miércoles, 18 de julio de 2018
CONVIVENCIA: CAPITULO 10
Pedro Alfonso era famoso por su olfato para los negocios. Con su aguda percepción se ponía instantáneamente al mando de cualquier situación, sabiendo instintivamente quién debía hacer qué. Para él era tan fácil como respirar.
Sin embargo, cuando entró en el vestíbulo de su hotel de San Francisco, con la niña, el niño y el osito, se sentía completamente perdido. No tenía ni idea de lo que tenía que hacer ni de quién podía hacerlo.
—¡Señor Alfonso, ha regresado! Y con compañía. ¡Qué maravilla! —exclamó la recepcionista. Su afabilidad no lograba ocultar su curiosidad—. ¡Qué niña tan guapa! ¿Cómo se llama?
Sol no se dignó a contestar. Con un silencio absoluto, se abrazó a su osito y se agarró más fuerte a la mano de Pedro, sin dejar de mirar a la mujer con sus enormes ojos, que parecían hacerse cada vez más grandes.
Pedro tampoco podía hablar. Se había quedado mudo por lo que había leído en los ojos de Sol: la ausencia de todo lo que le resultaba familiar y querido, soledad, terror… Veía lo que ella veía y sentía lo que ella sentía. Era demasiado peso para unos hombros tan pequeños.
—Estamos encantadas de tenerte a ti y a tu hermanito con nosotros —añadió la recepcionista, volviéndose a mirar a Pedro—. Hemos hecho los cambios que nos pidió, señor Alfonso. Hemos trasladado sus cosas a la 584, que es una suite con dos habitaciones.
—Gracias, se lo agradezco mucho —respondió él, a punto de soltar la mano de la niña para recoger la llave. Sin embargo, la manita no soltaba el dedo del que estaba agarrada. Entonces, movió al niño un poco y aceptó la llave con la otra mano—. Gracias. En cuanto a los niños, hablé con un tal señor Dancy para contratar una niñera.
—Sí. Siento que el programa de nuestro hotel esté orientado a niños más mayores. Sin embargo, muchos de nuestros clientes han utilizado los servicios de Nanny Inc. de vez en cuando y han encontrado sus servicios muy satisfactorios —explicó la mujer, dándole una tarjeta y una carpeta—. Si hay alguna otra manera de que podamos servirle, le rogamos que no deje de comunicárnoslo.
—Gracias —reiteró Pedro, antes de seguir al botones.
No podía dejar de pensar en lo que estaba pasando en la oficina. La situación andaba muy revuelta, como era de esperar. Se había mantenido en contacto por fax o por teléfono casi cada hora durante los cinco días que había estado fuera, pero no era lo mismo que estar allí. Especialmente, cuando estaba intentando también controlar los acontecimientos nuevos en su vida personal.
Era demasiado tarde para ir a la oficina aquel día. ¿Debería reunirse con Sam por la noche?
Quería tener todo bajo control para la reunión que se celebraría en Nueva York el miércoles.
Era fundamental que estuviera en su despacho por la mañana. El martes debía estar en un avión rumbo a Nueva York. Aquello significaba que tenía que encontrar a alguien que cuidara de los niños. Decidió telefonear a la agencia de niñeras inmediatamente.
En el ascensor, el botones trató de hablar con Octavio, pero el niño escondió la cara en el pecho de Pedro, aferrándose con fuerza al cuello. La mano de Sol parecía estar pegada con pegamento. El mensaje era más poderoso que si se lo hubieran dicho con palabras. El era todo lo que aquellos niños tenían. Aquello le hacía sentir la carga que tenía sobre los hombros.
—¡Bueno! ¡Aquí estamos! —Exclamó él, como si acabaran de llegar a su casa—. Sol, méteme la mano en el bolsillo de atrás para ver si puedes encontrar mi cartera. ¡Buena chica! Gracias. Ahora, quédate con Octavio mientras yo me ocupo de este caballero.
Cuando el botones se marchó, cerrando la puerta, Pedro observó la fría perfección de la habitación de un hotel. Debería haber pedido flores, fruta… No. Mejor juguetes, libros… algo.
Un grito le sacó de sus pensamientos.
—No… no me gusta… ¡no me gusta esto! —exclamó Sol, pronunciando las palabras entre sollozo, a trompicones—. Quiero… quiero… irme… quiero irme a mi casa…
Seguía aferrada a su hermanito y a su oso, pero ya no era la firme protectora. Era solo una niña perdida y sola. El niño, siguiendo el ejemplo de su hermana, empezó también a llorar. El tumulto llenó la habitación, partiéndole a Pedro el corazón.
Entonces, se arrodilló delante de ellos y los tomó a ambos entre sus brazos, estrechándolos con fuerza. Sus lágrimas le mojaron la cara mientras sus cuerpecitos se convulsionaban de un modo desgarrador.
—Eso es… Desahogaos —susurró. ¿Qué podía decirles?—. Yo también echo de menos a vuestra madre —añadió, guiado por su instinto
—. La conocía desde que era una niña, como tú.
Aquello no era del todo cierto. Kathy había sido mucho mayor que Sol cuando vino por primera vez a jugar en su patio. Sin embargo, surtió efecto. Sol ahogó un sollozo y abrió los ojos con mucho interés.
—¿De verdad? ¿Viste a mi madre cuando era pequeña como yo? —preguntó la niña. Pedro asintió. Sol empezó a preguntar más rápidamente y con mayor insistencia—. ¿Se parecía a mí? ¿Tenía un oso como el mío? ¿Sabía leer?
Pedro se sentó en el suelo, acurrucándoles contra sí, mientras les hablaba de Kathy con todos los detalles, llenos de color y muy exagerados, que se le ocurrían. Muy pronto consiguió que se echaran a reír. Después de eso, resultó mucho más fácil. Se tomaron algunos de los bocadillos de mantequilla de cacahuete que había pedido, luego les bañó, les ayudó a buscar pijamas y libros en el equipaje.
La habitación parecía una leonera, pero finalmente consiguió meterlos en una cama y leerles un cuento como ellos le pidieron.
—Eso es lo que mamá hace.
Eran más de las diez cuando Pedro tomó el teléfono. Gracias a Dios, Nanny Inc. era un servicio que funcionaba las veinticuatro horas del día.
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