martes, 26 de junio de 2018
LA TENTACION: CAPITULO 6
Pedro conocía sus límites, y el hecho de ver a Paula Chaves llevando sólo una toalla no estaba dentro de ellos. Paula estaba extremadamente sexy, y había una promesa en sus ojos que parecía casi real. Si Pedro hubiera tenido menos conciencia, se habría lanzado a ella.
Los dedos de Paula jugaban con el borde superior de la toalla, aventurándose en el valle que se formaba entre sus pechos. Hasta ese momento. Pedro había pensado que se estaba echando un farol, pero ahora tenía sus dudas.
—Déjalo ya, princesa —aceró a decir él—. Desnuda o no, vamos a llamar a Esteban.
—Pero... pero... Ya es más de medianoche en Londres.
—Alejandra es una criatura nocturna —contestó Pedro, sin dejarse engañar—. Seguro que todavía están despiertos.
—No hace falta molestarlos. ¿De verdad crees que vendría aquí sin tener el permiso de mi hermano?
—No creo que quieras que responda a esa pregunta —caminó hacia la cocina, sabiendo que ella lo seguiría. Levantó el auricular del teléfono y empezó a marcar el número que Alejandra le había dejado anotado junto al aparato.
—¡Espera! ¡No llames! —exclamó ella, extendiendo una mano hacia Pedro.
El la miró, devolvió el auricular a su sitio y se quedó esperando, sintiendo curiosidad por lo que ocurriría después.
—¿Entonces...? —le preguntó.
—No he entrado a la fuerza, de verdad —dijo ella—. Puede que entrara, pero no a la fuerza. Yo...
—Deja a un lado la semántica. Estás aquí sin permiso, ¿verdad?
Paula asintió con la cabeza de forma casi imperceptible.
—¿Quieres decirme por qué?
—Decidí hacerles una visita.
—¿Sin avisar? ¿Después de tres años?
Ella ni siquiera dudó en responder:
—¿Por qué no? Puede que no haya sido la mejor Chaves del mundo, pero más vale tarde que nunca.
—¿Me estás diciendo que has venido conduciendo desde Florida sólo para hacerles una visita sorpresa?
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo sabes que estaba en Florida?
—Por la matrícula de tu coche.
—Ah.
—Muy bien, princesa —dijo Pedro, plenamente consciente del aroma a jabón que emanaba de la piel de Paula. Una piel desnuda bajo la toalla... Pedro tragó saliva con dificultad—. ¿Qué está ocurriendo en realidad?
Aparte de su fuerte erección, claro.
—Simplemente, he seguido un impulso. Tenía la oportunidad de estar alejada del trabajo durante una semana y pensé que no había visto a los amigos ni a los familiares en mucho tiempo. Además, rompí con mi novio y necesitaba alejarme de allí. Ya sabes, huir de los sitios en los que estuvimos juntos y todo eso. Así que aquí estoy, Alfonso, y a ti debería darte igual si he venido o no.
—Tu familia no va a volver hasta finales de agosto —estuvo a punto de añadir que ella ya no tenía amigos en Sandy Bend, pero le pareció demasiado cruel—. No puedo dejar que te quedes aquí. Le prometí a Alejandra que le cuidaría la casa. Si me dejas que la llame, tal vez...
—No puedo.
—Entonces, vas a tener que recoger tus cosas y salir de aquí conmigo.
Ella se agarró la toalla con las dos manos.
—Tampoco puedo hacer eso.
Pedro dudó, algo que raramente hacía. Observó la delicada curva de sus hombros, absolutamente deliciosa... Pero se recordó que Paula era la mujer más manipuladora que había conocido en su vida. Entonces se dio cuenta de que aquellos hombros perfectos se estaban estremeciendo.
—¿Estás llorando? —le preguntó.
—No. Yo nunca lloro.
Pedro le puso las manos en los hombros y la giró para que lo mirara de frente.
—Ve a vestirte. Llamaré a algún hotel de la ciudad para ver si tienen habitaciones.
—¡No!
—¿Y ahora qué pasa?
—Yo... eh... —se apartó de un manotazo una lágrima que le caía por la mejilla, y Pedro fingió no darse cuenta—. No puedo.
Pedro no supo muy bien por qué, pero sintió deseos de proteger su dignidad, a pesar de que aquella mujer se había pasado su juventud pateando la de los demás.
—Puedes quedarte conmigo, princesa. Pero sólo por esta noche. ¿Lo has comprendido?
Paula abrió mucho sus grandes ojos castaños y se quedó mirándolo unos segundos antes de responder:
—De acuerdo.
LA TENTACION: CAPITULO 5
Paula se aclaró el pelo y se unió al estribillo de una antigua canción disco que sonaba por la radio. Después de darse un último restregón con el maravilloso jabón de lavanda de Alejandra, cerró el grifo. Se secó el pelo con una mullida toalla blanca y se enrolló otra alrededor del cuerpo.
Suspiró de placer.
—Algodón egipcio... no hay nada mejor —dijo.
Ella lo sabía bien, porque les había enviado a Esteban y a Alejandra una docena de esas toallas como regalo de bodas. El hecho de que lo hubiera hecho utilizando la cuenta de su padre no había sido tan buena idea... pero no dejó que la sensación de culpa la asaltara.
Una vez limpia, la comida era lo siguiente. No estaba segura de lo que encontraría en la cocina, pero a menos que los gustos de Alejandra hubieran cambiado, Paula sabía que podía sobrevivir perfectamente.
Cuando eran jóvenes, Alejandra engullía todo lo que Paula no se podía permitir comer: patatas fritas, chocolate, helados y refrescos. Y siempre estaba delgadísima, lo que a Paula le parecía injusto y poco natural. Sin embargo, en aquel momento se alegraba de ello.
Con la boca hecha agua, se ajustó bien la toalla alrededor del cuerpo y bajó las escaleras.
Acababa de cruzar el pasillo que daba el salón cuando una voz masculina dijo:
—¿Todo va bien?
Paula dio un grito y miró alrededor, casi esperando ver a alguno de los hombres que estaban en la puerta de su casa aquel día. Sin embargo, a quien vio fue a Pedro Alfonso.
—¿Estás loco? ¡Me has dado un susto de muerte! Debería llamar a la policía —lo que era gracioso, porque estaba frente a uno de ellos. Uniformado y todo—. Muy bien, olvida la policía, pero será mejor que me des una buena razón para estar aquí.
Pedro sonrió.
—Yo iba a decirte exactamente lo mismo.
—No es de tu incumbencia, pero Esteban y Alejandra dijeron que podía usar su casa mientras estuvieran fuera —mintió Paula.
Pedro se llevó una mano a la cadera y con la otra se rascó la nuca.
—Hmm. ¿De verdad?
—Sí, lo dijeron.
—Interesante. Y sobre usar la ropa de Alejandra, ¿te han hecho también algún ofrecimiento?
Ella frunció el ceño, intentando darle sentido a lo que Pedro acababa de decir, ya que Alejandra era varios centímetros más alta y probablemente siguiera usando una talla menos.
—¿Por qué?
—Porque estás un poco desvestida —dijo él, señalándole la toalla—. No me malinterpretes, princesa. No me importa, pero creo que deberías vestirte.
Paula se llevó las manos a la toalla y miró a Pedro, que le estaba haciendo un recorrido con la mirada desde la cabeza a los pies. Paula sabía que debería estar furiosa, pero en realidad era muy consciente de la mirada de aquel hombre.
Consciente de que la sangre le corría por las venas a toda velocidad, haciendo su piel mucho más sensible. Consciente de la apreciación, y de algo más peligroso, que había en la mirada de Pedro.
—Voy arriba —dijo Paula, dejando que su voz adquiriera un frío tono—. A menos que quieras seguir mirando.
—No, he tenido suficiente.
Paula giró sobre sus talones.
—Entonces, ya puedes marcharte —le dijo.
Empezaba a subir las escaleras cuando oyó que Pedro decía:
—En realidad, seguiré aquí cuando te hayas vestido, princesa. Vamos a hacer una llamada a Esteban y Alejandra.
Paula se detuvo, estremeciéndose sólo de pensarlo.
Hacer una llamada a Esteban era muy arriesgado. Arriesgaría su seguridad, su orgullo y el que su hermano la echara a la calle.
Teniendo en cuenta todo el dolor que ya le había causado, Paula no lo culparía si lo hiciera.
Inspiró profundamente y se dio la vuelta para mirar a Pedro.
—¿Qué te parece si, en vez de eso, me quito la toalla?
LA TENTACION: CAPITULO 4
Lo peor de vivir en Sandy Bend era que todo el mundo se metía en los asuntos de los demás.
Pero Pedro Alfonso se vio obligado a admitir que a veces eso también era lo mejor de vivir allí.
Gracias a algún ciudadano preocupado, sabía que quienquiera que fuera que hubiera entrado en la casa de su hermana, no lo había hecho hacía mucho.
Pedro rodeó a pie el coche azul aparcado frente a la casa. Llevaba casi diez años siendo policía y nunca había visto a un ladrón que condujera un Mercedes. Se fijó en la matrícula y vio que era de Florida.
Regresó a su coche y se puso en contacto con la comisaría para darles los detalles de la matrícula y saber así quién era el propietario del vehículo. Cuando lo supo, dio gracias en silencio a quienquiera que fuera responsable de haberle llevado allí a Paula Chaves, Princesa Real. Pedro sabía que estaba en Florida, pero no esperaba que regresara a Sandy Bend.
Sonrió mientras se dirigía a la casa.
—Policía —dijo mientras llamaba a la puerta—. ¿Hay alguien ahí?
Pedro contó hasta tres y volvió a llamar. Al no obtener respuesta, sacó un llavero de su bolsillo y abrió la puerta.
—Policía —repitió mientras se abría la vieja puerta de roble.
Pedro entró y se guardó las llaves. En el piso de arriba se escuchaba una radio a todo volumen.
Subió las escaleras y oyó el ruido del agua de la ducha al correr. Se acercó un poco más.
—Policía.
Pedro apoyó la palma de la mano contra la puerta del baño y estaba debatiéndose entre llamar o no cuando la puerta se abrió un poco hacia dentro... y él se quedó sin respiración.
Olvidar que Paula Chaves tenía un cuerpo que lo había mantenido en excitación constante durante su juventud había sido un error. Ahora su precioso trasero estaba frente a él, mientras Paula permanecía en la bañera, bajo el chorro de agua caliente. Y Pedro sabía que tendría que mirar a otro sitio si no quería que lo que le estaba ocurriendo a su entrepierna se le fuera de las manos.
Bajó las escaleras y entró en el salón, dispuesto a esperar. Podía ser un hombre paciente... especialmente ahora, que había visto desnudo el trasero de Paula Chaves
lunes, 25 de junio de 2018
LA TENTACION: CAPITULO 3
Un día y medio después, Paula había llegado a su destino.
Bienvenidos a Sandy Bend, decía un cartel en las inmediaciones de la ciudad.
—¿Bienvenidos? Debe de ser una broma —dijo Paula al leerlo.
Habían pasado tres años desde su última visita y ahora aquella ciudad se le antojaba tan atractiva como aparecer en Liberia en biquini.
Excepto por Pedro Alfonso. Aunque Sandy Bend era el lugar más aburrido del mundo, saber que él estaba cerca siempre había conseguido estremecerla. Pedro había sido un duro adversario, sin acceder a retirarse sólo porque ella fuera muy femenina y muy rica.
Contrariamente a sus costumbres, Paula aminoró la marcha y notó que el corazón se le aceleraba al pasar por delante de la comisaría.
Sintió un conocido cosquilleo de emoción y buscó con la mirada el viejo Mustang de Pedro en el aparcamiento. No había ningún Mustang.
Pero no sabía si Pedro seguía usando el mismo coche.
Sí sabía que seguía siendo policía en Sandy Bend. Había conseguido la información gracias a una llamada de teléfono que le había hecho a su hermano Esteban por Navidad. Esteban estaba casado con la hermana de Pedro, Alejandra.
Pero no estaba allí para ver a Pedro, a Alejandra ni a ninguna otra persona de la ciudad. Estaba allí porque nadie en su sano juicio esperaría encontrarla en Sandy Bend. Incluida ella.
También eran inesperados los cambios que se habían dado en la ciudad. Mientras conducía por Main Street vio un balneario, varias boutiques, una joyería y muchos restaurantes nuevos. Si el lugar hubiera sido tan interesante varios años atrás, no habría matado las horas intentando molestar a los demás.
Giró a la izquierda y se dirigió a la casa de sus padres. Era el tipo de vivienda que hacía que se les cayera la baba a los editores de revistas de arquitectura. Paula también reconocía que era espectacular, a pesar de ser tan fría y estar tan vacía como una galería de arte moderno.
Paula se detuvo frente a la verja de entrada, se bajó del coche y tecleó el código de seguridad en el panel. El número no había cambiado: 062671. Era la fecha que conmemoraba el primer trato que su padre había cerrado con una propiedad de Chicago.
—Qué conmovedor, papá —dijo mientras se abría la verja. La cámara de seguridad la siguió y ella saludó con la mano a quienquiera que estuviera al otro lado.
Una vez en el recinto, aparcó, salió del coche e intentó alisarse la falda. Sabía que tenía un aspecto horrible, y la cadera derecha le dolía más que de costumbre.
Subió los incontables escalones de piedra azul de la entrada y vio que alguien la estaba esperando en la puerta. Rose Higgins se había hecho cargo de la casa desde que Paula tenía uso de razón.
—Vaya, si es la señorita Paula —dijo el ama de llaves, con un tono sarcástico que era el recordatorio de lo mal que se habían llevado cuando Paula había sido una niña.
—Hola, Rose. Me alegro de verte. Pero, ¿crees que podrías evitarte el «señorita»? —Rose enarcó una ceja—. ¿Están mis padres en casa?
—Están en Londres, con tu hermano y tu cuñada, y no volverán hasta finales de agosto.
¡Perfecto!
Ahora Paula tenía a su disposición una lujosa soledad de seiscientos cincuenta metros cuadrados. Se acercó un poco más a la puerta, casi salivando al pensar en una ducha de vapor en el baño de su dormitorio.
—No creo que les importe si me quedo unos días, ¿verdad? —preguntó Paula, aunque pensaba que la pregunta era una mera formalidad.
—Tal vez no, pero no creo que les gustara a los inquilinos.
—¿Inquilinos? Vamos, Rose. Papá nunca ha alquilado esta casa.
—Hasta ahora. Son nuevos socios de negocios de tu padre, ya sabes —el ama de llaves se dispuso a cerrar la puerta—. Si llaman tus padres, les diré que te has pasado para verlos.
—No te molestes —le dijo Paula.
Rose le dedicó una sonrisa malévola.
—Entonces, adiós —la puerta se cerró con un sonido contundente.
Paula se dio la vuelta e ignoró los rugidos de su estómago, que le decían que ya había pasado la hora de comer y que no había tomado nada.
Nunca se había sentido tan cansada. Ni tan desesperada. Se había quedado sin dinero y no quería usar sus tarjetas de crédito, por miedo a que la localizaran.
—Y ahora, ¿qué? —se dijo mientras se dirigía a su coche.
Tal vez el hambre o la desesperación le hubieran agudizado la mente, porque rápidamente pensó en un plan. Si Esteban y Alejandra estaban en Londres, su casa estaría vacía. Y como su casa era la antigua residencia Chaves, Paula conocía sus defectos. Como el pestillo roto de la ventana de un dormitorio, del que tantas noches de verano se había aprovechado siendo una adolescente.
Paula sonrió. A veces era bueno ser una mala chica.
LA TENTACION: CAPITULO 2
Pasó otra hora. Paula dio una vuelta por la casa y encontró el sistema en estéreo de la casa. La música era mejor compañía que el silencio, que empezaba a crisparle los nervios. Deseó tener algo donde sentarse, pero el propietario no había dejado mucho mobiliario. Incluso se habría conformado con una silla plegable. Se había herido la cadera derecha cuando era una adolescente y no podía sentarse en el suelo.
La hora se convirtió en dos horas y media, suficiente tiempo para echar tres partidas de solitario en su PDA, uno igual que el de Roxana, y regalo de Navidad de su compañera.
No sabía cuánto tiempo más debía esperar. Su madre y sus hermanas lo sabrían; incluso su hermano mayor, Esteban, parecía tener una regla para cada situación. Si Paula se hubiera llevado bien con alguno de ellos, tal vez se lo habría preguntado pero, como no era así, decidió darle a Roxana otra media hora.
A las tres en punto Paula estaba totalmente furiosa, sintiéndose víctima de otro truco estúpido de Roxana. Recogió sus cosas y las de Roxana, cerró con llave Casa Pura Vida y comenzó el largo viaje de vuelta a la oficina de Coconut Grove. Al menos podía usar el Porsche de su compañera.
El aparcamiento de Whitman-Pierce estaba vacío cuando aparcó junto a su propio coche.
Recogió sus cosas y dejó las de Roxana dentro.
Después entró en la oficina y dejó las llaves del Porsche sobre el escritorio de su compañera.
Mientras se dirigía a casa en su coche, intentó decidir si se tomaría un buen merecido cóctel antes o después de llamar a su padre a su casa de verano en Michigan.
—Definitivamente, antes —murmuró para sí misma.
Iba a necesitar una buena dosis de peloteo para conseguir que su padre le dejara el dinero para comprar la parte de Roxana. Un trago le vodka la ayudaría a tragarse el orgullo.
Paula entró en Jacaranda Drive para dirigirse a la casa de alquiler de un solo piso en la que llevaba viviendo tres años. Tener un alquiler relativamente barato significaba que había podido ahorrar una suma decente de dinero para comprar la vivienda que realmente quería.
Desafortunadamente, esa cantidad no era nada comparada con lo que tendría que pagar para deshacerse de Roxana.
Cuando ya se aproximaba al camino de entrada a su casa vio a dos hombres parados frente a la puerta. Desde detrás, no le resultaban familiares. Aminoró la velocidad y vio que un tercer hombre, mayor que los otros y vestido con una camisa de golf y pantalones demasiado ajustados, caminaba desde la parte trasera de la casa para unirse a los otros dos.
Paula decidió pasar de largo y dobló una esquina. Había una pequeña furgoneta azul aparcada en el otro lado de la calle. Al acercarse, su mirada se encontró brevemente con la de la ocupante del vehículo. No había nada especial en la mujer que ocupaba el asiento del conductor. Tenía el aspecto de cualquier otra morena, conservadora y vestida con traje. No había nada en su sosa expresión que justificara la señal de alarma que sintió Paula en ese momento, pero eso fue precisamente lo que sintió. Ya que creía en confiar en sus instintos, Paula pisó con fuerza el acelerador y se dirigió a la carretera principal.
Pensó en pedir ayuda, pero la única persona a la que se le ocurrió llamar fue a Susana, la recepcionista de la oficina. El hermano de Susana era detective privado; podría pedirle su teléfono para un amigo de un amigo o algo así.
No era un plan muy elaborado, pero no tenía ninguna idea mejor.
Sin perder de vista la carretera, alargó la mano para agarrar el teléfono móvil. Estaba a punto de marcar cuando sonó, enviándole otra dosis de adrenalina por las venas. Cuando consiguió que el corazón se le hubiera bajado de la garganta, respondió:
—¿Di... diga?
—Sabemos que los tienes.
—¿Que tengo el qué? —logró decir al escuchar la voz desconocida. Giró a la derecha y se metió en el aparcamiento de una tintorería. No se veía capaz de conducir y tratar con la voz misteriosa al mismo tiempo.
—No te hagas la tonta.
—De verdad, no sé de qué estás hablando.
—Roxana ha dicho que sí. Sabes quién es Roxana, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces, no eres tan estúpida. Ha dicho que te los dio ayer. Ahora lo único que tienes que hacer es entregarlos.
Paula recostó la cabeza contra el volante. ¿Qué le había dado Roxana, aparte de una dosis extra de estrés?
—¿No se te ha ocurrido pensar que Roxana puede estar mintiendo?
El hombre se rió.
—Esta vez no, cariño. Mételos en un sobre y déjalos esta noche en la recepción del hotel Coco, a nombre de Suárez. Y hazlo sola. ¿Lo has entendido?
Paula puso los ojos en blanco. No iba a ir a ningún sitio sola, y menos aún al hotel Coco, un sitio sórdido donde los hubiera.
—Sí. Sola. Claro.
—Bien.
Estaba claro que el tipo no entendía los finos matices del sarcasmo.
—Mira, amigo, estás perdiendo el tiempo. No sé de qué me estás hablando y de ninguna manera voy a ir a...
Se calló al darse cuenta de que había colgado.
Exasperada, llamó a Roxana una vez más.
—Hola, soy Roxana Pierce —le dijo un nuevo saludo del buzón de voz de Roxana—. Estoy de vacaciones, y tú no. Deja un mensaje y te llamaré.
¿De vacaciones? Paula agarró el teléfono con fuerza, imaginándose que era la garganta de su compañera.
—Roxana, soy Paula. No sé en qué lío te has metido esta vez, pero no voy a participar, ¿de acuerdo? Llámame, y hazlo ahora.
Colgó y consideró sus limitadas opciones. La policía no era una de ellas. Si Roxana había desaparecido, aún no había pasado suficiente tiempo como para que se encargaran del caso.
Pero Paula sabía que necesitaba a alguien de fuera. Alguien objetivo y con experiencia.
Alguien que no estuviera al borde de un ataque de nervios, como se sentía ella en aquel momento.
Volvió a agarrar el móvil, decidida a llamar a Susana y meterse en el mundo de los detectives privados. Cuando esperaba a que la recepcionista le contestara, vio que la furgoneta azul de antes pasaba despacio por delante. Se le puso la piel de gallina.
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