jueves, 23 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 21
Paula se los quitó en el coche, mientras se dirigían a Cartwright's, un restaurante especializado en carnes situado en Midtown.
El restaurante se encontraba en una zona que a finales del siglo xix había acogido a los minoristas de moda de la ciudad, lo que le había otorgado el apodo «Milla de las damas». Pero los tiempos cambiaron, muchos de los minoristas se trasladaron, y multitud de edificios quedaron vacíos y descuidados durante años.
Después la zona vivió un renacimiento. Se habían restaurado muchos edificios, incluido el que alojaba a Cartwright's en la planta baja.
El edificio era uno de los mayores éxitos de los Hermanos Phoenix, hasta el punto de que se quedaron con las tres plantas superiores para sus oficinas y alquilaron las demás. Pedro se había ocupado personalmente de dirigir la restauración de la fachada. Estaba orgulloso del resultado y quería ver la reacción de Paula al verlo.
—Nunca había estado aquí antes —dijo ella, mientras esperaban al aparcacoches.
—El restaurante abrió el verano pasado. Las plantas superiores se alquilan como oficinas. De momento estamos al completo, pero puede que haya algo disponible para cuando crees tu empresa publicitaria. Te haré una buena oferta —le guiñó un ojo.
—¿Es uno de tus edificios? —Paula abrió los ojos como platos.
Él asintió.
—Oh, Pedro, es fantástico.
Él aceptó el cumplido con una sonrisa casual, pero por dentro estallaba de orgullo.
—Entonces, ¿te gusta?
—Me encanta, y aún no he visto el interior. Debes sentirte muy orgulloso.
—Así es —y además lo emocionaba el entusiasmo de ella—. Deberías haberlo visto antes de la restauración. Estaba en pésimo estado cuando lo compramos.
—Viéndolo ahora, resulta difícil creerlo.
El aparcacoches, un joven que no aparentaba más de dieciocho años, llegó en ese momento.
—Bonito animal —dijo, mirando el coche. Pedro bajó y él joven ocupó su lugar ante el volante.
—Oculta más de cuatrocientos cincuenta caballitos bajo el capó —le dijo Pedro, guiñándole un ojo a Paula—. Cuídalo por mí y recibirás una buena propina.
—No dude que lo haré.
Pedro fue a abrirle la puerta a Paula. Ella intentaba volver a ponerse los zapatos, con poco éxito. Él se agachó.
—Deja que te ayude, Cenicienta —dijo, risueño.
Se dijo que sólo estaba actuando como un caballero, mientras rescataba los zapatos de debajo del salpicadero. Habría hecho lo mismo por cualquier mujer, fuera o no atractiva. No tenía nada que ver que Paula tuviera un rostro que habría hecho que Helena de Troya pareciera vulgar.
Estaba contándose esa película cuando Paula se movió para sacar las piernas del vehículo. Su falda se alzó, desvelando sus rodillas. Él se tragó un gruñido y bajó la vista para evitar la tentación. Fue un terrible error. Allí estaban sus tobillos, esbeltos y provocadores. Deseó besarlos, acariciar la sedosa piel con la lengua.
En vez de hacerlo, tomó aire y lo dejó escapar entre los dientes, con un sonido sibilante.
—¿Pedro?
El alzó la cabeza. Paula lo observaba, y no era la única. Detrás de ella, el aparcacoches tamborileaba con los dedos sobre el volante, impaciente.
—¿Tengo los pies hinchados? —preguntó ella.
Los pies. Él no había llegado tan abajo aún.
Miró.
—Sí. Un poco.
—Espero que me quepan los zapatos —dijo ella, mordisqueándose el labio.
—Y yo también —farfulló él, convencido de que cuanto más durase el momento, más se exponía a hacer el ridículo.
Maldiciéndose por su fetichismo, agarró el pie derecho de Paula con una mano y el zapato con la otra. Consiguió ponérselo sin incidentes, aunque cuando rozó su tobillo con los dedos se detuvo un segundo para admirarlo. Le puso el otro zapato y luego se enderezó y le ofreció una mano.
—Gracias, Pedro.
—Ha sido un placer —afirmó él con demasiado entusiasmo. Tosió, arrepintiéndose del tono de su voz y maldiciéndose al ver que ella se ruborizaba. Se sentía avergonzado y su frustración aumentaba por momentos. No estaba seguro de cómo debía comportarse con Paula.
Eran amigos, pero también se sentía atraído por ella. Lo había estado desde el primer momento, y a veces creía que el sentimiento era mutuo.
Pedro no había tenido relaciones desde su divorcio. Hasta conocer a Paula no había sentido ninguna tentación de volver a entrar en el juego. Con ella la sentía. Si hubiera sido cualquier otra mujer, le habría pedido una cita; si iba bien habría pensado en una segunda. Y tal vez una tercera. Pero sin ataduras. Aunque estuviera listo para volver a tener relaciones, no lo estaba para el compromiso.
Lo cierto era que Paula no era cualquier otra mujer. Y eso era una bendición y una maldición al mismo tiempo. Era inteligente, sensible, cariñosa y encantadora. En otras palabras: especial.
Y también intocable. Más que intocable.
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