lunes, 24 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 13




—¿Vino, lady Chaves? 


Paula asintió con la cabeza, conteniendo un gruñido de irritación por el uso de su título mientras Alberto, el auxiliar de vuelo, servía dos copas de vino blanco.


Llevaban una hora en el aire, pero a pesar del lujoso interior del jet, se sentía nerviosa e incómoda. Había pasado todo ese tiempo leyendo una revista, pero no recordaba ni una sola palabra de lo que había leído. Sin embargo, sabía de memoria la portada del periódico que estaba leyendo Pedro.


Alberto desapareció después de servir el vino y Paula tomó su copa.


—¿Te importaría decirle a la tripulación que no tienen que llamarme lady Chaves? Yo no suelo utilizar el título y prefiero que la gente me llame por mi nombre.


Pedro levantó la mirada.


—Ah, claro. Si lo prefieres así, se lo diré. Pero resulta irónico que de repente, quieras olvidar tu aristocrático título.


—¿Irónico? ¿En qué sentido?


El tomó un sorbo de vino.


—Es evidente que no tienes el menor problema para usarlo cuando te conviene.


Alberto apareció de nuevo con dos platos de langosta y ensalada verde y Paula esperó hasta que estuvieron solos para contestar:
—Vamos a ver si entiendes algo de una vez por todas: adoro a mi familia y estoy muy orgullosa de ser quien soy, pero nunca he usado mi título para abrirme puertas.


Jugando con una hoja de lechuga, Pedro pensó que no era eso lo que el tipo con el que cenó por la noche le había contado. Miembro de la federación de rugby, le había confiado mientras tomaban un oporto que no había habido otras empresas compitiendo para hacer los uniformes, que sólo habían tenido en cuenta el proyecto de la hija del presidente.


—No es eso lo que me han contado, pero seguro que tú piensas que por tener un trabajo y un apartamento tu vida es como la de los demás. Pero el apellido de tu familia…


—¿Cómo puedes ser tan hipócrita? Estamos manteniendo esta conversación a bordo de un jet privado. ¿Qué sabes tú sobre cómo viven los demás?


—La diferencia —replicó Pedro, con tono venenoso— es que yo he trabajado mucho para conseguirlo. Yo no vengo de una familia con apellido aristocrático.


Esperaba que ella se echase atrás, que entendiese que la mimada heredera que no sabía lo que era crecer sin nada, particularmente una identidad, estaba en terreno peligroso. Pero en lugar de eso, Paula soltó el tenedor y lo miró a los ojos.


—Muy bien, tu vida no ha sido fácil y por eso tienes que demostrarle a todo el mundo lo que vales, ¿no?


Sus palabras fueron como un golpe en el plexo solar. Un golpe duro e inesperado.


—De modo que —siguió Paula— tu pasado familiar te ha marcado tanto como a mí el mío.


—Yo no tengo un «pasado familiar».


—Todo el mundo lo tiene.


—Quizá en tu mundo, pero no en el mío. Mi «pasado familiar» se borró cuando tenía cinco años y me llevaron a Inglaterra.


—¿Por qué? —le preguntó ella.


Pedro hubiera querido decirle que no era cosa suya, que estaba entrando en terreno que él tenía cerrado bajo llave y guardado con alambre de espino, pero hacer eso sería una traición a su padre.


¿Y no había traicionado su madre a Ignacio Alfonso más que suficiente?


—Argentina era un país problemático cuando yo nací, sometido a una dictadura militar. Mi padre y mis tíos fueron detenidos porque eran miembros de un sindicato y mi madre, que era de familia inglesa, decidió llevarme a Londres al día siguiente. No nos llevamos nada.


—¿Qué fue de tu padre?


La luz del sol que entraba por las ventanillas del avión iluminaba el rostro de Paula, haciendo que su piel pareciese de oro. Había apoyado los codos en la mesa que los separaba y sus ojos tranquilos, tan verdes como un prado inglés en verano, parecían atraerlo, llevándolo hacia sus profundidades.


—¿Quién sabe? Se convirtió en uno de los miles de desaparecidos. Nadie sabe qué fue de ellos.


—Debió ser horrible —murmuró Paula—. No saber qué ha sido de una persona querida…


—Durante un tiempo yo quise creer que seguía vivo —dijo Pedro—. Desgraciadamente, mi madre no creía eso y volvió a casarse rápidamente… con el hombre para el que trabajaba como ama de llaves en Oxfordshire.


—Ay, ya. Pero no creo que fuese fácil tampoco para ella.


Pedro se pasó una mano por la frente. Por supuesto, debería haber imaginado que Paula Chaves lo vería desde el punto de vista de su madre: eran iguales. La lealtad y la honradez no estaban en el programa.


—Yo creo que sí lo fue —contestó—, Creo que fue muy fácil para ella reinventarse a sí misma y portarse como si el pasado nunca hubiera existido. Lo difícil era vivir con el recordatorio de su primer marido y ahí empezó mi encarcelación en los colegios públicos británicos.


Paula alargó una mano para apretar la suya y el roce pareció quemarlo.


—Lo siento mucho.


Había esperado seis años para oír esa frase y la ironía de las circunstancias lo dejó helado. ¿Qué era lo que sentía, la traición de su madre o la suya propia?


Pedro apartó la mano bruscamente.


—Lo dudo —murmuró, levantándose—. Lo dudo mucho.



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