no podía meter una cosa más y ahora estaba casi vacía, pero no pensaba guardar ni una sola prenda que pudiera parecer frívola o excitante.


—Yo creo que es suficiente. No pienso quedarme mucho tiempo y no tengo la intención de…


—¿Pasarlo bien?


—Por supuesto que no.


—Bueno, si estás segura de que no vas a cambiar de opinión… ¿de verdad no quieres guardar nada más?


—No, nada. Vámonos de una vez.




domingo, 23 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 11





—¡Una maleta! ¿Cómo demonios voy a guardar todo lo que necesito en una maleta?—con el teléfono apoyado entre el hombro y el cuello, Paula tomó una chaqueta de color chocolate—. ¿Me llevo la chaqueta marrón o el anorak militar?


—La chaqueta de cachemira —dijo Soledad—. Con la otra parece que formas parte de las juventudes hitlerianas. Bueno, cuéntame, ¿qué ha dicho papá?


—Está furioso. Lo cual es injusto porque él sabe tan bien como yo que no tenía alternativa.


Eran las diez y media y su dormitorio parecía haber sido asaltado por una banda de ladrones, con cajones abiertos de los que asomaban prendas de ropa interior, cárdigans y vestidos de todos los colores.


—Cariño, ¿desde cuándo se muestra racional papá en lo que concierne a su hija favorita? El pobre pensaba que había lidiado con ese problema de una vez por todas, es normal que esté enfadado.


—¿Qué? —Paula miró alrededor, distraída—, ¿Crees que tres jerséis serán suficientes?


—¿Jerséis? A ver, dime qué has metido en la maleta. 


Paula sacó un cinturón de cuero con una hebilla de pedrería y volvió a guardarlo en el cajón.


—Mira, ya sé lo que vas a decir: que debería llevarme vestidos de fiesta y trajes elegantes porque seguramente Pedro Alfonso organiza fiestas todas las noches, pero me da igual porque yo no pienso acudir a ninguna de ellas. No estoy interesada en él, estoy interesada en el trabajo.


—No es eso. Dime que no has guardado ropa de invierno —suspiró su hermana—. Cariño, en Argentina están en verano ahora mismo. ¡Hay más de treinta grados!


—Oh, no… no me había dado cuenta.


—No te preocupes. Saca lo que hayas guardado hasta ahora y mete sólo ropa de verano…


En ese momento, Paula oyó la puerta de un coche y unos pasos en la acera.


—¡Ay, Dios mío, es él! ¿Qué voy a hacer?


—Mostrarte tranquila y profesional —contestó Soledad—. Recordar a todas horas que no puedes confiar en ese hombre y sobre todo, que no vas a acostarte con él.



A TU MERCED: CAPITULO 10




Paula dejó escapar un gemido de angustia cuando se miró al espejo. Las frías luces del lavabo del estadio de Twickenham no eran precisamente favorecedoras, pero no había duda de que estaba lívida; el único color en su rostro el de la sombra azul en contraste con los ojos enrojecidos. No. no era una buena imagen.


Preferiría enfrentarse con un pelotón de ejecución antes que con los reporteros de todos los periódicos y revistas deportivas del país, pero no tenía elección. Su padre, junto con los demás miembros de la federación inglesa de rugby, estaba allí y esperaría que la presentación fuera perfecta.


Con manos temblorosas, se puso un poco de brillo en los labios y los apretó, recordando el beso de Pedro la noche anterior… No.


No podía pensar en eso cuando tenía que salir allí y mostrarse como una profesional, no una criatura salida de la cripta. No era el momento de seguir haciéndose preguntas, como había hecho durante toda la noche.


¿Por qué había sido tan tonta?


Dejar que la humillase y la rechazase una vez más era completamente absurdo, intolerable.


Debía de estar loca, pensó. Pero no fue capaz de evitarlo. Había sido igual que seis años antes, cuando la dejó sola en el invernadero de Harcourt Manor. Entonces se había quedado en un estado de suspensión mental. Había leído que el miedo y la angustia podían hacerle eso a una persona. Durante seis años había seguido adelante con su vida, como una persona normal para todo el mundo: una chica sana y con éxito, de modo que hasta los más cercanos a ella, incluso su hermana Soledad, no sabían que detrás de esa fachada de normalidad estaba helada, como si su reloj vital se hubiera detenido. Hasta la noche anterior.


Guardando el brillo de labios en el bolso, se llevó las manos a la cara cuando sus ojos se llenaron de lágrimas.


«Las chicas duras no lloran», solía decir su padre. Cuando Paula nació. Soledad, dos años mayor, ya había acaparado el mercado de «guapa y femenina», de modo que ella decidió ser «una chica dura». Y Horacio, naturalmente, la había aceptado como al hijo que no tuvo nunca. Las lágrimas eran para las niñas pequeñas, le decía, y Paula había aprendido muy pronto a contenerlas.


Lo de la noche anterior había sido un paso en falso que debía olvidar, nada más, pensó, saliendo del lavabo, Corno diseñadora, su ropa era, más que un homenaje a la moda, un reflejo de su propia personalidad. Su manera de vestir siempre quería decir algo y el traje de chaqueta oscuro que llevaba aquel día decía claramente «no te metas conmigo». Los tacones de diez centímetros añadían: «o te daré un puñetazo».


El ruido de la sala donde tendría lugar la conferencia de prensa parecía el de un bar durante un partido. Paula sintió un escalofrío. Por el momento sonaba más o menos inofensivo, pero temía que en unos minutos el murmullo de los periodistas se convirtiera en un grito pidiendo su cabeza.


—Ah, aquí estás. Estábamos esperando —dijo su padre al verla—. ¿Todo bien?


—Sí, todo bien —sonrió ella—. ¿Por qué lo preguntas?


—Porque pareces un poco pálida. Pero si estás lista, vamos a empezar.


Las cámaras se volvieron hacia ellos en cuanto entraron y los periodistas levantaron la mano para indicar que querían hacer preguntas.


Tras la mesa había una fotografía del equipo inglés durante el partido del día anterior y Paula se encontró sentada entre su padre y Alan Moss, el fisioterapeuta, que estaba allí para explicar que el tejido usado en la camiseta podía influir beneficiosamente al desarrollo físico de los jugadores.


Aunque también le iría muy bien si se desmayaba.


Su padre los presentó a todos, diciendo unas cuantas palabras sobre el papel de cada persona en el equipo. Cuando llegó a Paula, los reporteros parecieron lanzarse hacia delante, como los galgos en los cajones justo antes de empezar una carrera.


—Como sabrán, la señorita Chaves ganó el concurso de ideas para diseñar el uniforme del equipo oficial, junto con los trajes de chaqueta que llevarán en las ocasiones oficiales.


—¡Sorpresa, sorpresa! —gritó alguien—. ¿Cómo habrá ocurrido eso?


Paula, indignada, buscó con la mirada al provocador.


—Ocurrió gracias a mi título en diseño textil y mi experiencia diseñando para mi propia firma, Coronet. Había otros diseñadores experimentados en el concurso y el proceso de selección estuvo basado en las ideas que presentó cada uno.


—¿Y por qué se presentó usted? —insistió el periodista—. Es más conocida por diseñar elegantes vestidos de noche y eso no tiene mucho que ver con el uniforme de un equipo de rugby.


—No, desde luego que no. Y por eso precisamente me presenté al concurso —contestó ella, pensando que quizá el micrófono estaba recogiendo los furiosos latidos de su corazón—. Levanté mi empresa empezando de cero y estaba lista para el siguiente reto.


—¿Era el reto lo que la interesaba o el dinero? Tengo entendido que las empresas de producción masiva que copian sus diseños le cuestan mucho dinero a Coronet.


—Los diseños de Coronet siguen siendo muy demandados. Mi socia. Raquel Fielding, ya está preparando encargos para la próxima entrega de los Oscar y los premios Baila.


Todo eso era verdad. Raquel, su socia, recibía constantes llamadas de estilistas de Hollywood y Londres, pero todos esperaban que «prestasen» los vestidos para que sus famosas clientas los lucieran en la alfombra roja, de modo que no entraba dinero en la empresa.


Pero no había tiempo para pensar en eso ahora. 


Si no tenía cuidado, ese maldito periodista la dejaría en mal lugar.


—¿Está de acuerdo en que su experiencia como diseñadora ha influido a la hora de conseguir este encargo?


Afortunadamente, una pregunta normal.


Paula iba a contestar cuando alguien intervino, con tono burlón:
—Las rosas en la franja central de las camisetas son divinas, ¿no les parece?


Los periodistas soltaron una carcajada, poniendo a prueba la paciencia de Paula.


—Tal vez sea un problema para hombres que no están seguros de su masculinidad —contestó, con una sonrisa—. Afortunadamente, eso no incluye a los miembros del equipo de rugby de Inglaterra. Pero sí, tiene razón, mi experiencia ha tenido mucho que ver con este encargo. Trabajando con Alan, el fisioterapeuta del equipo, y expertos norteamericanos, hemos encontrado uno de los tejidos más tecnológicamente avanzados del mundo —los periodistas empezaron a tomar notas a toda velocidad—. Es un tejido que mejora la oxigenación de la sangre, absorbiendo los iones negativos de la piel de los jugadores, y evita que haya una descarga de ácido láctico, mejorando el resultado.


—¿Y entonces por qué perdió Inglaterra ayer? —preguntó alguien desde el fondo de la sala.


«Porque Pedro Alfonso jugaba en el equipo contrario».


Afortunadamente, fue el entrenador quien contestó a esa pregunta, alegando lesiones, falta de entrenamiento…


Paula tomó un sorbo de agua para relajarse.


En el cuaderno que había delante de ella había estado garabateando inconscientemente y se dio cuenta de que había dibujado una figura femenina con un vestido de noche. Los críticos tenían razón, pensó, ella no tenía nada que hacer allí, entre esa pandilla de periodistas deportivos. Debería estar en su estudio, trabajando con su equipo, diseñando la colección de otoño.


Si el negocio seguía en pie para entonces, pensó, angustiada.


—¿Tuvo algún problema con la producción de las camisetas? —oyó que preguntaba alguien.


Fue como si una mano se cerrase sobre su garganta y, por un momento, se quedó sin respiración. Esa voz ronca, burlona, era fácilmente reconocible.


—No —contestó, mirando alrededor para localizarlo.


—¿Ninguno en absoluto?


Pedro dio un paso adelante, la gente que había a su alrededor apartándose para dejarlo avanzar. Y Paula vio, horrorizada, que llevaba la camiseta en la mano.


La camiseta con el número diez.


El canalla estaba intentando obligarla a admitir delante de los periodistas, que ya criticaban que hubiera sido su empresa la que ganó el concurso, que había metido la pata.


Corno si no la hubiera humillado suficiente.


—No —repitió, intentando mostrarse tranquila—. Tuvimos suerte porque la fábrica que las manufacturó es excelente y el proceso de producción salió adelante sin problemas. Cuando se trabaja con tejidos tan novedosos como éste suele haber problemas con los tintes, pero en este caso conseguimos anticiparnos y, como resultado, no hubo problema alguno.


Paula lo miró, desafiante, retándolo a decir lo contrario. Si lo hacía, dejaría claro que tenía información que no debía poseer y eso sería dar un paso en falso delante de los periodistas.


—Veo que tiene usted un equipo excelente. ¿Significa eso que su aportación al diseño de los uniformes ha sido meramente… de nombre?—preguntó Pedro.


—No, en absoluto —respondió Paula.


Oyó a su padre emitir un bufido de disgusto y lo vio inclinarse para decirle algo a uno de los mandatarios de la federación. Sabía que podría pedir que lo echasen de allí, pero no quería que se fuera antes de dejarle bien claro que ella no era una caprichosa heredera jugando a las muñecas.


—En ese caso, ¿debo pensar que está usted dispuesta a aceptar otros encargos de este tipo?


—¿Qué quiere decir?


Los periodistas escuchaban con la morbosa fascinación que hacía que la gente se detuviera a mirar un accidente en la carretera.


—Nos ha convencido de que ha ganado el concurso por sus propios méritos y seguro que no soy el único que la admira por ello—explicó Pedro, la frase seguida por el murmullo de asentimiento de los periodistas—. Yo soy el patrocinador oficial de Los Pumas, el equipo argentino de rugby, y me gustaría invitarla a diseñar los uniformes de la próxima temporada.


Un segundo antes los periodistas estaban dispuestos a lincharla, pero una palabra de su héroe y todos se tumbaban boca arriba como cachorros. Era repugnante.


—¿Perdón?


No podía ser. ¿Pedro Alfonso pidiéndole que diseñase el uniforme del equipo de Los Pumas? No, eso era completamente absurdo.


Horacio Chaves se aclaró la garganta.


—Me temo que no va a ser posible. La señorita Chaves tiene mucho trabajo, pero estoy seguro de que, si hace la petición por escrito…


Los periodistas esperaban una respuesta mientras Paula miraba a Pedro, que la miraba a su vez como un pirata que hubiese forzado a una damisela a caminar por la tabla de su barco.


Si rechazaba la oferta, todo lo que acababa de decir sonaría falso, pensó. Y aunque ella no se rendía fácilmente, sabía cuándo le habían ganado la batalla.


—Lo haré encantada, señor Alfonso.


De modo que Paula Chaves tenía talento, de eso no había la menor duda. Fuera en el campo del diseño o exclusivamente en la mentira y la deshonestidad, estaba por ver.


Pedro se abrió paso entre los periodistas, muchos de los cuales se habían vuelto en su dirección para tomar nota del inesperado giro de la historia. Sin hacerles caso, se dirigió a la puerta por la que los miembros de la federación, con Paula entre ellos, habían desaparecido.


La vio enseguida, charlando con su padre al fondo de la habitación, frente a una mesa en la que había una cafetera y varias bandejas con pastas. Si se había puesto ese traje de chaqueta oscuro para dar una impresión de madurez, estaba equivocada, pensó. Porque parecía absurdamente joven, demasiado delgada y…


Ah, claro.


Vulnerable.


Qué estúpido por su parte no haberlo visto de inmediato. Ese era exactamente el efecto que quería conseguir.


Mientras se acercaba la vio poner una mano en el brazo de su padre, como intentando contenerlo, y deliberadamente evitó mirar a Horacio Chaves para concentrarse en su hija. 


Paula parecía muy pálida, como si estuviera a punto de desmayarse. ¿Podría ser que, por fin, hubiese logrado turbar a la inalterable lady Paula Chaves?


Estaba temblando y ver eso hizo que se le encogiera el estómago, aunque no sabía bien por qué.


—Espero que estés satisfecho.


—Por supuesto —contestó él—. Acabo de conseguir los servicios de una diseñadora de mucho talento que, aparentemente, recibe encargos a todas horas. Ahora lo único que necesito es una taza de café y mi día estará completo.


—Has conseguido los servicios de esa diseñadora gracias a un chantaje.


Pedro soltó una carcajada.


—Ves demasiadas películas, Paula. ¿O me he perdido la parte en la que alguien te ponía un cuchillo en el cuello?


—No hacía falta que me pusieras un cuchillo en el cuello —replicó ella, mirando alrededor para ver si alguien estaba observándolos—. Tú sabías perfectamente que, con los periodistas dispuestos a hacerme trizas sólo porque mi padre es el presidente de la federación, no podía negarme.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para que su postura y su voz pareciesen calmadas. El aroma de su perfume le recordaba la noche anterior y lo que había sentido besándola. Sus labios, hinchados por la mañana, latían al recordarlo…


—¿Negarte? ¿Y por qué ibas a hacer eso?


—Porque no quiero trabajar para alguien a quien no respeto.


El pasó a su lado y, con aparente tranquilidad, empezó a servirse un café.


—Ah, vaya, pues me temo que a partir de mañana todos los periódicos dirán que la diseñadora del equipo oficial de Inglaterra se marcha a Argentina para crear los nuevos uniformes de Los Pumas. A menos, claro, que quieras reconsiderarlo…


—¿Argentina? —repitió ella—. ¿Quién ha dicho nada de ir a Argentina?


Pedro la vio tan asustada que casi sintió pena por ella. Pero el recuerdo de lo que le había hecho seis años antes le quemaba tanto como el corte en el labio. Ahora era su turno de lamentarlo.


—¿De verdad pensabas que todo el equipo vendría aquí? Seguramente será así como funcionan las cosas en «el mundo de Paula», pero vas a tener que acostumbrarte a una manera diferente de hacer las cosas, querida.


Al ver que sus ojos verdes pasaban del esmeralda a un tono más oscuro, más opaco, esperó que empezase la tormenta. La noche anterior, cuando intentó abofetearlo, había descubierto que lady Chaves tenía temperamento y se preguntaba qué haría ahora… ¿gritar? ¿Tirarle algo? ¿Pedirle ayuda a su papá?


Ella irguió los hombros, su hostilidad disimulada por un gesto de indiferencia.


—¿Por qué me haces esto?


—¿A ti? No, Paula, lo hago por ti. Voy a darte una oportunidad para que demuestres lo que vales…


—Eso ya lo he hecho.


—Sí, pero deberías revalidar tu reputación. Y deberías estarme agradecida. Pensé que te gustaban los retos.


—Ah, ya lo entiendo. Crees que el trabajo lo hace otra persona y yo me llevo los laureles, ¿no? Y estás deseando verme fracasar. Pues muy bien. Pedro, no voy a fracasar—dijo Paula entonces—. Lo he hecho todo yo misma y puedo volver a hacerlo… mejor y más rápidamente esta vez. Si piensas llevarme al otro lado del mundo para ver cómo hago el ridículo, estás perdiendo el tiempo.


—Ah, muy batalladora, impresionante —dijo él, sarcástico—. Pero te lo advierto, esto no es un juego. No es como lo de anoche y no podrás flirtear o seducirme, éste es un encargo serio.


—Y tú eres el jefe —replicó Paula, con el mismo sarcasmo—. Yo lo tengo muy claro y espero que tú también. Porque si me pones una mano encima, te demandaré por acoso sexual.


Antes de que Pedro pudiera responder, un miembro del equipo técnico apareció al lado de Paula con expresión ansiosa.


—¿Señorita Chaves? El fotógrafo está dispuesto a empezar la sesión con los jugadores pero, lamentablemente falta… una camiseta.


Ella tragó saliva.


—Gracias, la llevaré enseguida.


Pedro sonrió mientras el hombre se alejaba.


—Un coche irá a buscarte mañana, alrededor de las once —le dijo, con exagerada cortesía.


—¿Mañana? Pero… —Paula se detuvo abruptamente, intentando contener la furiosa protesta que asomaba a sus labios. Pero por fin, sin decir nada, se dio la vuelta.


Pedro la vio alejarse, la espalda recta, la cabeza erguida. Se aferraba a su orgullo como podía, pensó, sarcástico. Parecía convencida de poder llevar a cabo el encargo ¿pero cómo llevaría el aspecto personal de ese viaje? ¿La mimada diva sería capaz de soportarlo?


—¿Paula?—la llamó cuando estaba a punto de salir.


—¿Sí, señor Alfonso?


—Por favor, llámame Pedro. Viajaremos en mi jet privado mañana. Es un avión pequeño, de modo que, por favor, lleva sólo una maleta. Sé que la mayoría de las mujeres guardan un montón de cosas innecesarias…


—¿Quiere decir que la ropa es innecesaria? Cuidado, señor Alfonso, éste es un acuerdo profesional.


Y después de decir eso salió de la sala. 


Pedro se quedó mirándola, el café enfriándose en la taza, su mente dando vueltas a turbadores imágenes de Paula Chaves desnuda en el asiento del avión… y con la sospecha de que ella acababa de ganarle un punto.


Pero aceptaría su consejo: iría con cuidado.


Tenía la impresión de que aquel encargo, una idea repentina, podría acabar siendo más problemático de lo que había imaginado.