miércoles, 18 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 12




La casa de los Dunn, que siempre estaba muy desordenada, le había llevado toda la mañana. 


Era más de la una cuando Paula llamó al número 168 de Pine Grove.


La puerta se abrió un poco y entonces una niña pequeña se asomó, con los ojos muy abiertos.


—No es tu turno —anunció la pequeña.


—¿Mi turno?


—Bronsie ya está aquí.


¿Es que había llegado demasiado tarde? El hombre le había dicho que a primera hora de la tarde le venía bien. ¡El hombre! Tal vez…


—¿Podría hablar con tu madre?


—No, no puedes —respondió la niña, sacudiendo los rizos de pelo al negar con la cabeza—. Mi mamá está en el cielo y no va a regresa. Ella…


—¡Sol! ¿Con quién estás hablando? —preguntó alguien, a voz en grito, desde la parte trasera de la casa. Enseguida se oyeron unos pasos y apareció una enorme mujer vestida con un uniforme azul—. Te dije que no abrieras la puerta.


—Me dijiste que no dejara entrar a nadie. Y no lo he hecho.


—No importa. Ve a ver qué está haciendo tu hermano antes de que haga algo que no debe —le ordenó la mujer. Sin dejar de mirar a Paula, la niña dio un paso atrás y empezó a subir, obedientemente, las escaleras—. Y tú no armes jaleo. Si está todavía dormido, no lo despiertes. Y rezo a Dios porque así sea —añadió la mujer, refiriéndose a Paula—. No se está quieto ni un minuto —añadió, abriendo la puerta—. Supongo que eres la mujer de la limpieza.


—Sí, me llamo Paula. Paula Chaves.


—Y yo Mae Bronson de Nanny Inc. Me alegro mucho de verte. Este lugar es una leonera. No es un hotel. Daría igual que estuvieran de acampada. Nadie recoge nada y…


—Bueno, ya he llegado yo. Si me muestras…


—De acuerdo. Él me dijo que tu estarías aquí y que estuviera pendiente para cuándo llegaras, pero no oí el timbre. ¡Dios, hay un jaleo! Angela le ha dicho a Ken que está embarazada y él…


—¿Angela? —preguntó Paula, mirando con cautela por encima del hombro de la mujer.


—Así se llama, pero no hace honor a su nombre. Es el diablo personificado. Es en esa telenovela de El mundo real. ¿La ves?


—No, yo…


—Esa zorra no está más embarazada que yo, pero sabe que él está enamorado de Kathy y está decidida a acabar con eso. ¡Dios, en qué jaleos se mete la gente! ¿Ves…? ¿Cómo? ¡Oh, sí! ¡Las cosas de limpiar! Por aquí —añadió, llevando a Paula a una alacena en la parte trasera de la casa.


—Gracias —dijo Paula, comprobando que todo lo que había pedido estaba allí: lavadora, secadora, aspirador, cubo, trapos… Todo, a excepción de la lavadora y la secadora, estaba completamente nuevo—. Empezaré por la parte de arriba, si te parece bien.


—Lo único que te pido es que no despiertes a ese niño. Oh, el señor dejó esto para ti —añadió Mae, sacándose un sobre del bolsillo—. Dijo que tienes que limpiar todo, pero que no toques su escritorio. En su dormitorio, en la parte de arriba. Ya lo verás. Y hazme un favor, ve a ver qué está haciendo esa niña, ¿quieres? No se puede dejar a esos niños solos ni un minuto. Bueno, te dejo. Es hora de Hospital Regional.


Se marchó rápidamente, dejando a Paula completamente sola. Mientras recorría la casa pensó que, efectivamente, parecía como si estuvieran de camping. Probablemente los muebles de su antigua residencia no habían llegado todavía. No había platos ni utensilios de cocina. Todas las habitaciones de la planta de abajo estaban vacías, excepto en la que la niñera estaba sentada viendo la televisión, aunque tenía muy pocos muebles.


También tenía razón en lo de que nadie recogía nada. Cartones de comida preparada ensuciaban la encimera de la cocina y la mesa. 


En la planta de arriba, la primera habitación que miró era una leonera. Había dos camas con las sábanas completamente arrugadas, una cómoda, ropas de niños y juguetes por todas partes. Sin embargo, Paula centró su atención en los niños. Un niño muy pequeño, con el pulgar metido en la boca, dormía en una de las camas y la niña, sentada en la otra, abrazaba un osito. 


La niña estaba tan quieta y los enormes ojos azules parecían tan perdidos y tristes que Paula sintió que se le hacía un nudo en la garganta.


—Me alegro de que estés aquí —dijo Paula. Aquello fue lo primero que se le ocurrió. La niña pareció dudar—. Pensé que podrías ayudarme. Muéstrame lo que tengo que limpiar.


Aquella pregunta era completamente estúpida ya que toda la casa necesitaba una buena limpieza, pero si podía alegrar a esa niña…


—Las niñeras no limpian.


—Yo no soy una niñera. Soy la señora de la limpieza.


—Oh.


—Pero aquí no, porque él está dormido, pero me podrías mostrar las habitaciones y dónde hay que poner las cosas para que no me equivocara en nada.


—De acuerdo —dijo la niña, colocando suavemente su osito sobre la cama y saliendo de puntillas de la habitación.


Paula la siguió al cuarto de baño que, como había sospechado, estaba al lado del cuarto de los niños. Presentaba también el mismo desorden.


—Esto es de Octavio —explicó la niña, recogiendo un calcetín y una camisa del suelo—. Pedro nos dijo que deberíamos poner la ropa sucia aquí, pero Octavio no llega —añadió, abriendo la cesta.


La cesta de la ropa sucia estaba a rebosar. 


Evidentemente, las niñeras tampoco lavaban la ropa.


—¿Octavio es tu hermano pequeño?


—Sí. Tiene cuatro años.


—¿Y tú cuántos tienes? ¿Seis? —preguntó Paula, mientras le ponía la tapa al tubo de pasta de dientes.


—Casi.


—¿Cómo te llamas?


—Sol. Bueno, en realidad, me llamo Carolina, pero todos me llaman Sol.


—Es un nombre muy bonito. Yo me llamo Paula y eso es lo que todo el mundo me llama… Paula y nada más.


Sol se echó a reír. Paula deseó poder decir algo más para que la muchachita siguiera riendo.


—Ese es mi cepillo de dientes, el rosa y se pone en este vaso. El otro es de Octavio y este es su vaso.


—Gracias. Me estás ayudando un montón. Quiero hacerlo todo bien para que tu padre esté contento conmigo.


Pedro no es mi padre.


—¿Oh? ¿Qué es? ¿Tu tío? ¿Tu abuelo?


—Solo es Pedro. Él conocía a mi madre.


—Entiendo —dijo Paula, perpleja. ¿Qué la conocía? ¿Qué significaba eso?


—Estaba con nosotros, pero luego se marchó. Yo era pequeña como Octavio y no me acuerdo.


—Ya veo —replicó Paula. ¿Que la abandonó con dos niños pequeños? Menuda rata…


—Pero cuando mamá se fue al cielo, ella le pidió que se ocupara de nosotros —explicó la niña. Paula pensó que así tenía que ser. Debería ocuparse de sus hijos—. Por eso vino a por nosotros y nos trajo aquí, solo que nosotros no queríamos venir porque no podíamos traer a Spot.


—¿Quién es Spot?


—Nuestro perro, pero Pedro dijo que no permitían perros en el hotel donde estábamos hasta que vinimos aquí.


—Entiendo —dijo Paula. Aquello explicaba la falta de muebles.


—Y tampoco podíamos traer aquí a Spot, porque esta casa es tempo… bueno, tempo algo, pero nos dijo que podíamos jugar en el patio, solo que no podemos. No podemos jugar en el patio porque Bronsie tiene que ver sus series y Marylee, que viene por las mañanas, tiene que estudiar. Pedro nos llevó al zoo y a Octavio le dio miedo del elefante. Pedro trabaja casi todo el tiempo e incluso algunas veces lo hace por las noches y muy lejos, en Nueva York. Algunas veces Cora tiene que venir por las noches y a ella le gustan las películas de miedo. ¿A ti te gustan las películas de miedo?


—¡No! —exclamó Paula, mientras retorcía la fregona, deseando que fuera el cuello de alguien. Efectivamente no había logrado que la niña sonriera, pero sí le había soltado la lengua—. ¡Oh, lo siento! —añadió, al sentir que se había chocado con alguien. Al darse la vuelta, vio que el niño se había escondido detrás de su hermana. Entonces, sonrió—. No te puedes esconder. Te veo. Y también sé quién eres. Eres Barney, ¡Barney el dinosaurio!


El niño agitó la cabeza y Sol se echó a reír.


—¿No? —Prosiguió Paula—. Espera un momento… ya lo sé. Claro, eres Arthur, el armadillo, porque tiene una hermana, igual que tú. ¿Que no eres Arthur?


—Te está tomando el pelo —dijo Sol—. Ya le he dicho que te llamas Octavio.


—Eso es, se me había olvidado, Octavio —dijo Paula, dándole la mano al niño—. Bueno, pues ven tú también, señor Octavio; Octavio, el come calabazas. Tú también me puedes ayudar.


Los dos niños la siguieron mientras proseguía con sus labores. Intentó entretenerlos mientras trabajaba, hablándoles de los programas infantiles que recordaba de cuando ella solía cuidar niños, recitándoles poesías que su abuela le solía enseñar… Ellos también le hablaban sobre Pedro, lo que hacía, lo que decía, lo que le gustaba…


Aquel nombre le decía algo, pero no sabía qué. Pedro Alfonso. ¿Dónde lo había oído antes?


Lo descubrió cuando se puso a limpiar la habitación principal. Como le habían pedido, no tocó el escritorio pero la papelera estaba a rebosar. Papeles dirigidos al señor Pedro Alfonso, Vicepresidente, Lawson Enterprises.


De repente supo quién era aquel hombre. ¡Era él! El pez gordo que, sentado sobre su trasero en su despacho de Nueva York, la había despedido. Le había destrozado la vida, igual que lo había hecho con la de aquella otra mujer. 


Y tampoco lo estaba haciendo demasiado bien con aquellos niños. ¡Probablemente haría lo mismo con CTI!


Mientras lavaba, hacía las camas y limpiaba, la rabia le hacía hervir por dentro. Le resultó muy difícil seguir entreteniendo a los niños.


Estaba terminando en la planta de abajo cuando llegó un repartidor con la cena. Las niñeras tampoco cocinaban. Si la comida no hubiera olido tan bien y hubiera tenido que saltarse la comida, nunca hubiera aceptado cenar allí. 


Además, se lo merecía. ¿Acaso no había estado haciendo también el trabajo de niñera? Y por eso no le iban a pagar. Se quedó boquiabierta al saber lo mucho que ganaban las niñeras.


—Aquí es extra —explicó, justo delante de los niños—. Y merece la pena. No solemos hacer este tipo de trabajos. Solo cuidamos de niños en un hotel, donde alguien limpia todos los días y pides lo que te apetezca o llevas a los niños a cenar al restaurante. Como te he dicho, aquí parece que estamos acampados. ¿Es que no os gusta eso, Octavio? ¿Sol?


—Está demasiado caliente —dijo Sol, mientras Octavio apartaba el plato.


—Dios, a estos niños no les gusta nada más que el maíz tostado —dijo Mae, mientras les llenaba dos cuencos de cereales y leche—. No tires lo que ha quedado, Paula.


—Podría llevármelo a mi casa.


Paula empaquetó las sobras, lo limpió todo después de cenar y sacó la basura. Al menos, la casa estaría impecable cuando ella se marchara.



CONVIVENCIA: CAPITULO 11




—Estoy un poco preocupada —le dijo Paula a Julieta—. Mi abuelo no se está comportando… bueno, como solía.


—¿Cómo es eso?


—Mi abuela me dijo que el otro día, a la hora de comer, tuvo un altercado con otro hombre. Por el modo en que le había pasado la sal —explicó Paula, intentando imaginarse a su abuelo, que siempre había sido una persona afable y agradable, en una situación como aquella—. Mi abuela dice que cuando juegan al bridge parece muy confundido.


—Eso no es buena señal. ¿Ha visto a un médico?


—Sí, mi abuela consiguió por fin que fuera y luego habló ella con el médico.


—¿Y?


—No está seguro. Dice que tal vez sea que está envejeciendo. Mucha gente se vuelve más irritable con el paso del tiempo. Y se olvidan de ciertas cosas, pero mi abuelo siempre ha sido una persona muy tranquila. Estoy muy preocupada.


—Ya me lo imagino. ¿Crees que podría tener eso…? ¿Cómo se llama lo que afecta a tantas personas hoy en día? Al… algo. La señora Salter, una mujer para la que trabajo, dice que su padre está tan afectado por esa enfermedad que ni siquiera la conoce.


—Oh, Julieta, no me digas eso, por amor de Dios. No podría soportarlo.


—Y tampoco podrías pagarlo, creo. La señora Salter dice que los centros son muy caros.


—Oh, no tendríamos que preocuparnos por eso. Mis abuelos compraron un apartamento en una residencia de mayores que les garantiza cuidado médico continuo sin aumentar el coste. Por eso mi abuelo insistió en que era el mejor lugar. Dijo que no quería que se convirtieran en una carga si caían enfermos.


—Buena decisión. Hay que estar siempre preparado.


—Sí, mi abuelo siempre ha sido así. Extravagante, especialmente en lo que a mí se refería, pero muy listo. ¿Por qué me voy a preocupar de algo como el Alzheimer? Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá de todos modos. No creo que mi abuelo vaya a perder la mente tan aguda que tiene así como así.


En aquel momento, sonó el teléfono. Paula fue a contestar. Era la señora Dunn, cuya casa limpiaba cada jueves.


—Hola, Paula. Te llamo por unos vecinos, una familia que se acaba de mudar a la casa de al lado. Necesitan desesperadamente alguien que venga a limpiar dos veces a la semana. ¿Te interesa?


—Claro que sí —respondió Paula. Dos veces en semana. Necesitaba todos los trabajos que pudiera con seguir. Cada vez le costaba más conseguir el dinero para sus abuelos y para mantenerse ella misma. Si no conseguía un trabajo fijo pronto…


—Estupendo. Es la casa de la derecha. El 168 de Pine Grove. Este es el número de teléfono. El nombre es Alfonso.


Paula anotó el número y colgó el teléfono, preguntándose… Alfonso. ¿Por qué le sonaba tanto ese nombre?





CONVIVENCIA: CAPITULO 10




Pedro Alfonso era famoso por su olfato para los negocios. Con su aguda percepción se ponía instantáneamente al mando de cualquier situación, sabiendo instintivamente quién debía hacer qué. Para él era tan fácil como respirar.


Sin embargo, cuando entró en el vestíbulo de su hotel de San Francisco, con la niña, el niño y el osito, se sentía completamente perdido. No tenía ni idea de lo que tenía que hacer ni de quién podía hacerlo.


—¡Señor Alfonso, ha regresado! Y con compañía. ¡Qué maravilla! —exclamó la recepcionista. Su afabilidad no lograba ocultar su curiosidad—. ¡Qué niña tan guapa! ¿Cómo se llama?


Sol no se dignó a contestar. Con un silencio absoluto, se abrazó a su osito y se agarró más fuerte a la mano de Pedro, sin dejar de mirar a la mujer con sus enormes ojos, que parecían hacerse cada vez más grandes.


Pedro tampoco podía hablar. Se había quedado mudo por lo que había leído en los ojos de Sol: la ausencia de todo lo que le resultaba familiar y querido, soledad, terror… Veía lo que ella veía y sentía lo que ella sentía. Era demasiado peso para unos hombros tan pequeños.


—Estamos encantadas de tenerte a ti y a tu hermanito con nosotros —añadió la recepcionista, volviéndose a mirar a Pedro—. Hemos hecho los cambios que nos pidió, señor Alfonso. Hemos trasladado sus cosas a la 584, que es una suite con dos habitaciones.


—Gracias, se lo agradezco mucho —respondió él, a punto de soltar la mano de la niña para recoger la llave. Sin embargo, la manita no soltaba el dedo del que estaba agarrada. Entonces, movió al niño un poco y aceptó la llave con la otra mano—. Gracias. En cuanto a los niños, hablé con un tal señor Dancy para contratar una niñera.


—Sí. Siento que el programa de nuestro hotel esté orientado a niños más mayores. Sin embargo, muchos de nuestros clientes han utilizado los servicios de Nanny Inc. de vez en cuando y han encontrado sus servicios muy satisfactorios —explicó la mujer, dándole una tarjeta y una carpeta—. Si hay alguna otra manera de que podamos servirle, le rogamos que no deje de comunicárnoslo.


—Gracias —reiteró Pedro, antes de seguir al botones.


No podía dejar de pensar en lo que estaba pasando en la oficina. La situación andaba muy revuelta, como era de esperar. Se había mantenido en contacto por fax o por teléfono casi cada hora durante los cinco días que había estado fuera, pero no era lo mismo que estar allí. Especialmente, cuando estaba intentando también controlar los acontecimientos nuevos en su vida personal.


Era demasiado tarde para ir a la oficina aquel día. ¿Debería reunirse con Sam por la noche? 


Quería tener todo bajo control para la reunión que se celebraría en Nueva York el miércoles.


Era fundamental que estuviera en su despacho por la mañana. El martes debía estar en un avión rumbo a Nueva York. Aquello significaba que tenía que encontrar a alguien que cuidara de los niños. Decidió telefonear a la agencia de niñeras inmediatamente.


En el ascensor, el botones trató de hablar con Octavio, pero el niño escondió la cara en el pecho de Pedro, aferrándose con fuerza al cuello. La mano de Sol parecía estar pegada con pegamento. El mensaje era más poderoso que si se lo hubieran dicho con palabras. El era todo lo que aquellos niños tenían. Aquello le hacía sentir la carga que tenía sobre los hombros.


—¡Bueno! ¡Aquí estamos! —Exclamó él, como si acabaran de llegar a su casa—. Sol, méteme la mano en el bolsillo de atrás para ver si puedes encontrar mi cartera. ¡Buena chica! Gracias. Ahora, quédate con Octavio mientras yo me ocupo de este caballero.


Cuando el botones se marchó, cerrando la puerta, Pedro observó la fría perfección de la habitación de un hotel. Debería haber pedido flores, fruta… No. Mejor juguetes, libros… algo. 


Un grito le sacó de sus pensamientos.


—No… no me gusta… ¡no me gusta esto! —exclamó Sol, pronunciando las palabras entre sollozo, a trompicones—. Quiero… quiero… irme… quiero irme a mi casa…


Seguía aferrada a su hermanito y a su oso, pero ya no era la firme protectora. Era solo una niña perdida y sola. El niño, siguiendo el ejemplo de su hermana, empezó también a llorar. El tumulto llenó la habitación, partiéndole a Pedro el corazón.


Entonces, se arrodilló delante de ellos y los tomó a ambos entre sus brazos, estrechándolos con fuerza. Sus lágrimas le mojaron la cara mientras sus cuerpecitos se convulsionaban de un modo desgarrador.


—Eso es… Desahogaos —susurró. ¿Qué podía decirles?—. Yo también echo de menos a vuestra madre —añadió, guiado por su instinto
—. La conocía desde que era una niña, como tú.
Aquello no era del todo cierto. Kathy había sido mucho mayor que Sol cuando vino por primera vez a jugar en su patio. Sin embargo, surtió efecto. Sol ahogó un sollozo y abrió los ojos con mucho interés.


—¿De verdad? ¿Viste a mi madre cuando era pequeña como yo? —preguntó la niña. Pedro asintió. Sol empezó a preguntar más rápidamente y con mayor insistencia—. ¿Se parecía a mí? ¿Tenía un oso como el mío? ¿Sabía leer?


Pedro se sentó en el suelo, acurrucándoles contra sí, mientras les hablaba de Kathy con todos los detalles, llenos de color y muy exagerados, que se le ocurrían. Muy pronto consiguió que se echaran a reír. Después de eso, resultó mucho más fácil. Se tomaron algunos de los bocadillos de mantequilla de cacahuete que había pedido, luego les bañó, les ayudó a buscar pijamas y libros en el equipaje. 


La habitación parecía una leonera, pero finalmente consiguió meterlos en una cama y leerles un cuento como ellos le pidieron.


—Eso es lo que mamá hace.


Eran más de las diez cuando Pedro tomó el teléfono. Gracias a Dios, Nanny Inc. era un servicio que funcionaba las veinticuatro horas del día.




martes, 17 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 9





De rodillas, Paula acabó de fregar el suelo del segundo cuarto de baño. Luego, de pie en el pasillo, empezó a frotarse el hombro, mientas contemplaba el suelo impoluto. Sin mancha. Con un fresco aroma. Perfecto. La lejía mezclada con el limpiador de suelos hacía milagros.


«Y a mí me deja destrozada», pensó, mirándose las manos enrojecidas y las uñas rotas. Los guantes de goma hacían que fuera más despacio y el tiempo era oro para ella. Solo había que lavar y frotar.


Así también ahorraba dinero porque no tenía que ir semanalmente al instituto de belleza. En aquel trabajo no había que ser sofisticada y elegante.


Sin embargo, a pesar de que había eliminado todos los tratamientos de belleza, no parecía haber rebajado en nada su presupuesto. Se pasaba el día limpiando casas como loca y cada vez estaba más endeudada. El trabajo era mucho más duro y el dinero más escaso.


En su primer día, había tardado una jornada entera en limpiar una casa. Sin embargo, el verdadero revés había sido cuando la dueña de la casa le había dicho que no volvería a necesitarla. Todavía estaba intentando recuperarse cuando Julieta se había presentado aquella noche con más encargos. 


Efectivamente, no había problema en el sector de la limpieza, a pesar de que le provocaba a uno dolores musculares.


—No sé si debería aceptarlos —dijo ella, con el rostro ardiendo de vergüenza—. La señora Smith me ha despedido.


—No puede despedirte —replicó Julieta.


—Bueno, llámalo cómo quieras. Me dejó muy claro que mis servicios ya no eran necesarios.


—¡Por ella! Pero eso no significa que no haya otras personas que no te necesiten. Mira, tengo aquí tres casas. Necesitan a alguien desesperadamente.


Paula no estaba escuchándola. Estaba reviviendo aquel horrible día.


—No creo que yo quisiera tampoco que alguien como yo regresara. No pude sacar las manchas que había en la bañera y las ventanas se quedaron sucias.


—Tienes que utilizar lejía para las manchas. Y… ¿Ventanas? No tienes por qué limpiar las ventanas.


—Ella me dijo que solo la de abajo y…


—¡Ella no tiene que decirte lo que tienes que hacer! Eso lo dices tú. Le dices lo que vas a hacer y lo que no.


—Pero si ella me ha contratado…


—No te ha contratado. Tú has solicitado el trabajo.


—Oh. ¿Y eso es diferente?


—Ya veo que no sabes nada de este negocio —dijo Julieta, sacudiendo la cabeza.


—Bueno… —respondió ella. Sabía que no era el momento de mencionar su título de económicas.


—Pero no te preocupes. Yo te voy a decir cómo hay que hacerlo. Tú siempre me diste ropa para mi hija y me pagaste el doble aquella vez que mi hijo se puso enfermo. Ahora tú estás pasando por un momento difícil y yo voy a ayudarte.


Paula se sintió muy emocionada por aquellas palabras.


—Tú has sido también muy buena conmigo. Aprecio de verdad que me hayas facilitado los clientes, pero tal vez esto no es para mí.


Si limpiar casas era un modo de ganarse la vida, evidentemente no estaba preparada para hacerlo. Recoger la ropa antes de que llegara Julieta no era mucha experiencia.


—¡Maldita sea! No tiene nada de difícil. Lo único que tienes que hacer es dejar bien claro lo que vas a hacer antes de empezar.


—¿Te refieres a que haga un contrato? Bueno, pero, además, hay que hacer el trabajo. De eso estoy segura.


—Claro que puedes hacerlo. Escúchame. Y escúchame bien. No, será mejor que lo escribas. Ve por papel y lápiz mientras yo sirvo un poco de café a cada una.


Paula hizo lo que se le pedía, pero casi no pudo escribir a la velocidad en la que Julieta le explicaba lo que tenía y lo que no tenía que hacer.


—No hagas nada por horas. Cobra por trabajo y comprueba primero el tamaño de la casa y cómo vive allí la gente antes de poner precio. Algunas personas viven como cerdos. Haz una lista de los utensilios y los productos que necesitas. No tienes que comprarlos tú misma. De ese modo no tienes que ir cargada y no tienes que llevar a la casa algo que luego no te vayas a llevar. Algunas personas ponen muchas pegas a lo que te llevas.


Mientras Julieta le hacía un listado con lo que necesitaba, Paula pensó que todo aquello parecía muy complicado.


—Siempre limpia un piso primero. De ese modo no te quedas agotada, subiendo y bajando escaleras un millón de veces. ¡Eh! No estarás cansada ya, ¿verdad? Solo estamos hablando.


—Lo sé… es que hoy ha sido un día bastante difícil —respondió Paula, pensando que no estaba acostumbrada al trabajo físico.


—Olvídate de hoy. Si lo haces bien, no tiene nada de difícil. Se me ocurre una cosa… Iré contigo un par de veces y te enseñaré lo que hay que hacer. Si limpias las casas de la misma zona en el mismo día de la semana, no te pasas el tiempo conduciendo y puedes hacer dos, tal vez incluso tres casas al día.


¡Y así lo estaba haciendo! Estaba limpiando dos casas al día, lo que la mantenía ocupada, pero no conseguía cubrir sus gastos. Tal vez si se mudara de su apartamento…


¡No! Aquello era solo temporal. Cuando tuviera un trabajo de verdad… Sin embargo, dos meses le parecían como diez años y lo peor era que no tenía indicios de tener un trabajo de verdad.


Paula estaba empezando a preocuparse.



CONVIVENCIA: CAPITULO 8




«Ahora sí que estoy en contacto», pensó Pedro cuando se sentó en un avión, seis días después, para volver a California. Le acompañaban una niña de seis años, que iba aferrada a un osito casi tan grande como ella, y un niño de cuatro, que se estaba tomando una barra de caramelo que le había dejado los dedos muy pegajosos.


Menudos trastos para un soltero acostumbrado a viajar solo.


—¡No! —Exclamó el niño, tirando del cinturón de seguridad—. ¡No quiero que me pongas esto!


—Es solo hasta que despeguemos —dijo Pedro, intentando desesperadamente atar el cinturón al niño, a la niña y al osito.


—Tienes que hacerlo, Octavio —le ordenó la niña—. Es lo mismo que lo que mamá nos ponía en el coche.


—¡Quiero a mi mamá!


—Mamá está en el cielo —dijo la niña, repitiéndole igual que antes que su madre no iba regresar.


Cada vez que decía aquellas palabras, Pedro sentía que se le rompía el corazón. Los enormes ojos azules de la niña se ponían tristes y solemnes. No era la niña alegre que había sido dos años atrás.


—Su verdadero nombre es Carolina, pero la llamamos Sol porque es nuestro… mi —había corregido Kathy, al recordar que Octavio había muerto—… mi pequeño rayo de sol.


Sol. Así había sido, una niña feliz y sonriente con ojos brillantes y rizos dorados. Entonces era demasiado pequeña para darse cuenta de que su padre había muerto.


Las cosas habían cambiado. Sabía perfectamente que su madre también había desaparecido de su vida. No había sonreído ni una sola vez. Sin embargo, Pedro no podía evitar sentir admiración por la pequeña, dándole ánimos a su hermano mientras se aferraba a su osito para consolarse a sí misma.


Sentía una enorme pena por los dos niños. 


«¡Qué derecho tengo yo a quejarme!», pensó Pedro, intentando que el niño no le tocara la ropa con las pegajosas manos. Por fin, con la ayuda de la azafata, consiguió que se sentaran al lado de la ventana. Mientras contemplaban cómo despegaba el avión, Pedro confió en que aquello sirviera para que se durmieran. 


Cuando el avión estuviera en el aire, podría ir a lavarse y ponerse a leer su periódico… 


Entonces, se dio cuenta de que tenía mucho más entre manos que manchas de caramelo.


Había estado en lo cierto respecto a Kathy Bird. 


Lo había preparado todo cuidadosamente. Sin embargo, Pedro no pudo entenderlo del todo cuando el señor Canson, el abogado, le informó que Kathy le había nombrado tutor de los niños y le había dejado a él todo lo que le pertenecía, como fideicomiso para sus hijos.


—¿Yo? —había preguntado él—. Ni siquiera soy pariente —añadió. Entonces el abogado le recordó que Kathy no tenía parientes—. Pero nunca me dijo nada. Seguro que había alguien más.


—No —le había asegurado Canson—. Solo usted.


Pedro lo miró fijamente. Efectivamente podía administrar los bienes e incluso darles fondos si era necesario. Se encargaría de que nunca les faltara de nada.


—Pero los niños —dijo Pedro, algo consternado—, no me los puedo llevar. Soy soltero. Ni tengo esposa ni si quiera un hogar. Vivo en un hotel.


—Bueno, como tutor de los niños, su única responsabilidad es que reciban los cuidados adecuados. Tal vez tenga un pariente que esté dispuesto a…


—No —replicó Pedro, pensando en su padre, en un pequeño apartamento. O en su tía, de crucero en alguna parte. Aquello era una locura. 


Una persona no podía dejarle en herencia sus hijos a otra.


—Entiendo que esto le coloca en una situación algo incómoda —añadió el abogado—, pero creo que podremos organizar algo. Hay una agencia disponible aquí que proporciona ayuda en este tipo de situaciones y podremos preparar una acogida temporal.


—Tal vez eso sea lo más adecuado. Ella nunca me había mencionado nada —confesó Pedro.


—Tal vez en la carta —sugirió Canson, señalando los documentos que le había entregado.


—Oh.


Pedro se había quedado tan perplejo que ni siquiera había mirado los papeles. Entonces abrió la carta. Después de leerla, había decidido que no habría razón alguna por la que dejaría a los niños en una agencia, aunque fuera de un modo temporal.


Los miró a los dos, dormidos. La luz que obligaba a abrochar los cinturones se había apagado. Fue al cuarto de baño, se lavó las manos y echó un poco de agua fría por la cara. 


Entonces, regresó a su asiento y volvió a sacar la carta.


Querido Pedro:
Espero que nunca tengas que leer esta carta. Tal vez así será. Solo tengo veinticinco años y me encuentro con buena salud. Sin embargo, Octavio solo tenía veintiséis cuando nos dejó y tengo miedo. ¿Qué les ocurriría a Octavio y a Sol si yo no estuviera aquí?
Si algo me ocurriera, y rezo con todo mi corazón para que eso no ocurra, esa sería la razón por la que estarías leyendo esta carta.
¿Por qué tú? Porque eres la única persona en la que confío y porque el tuyo fue el único hogar feliz que conocí. Solo fue una pequeña parte, lo sé, pero no te puedes imaginar lo mucho que atesoro cada minuto que pasé en tu casa, lo mucho que nos reíamos bajo aquel roble o en la piscina, incluso cuando ayudábamos a tu madre a preparar bocadillos o a limpiar la cocina. ¿Te acuerdas de cómo preparábamos helados en aquel viejo congelador y que todo el mundo quería el batidor? Tu madre siempre sonreía afectuosamente. Solía imaginarme que aquella era mi casa y que no volvería al orfanato, donde solo era una más de muchos niños olvidados.
Para serte sincera, aquel albergue fue el mejor lugar en el que he vivido. Todas las casas de acogida eran horribles y ni siquiera quiero pensar en la Dirección Juvenil. No sabías que yo también estuve allí, ¿verdad? Allí los niños no hacen más que dar vueltas. No quiero que eso les pase a mis hijos.
Pedro, prométeme que eso no les pasará. Sé que todavía no estás casado y que tal vez no quieras quedártelos. Si es así, por favor, encuentra a alguien, a alguien que los quiera realmente y que los cuide y que les dé el tipo de casa que tú tenías. Por favor por el amor de Dios, no les dejes convertirse en una pieza más del sistema como fui yo. Por favor Pedro. Hazme este favor.
Una vez más, espero que nunca leas esta carta, pero por si acaso… Gracias por compartir tu hogar conmigo y gracias por encontrar esa casa para Sol y Octavio. Te lo agradezco mucho.
Kathy.