lunes, 25 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 2




Pasó otra hora. Paula dio una vuelta por la casa y encontró el sistema en estéreo de la casa. La música era mejor compañía que el silencio, que empezaba a crisparle los nervios. Deseó tener algo donde sentarse, pero el propietario no había dejado mucho mobiliario. Incluso se habría conformado con una silla plegable. Se había herido la cadera derecha cuando era una adolescente y no podía sentarse en el suelo.


La hora se convirtió en dos horas y media, suficiente tiempo para echar tres partidas de solitario en su PDA, uno igual que el de Roxana, y regalo de Navidad de su compañera.


No sabía cuánto tiempo más debía esperar. Su madre y sus hermanas lo sabrían; incluso su hermano mayor, Esteban, parecía tener una regla para cada situación. Si Paula se hubiera llevado bien con alguno de ellos, tal vez se lo habría preguntado pero, como no era así, decidió darle a Roxana otra media hora.


A las tres en punto Paula estaba totalmente furiosa, sintiéndose víctima de otro truco estúpido de Roxana. Recogió sus cosas y las de Roxana, cerró con llave Casa Pura Vida y comenzó el largo viaje de vuelta a la oficina de Coconut Grove. Al menos podía usar el Porsche de su compañera.


El aparcamiento de Whitman-Pierce estaba vacío cuando aparcó junto a su propio coche. 


Recogió sus cosas y dejó las de Roxana dentro. 


Después entró en la oficina y dejó las llaves del Porsche sobre el escritorio de su compañera.


Mientras se dirigía a casa en su coche, intentó decidir si se tomaría un buen merecido cóctel antes o después de llamar a su padre a su casa de verano en Michigan.


—Definitivamente, antes —murmuró para sí misma.


Iba a necesitar una buena dosis de peloteo para conseguir que su padre le dejara el dinero para comprar la parte de Roxana. Un trago le vodka la ayudaría a tragarse el orgullo.


Paula entró en Jacaranda Drive para dirigirse a la casa de alquiler de un solo piso en la que llevaba viviendo tres años. Tener un alquiler relativamente barato significaba que había podido ahorrar una suma decente de dinero para comprar la vivienda que realmente quería. 


Desafortunadamente, esa cantidad no era nada comparada con lo que tendría que pagar para deshacerse de Roxana.


Cuando ya se aproximaba al camino de entrada a su casa vio a dos hombres parados frente a la puerta. Desde detrás, no le resultaban familiares. Aminoró la velocidad y vio que un tercer hombre, mayor que los otros y vestido con una camisa de golf y pantalones demasiado ajustados, caminaba desde la parte trasera de la casa para unirse a los otros dos.


Paula decidió pasar de largo y dobló una esquina. Había una pequeña furgoneta azul aparcada en el otro lado de la calle. Al acercarse, su mirada se encontró brevemente con la de la ocupante del vehículo. No había nada especial en la mujer que ocupaba el asiento del conductor. Tenía el aspecto de cualquier otra morena, conservadora y vestida con traje. No había nada en su sosa expresión que justificara la señal de alarma que sintió Paula en ese momento, pero eso fue precisamente lo que sintió. Ya que creía en confiar en sus instintos, Paula pisó con fuerza el acelerador y se dirigió a la carretera principal.


Pensó en pedir ayuda, pero la única persona a la que se le ocurrió llamar fue a Susana, la recepcionista de la oficina. El hermano de Susana era detective privado; podría pedirle su teléfono para un amigo de un amigo o algo así. 


No era un plan muy elaborado, pero no tenía ninguna idea mejor.


Sin perder de vista la carretera, alargó la mano para agarrar el teléfono móvil. Estaba a punto de marcar cuando sonó, enviándole otra dosis de adrenalina por las venas. Cuando consiguió que el corazón se le hubiera bajado de la garganta, respondió:
—¿Di... diga?


—Sabemos que los tienes.


—¿Que tengo el qué? —logró decir al escuchar la voz desconocida. Giró a la derecha y se metió en el aparcamiento de una tintorería. No se veía capaz de conducir y tratar con la voz misteriosa al mismo tiempo.


—No te hagas la tonta.


—De verdad, no sé de qué estás hablando.


—Roxana ha dicho que sí. Sabes quién es Roxana, ¿verdad?


—Sí.


—Entonces, no eres tan estúpida. Ha dicho que te los dio ayer. Ahora lo único que tienes que hacer es entregarlos.


Paula recostó la cabeza contra el volante. ¿Qué le había dado Roxana, aparte de una dosis extra de estrés?


—¿No se te ha ocurrido pensar que Roxana puede estar mintiendo?


El hombre se rió.


—Esta vez no, cariño. Mételos en un sobre y déjalos esta noche en la recepción del hotel Coco, a nombre de Suárez. Y hazlo sola. ¿Lo has entendido?


Paula puso los ojos en blanco. No iba a ir a ningún sitio sola, y menos aún al hotel Coco, un sitio sórdido donde los hubiera.


—Sí. Sola. Claro.


—Bien.


Estaba claro que el tipo no entendía los finos matices del sarcasmo.


—Mira, amigo, estás perdiendo el tiempo. No sé de qué me estás hablando y de ninguna manera voy a ir a...


Se calló al darse cuenta de que había colgado. 


Exasperada, llamó a Roxana una vez más.


—Hola, soy Roxana Pierce —le dijo un nuevo saludo del buzón de voz de Roxana—. Estoy de vacaciones, y tú no. Deja un mensaje y te llamaré.


¿De vacaciones? Paula agarró el teléfono con fuerza, imaginándose que era la garganta de su compañera.


—Roxana, soy Paula. No sé en qué lío te has metido esta vez, pero no voy a participar, ¿de acuerdo? Llámame, y hazlo ahora.


Colgó y consideró sus limitadas opciones. La policía no era una de ellas. Si Roxana había desaparecido, aún no había pasado suficiente tiempo como para que se encargaran del caso. 


Pero Paula sabía que necesitaba a alguien de fuera. Alguien objetivo y con experiencia. 


Alguien que no estuviera al borde de un ataque de nervios, como se sentía ella en aquel momento.


Volvió a agarrar el móvil, decidida a llamar a Susana y meterse en el mundo de los detectives privados. Cuando esperaba a que la recepcionista le contestara, vio que la furgoneta azul de antes pasaba despacio por delante. Se le puso la piel de gallina.





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