domingo, 23 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 10




Paula dejó escapar un gemido de angustia cuando se miró al espejo. Las frías luces del lavabo del estadio de Twickenham no eran precisamente favorecedoras, pero no había duda de que estaba lívida; el único color en su rostro el de la sombra azul en contraste con los ojos enrojecidos. No. no era una buena imagen.


Preferiría enfrentarse con un pelotón de ejecución antes que con los reporteros de todos los periódicos y revistas deportivas del país, pero no tenía elección. Su padre, junto con los demás miembros de la federación inglesa de rugby, estaba allí y esperaría que la presentación fuera perfecta.


Con manos temblorosas, se puso un poco de brillo en los labios y los apretó, recordando el beso de Pedro la noche anterior… No.


No podía pensar en eso cuando tenía que salir allí y mostrarse como una profesional, no una criatura salida de la cripta. No era el momento de seguir haciéndose preguntas, como había hecho durante toda la noche.


¿Por qué había sido tan tonta?


Dejar que la humillase y la rechazase una vez más era completamente absurdo, intolerable.


Debía de estar loca, pensó. Pero no fue capaz de evitarlo. Había sido igual que seis años antes, cuando la dejó sola en el invernadero de Harcourt Manor. Entonces se había quedado en un estado de suspensión mental. Había leído que el miedo y la angustia podían hacerle eso a una persona. Durante seis años había seguido adelante con su vida, como una persona normal para todo el mundo: una chica sana y con éxito, de modo que hasta los más cercanos a ella, incluso su hermana Soledad, no sabían que detrás de esa fachada de normalidad estaba helada, como si su reloj vital se hubiera detenido. Hasta la noche anterior.


Guardando el brillo de labios en el bolso, se llevó las manos a la cara cuando sus ojos se llenaron de lágrimas.


«Las chicas duras no lloran», solía decir su padre. Cuando Paula nació. Soledad, dos años mayor, ya había acaparado el mercado de «guapa y femenina», de modo que ella decidió ser «una chica dura». Y Horacio, naturalmente, la había aceptado como al hijo que no tuvo nunca. Las lágrimas eran para las niñas pequeñas, le decía, y Paula había aprendido muy pronto a contenerlas.


Lo de la noche anterior había sido un paso en falso que debía olvidar, nada más, pensó, saliendo del lavabo, Corno diseñadora, su ropa era, más que un homenaje a la moda, un reflejo de su propia personalidad. Su manera de vestir siempre quería decir algo y el traje de chaqueta oscuro que llevaba aquel día decía claramente «no te metas conmigo». Los tacones de diez centímetros añadían: «o te daré un puñetazo».


El ruido de la sala donde tendría lugar la conferencia de prensa parecía el de un bar durante un partido. Paula sintió un escalofrío. Por el momento sonaba más o menos inofensivo, pero temía que en unos minutos el murmullo de los periodistas se convirtiera en un grito pidiendo su cabeza.


—Ah, aquí estás. Estábamos esperando —dijo su padre al verla—. ¿Todo bien?


—Sí, todo bien —sonrió ella—. ¿Por qué lo preguntas?


—Porque pareces un poco pálida. Pero si estás lista, vamos a empezar.


Las cámaras se volvieron hacia ellos en cuanto entraron y los periodistas levantaron la mano para indicar que querían hacer preguntas.


Tras la mesa había una fotografía del equipo inglés durante el partido del día anterior y Paula se encontró sentada entre su padre y Alan Moss, el fisioterapeuta, que estaba allí para explicar que el tejido usado en la camiseta podía influir beneficiosamente al desarrollo físico de los jugadores.


Aunque también le iría muy bien si se desmayaba.


Su padre los presentó a todos, diciendo unas cuantas palabras sobre el papel de cada persona en el equipo. Cuando llegó a Paula, los reporteros parecieron lanzarse hacia delante, como los galgos en los cajones justo antes de empezar una carrera.


—Como sabrán, la señorita Chaves ganó el concurso de ideas para diseñar el uniforme del equipo oficial, junto con los trajes de chaqueta que llevarán en las ocasiones oficiales.


—¡Sorpresa, sorpresa! —gritó alguien—. ¿Cómo habrá ocurrido eso?


Paula, indignada, buscó con la mirada al provocador.


—Ocurrió gracias a mi título en diseño textil y mi experiencia diseñando para mi propia firma, Coronet. Había otros diseñadores experimentados en el concurso y el proceso de selección estuvo basado en las ideas que presentó cada uno.


—¿Y por qué se presentó usted? —insistió el periodista—. Es más conocida por diseñar elegantes vestidos de noche y eso no tiene mucho que ver con el uniforme de un equipo de rugby.


—No, desde luego que no. Y por eso precisamente me presenté al concurso —contestó ella, pensando que quizá el micrófono estaba recogiendo los furiosos latidos de su corazón—. Levanté mi empresa empezando de cero y estaba lista para el siguiente reto.


—¿Era el reto lo que la interesaba o el dinero? Tengo entendido que las empresas de producción masiva que copian sus diseños le cuestan mucho dinero a Coronet.


—Los diseños de Coronet siguen siendo muy demandados. Mi socia. Raquel Fielding, ya está preparando encargos para la próxima entrega de los Oscar y los premios Baila.


Todo eso era verdad. Raquel, su socia, recibía constantes llamadas de estilistas de Hollywood y Londres, pero todos esperaban que «prestasen» los vestidos para que sus famosas clientas los lucieran en la alfombra roja, de modo que no entraba dinero en la empresa.


Pero no había tiempo para pensar en eso ahora. 


Si no tenía cuidado, ese maldito periodista la dejaría en mal lugar.


—¿Está de acuerdo en que su experiencia como diseñadora ha influido a la hora de conseguir este encargo?


Afortunadamente, una pregunta normal.


Paula iba a contestar cuando alguien intervino, con tono burlón:
—Las rosas en la franja central de las camisetas son divinas, ¿no les parece?


Los periodistas soltaron una carcajada, poniendo a prueba la paciencia de Paula.


—Tal vez sea un problema para hombres que no están seguros de su masculinidad —contestó, con una sonrisa—. Afortunadamente, eso no incluye a los miembros del equipo de rugby de Inglaterra. Pero sí, tiene razón, mi experiencia ha tenido mucho que ver con este encargo. Trabajando con Alan, el fisioterapeuta del equipo, y expertos norteamericanos, hemos encontrado uno de los tejidos más tecnológicamente avanzados del mundo —los periodistas empezaron a tomar notas a toda velocidad—. Es un tejido que mejora la oxigenación de la sangre, absorbiendo los iones negativos de la piel de los jugadores, y evita que haya una descarga de ácido láctico, mejorando el resultado.


—¿Y entonces por qué perdió Inglaterra ayer? —preguntó alguien desde el fondo de la sala.


«Porque Pedro Alfonso jugaba en el equipo contrario».


Afortunadamente, fue el entrenador quien contestó a esa pregunta, alegando lesiones, falta de entrenamiento…


Paula tomó un sorbo de agua para relajarse.


En el cuaderno que había delante de ella había estado garabateando inconscientemente y se dio cuenta de que había dibujado una figura femenina con un vestido de noche. Los críticos tenían razón, pensó, ella no tenía nada que hacer allí, entre esa pandilla de periodistas deportivos. Debería estar en su estudio, trabajando con su equipo, diseñando la colección de otoño.


Si el negocio seguía en pie para entonces, pensó, angustiada.


—¿Tuvo algún problema con la producción de las camisetas? —oyó que preguntaba alguien.


Fue como si una mano se cerrase sobre su garganta y, por un momento, se quedó sin respiración. Esa voz ronca, burlona, era fácilmente reconocible.


—No —contestó, mirando alrededor para localizarlo.


—¿Ninguno en absoluto?


Pedro dio un paso adelante, la gente que había a su alrededor apartándose para dejarlo avanzar. Y Paula vio, horrorizada, que llevaba la camiseta en la mano.


La camiseta con el número diez.


El canalla estaba intentando obligarla a admitir delante de los periodistas, que ya criticaban que hubiera sido su empresa la que ganó el concurso, que había metido la pata.


Corno si no la hubiera humillado suficiente.


—No —repitió, intentando mostrarse tranquila—. Tuvimos suerte porque la fábrica que las manufacturó es excelente y el proceso de producción salió adelante sin problemas. Cuando se trabaja con tejidos tan novedosos como éste suele haber problemas con los tintes, pero en este caso conseguimos anticiparnos y, como resultado, no hubo problema alguno.


Paula lo miró, desafiante, retándolo a decir lo contrario. Si lo hacía, dejaría claro que tenía información que no debía poseer y eso sería dar un paso en falso delante de los periodistas.


—Veo que tiene usted un equipo excelente. ¿Significa eso que su aportación al diseño de los uniformes ha sido meramente… de nombre?—preguntó Pedro.


—No, en absoluto —respondió Paula.


Oyó a su padre emitir un bufido de disgusto y lo vio inclinarse para decirle algo a uno de los mandatarios de la federación. Sabía que podría pedir que lo echasen de allí, pero no quería que se fuera antes de dejarle bien claro que ella no era una caprichosa heredera jugando a las muñecas.


—En ese caso, ¿debo pensar que está usted dispuesta a aceptar otros encargos de este tipo?


—¿Qué quiere decir?


Los periodistas escuchaban con la morbosa fascinación que hacía que la gente se detuviera a mirar un accidente en la carretera.


—Nos ha convencido de que ha ganado el concurso por sus propios méritos y seguro que no soy el único que la admira por ello—explicó Pedro, la frase seguida por el murmullo de asentimiento de los periodistas—. Yo soy el patrocinador oficial de Los Pumas, el equipo argentino de rugby, y me gustaría invitarla a diseñar los uniformes de la próxima temporada.


Un segundo antes los periodistas estaban dispuestos a lincharla, pero una palabra de su héroe y todos se tumbaban boca arriba como cachorros. Era repugnante.


—¿Perdón?


No podía ser. ¿Pedro Alfonso pidiéndole que diseñase el uniforme del equipo de Los Pumas? No, eso era completamente absurdo.


Horacio Chaves se aclaró la garganta.


—Me temo que no va a ser posible. La señorita Chaves tiene mucho trabajo, pero estoy seguro de que, si hace la petición por escrito…


Los periodistas esperaban una respuesta mientras Paula miraba a Pedro, que la miraba a su vez como un pirata que hubiese forzado a una damisela a caminar por la tabla de su barco.


Si rechazaba la oferta, todo lo que acababa de decir sonaría falso, pensó. Y aunque ella no se rendía fácilmente, sabía cuándo le habían ganado la batalla.


—Lo haré encantada, señor Alfonso.


De modo que Paula Chaves tenía talento, de eso no había la menor duda. Fuera en el campo del diseño o exclusivamente en la mentira y la deshonestidad, estaba por ver.


Pedro se abrió paso entre los periodistas, muchos de los cuales se habían vuelto en su dirección para tomar nota del inesperado giro de la historia. Sin hacerles caso, se dirigió a la puerta por la que los miembros de la federación, con Paula entre ellos, habían desaparecido.


La vio enseguida, charlando con su padre al fondo de la habitación, frente a una mesa en la que había una cafetera y varias bandejas con pastas. Si se había puesto ese traje de chaqueta oscuro para dar una impresión de madurez, estaba equivocada, pensó. Porque parecía absurdamente joven, demasiado delgada y…


Ah, claro.


Vulnerable.


Qué estúpido por su parte no haberlo visto de inmediato. Ese era exactamente el efecto que quería conseguir.


Mientras se acercaba la vio poner una mano en el brazo de su padre, como intentando contenerlo, y deliberadamente evitó mirar a Horacio Chaves para concentrarse en su hija. 


Paula parecía muy pálida, como si estuviera a punto de desmayarse. ¿Podría ser que, por fin, hubiese logrado turbar a la inalterable lady Paula Chaves?


Estaba temblando y ver eso hizo que se le encogiera el estómago, aunque no sabía bien por qué.


—Espero que estés satisfecho.


—Por supuesto —contestó él—. Acabo de conseguir los servicios de una diseñadora de mucho talento que, aparentemente, recibe encargos a todas horas. Ahora lo único que necesito es una taza de café y mi día estará completo.


—Has conseguido los servicios de esa diseñadora gracias a un chantaje.


Pedro soltó una carcajada.


—Ves demasiadas películas, Paula. ¿O me he perdido la parte en la que alguien te ponía un cuchillo en el cuello?


—No hacía falta que me pusieras un cuchillo en el cuello —replicó ella, mirando alrededor para ver si alguien estaba observándolos—. Tú sabías perfectamente que, con los periodistas dispuestos a hacerme trizas sólo porque mi padre es el presidente de la federación, no podía negarme.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para que su postura y su voz pareciesen calmadas. El aroma de su perfume le recordaba la noche anterior y lo que había sentido besándola. Sus labios, hinchados por la mañana, latían al recordarlo…


—¿Negarte? ¿Y por qué ibas a hacer eso?


—Porque no quiero trabajar para alguien a quien no respeto.


El pasó a su lado y, con aparente tranquilidad, empezó a servirse un café.


—Ah, vaya, pues me temo que a partir de mañana todos los periódicos dirán que la diseñadora del equipo oficial de Inglaterra se marcha a Argentina para crear los nuevos uniformes de Los Pumas. A menos, claro, que quieras reconsiderarlo…


—¿Argentina? —repitió ella—. ¿Quién ha dicho nada de ir a Argentina?


Pedro la vio tan asustada que casi sintió pena por ella. Pero el recuerdo de lo que le había hecho seis años antes le quemaba tanto como el corte en el labio. Ahora era su turno de lamentarlo.


—¿De verdad pensabas que todo el equipo vendría aquí? Seguramente será así como funcionan las cosas en «el mundo de Paula», pero vas a tener que acostumbrarte a una manera diferente de hacer las cosas, querida.


Al ver que sus ojos verdes pasaban del esmeralda a un tono más oscuro, más opaco, esperó que empezase la tormenta. La noche anterior, cuando intentó abofetearlo, había descubierto que lady Chaves tenía temperamento y se preguntaba qué haría ahora… ¿gritar? ¿Tirarle algo? ¿Pedirle ayuda a su papá?


Ella irguió los hombros, su hostilidad disimulada por un gesto de indiferencia.


—¿Por qué me haces esto?


—¿A ti? No, Paula, lo hago por ti. Voy a darte una oportunidad para que demuestres lo que vales…


—Eso ya lo he hecho.


—Sí, pero deberías revalidar tu reputación. Y deberías estarme agradecida. Pensé que te gustaban los retos.


—Ah, ya lo entiendo. Crees que el trabajo lo hace otra persona y yo me llevo los laureles, ¿no? Y estás deseando verme fracasar. Pues muy bien. Pedro, no voy a fracasar—dijo Paula entonces—. Lo he hecho todo yo misma y puedo volver a hacerlo… mejor y más rápidamente esta vez. Si piensas llevarme al otro lado del mundo para ver cómo hago el ridículo, estás perdiendo el tiempo.


—Ah, muy batalladora, impresionante —dijo él, sarcástico—. Pero te lo advierto, esto no es un juego. No es como lo de anoche y no podrás flirtear o seducirme, éste es un encargo serio.


—Y tú eres el jefe —replicó Paula, con el mismo sarcasmo—. Yo lo tengo muy claro y espero que tú también. Porque si me pones una mano encima, te demandaré por acoso sexual.


Antes de que Pedro pudiera responder, un miembro del equipo técnico apareció al lado de Paula con expresión ansiosa.


—¿Señorita Chaves? El fotógrafo está dispuesto a empezar la sesión con los jugadores pero, lamentablemente falta… una camiseta.


Ella tragó saliva.


—Gracias, la llevaré enseguida.


Pedro sonrió mientras el hombre se alejaba.


—Un coche irá a buscarte mañana, alrededor de las once —le dijo, con exagerada cortesía.


—¿Mañana? Pero… —Paula se detuvo abruptamente, intentando contener la furiosa protesta que asomaba a sus labios. Pero por fin, sin decir nada, se dio la vuelta.


Pedro la vio alejarse, la espalda recta, la cabeza erguida. Se aferraba a su orgullo como podía, pensó, sarcástico. Parecía convencida de poder llevar a cabo el encargo ¿pero cómo llevaría el aspecto personal de ese viaje? ¿La mimada diva sería capaz de soportarlo?


—¿Paula?—la llamó cuando estaba a punto de salir.


—¿Sí, señor Alfonso?


—Por favor, llámame Pedro. Viajaremos en mi jet privado mañana. Es un avión pequeño, de modo que, por favor, lleva sólo una maleta. Sé que la mayoría de las mujeres guardan un montón de cosas innecesarias…


—¿Quiere decir que la ropa es innecesaria? Cuidado, señor Alfonso, éste es un acuerdo profesional.


Y después de decir eso salió de la sala. 


Pedro se quedó mirándola, el café enfriándose en la taza, su mente dando vueltas a turbadores imágenes de Paula Chaves desnuda en el asiento del avión… y con la sospecha de que ella acababa de ganarle un punto.


Pero aceptaría su consejo: iría con cuidado.


Tenía la impresión de que aquel encargo, una idea repentina, podría acabar siendo más problemático de lo que había imaginado.




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