miércoles, 22 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 19




AGOSTO dio paso a septiembre y Paula podía contemplar los cambios por las ventanas de su casita. Las manzanas de los árboles empezaron a madurar al tiempo que el verdor veraniego adquiría un tono más apagado. Empezaban a aparecer tonos de rojo y naranja, anunciando el espectáculo que sería el otoño. Por las tardes el aire era más fresco y traía el olor de madera quemada.


Paula y Pedro habían adquirido la costumbre de dar un paseo durante la puesta de sol. 


Después se sentaban en el porche, se columpiaban, charlaban o se limitaban a estar en silencio hasta que aparecían las primeras estrellas en el cielo. Paula, habiendo vivido siempre en la ciudad, nunca había visto tantas estrellas juntas. En el campo, sin luces eléctricas que apagaran su brillo, eran impresionantes.


Cuando se alzaba la luna y empezaba a hacer demasiado fresco, Pedro acompañaba a Paula hasta su casita. Siempre le daba un beso de buenas noches cuando la dejaba en el umbral. 


Era un beso amistoso, a veces en la mejilla, a veces en la esquina de la boca. Lucas la había besado así con frecuencia. Y también otra gente a lo largo de su vida. Pero lo de Pedro era distinto, especial en un sentido que no acertaba a definir, aunque le daba vueltas al tema en la cama.


Según iban pasando las semanas, Paula empezaba a esperar ese beso, a desearlo casi. 


Y a veces, cuando por fin conseguía dormirse, tenía sueños en los que aparecía Pedro y que le hacían difícil mirarlo a los ojos al día siguiente.


Estaban ocurriendo muchas cosas en la vida de Paula. Muchos cambios, y muchos de ellos físicos. La maravillaba cómo su abdomen empezaba a abultarse, que sus senos se hubieran agrandado y se sintieran más pesados.


Por fortuna, ya no le dolían como al principio, aunque seguían estando muy sensibles.


Paula había encontrado un nuevo médico en el pueblo, pero las reuniones con su abogado le exigían viajar a Nueva York de vez en cuando. 


La noche anterior, mientras Pedro y ella se balanceaban en el columpio y él le señala las distintas constelaciones, se había ofrecido a llevarla a la ciudad al día siguiente.


—Tengo cosas que hacer en Midtown. Podría dejarte en tu reunión y nos encontraríamos después. Podemos ir a cenar antes de volver —le sugirió.


Era una idea práctica y amistosa con el medioambiente, ya que requería menos gasolina y suponía un coche menos para el congestionado tráfico de Manhattan. Aun así, la mañana siguiente Paula tardó casi una hora en decidir qué ponerse.


Llamó a la puerta trasera de la casa y esperó. 


Su sonrisa se desvaneció al ver a Pedro. Estaba acostumbrada a verlo con pantalones vaqueros desgastados y camisetas viejas, con una sombra de barba en el mentón y el cabello alborotado. Ese día, sin embargo, llevaba unos pantalones oscuros, una chaqueta sobre el brazo y una corbata suelta al cuello. Estaba bien peinado y recién afeitado.


—Buenos días —lució sus hoyuelos de siempre.


Por primera vez en su vida, Paula supo lo que se sentía cuando temblaban las rodillas.


—Estas... impresionante —consiguió decir.


—Gracias —él se rió—. Tú también lo estás, pero en ti es lo habitual. ¿Es una blusa nueva?


—¿Esta? Es un blusón premamá —admitió ella, aplastando el vuelo de la prenda con la mano.


—Te queda bien.


—Gracias. En realidad me he puesto lo primero que he encontrado en el armario —mintió. Alzó una ceja—. A ti sí que te queda bien lo que llevas.


—Es lo primero que he encontrado en el armario —repitió las palabras de ella y se encogió de hombros.


—No sabía que lo compartías con Armani —miró la camisa hecha a medida remetida en los pantalones color carbón. No eran prendas de grandes almacenes, de eso no había duda—. Tienes muy buen gusto.


—Me gustan las cosas bien hechas y de calidad —afirmó él.


Pero ese buen hacer y calidad, como él decía, no salía nada barato. Pedro no parecía la clase de hombre que gastaba por encima de sus posibilidades. Paula ladeó la cabeza.


—¿Por qué tengo la impresión de que haces algo más que rehabilitar casas viejas en mitad de la nada?


—Porque es verdad. Mi hermano y yo tenemos una empresa. Compramos y rehabilitamos edificios en Manhattan.


—¿Edificios históricos? —preguntó ella.


—Hemos hecho algo de eso, sí —afirmó él—. Pero generalmente adaptamos edificios antiguos a nuevos usos. Por ejemplo, compramos un almacén y lo convertimos en lofts de moda o en despachos de oficina. De eso trata la reunión de hoy. Hemos encontrado comprador para un edificio que rehabilitamos en el Village.


Eso requería dinero. Mucho dinero. Sin embargo, él nunca se había jactado de su riqueza. Ella lo admiró aún más por eso.


—¿Cómo se llama vuestra empresa?


—Construcciones Hermanos Phoenix.


Ella lo miró boquiabierta. Aunque ya había adivinado que distaba de ser pobre, no esperaba eso.


—Oh, Dios mío.


—¿Has oído hablar de nosotros? —preguntó él, alzando una ceja.


Claro que había oído. El inconfundible logo de su empresa había adornado algunos de los edificios mejor restaurados de Nueva York.


—¿Puedo decir que estoy impresionada? No me gustaría hacer que te sientas incómodo alabando vuestra increíble visión y talento.


—Adelante —sonrió él—. Alaba.


—Hacéis un trabajo fantástico, pero ya lo sabes.


—Lo intentamos —dijo él con modestia—. Si hay que hacer algo, ¿por qué no hacerlo bien? Requiere tiempo e inversión, pero suele compensar.


Tiempo... inversión... recompensa. Estaban hablando del trabajo de él, de edificios, pero sus palabras podían aplicarse a otras muchas cosas.


—¿Y si no es así? Quiero decir, ¿no te da miedo a veces entregarte en cuerpo y alma y al final descubrir que no obtienes nada a cambio?


—A veces.


Él salió y cerró la puerta. Paula captó el olor especiado de su loción para después del afeitado.


—Y aun así... ¿lo haces? —inquirió ella.


—¿Estamos hablando de tu empresa publicitaria?


—Entre otras cosas —dijo ella, desviando la mirada.


—La vida está hecha de riesgos.


—Entonces, supongo que debería empezar a hacer acopio de coraje —Paula tragó saliva.


Se miraron cara a cara, en la distancia sonaban los ladridos de un perro.


—Deberíamos... deberíamos... —dijo ella con esfuerzo. Él observaba su boca.


—Exactamente.


Sin esperar a oír qué estaba corroborando él, Paula se dio la vuelta y fue hacia la furgoneta. Pedro agarró su mano y la detuvo. 


Ella se dio la vuelta, sorprendida y expectante; él señaló el garaje.


—Creo que para este viaje utilizaremos mi coche.


—¿Coche?


—Será más cómodo.


El garaje era tan viejo como la casa y estaba igual de destartalado, pero cuando él levantó la puerta de madera, desveló un reluciente Porsche negro.


—Bonito coche —silbó Paula.


—Me lleva de A a B —dijo él, quitándole importancia, pero sonrió con obvio orgullo masculino—. Y me lleva más rápido.



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