jueves, 23 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 23





«Recibes lo que das».


Tres semanas después, Paula le daba vueltas a la frase y le costaba creer que le hubiera hecho a Lucas nada que mereciera la bomba que le había llegado expresa en documentos legales.


Alegaba una nueva justificación para el divorcio: adulterio. Incluso decía tener pruebas; fotografías que documentaban su aventura. Ella se preguntaba qué fotos y con quién.


Revisó la documentación una vez más, convencida de que había pasado algo por alto. 


No tenía sentido. No había engañado a Lucas y él lo sabía muy bien. Igual que sabía que era el padre del bebé. Sin embargo, parecía sugerir que no lo era, al exigir una prueba de paternidad.


Estaba siendo cruel. Lucas podía ser distante y frío, ¿pero cruel? Nunca había visto ese aspecto de su personalidad, aunque las esposas de algunos de sus colegas habían dejado caer que su marido era implacable en su anhelo por ascender. En esa época lo había desechado como envidia profesional. Pero Paula empezaba a comprender que era índice de lo poco que conocía o entendía al hombre con el que se había casado. Y también de lo poco que él la conocía si creía que iba a achantarse por eso. 


La antigua Paula, tal vez. La nueva Paula era de hierro.


A través de la ventana vio a Pedro acercarse a la casita. Las hojas caídas se arremolinaban a sus pies y el viento le alborotaba el pelo. 


Llevaba un chaquetón para resguardarse del frío, con el cuello subido y las manos en los bolsillos. Le abrió la puerta antes de que llegara.


—Parece que alguien tiene prisa —dijo él, sonriente.


Paula tenía consulta con el tocólogo de Gabriel’s Crossing, y Pedro se había ofrecido a llevarla, porque tenía cosas que hacer en el pueblo. 


Podría haber ido sola, era un viaje de apenas quince minutos. Pero agradecía la compañía de Pedro y suponía que él la suya, porque no dejaba de hacerle ese tipo de ofertas. De hecho, pasaban tanto tiempo juntos como muchos matrimonios, posiblemente más, porque él no necesitaba alejarse de su casa por motivos de trabajo.


Desde el viaje a Manhattan, el ritual del paseo cuando caía el sol se había ampliado para incluir una cena previa. Se turnaban para cocinar, aunque desde hacía una semana preparaban la comida en casa de Pedro, cuya cocina estaba ya acabada. No sólo era más grande que la de la casita, contaba con un equipo que habría hecho a un chef de altura llorar de envidia. 


Paula había disfrutado ayudándolo a elegirlo, al igual que el color de las paredes y los azulejos que protegían la zona de cocina.


—Voy por el abrigo —le dijo. Intentó evitarlo al pasar pero Pedro, siempre tan perceptivo, agarró su mano y la detuvo.


—¿Va todo bien? —preguntó.


La tentó decirle que no y contarle todos sus problemas. Paula sabía que la escucharía, como hacía siempre. Y le ofrecería su perspectiva y sus sugerencias. Sabía que si lloraba, y era probable, él le secaría las lágrimas, la abrazaría y acariciaría su espalda con su mano callosa hasta que se tranquilizara.


Era una tentación... pero necesitaba empezar a defenderse sola, por su bien y por el del bebé. 


Así que forzó una sonrisa y le mintió.


—Muy bien. Sólo estoy... cansada. Anoche no dormí bien.


—Ah. Me alegra saber que sólo se trata de eso. Vi llegar a un coche antes, cuando estaba en el manzanar. Vi a un tipo venir hasta la puerta y darte unos documentos; parecía una entrega oficial. Pensé que debía tener algo que ver con tu divorcio.


—No se te escapa nada, ¿verdad? —Paula suspiró y agachó la cabeza..


—Si tiene que ver contigo, no —Pedro puso el índice bajo su barbilla y la alzó—. ¿Quieres contármelo?


Sus ojos rebosaban compasión y algo más, que a Paula solía quitarle el aire. Suspiró.


—Sí, y es la razón por la que no debería hacerlo.


—Temo que no sigo tu lógica —dijo él, sonriendo.


—Últimamente me apoyo mucho en ti, Pedro. Demasiado. Como hoy, dejando que me lleves al médico otra vez.


—Eso no es nada. ¿Acaso me he quejado?


—Claro que no —ella sabía bien que no lo haría—. Eres demasiado caballeroso para eso.


Él la sorprendió soltando una maldición y yendo hacia la ventana.


—No siempre soy un caballero en lo que a ti respecta, Paula. Créeme.


—¿Pedro? —puso una mano en su hombro.


—Lo siento —dijo él, dándose la vuelta y clavando los ojos en los de ella.


—¿Qué?


El estuvo en silencio casi un minuto, observándola mientras libraba una batalla interna. Después se acercó y tomó su rostro entre las manos.


—Esto —susurró, antes de capturar su boca con la suya.



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