jueves, 23 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 23
«Recibes lo que das».
Tres semanas después, Paula le daba vueltas a la frase y le costaba creer que le hubiera hecho a Lucas nada que mereciera la bomba que le había llegado expresa en documentos legales.
Alegaba una nueva justificación para el divorcio: adulterio. Incluso decía tener pruebas; fotografías que documentaban su aventura. Ella se preguntaba qué fotos y con quién.
Revisó la documentación una vez más, convencida de que había pasado algo por alto.
No tenía sentido. No había engañado a Lucas y él lo sabía muy bien. Igual que sabía que era el padre del bebé. Sin embargo, parecía sugerir que no lo era, al exigir una prueba de paternidad.
Estaba siendo cruel. Lucas podía ser distante y frío, ¿pero cruel? Nunca había visto ese aspecto de su personalidad, aunque las esposas de algunos de sus colegas habían dejado caer que su marido era implacable en su anhelo por ascender. En esa época lo había desechado como envidia profesional. Pero Paula empezaba a comprender que era índice de lo poco que conocía o entendía al hombre con el que se había casado. Y también de lo poco que él la conocía si creía que iba a achantarse por eso.
La antigua Paula, tal vez. La nueva Paula era de hierro.
A través de la ventana vio a Pedro acercarse a la casita. Las hojas caídas se arremolinaban a sus pies y el viento le alborotaba el pelo.
Llevaba un chaquetón para resguardarse del frío, con el cuello subido y las manos en los bolsillos. Le abrió la puerta antes de que llegara.
—Parece que alguien tiene prisa —dijo él, sonriente.
Paula tenía consulta con el tocólogo de Gabriel’s Crossing, y Pedro se había ofrecido a llevarla, porque tenía cosas que hacer en el pueblo.
Podría haber ido sola, era un viaje de apenas quince minutos. Pero agradecía la compañía de Pedro y suponía que él la suya, porque no dejaba de hacerle ese tipo de ofertas. De hecho, pasaban tanto tiempo juntos como muchos matrimonios, posiblemente más, porque él no necesitaba alejarse de su casa por motivos de trabajo.
Desde el viaje a Manhattan, el ritual del paseo cuando caía el sol se había ampliado para incluir una cena previa. Se turnaban para cocinar, aunque desde hacía una semana preparaban la comida en casa de Pedro, cuya cocina estaba ya acabada. No sólo era más grande que la de la casita, contaba con un equipo que habría hecho a un chef de altura llorar de envidia.
Paula había disfrutado ayudándolo a elegirlo, al igual que el color de las paredes y los azulejos que protegían la zona de cocina.
—Voy por el abrigo —le dijo. Intentó evitarlo al pasar pero Pedro, siempre tan perceptivo, agarró su mano y la detuvo.
—¿Va todo bien? —preguntó.
La tentó decirle que no y contarle todos sus problemas. Paula sabía que la escucharía, como hacía siempre. Y le ofrecería su perspectiva y sus sugerencias. Sabía que si lloraba, y era probable, él le secaría las lágrimas, la abrazaría y acariciaría su espalda con su mano callosa hasta que se tranquilizara.
Era una tentación... pero necesitaba empezar a defenderse sola, por su bien y por el del bebé.
Así que forzó una sonrisa y le mintió.
—Muy bien. Sólo estoy... cansada. Anoche no dormí bien.
—Ah. Me alegra saber que sólo se trata de eso. Vi llegar a un coche antes, cuando estaba en el manzanar. Vi a un tipo venir hasta la puerta y darte unos documentos; parecía una entrega oficial. Pensé que debía tener algo que ver con tu divorcio.
—No se te escapa nada, ¿verdad? —Paula suspiró y agachó la cabeza..
—Si tiene que ver contigo, no —Pedro puso el índice bajo su barbilla y la alzó—. ¿Quieres contármelo?
Sus ojos rebosaban compasión y algo más, que a Paula solía quitarle el aire. Suspiró.
—Sí, y es la razón por la que no debería hacerlo.
—Temo que no sigo tu lógica —dijo él, sonriendo.
—Últimamente me apoyo mucho en ti, Pedro. Demasiado. Como hoy, dejando que me lleves al médico otra vez.
—Eso no es nada. ¿Acaso me he quejado?
—Claro que no —ella sabía bien que no lo haría—. Eres demasiado caballeroso para eso.
Él la sorprendió soltando una maldición y yendo hacia la ventana.
—No siempre soy un caballero en lo que a ti respecta, Paula. Créeme.
—¿Pedro? —puso una mano en su hombro.
—Lo siento —dijo él, dándose la vuelta y clavando los ojos en los de ella.
—¿Qué?
El estuvo en silencio casi un minuto, observándola mientras libraba una batalla interna. Después se acercó y tomó su rostro entre las manos.
—Esto —susurró, antes de capturar su boca con la suya.
MILAGRO : CAPITULO 22
Mientras entraban al restaurante, recitó mentalmente todas las razones por las que no podía tener una relación romántica con ella: era su inquilina, estaba embarazada, era vulnerable y, legalmente al menos, era la esposa de otro hombre.
Esperó a que una de esas razones apagara su deseo. Pero no ocurrió. Tal vez porque cuando miró a Paula la descubrió escrutándolo con sus ojos azules. No parecía incómoda sino... ¿excitada?
«Tal vez debería empezar a hacer acopio de coraje», había dicho ella esa tarde. Él había pensado que se refería a crear una empresa.
Pero y si hablaba de...
Desvió la mirada. Debía estar equivocándose.
Suponía que las mujeres embarazadas no se excitaban. Quizá no debían porque no era conveniente en su estado. No había duda de que para el estado de él, no era bueno. No debía pensar en eso, no era el momento ni el lugar adecuado. Se abrochó la chaqueta.
—La comida es excelente —le dijo, con voz más alta de lo normal—. Tienen la mejor carne de la ciudad.
—Me alegro. Estoy muerta de hambre.
A él lo reconfortó y desconcertó, a un tiempo, que Paula estuviera también casi gritando.
Para cuando la camarera les llevó la ensalada, Pedro había controlado su interés sexual. Cuatro vasos de agua con hielo habían ayudado mucho. Eso y el que Paula estuviera hablando de su divorcio y resucitando en él desagradables recuerdos del pasado.
—No sabía que las bases para el divorcio fueran tan limitadas en Nueva York. Va a requerir mucho más tiempo del que yo creía —admitió ella, con un suspiro.
—Supongo que es imposible utilizar el argumento de «diferencias irreconciliables» —dijo Pedro.
—Así es. Mi abogado redactó un documento de separación formal, pero Lucas y yo tenemos que vivir separados durante al menos un año antes de poder obtener el divorcio.
—¿Qué opina Lucas de eso?
—Tiene tan pocas ganas como yo de que el asunto se alargue. Accedí a que fuera él el demandante —al ver que Pedro hacía una mueca, Paula movió la cabeza—. Es un bálsamo para su ego y le permite hablar con sus colegas como si fuera él quien ha querido liberarse. Ni me imagino qué razones podría darles para que yo me haya marchado —se encogió de hombros—. Pero, la verdad, no me importa.
Pedro se hacía una buena idea de lo que el tipo estaría diciendo de Paula a cualquiera que quisiera escucharlo. Apostaría la mitad de su empresa a que todo era denigrante e incierto.
—¿Qué ha dicho tu abogado de esa estrategia?
—No está contento con la idea. De hecho, intentó disuadirme. Pero Lucas y yo ya habíamos llegado a un acuerdo verbal —tomó un trago de agua—. ¿Puedo hacerte una pregunta personal?
—Claro.
—¿Cuánto tardó tu divorcio en ser efectivo?
—Más que nuestro cortejo —Pedro se revolvió en el asiento—, pero menos de lo que parece que tardará el tuyo. Cierto es que yo tenía buenos motivos.
—Adulterio.
Él asintió, recordando con dolorosa claridad el momento en el que había descubierto a su esposa con su mejor amigo, en su cama.
—También aceleró el proceso el que yo estuviera dispuesto a darle a Helena cualquier cosa para que desapareciera de mi vida.
—¿Te arrepientes de eso ahora?
—Me arrepiento de muchas cosas con respecto a Helena —Pedro soltó una risotada—. Probablemente podría haberle dado la mitad de lo que le di. Al fin y al cabo, yo era la parte perjudicada. Pero creo que yo salí ganando con mi actitud.
—¿Por qué dices eso? —Paula dejó el tenedor sobre la mesa y lo escrutó.
Él se preguntó por qué lo decía. La herida provocada por la traición de su esposa y su mejor amigo seguía doliéndole, pero no era porque aún amase a Helena. Era más bien cuestión de orgullo y ego. Pero ambas cosas estaban recuperando la normalidad, junto con su corazón. Estaba curándose.
—¿Y? —insistió Paula.
—Porque soy libre y mi corazón está entero —respondió él, calibrando bien sus palabras.
—¿Crees que volverás a casarte?
—Aún no estoy preparado, pero sí —dijo él—. Cuando lleguen el momento y la mujer adecuados, me casaré —miró el vientre de ella—. Quiero tener familia. ¿Y tú? ¿Volverás a casarte?
—Creo que sí. Pero no volveré a cometer el error de asentarme y dejarme llevar por la inercia.
—No deberías hacerlo —corroboró él.
—Si vuelvo a casarme, mi esposo tendrá que amar a mi hijo tanto como a mí —afirmó ella.
El momento de intimidad acabó cuando el camarero llegó a rellenar el agua de sus vasos.
—Mi ex ha vuelto a casarse —dijo él, después.
—¿Con tu antiguo mejor amigo?
—Sí. No hace falta decir que no asistí a la boda, aunque seguramente fui yo quien pagó su elegante y exclusiva ceremonia en Maui.
—Maui —repitió ella, enarcando una ceja.
—Sí. Lo último que sé de ellos es que tras dos meses de éxtasis matrimonial se cansaron el uno del otro y contrataron abogados —sonrió—. Por lo visto los dos estaban teniendo aventuras extramatrimoniales.
Paula movió la cabeza de lado al lado.
—Supongo que es cierto eso que se dice. «Recibes lo que das».
—Debes ser una entusiasta de la teoría del karma.
MILAGRO : CAPITULO 21
Paula se los quitó en el coche, mientras se dirigían a Cartwright's, un restaurante especializado en carnes situado en Midtown.
El restaurante se encontraba en una zona que a finales del siglo xix había acogido a los minoristas de moda de la ciudad, lo que le había otorgado el apodo «Milla de las damas». Pero los tiempos cambiaron, muchos de los minoristas se trasladaron, y multitud de edificios quedaron vacíos y descuidados durante años.
Después la zona vivió un renacimiento. Se habían restaurado muchos edificios, incluido el que alojaba a Cartwright's en la planta baja.
El edificio era uno de los mayores éxitos de los Hermanos Phoenix, hasta el punto de que se quedaron con las tres plantas superiores para sus oficinas y alquilaron las demás. Pedro se había ocupado personalmente de dirigir la restauración de la fachada. Estaba orgulloso del resultado y quería ver la reacción de Paula al verlo.
—Nunca había estado aquí antes —dijo ella, mientras esperaban al aparcacoches.
—El restaurante abrió el verano pasado. Las plantas superiores se alquilan como oficinas. De momento estamos al completo, pero puede que haya algo disponible para cuando crees tu empresa publicitaria. Te haré una buena oferta —le guiñó un ojo.
—¿Es uno de tus edificios? —Paula abrió los ojos como platos.
Él asintió.
—Oh, Pedro, es fantástico.
Él aceptó el cumplido con una sonrisa casual, pero por dentro estallaba de orgullo.
—Entonces, ¿te gusta?
—Me encanta, y aún no he visto el interior. Debes sentirte muy orgulloso.
—Así es —y además lo emocionaba el entusiasmo de ella—. Deberías haberlo visto antes de la restauración. Estaba en pésimo estado cuando lo compramos.
—Viéndolo ahora, resulta difícil creerlo.
El aparcacoches, un joven que no aparentaba más de dieciocho años, llegó en ese momento.
—Bonito animal —dijo, mirando el coche. Pedro bajó y él joven ocupó su lugar ante el volante.
—Oculta más de cuatrocientos cincuenta caballitos bajo el capó —le dijo Pedro, guiñándole un ojo a Paula—. Cuídalo por mí y recibirás una buena propina.
—No dude que lo haré.
Pedro fue a abrirle la puerta a Paula. Ella intentaba volver a ponerse los zapatos, con poco éxito. Él se agachó.
—Deja que te ayude, Cenicienta —dijo, risueño.
Se dijo que sólo estaba actuando como un caballero, mientras rescataba los zapatos de debajo del salpicadero. Habría hecho lo mismo por cualquier mujer, fuera o no atractiva. No tenía nada que ver que Paula tuviera un rostro que habría hecho que Helena de Troya pareciera vulgar.
Estaba contándose esa película cuando Paula se movió para sacar las piernas del vehículo. Su falda se alzó, desvelando sus rodillas. Él se tragó un gruñido y bajó la vista para evitar la tentación. Fue un terrible error. Allí estaban sus tobillos, esbeltos y provocadores. Deseó besarlos, acariciar la sedosa piel con la lengua.
En vez de hacerlo, tomó aire y lo dejó escapar entre los dientes, con un sonido sibilante.
—¿Pedro?
El alzó la cabeza. Paula lo observaba, y no era la única. Detrás de ella, el aparcacoches tamborileaba con los dedos sobre el volante, impaciente.
—¿Tengo los pies hinchados? —preguntó ella.
Los pies. Él no había llegado tan abajo aún.
Miró.
—Sí. Un poco.
—Espero que me quepan los zapatos —dijo ella, mordisqueándose el labio.
—Y yo también —farfulló él, convencido de que cuanto más durase el momento, más se exponía a hacer el ridículo.
Maldiciéndose por su fetichismo, agarró el pie derecho de Paula con una mano y el zapato con la otra. Consiguió ponérselo sin incidentes, aunque cuando rozó su tobillo con los dedos se detuvo un segundo para admirarlo. Le puso el otro zapato y luego se enderezó y le ofreció una mano.
—Gracias, Pedro.
—Ha sido un placer —afirmó él con demasiado entusiasmo. Tosió, arrepintiéndose del tono de su voz y maldiciéndose al ver que ella se ruborizaba. Se sentía avergonzado y su frustración aumentaba por momentos. No estaba seguro de cómo debía comportarse con Paula.
Eran amigos, pero también se sentía atraído por ella. Lo había estado desde el primer momento, y a veces creía que el sentimiento era mutuo.
Pedro no había tenido relaciones desde su divorcio. Hasta conocer a Paula no había sentido ninguna tentación de volver a entrar en el juego. Con ella la sentía. Si hubiera sido cualquier otra mujer, le habría pedido una cita; si iba bien habría pensado en una segunda. Y tal vez una tercera. Pero sin ataduras. Aunque estuviera listo para volver a tener relaciones, no lo estaba para el compromiso.
Lo cierto era que Paula no era cualquier otra mujer. Y eso era una bendición y una maldición al mismo tiempo. Era inteligente, sensible, cariñosa y encantadora. En otras palabras: especial.
Y también intocable. Más que intocable.
miércoles, 22 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 20
La reunión con el abogado no fue exactamente como Paula había esperado. Por lo visto, su divorcio no iba a ser un asunto rápido ni sencillo.
Se sentía agotada, emocional y físicamente, mientras esperaba a Pedro. Desde luego, su elección de zapatos no mejoraba su estado. Los tacones de seis centímetros habían parecido la opción lógica para conjuntar con la falda de corte sastre y el blusón de maternidad. Pero hacía un par de meses que Paula no utilizaba zapatos de tacón. Le dolían los pies y también los riñones. Cambió el peso de un pie a otro y miró la calle, esperando que Pedro llegase pronto. Estaba cansada, frustrada y deseando sentarse y quitarse los zapatos.
El Porsche se detuvo junto a la acera un momento después, y Pedro bajó para abrirle la puerta.
—Siento llegar tarde. De camino vi algo en el escaparate de una tienda y tuve que parar a comprarlo.
—No te preocupes —miró dentro del coche. Había un oso de peluche enorme, vestido con un tutú rosa, sujeto con el cinturón de seguridad. La risa cosquilleó su garganta—. Supongo que eso es lo que tuviste que comprar.
—Sí. Me llamó la atención —se frotó la nuca con expresión avergonzada—. ¿Qué te parece?
A ella le parecía perfecto. Pensaba que él era perfecto. Le había hecho el primer regalo a su bebé. Aparte del pelele amarillo que Lily le había enviado con una tarjeta de felicitación. Pero el oso era distinto. Miró a Pedro y su sonrisa se apagó.
—No te gusta —dijo él.
—No es eso —dijo Paula con tono vivo—. Es que no se me había ocurrido que te gustara algo tan femenino como los animales de peluche.
—Muy graciosa. Es para el bebé.
—Y es adorable —aseguró ella—. Muchas gracias.
—De nada —Pedro le quitó el cinturón al oso y lo alzó. Allí de pie, con el oso en brazos, rodeado del ajetreo del tráfico y los peatones, tenía un aspecto tan ridículo como dulce.
—¿Y si el bebé es un niño? —preguntó ella.
El frunció el ceño, como si esa posibilidad no se le hubiera ocurrido. Después se encogió de hombros.
—Mi instinto me dice que será niña, pero si me equivoco le quitaremos el tutú al oso y le buscaremos ropa más viril.
—Parece que has pensado en todo —rió ella.
—Lo intento —colocó el oso en el asiento trasero y ayudó a Paula a sentarse—. ¿Alguna petición especial para cenar?
—Me da igual dónde vayamos y qué sirvan. Sólo es importante que las mesas tengan manteles largos.
—¿Perdona?
—Me muero por quitarme los zapatos.
MILAGRO : CAPITULO 19
AGOSTO dio paso a septiembre y Paula podía contemplar los cambios por las ventanas de su casita. Las manzanas de los árboles empezaron a madurar al tiempo que el verdor veraniego adquiría un tono más apagado. Empezaban a aparecer tonos de rojo y naranja, anunciando el espectáculo que sería el otoño. Por las tardes el aire era más fresco y traía el olor de madera quemada.
Paula y Pedro habían adquirido la costumbre de dar un paseo durante la puesta de sol.
Después se sentaban en el porche, se columpiaban, charlaban o se limitaban a estar en silencio hasta que aparecían las primeras estrellas en el cielo. Paula, habiendo vivido siempre en la ciudad, nunca había visto tantas estrellas juntas. En el campo, sin luces eléctricas que apagaran su brillo, eran impresionantes.
Cuando se alzaba la luna y empezaba a hacer demasiado fresco, Pedro acompañaba a Paula hasta su casita. Siempre le daba un beso de buenas noches cuando la dejaba en el umbral.
Era un beso amistoso, a veces en la mejilla, a veces en la esquina de la boca. Lucas la había besado así con frecuencia. Y también otra gente a lo largo de su vida. Pero lo de Pedro era distinto, especial en un sentido que no acertaba a definir, aunque le daba vueltas al tema en la cama.
Según iban pasando las semanas, Paula empezaba a esperar ese beso, a desearlo casi.
Y a veces, cuando por fin conseguía dormirse, tenía sueños en los que aparecía Pedro y que le hacían difícil mirarlo a los ojos al día siguiente.
Estaban ocurriendo muchas cosas en la vida de Paula. Muchos cambios, y muchos de ellos físicos. La maravillaba cómo su abdomen empezaba a abultarse, que sus senos se hubieran agrandado y se sintieran más pesados.
Por fortuna, ya no le dolían como al principio, aunque seguían estando muy sensibles.
Paula había encontrado un nuevo médico en el pueblo, pero las reuniones con su abogado le exigían viajar a Nueva York de vez en cuando.
La noche anterior, mientras Pedro y ella se balanceaban en el columpio y él le señala las distintas constelaciones, se había ofrecido a llevarla a la ciudad al día siguiente.
—Tengo cosas que hacer en Midtown. Podría dejarte en tu reunión y nos encontraríamos después. Podemos ir a cenar antes de volver —le sugirió.
Era una idea práctica y amistosa con el medioambiente, ya que requería menos gasolina y suponía un coche menos para el congestionado tráfico de Manhattan. Aun así, la mañana siguiente Paula tardó casi una hora en decidir qué ponerse.
Llamó a la puerta trasera de la casa y esperó.
Su sonrisa se desvaneció al ver a Pedro. Estaba acostumbrada a verlo con pantalones vaqueros desgastados y camisetas viejas, con una sombra de barba en el mentón y el cabello alborotado. Ese día, sin embargo, llevaba unos pantalones oscuros, una chaqueta sobre el brazo y una corbata suelta al cuello. Estaba bien peinado y recién afeitado.
—Buenos días —lució sus hoyuelos de siempre.
Por primera vez en su vida, Paula supo lo que se sentía cuando temblaban las rodillas.
—Estas... impresionante —consiguió decir.
—Gracias —él se rió—. Tú también lo estás, pero en ti es lo habitual. ¿Es una blusa nueva?
—¿Esta? Es un blusón premamá —admitió ella, aplastando el vuelo de la prenda con la mano.
—Te queda bien.
—Gracias. En realidad me he puesto lo primero que he encontrado en el armario —mintió. Alzó una ceja—. A ti sí que te queda bien lo que llevas.
—Es lo primero que he encontrado en el armario —repitió las palabras de ella y se encogió de hombros.
—No sabía que lo compartías con Armani —miró la camisa hecha a medida remetida en los pantalones color carbón. No eran prendas de grandes almacenes, de eso no había duda—. Tienes muy buen gusto.
—Me gustan las cosas bien hechas y de calidad —afirmó él.
Pero ese buen hacer y calidad, como él decía, no salía nada barato. Pedro no parecía la clase de hombre que gastaba por encima de sus posibilidades. Paula ladeó la cabeza.
—¿Por qué tengo la impresión de que haces algo más que rehabilitar casas viejas en mitad de la nada?
—Porque es verdad. Mi hermano y yo tenemos una empresa. Compramos y rehabilitamos edificios en Manhattan.
—¿Edificios históricos? —preguntó ella.
—Hemos hecho algo de eso, sí —afirmó él—. Pero generalmente adaptamos edificios antiguos a nuevos usos. Por ejemplo, compramos un almacén y lo convertimos en lofts de moda o en despachos de oficina. De eso trata la reunión de hoy. Hemos encontrado comprador para un edificio que rehabilitamos en el Village.
Eso requería dinero. Mucho dinero. Sin embargo, él nunca se había jactado de su riqueza. Ella lo admiró aún más por eso.
—¿Cómo se llama vuestra empresa?
—Construcciones Hermanos Phoenix.
Ella lo miró boquiabierta. Aunque ya había adivinado que distaba de ser pobre, no esperaba eso.
—Oh, Dios mío.
—¿Has oído hablar de nosotros? —preguntó él, alzando una ceja.
Claro que había oído. El inconfundible logo de su empresa había adornado algunos de los edificios mejor restaurados de Nueva York.
—¿Puedo decir que estoy impresionada? No me gustaría hacer que te sientas incómodo alabando vuestra increíble visión y talento.
—Adelante —sonrió él—. Alaba.
—Hacéis un trabajo fantástico, pero ya lo sabes.
—Lo intentamos —dijo él con modestia—. Si hay que hacer algo, ¿por qué no hacerlo bien? Requiere tiempo e inversión, pero suele compensar.
Tiempo... inversión... recompensa. Estaban hablando del trabajo de él, de edificios, pero sus palabras podían aplicarse a otras muchas cosas.
—¿Y si no es así? Quiero decir, ¿no te da miedo a veces entregarte en cuerpo y alma y al final descubrir que no obtienes nada a cambio?
—A veces.
Él salió y cerró la puerta. Paula captó el olor especiado de su loción para después del afeitado.
—Y aun así... ¿lo haces? —inquirió ella.
—¿Estamos hablando de tu empresa publicitaria?
—Entre otras cosas —dijo ella, desviando la mirada.
—La vida está hecha de riesgos.
—Entonces, supongo que debería empezar a hacer acopio de coraje —Paula tragó saliva.
Se miraron cara a cara, en la distancia sonaban los ladridos de un perro.
—Deberíamos... deberíamos... —dijo ella con esfuerzo. Él observaba su boca.
—Exactamente.
Sin esperar a oír qué estaba corroborando él, Paula se dio la vuelta y fue hacia la furgoneta. Pedro agarró su mano y la detuvo.
Ella se dio la vuelta, sorprendida y expectante; él señaló el garaje.
—Creo que para este viaje utilizaremos mi coche.
—¿Coche?
—Será más cómodo.
El garaje era tan viejo como la casa y estaba igual de destartalado, pero cuando él levantó la puerta de madera, desveló un reluciente Porsche negro.
—Bonito coche —silbó Paula.
—Me lleva de A a B —dijo él, quitándole importancia, pero sonrió con obvio orgullo masculino—. Y me lleva más rápido.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)